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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (32 page)

BOOK: Se armó la de San Quintín
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Cuando los príncipes Juan Carlos y Sofía recibieron aquella invitación de boda, pensaron: «Ya está… se acabó. No llegamos al trono ni en broma».

Hagan memoria. Juan Carlos de Borbón fue propuesto por el propio Franco para ser rey de España en cuanto el dictador se muriera. La decisión, además de provocar un enfado de órdago a la grande en don Juan, el padre del príncipe, llevó a que el llamado a ser rey jurara antes las Cortes guardar y hacer guardar «los principios del Movimiento». Dicho de otra manera, Juan Carlos juró mantener el ideario franquista.

A partir de ahí, con el trono aparentemente asegurado, los pasos de Juan Carlos estuvieron muy medidos para no cabrear al jefe. Cuando ya consiguió instalarse en España, después de su matrimonio con la princesa griega Sofía, las relaciones de la pareja con el matrimonio Franco fueron cordiales. O sea, pies de plomo, sonrisa puesta y paciencia hasta que se muriera el dictador.

Y en estas andaban cuando la nietísima va y se ennovia con un Borbón, primo de Juan Carlos y tan nieto de Alfonso XIII como el propio príncipe. Era Alfonso, que, por supuesto, dio por hecho que al casarse con Carmen Martínez Bordiú podría dar un codazo a su primo y pasar a ser el futuro rey. ¿Cómo iba a resistirse Franco a que su nieta llegara a reina de España?

Y hay que ver la tabarra que dio a su marido la abuela de la muchacha, Carmen Polo: «Paaaaco… que te precipitaste al nombrar sucesor». «Paaaaco… que la niña puede ser reina». «Paaaaco… que si te saltaste a Juan para poner a Juan Carlos, también te puedes saltar a Juan Carlos y poner a Alfonso». Pero Paco aguantó el tirón, porque un dictador no se desdice.

Aquella boda del 8 de marzo desató una soterrada lucha por la sucesión digna de haber sido observada a través de un agujerito.

La primera intentona de Alfonso XII…

Alfonso XII se casó con María de las Mercedes porque quiso. Antes de que le encasquetaran una esposa por intereses de Estado, prefirió elegirla él.

El 23 de enero de 1878 hubo bodorrio en la basílica de Atocha entre el rey Alfonso y su primita Mercedes. Pero más que una boda, aquello fue un culebrón venezolano. La reina Isabel II, madre del novio, odiaba al padre de la novia; el rey tomaba esposa sin soltar a sus amantes y, mientras, al pueblo se le echaban una migajas de ñoñería romántica para que se entretuviera. Quitemos azúcar a esta historia.

A Alfonso XII su prima le parecía mona y le servía para reina oficial, pero la que le gustaba, y mucho, era su amante Elena Sanz, con la que se encontró incluso la víspera de la boda, con la que continuó en tratos, con la que tuvo dos hijos y a la que alternaba con otras relaciones.

Y a los particulares líos del rey hay que añadir los enredos entre los familiares: el padre de la novia, duque de Montpensier, era también cuñado de Isabel II y uno de los que la mandó al exilio. Por supuesto, la reina agarró el canasto de las chufas y se negó a ir a la boda de su hijo, puesto que su nuera era la hija del hombre que más odiaba. La que sí iba a asistir era la abuela del novio, María Cristina de Borbón, la madrina, pero se sintió oportunamente indispuesta. Perfecto, porque dadas sus reconocidas corruptelas, nadie quería que fuera a la boda para que no restara lucimiento al evento.

Siguiente cotilleo: el padrino fue el rey consorte Francisco de Asís, padre oficial del novio. Oficial, no biológico, porque el verdadero papá, Enrique Puigmoltó, no fue porque no hubiera estado bien visto que Alfonso XII tuviera en su boda a dos padres.

Y por último, para poner ambiente a esta gran farsa, el pueblo. Ese que se supone estaba feliz de ver a un rey guapete casándose con su adolescente prima. En Madrid se inauguró el alumbrado eléctrico, la ciudad se engalanó hasta el agobio, hubo desfiles, teatro gratis… todo muy festero. Y para que nada faltara, incluso hubo un atentado con bomba en la plaza de Cibeles. Un muerto y varios heridos que fueron retirados inmediatamente y con orden de silenciarlo para que nada empañara aquella boda ñoña.

La historia oficial es más bonita, cierto, pero la real, la que estaba prohibido conocer, es mucho más entretenida y reveladora.

… y la segunda de Felipe II…

Felipe de Habsburgo, futuro Felipe II, no estaba especialmente feliz el 13 de julio de 1554. Embarcaba en Coruña y rumbo a Inglaterra, no de muy buena gana, para casarse con la reina María I, María Tudor, la hija de la hermana de su abuela. Vaya lío.

Siempre decimos que Felipe II fue rey de España, pero casi nunca tenemos en cuenta que también fue Felipe I, rey consorte de Inglaterra para gran disgusto de los ingleses. La única que parecía estar contenta con esta boda era la novia, porque, la verdad, Felipe era muy mono, y ella… en fin… no tanto.

María I de Inglaterra no era especialmente agraciada. Tenía once años más que su novio, cara de seta y había perdido todos los dientes. Pero el príncipe Felipe se conformó porque aquello era un apaño de Estado, y como tenía un alto sentido del deber, aguantó la respiración y se puso a la faena para tener un sucesor que, de haber nacido, habría heredado el imperio inglés.

El objetivo de este matrimonio era conseguir que Inglaterra volviera al redil católico y abandonara para siempre el anglicanismo que dejó impuesto Enrique VIII, padre de la novia y marido de la hermana de la abuela del novio.

Ofrecer a la reina como marido al príncipe Felipe, joven, elegante y rubito, era la baza definitiva para que María Tudor estableciera el catolicismo como religión oficial. Y de hecho lo hizo. Inglaterra volvió a ser católica y casi trescientos protestantes fueron de cabeza a la hoguera. Por ello los ingleses le colgaron a su reina el famoso apodo de Bloody Mary, María la Sanguinaria, que acabó dando nombre a un cóctel.

Lo del sucesor, en cambio, no pudo ser. María Tudor solo sufría embarazos psicológicos mientras el rey se desahogaba con las doncellas que correteaban por palacio. Y, encima, Felipe se escaqueaba a la mínima con la excusa de alguna guerra: que si ahora me voy a Francia… que si luego a Bruselas… María le escribía pidiéndole que regresara pronto, pero Felipe se excusaba diciendo: «Huy, hija… no puedo. Tengo una liada en Flandes…».

Y en una de estas, María murió con el nombre de Felipe en la boca. Los ingleses respiraron, Inglaterra volvió a ser anglicana y Felipe se buscó otra esposa.

… y la tercera de Enrique VIII…

Enrique VIII se pasó su cruel reinado haciendo de las suyas, y el 20 de mayo de 1536 fue el día en que escribió otro episodio: se casó por tercera vez. Añadió a Juana Seymour a su todavía corta lista de esposas, y lo hizo cuando aún estaba caliente el cadáver de la segunda. Al día siguiente de producirse la decapitación a Ana Bolena, Enrique VIII ya se estaba casando de nuevo. La buena noticia es que a Juana Seymour no la decapitó, pero porque no le dio tiempo. Ella se murió por su cuenta.

Bien es cierto que Enrique VIII se encaprichó de Juana, pero como no era tan listo como él se creía, no se percató de que a esta tercera novia se la pusieron a tiro por intereses políticos. En la Inglaterra de aquel siglo XVI, las guerras de religión estaban a la orden del día y los católicos andaban como locos por alcanzar de nuevo el poder y acabar con el anglicanismo recién impuesto.

Pero estaba muy difícil acercarse al rey mientras Ana Bolena no desapareciera del mapa. Por eso la facción católica, a la vez que empujaba a Juana Seymour hasta la cama del monarca, se encargó de inventar pruebas falsas de brujería y adulterio contra la Bolena para que Enrique VIII se deshiciera de ella. Juana Seymour solo fue un cebo para derribar a la segunda reina.

La maniobra funcionó, y Juana, católica convencida, acabó como tercera esposa de Enrique VIII. Pero los planes se torcieron, y muy lejos de dejarse atrapar por la influencia de su nueva esposa, Enrique VIII continuó su asedio a los católicos.

Cuando ordenó la disolución de los monasterios, su esposa le dijo que, hombre, que no fuera tan bruto… que los dejara estar. ¿Saben lo que contestó el rey? «Mira, Juana, no te metas en política y acuérdate de cómo terminó Ana Bolena». A partir de ese momento, la reina se abstuvo de hacer comentarios.

Hasta que cerró definitivamente la boca cuando falleció tras un mal parto, después de solo dieciocho meses de reinado. Enrique VIII lamentó de veras su muerte, pero solo hasta que montó su cuarto bodorrio. Que, por cierto, salió rana y ya mereció su espacio en Menudas historias de la Historia (La Esfera de los Libros, 2009).

… y una cuarta de Felipe II…

Mayo es el mes de las bodas, así que vámonos a una. A un bodorrio real, de esos que se montaban los reyes con sus sobrinas, aunque no se hubieran visto las caras en su vida. El 4 de mayo de 1570 Felipe II se casó por poderes con su sobrina Ana de Austria. Pero se casó sin ganas. Se vio en la necesidad de matrimoniar por cuarta vez porque las tres anteriores se le habían muerto y el rey andaba todavía sin heredero. Buscó una mujer con reconocidos antecedentes fértiles, que fuera joven y políticamente conveniente para la alianza entre países. Le cayó la breva a Ana de Austria.

Las pocas ganas que tenía de casarse otra vez Felipe II se demostraron cuando, después de la boda por poderes, su ya esposa Ana llegó a Segovia seis meses después para el matrimonio fetén, el de las celebraciones con el populacho en la calle. La nueva reina de España llegó al Alcázar de Segovia y allí no había ni Dios. Su maridito Felipe II había salido de caza y no volvió hasta bien entrada la noche. Y encima, como el rey se negó a quitarse el luto desde que se murió su tercera mujer, la única a la que amó, toda Segovia estaba engalanada, pero de negro. Qué alegría de boda.

Y es que a Felipe II no le duraba una esposa viva. Era un cenizo con sus mujeres y enterró a las cuatro que tuvo. Primero se le murió María Manuela; luego cascó María Tudor, que, la verdad, fue la que menos le gustó porque era fea, mayor e inglesa; luego enterró a la que más le gustaba, Isabel de Valois, y como seguía sin heredero no tuvo más remedio que buscarse una cuarta.

Cuando en las cortes europeas se enteraban de que el rey de España estaba buscando novia, las jóvenes casaderas se echaban a temblar. La desafortunada en esta cuarta ocasión fue Ana de Austria, sobrina carnal del rey, que, después de aquella boda por poderes el 4 de mayo, emprendió camino a España con la mosca detrás de la oreja. «A ver cuánto me queda de vida», debió de pensar. Ahora ya se sabe: diez años. Aunque primero cumplió con su cometido de parir como loca hasta dar con el niño que heredara el trono.

Teniendo en cuenta que nos dejó a Felipe III, la pobre se podría haber ahorrado el esfuerzo.

… y la quinta de Iván el Terrible…

Iván IV, primer zar de todas las Rusias y más malo que un dolor, acabó dejando a Enrique VIII a la altura del betún en cuanto a número de esposas se refiere. El 3 de febrero de 1574, Iván el Terrible o el Temible, que tanto da, tomó a su cuarta esposa. ¿O fue la quinta? Es que hay un pequeño lío, porque la cuarta y la quinta se llamaron igual, Ana, y los estudiosos no se ponen de acuerdo sobre si con una de ellas alcanzó a casarse o solo se quedó en novia. También tuvo otras tres de nombre María, una Vasilisa, otra Marta y una Anastasia. En total siete u ocho matrimonios de los que solo cuatro están considerados legítimos por la Iglesia ortodoxa rusa. Su derecho eclesiástico permitía un tope de tres bodas, pero el zar consiguió un permiso para celebrar la cuarta porque juró y perjuró que la tercera se le murió de repente y sin haber podido consumar. El resto de las esposas, legítimas o no, a Iván le daba igual. Se casaba con quien quería porque para eso era el que mandaba.

A Iván el Terrible nadie le discute su genio estratégico ni su capacidad conquistadora. Era todo un señor de la guerra y logró ampliar las fronteras de Moscú hasta lo que ahora es Rusia. Pero se ha perdido la cuenta de los cadáveres que dejó en el camino y las crueldades que puso en práctica hasta conseguir su objetivo. Parece demostrado que una sífilis salvaje, mezclada con unos antecedentes psiquiátricos graves, le tenían la cabeza perdida, lo cual no venía mal en aquel siglo XVII para su política de barbarie imperialista.

Pero si este mal carácter se traslada al terreno familiar, las víctimas eran sus hijos y sus esposas. Y es que no le duraba una mujer al lado. A la primera se la envenenaron, pero a las otras las mató él o las encerró en un convento.

Cuando Iván el Terrible elegía esposa, aquello era un espectáculo. Ordenaba a todos los nobles de Moscú que enviaran a sus hijas casaderas a palacio para hacer una selección. Al que se negaba, le cortaba el pescuezo. Y así era como el zar reunía en su palacio a entre mil quinientas y dos mil jovencitas para hacer una primera selección. Elegía a veinticuatro de ellas; luego las dejaba en doce, para terminar eligiendo una… justo la que maldecía su suerte por haber llegado a la final.

Iván el Terrible, sin embargo, era un detallista: a todas las que iba despidiendo les regalaba un pañuelito bordado y las mandaba a casa a la espera de la siguiente convocatoria. A veces las muchachas no tuvieron tiempo de deshacer las maletas cuando ya estaban siendo convocadas para una nueva selección, porque una esposa le duró dos semanas, y otra, solo un día.

Como dato, salvó el pescuezo únicamente la última de las esposas de Iván, pero porque el zar se murió antes.

… y la última de Carlos II

Carlos II el Hechizado, por no llamarle directamente lelo, se casó el 4 de mayo de 1690 con Mariana de Neoburgo. La boda fue en Valladolid, aunque la pareja ya se había casado por poderes meses antes, porque esa era la costumbre. En cuanto se apañaba un matrimonio de Estado, las nupcias se hacían por poderes para evitar que alguno se arrepintiera o que otra Casa Real desbaratara el acuerdo. Esta segunda boda del rey era el último y desesperado intento por conseguir un heredero para perpetuar la dinastía de los Austrias en el trono español. Pero es que de donde no hay, no se puede sacar. Pedirle un hijo a Carlos II era pedirle peras al olmo.

Carlos II, el último de los Austrias españoles, ni estaba hechizado, ni maldito, ni nadie le había echado mal de ojo. Solo era una piltrafa humana capaz de reunir a lo largo de su existencia todas las enfermedades habidas y por haber. Pero como no era costumbre culpar a todo un rey de la esterilidad, la culpa cayó, por supuesto, sobre la primera esposa, la francesa María Luisa de Orleáns. He aquí las coplillas que el maledicente y cruel populacho español le dedicó a la reina:

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