Una pareja tuvo diez hijos, y la otra, doce. ¿Cómo lo consiguieron? Ahí quede para la imaginación de cada uno, sobre todo porque los siameses estaban unidos por el esternón.
Los matrimonios duraron treinta y un años, hasta el final, hasta que la muerte los separó. Y también en esto hubo una perfecta sincronización. Una noche, uno de los siameses murió mientras dormía, y cuando el otro se despertó se llevó el susto de su vida. Quizás se planteó qué hacer en adelante con un muerto a cuestas, y ese pensamiento lo dejó seco. Las autopsias dijeron que uno falleció por un aneurisma y que el otro se murió de miedo.
Que Francisco de Quevedo era un genio de las letras… pues sí. Y un misógino también, porque una cosa no quita la otra. Quevedo era un solterón gamberro y le gustaba serlo; por eso ha quedado para la historia de sus mayores extravagancias hacer lo que hizo aquel 26 de febrero de 1634: se casó.
¿Y a qué venía casarse ahora, si ya tenía cincuenta y cuatro años? Y con una novia que no le gustaba. Una señora que ya no cumplía los cincuenta, viuda, con hijos y viviendo en Cetina, en Zaragoza. Pues eso mismo debió de preguntarse él, porque a los dos meses de la boda salió por pies.
A Quevedo lo enredaron, porque solo así pudieron casarlo. Él, que había escrito en prosa y en verso contra el matrimonio, que cuando no estaba en una taberna estaba en un lupanar, que fumaba como una chimenea, bebía más que fumaba y andaba en líos con una tal Ledesma… ¿qué hacía casándose con más de cincuenta años?
Escribió cosas como que «a los hombres que se casan los había de llevar la iglesia con campanillas delante, como a los ahorcados». Y cuando ya se le soltaba la pluma del todo, decía que prefería ver un cura en su entierro antes que en su boda, y que mejor se le helaran la lengua y las palabras antes de dar el sí, y que prefería un bárbaro otomano antes que un himeneo tirano… Y remató con esto: «Entre los acontecimientos del matrimonio, solo el de la pérdida de la mujer no puede ser afrentoso, porque si la mujer es mala, se gana con perderla; y si es buena, con perderla se asegura que no lo deje de ser». Pues muy bien, pero después de todo esto… fue y se casó.
La desafortunada fue doña Esperanza de Mendoza, señora de Cetina, con jugoso patrimonio y carnes que vivieron mejores tiempos. Por aquel entonces, Quevedo había sido nombrado secretario del rey Felipe IV y tenía que mantener las formas. Se hizo amigo del duque de Medinaceli, y la esposa del duque, amiga a su vez de la señora doña Esperanza, presionó a su marido para que presionara a Quevedo y se casara con esta mujer que necesitaba salir de la viudez.
El duque de Medinaceli, por no oír más a su esposa, convenció a Quevedo, que se casó aquel 26 de febrero. Dicen que aguantó casado hasta finales de abril, y que no paró hasta que dos años después consiguió divorciarse para borrar esa mancha de su currículum «solteril».
En Hollywood no hay por qué sorprenderse de nada. Puede ocurrir cualquier cosa y, como dice Toni Garrido, por lo general, ocurre. Eso no impidió que tanto el mundo literario como el cinematográfico se quedaran boquiabiertos cuando supieron que el 29 de junio de 1956 el dramaturgo Arthur Miller se casó con la actriz Marilyn Monroe.
Fueron discretísimos y guardaron el secreto hasta el mismo día de la boda. Lógico, porque él se acababa de divorciar hacía quince días. Y además sabían que había muchos profetas sueltos que les pronosticarían los peores augurios. Pero es que era evidente: los profetas tenían razón.
Sería injusto decir que el escritor y la actriz no hicieron todo lo posible para que el matrimonio funcionara, pero es que sus neuronas discurrían por caminos distintos. La pareja no pegaba nada vista desde fuera, aunque a los dos les convenía la unión. Miller le daría a Marilyn el toque intelectual que le faltaban a sus curvas y a su pelo teñido de rubio platino, y ella le aportaría a él… no sé, algo le aportaría. Pero está claro que Arthur Miller no se casó con Marilyn para tener animadas charlas sobre la evolución del teatro clásico.
La boda de aquel 29 de junio fue discreta y por lo civil, porque dos días después repitieron ceremonia por el rito hebreo. Nadie entendió por qué Marilyn se empeñó en convertirse al judaísmo, porque Miller, aunque era de origen judío, no practicaba. Pero, bueno, fue un empeño de la actriz para demostrar que quería cambiar. En lo que fuera, pero cambiar.
Fue una época en la que ella quería abandonar su imagen frívola, dejar de lado el cine facilón. Quería entrar en círculos intelectuales y hasta enriqueció su carrera en el Actor’s Studio de Nueva York. Pero por mucho que lo intentara, ni el público ni los directores podían olvidar que aquella mujer tenía más curvas que la subida a los lagos de Covadonga.
Y pasó lo que pasó: que se aburría como una mona cada vez que su intelectual marido se sentaba a escribir, que no encontraba hueco en las fiestas de escritores, que le faltaba chispa a su vida y marcha a su cuerpo. Así que acabó liada con el actor Yves Montand y Arthur Miller pidió el divorcio. Marilyn ya iba de cabeza al abismo.
Piensen a bote pronto en la más sonada de las primeras damas estadounidenses. ¿A que sale Jackie Kennedy? Pero la sociedad americana la bajó del podio el 20 de octubre de 1968, el día en que se casó con Aristóteles Onassis. Hipermillonario, sí, pero de rústica reputación y con total falta de prestigio social.
Cómo era posible que la viuda de América se casara con un divorciado griego que encima estaba liado con María Callas. Porque había intereses más allá del amor. Jackie le daría a Onassis el deseado prestigio y Onassis a Jackie un talonario inagotable. La Callas quedó devastada.
Pero en cierto modo a ambos les salió el tiro por la culata, porque Jackie no solo no le aportó prestigio a Onassis, sino que perdió el propio, y Onassis acabó mosqueado por el derroche de Jackie. Y es que la señora se compraba hasta doscientos pares de zapatos en un solo día.
Ya se lo advirtió un amigo a la todavía viuda de Kennedy: «No te cases con Onassis o te bajarán de tu pedestal». Pero Jackie lo tenía claro, y respondió que mejor eso que morirse encima de él (del pedestal, se entiende). Ella, que había pasado de niña pija con apellido francés a esposa de presidente, culta y con clase, decidió abandonar fachada tan acreditada a cambio del vil metal. Pues sí, porque el futuro que la esperaba era ser la eterna y doliente viuda de América, y entre eso o tener siete abrigos de marta cibelina, optó por la marta cibelina.
Peor lo hizo Aristóteles Onassis, que no heredó nada de su tocayo filósofo. Él sacrificó lo que en realidad quería, a María Callas, a cambio de su introducción en la fina sociedad americana y de unos cuantos contactos en Washington. A la soprano la dejó de golpe, sin explicaciones, aunque luego intentó volver con ella en los bajones de su matrimonio. Pero María Callas nunca lo perdonó y jamás volvió a verle. O sea, que al final perdieron todos… América, Jackie, Onassis y la Callas.
Ahora bien, Jackie manejó muy bien los hilos de su vida y de su muerte: logró que le hicieran un hueco en el cementerio de Arlington, junto al presidente. Allí yace con sus tres apellidos. Bouvier, el que le dio glamour; Kennedy, el que le dio prestigio, y Onassis, el que le dio dinero.
La primera boda que puso patas arriba el mundo cristiano fue la que se produjo el 13 de junio de 1525, el día en que el contestón Martín Lutero se casó con su novia Catalina. El matrimonio no podía ser más escandaloso: un cura agustino casándose con una exmonja. Pero es que de eso se trataba, de acabar con el celibato impuesto por la Iglesia católica y predicar con el ejemplo.
Esa es la sencilla explicación para entender que los pastores protestantes se sigan casando con toda normalidad y los sacerdotes católicos sigan empeñados en aguantarse las ganas.
Entre las muchas broncas que el monje Martín Lutero le organizó a la Iglesia de Roma estuvo la del celibato. Les preguntaba de qué manga se habían sacado eso de que los sacerdotes no se podían casar, porque en realidad fue la decisión de un grupo de humanos que decían hablar en nombre de Dios, cuando lo cierto es que Dios no había dicho ni palabra del asunto. Porque Lutero pensaba y decía: «Mucho celibato por aquí, mucha castidad por allá… pero si nos ponemos a echar cuentas de los hijos y novias de papas, obispos y cardenales se nos desborda el Registro Civil».
Como el movimiento se demuestra andando, Lutero se buscó una novia, y esa novia fue Catalina, una monja partidaria de la reforma luterana que abandonó el convento. No estaban enamorados, y así lo hicieron constar en las invitaciones de boda. Se respetaban, se estimaban, pero no tenían mariposas en el estómago.
Decidieron casarse para emprender juntos la misión bíblica del «creced y multiplicaos». Y encima lo hicieron en martes y 13. Tuvieron seis hijos monísimos, tres niños y tres niñas, y demostraron que esa ley física que dice que la fricción produce calor también provoca cariño. Se enamoraron tanto con el roce que Lutero llegó a decir que no cambiaría a su Catalina ni por Francia ni por Venecia; que era su emperatriz y que le tenía rendido de amor.
Catalina demostró ser una perfecta madre, esposa, ama de casa, maestra cervecera, hortelana, ganadera y orientadora de almas. Un primor. Pese a todo, Roma siguió empeñada con el celibato, porque el camino a Dios pasa por el dominio de los instintos.
Lo malo es cuando el dominio falla, los instintos salen a borbotones y acaban siendo víctimas los más indefensos.
Métanse en ambiente. Estamos en Versalles, en mitad de un jolgorio de nobles disfrazados porque Luis XV ha organizado un baile de máscaras. A primera vista no se nota, pero aquello es más que una vulgar parranda aristocrática. Hace cuatro meses que el rey no tiene amante oficial, y la fiesta está hasta los topes de jóvenes ambiciosas que se abren paso a codazos para intentar camelarse a Luis XV. Esfuerzos vanos, porque el rey ya ha elegido.
El 25 de febrero de 1745, en mitad de aquel baile, presentó a madame de Pompadour, la favorita más influyente de la historia de Francia.
Ser amante del rey de Francia era una especie de cargo público; por eso hubo tortas por acceder a aquel baile de máscaras. Si a Luis XV le daba por aprovechar la ocasión para elegir favorita, la joven señalada se aseguraba una vida de lujo, el peloteo de los cortesanos y el roce con políticos y artistas. Lo que nadie sabía es que Luis XV ya le había echado el ojo a una joven casada de veinticuatro años, de no muy alta cuna y tan monísima como lista. El rey pensaba aprovechar aquel baile para señalarla como su amante, pero no sin antes juguetear un poco.
Luis XV apareció disfrazado de árbol; concretamente de tejo, su favorito, pero ordenó que ocho hombres más se disfrazaran igual que él para que las jóvenes no supieran debajo de qué máscara se ocultaba el monarca. Las cortesanas tuvieron que jugársela y tontear con los disfrazados de tejo por si uno de ellos era el rey de Francia. Mientras todas perdían el tiempo con el rey equivocado, Luis XV retiró su máscara y se lució bailando con madame de Pompadour, la elegida.
Y el rey eligió bien. Además de ser culta, bailar como nadie el minué, impulsar la cultura y mediar en política, era una estupenda maestra de ceremonias. Fue tal la impronta que dejó que las tornas cambiaron y el mundano Luis XV pasó a ser un rey que tuvo el honor de ser el amante de madame de Pompadour.
La parte fea de esta historia la soporta María Leszczynska, reina de Francia pero no favorita.
En mayo de 2009, el primer ministro británico Gordon Brown tuvo que salir a pedir disculpas en nombre de toda la clase política del país dada la penosa imagen que estaban dando por los abusos con el dinero público para cubrir sus gastos como diputados. Alguno hasta cargó al Estado la comida de sus perros.
Pero los escándalos de antaño eran más divertidos: el 4 de junio de 1963 el ministro de Defensa John Dennis Profumo ya no tuvo más remedio que dimitir y admitir que, vale, que estaba liado con una jovencita de diecinueve años que a su vez estaba liada con un espía soviético.
Y todo esto en plena guerra fría. Aquel triángulo sexual puso al gobierno británico boca abajo, a los servicios secretos en alerta y a la esposa del ministro de los nervios.
Todo empezó como empiezan estas cosas. Ministro de cuarenta y ocho años se encapricha de jovencita de diecinueve ansiosa por moverse en círculos de poder. Pero como ella, Christine Keeler, era más lista que él, además mantenía relaciones con otros hombres, y uno de estos amantes resultó ser Eugene Ivanov, un militar de la Embajada soviética que hacía las veces de espía.
Teniendo en cuenta que Profumo era secretario de Guerra, el equivalente a ministro de Defensa, aquel trío era mucho más que inconveniente. Los servicios secretos advirtieron al político que cuidadín, cuidadín con lo que contaba, porque en sus manos estaban los secretos nucleares británicos, y a lo mejor entre jadeo y jadeo se le escapaba algo.
Pero Profumo se mantuvo en sus trece y continuó viendo a Christine; más que nada porque estaba muy buena, así que el gobierno acabó siendo informado.
El primer ministro, MacMillan, llamó a capítulo a su subordinado, y Profumo se declaró conservador de los pies a la cabeza y fiel y amante esposo. El asunto acabó en la Cámara de los Comunes, con Profumo erre que erre, insistiendo en que la muchacha y él solo eran amigos y residentes en Londres.
Todo el mundo estaba por la labor de creer al ministro Profumo, pero el escándalo acabó reventando. El político dimitió aquel 4 de junio y el partido conservador perdió las elecciones. Pero lo cierto es que Profumo no contó nada, la amante no transmitió nada y el soviético no se enteró de nada.
Pese a todo, la jovencita Christine acabó en la cárcel. Ayayay… esa endeble moral victoriana.
Hace cuatro décadas, el 8 de marzo de 1972, se celebró una boda que iba mucho más allá de ser una simple boda. Aquel día se casó la nietísima de Franco, Carmen Martínez-Bordiú, con Alfonso de Borbón, primo del entonces príncipe Juan Carlos. No se trata aquí de hablar de los chismorreos en torno a aquella pareja fracasada, porque además de ser sobradamente conocidos no incumben a este caso. Se trata de recordar que aquella unión estuvo animada desde altas instancias del Estado y que escondía una maniobra política que habría afectado muy gravemente a este país.