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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (47 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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Cuando volvió el capellán, Yunus se levantó tan deprisa que se le nubló la mente, y tuvo que sujetarse para no caer al suelo.

—¿Por qué él? ¿Por qué el médico? —escuchó preguntar al capellán, con recelo en la voz.

—Me ha tocado en suerte —dijo Yunus. Sintió con alivio que lo abandonaba la sensación de mareo.

El capellán llamó a un criado, que abrió los grilletes con martillo y cincel y llevó a Yunus a la calle del campamento, donde lo esperaban dos jinetes. Lo cogieron entre los dos y uno de ellos le ató alrededor del pecho una soga cuyo otro extremo estaba sujeto al pomo de su silla. Hecho esto, se pusieron en camino hacia la ciudad, por la calle del campamento.

Por encima del río se levantaba una rala neblina que ocultaba la ciudad y dejaba el sol reducido a una mancha brillante sobre ésta. La calle del campamento, que solía estar rebosante de gente desde las primeras horas de la mañana, se hallaba ahora extrañamente desierta. Sin que nadie molestara su marcha, llegaron a la ciudad de cabañas que rodeaba la rampa del puente. Al llegar al puente cambiaron de dirección y alcanzaron la orilla opuesta y el suburbio de Saint Sernin cruzando por un vado, río abajo. Apenas hubieron dejado atrás las puertas del barrio, oyeron gritos:

—¡Ya está aquí el judío! ¡El judío!

La gente se detuvo a mirarlos y los niños corrieron a su lado repitiendo el mismo grito:

—¡Ya está aquí el judío! ¡El judío!

Los dos jinetes espolearon sus caballos. A Yunus le costaba esfuerzo mantener el paso, hasta que finalmente los jinetes lo cogieron por las axilas y lo levantaron, de modo que sus pies ya apenas tocaban el suelo. Los niños se quedaron atrás, gritando.

Al cabo de un momento llegaron a una amplia plaza en la que se alzaba una colosal iglesia de ladrillos rojos. El edificio todavía tenía andamios en dos de sus lados, y el techo estaba aún a medio construir. La plaza estaba vacía; sólo ante el portal de la iglesia se agolpaba la gente, centenares de mendigos, enfermos e inválidos, a quienes había reunido allí la esperanza en la caridad de los parroquianos el día de Viernes Santo.

Yunus y los jinetes que lo llevaban rodearon la iglesia trazando un amplio arco, hasta llegar a un edificio con formas de castillo que se levantaba justo al lado de la iglesia. Allí los recibió un hombre vestido de negro, que cogió con expresión indiferente la soga a la que estaba atado Yunus y tiró de él hacia el interior del edificio como si de una res se tratara. Una vez en el interior, el hombre encerró a Yunus en una pequeña habitación oscura que llenaba el hueco de una escalera.

Yunus se acurrucó en el suelo. La habitación era demasiado estrecha para tumbarse, y demasiado baja para estar de pie. Esperó. Más tarde, en algún momento indeterminado, oyó un suave canto procedente del exterior, y, en algún otro momento, el hombre vestido de negro volvió a la habitación y dejó una jarra de agua en el suelo.

Yunus bebió con tragos breves y cuidadosos. Era agua buena, fresca, y Yunus tuvo que contenerse para no arrojarse ávidamente sobre ella. Luego oyó acercarse unos pasos y lo cegó el brillo de una lámpara. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la luz, vio ante él a dos sacerdotes vestidos con sobrepellices oscuras, que lo estaban mirando como a un insecto venenoso. Hablaban en francés, pero tan deprisa que Yunus no entendía lo que decían. Luego volvió nuevamente el hombre de negro, le hizo una seña para que saliera de la habitación y lo guió escalera arriba y luego por un largo pasillo iluminado tan sólo por delgadas ranuras que hacían las veces de ventanas. Se oía un extraño rugido, cada vez más intenso. Luego se abrió una puerta y estaban en la iglesia. El rugido era ahora tan fuerte que retumbaba en los oídos. Yunus podía distinguir ruidos particulares que brotaban del fragor general: gritos, carcajadas, ladridos y el sonido apagado de un gong de madera.

Se hallaban en el coro de la iglesia, frente al altar, que estaba velado con telas negras. Dominaba una sombría penumbra; no ardía ni una sola vela, y sólo por el otro extremo de la nave, cerca de la puerta principal, donde el tejado aún estaba abierto, se colaba una ancha franja de luz tan intensa que cegaba.

El hombre de negro acercó a Yunus a la barandilla del coro, que separaba éste de la nave de la iglesia. Ahora Yunus veía a los fieles, que llenaban toda la iglesia. Y, en ese mismo instante, la gente lo vio a él y el ruido se hizo aún más intenso. Y brotaron los mismos gritos que ya había oído en la calle:

—¡Allí está! ¡El judío! ¡Allí está el judío!

Gritos agudos, que resonaban en la bóveda de la iglesia.

Habían clavado un poste de madera en el suelo. Yunus comprendió que el poste había sido preparado para él. No se defendió cuando lo pusieron de espaldas contra el poste, le encadenaron las manos y le pasaron una cuerda por debajo de las axilas. A través de la barandilla del coro veía rostros individuales, bocas abiertas gritando a voz en cuello, puños levantados. Cerró los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, había tres hombres frente a él. Los tres eran más bajos que Yunus, y tenían los brazos gruesos, las cabezas redondas y el cabello muy corto. Yunus los observó, uno tras otro; no tenía miedo. Los dos de los extremos esquivaron su mirada; sólo el del centro la mantuvo, y le enseñó los dientes en una sonrisa burlona. Tenía una brecha inmensa en la mandíbula superior.

Desde el fondo del coro subía ahora un canto solemne que poco a poco fue haciéndose más intenso y apagó paulatinamente el barullo de los parroquianos. Luego llegó desde el altar la voz del sacerdote, y, desde la nave de la iglesia, la múltiple y monótona respuesta de la comunidad, que golpeó contra la bóveda como una ola. Yunus conocía el ritual de la misa cristiana y también conocía, a grandes rasgos, el texto de los Evangelios, así que podía seguir la lectura. Observó a los tres hombres que estaban frente a él y, nerviosos, cambiaban a cada momento la pierna en que apoyaban el peso de sus cuerpos.

—Ahora guardad silencio y escuchad las palabras del santo Evangelio según San Marcos —oyó decir al sacerdote y vio que, de repente, todas las miradas se dirigían hacia él. Supo entonces lo que le esperaba, y lo embargó el miedo. De pronto recordaba con toda claridad la descripción de aquel interrogatorio al que el Consejo había sometido a Jesús de Nazaret dos días antes de la fiesta del Pésaj, en Jerusalén. Los miembros del Yeshiva le habían preguntado si era realmente hijo de Dios, y él había contestado «vosotros lo habéis dicho». Con esta extraña respuesta indirecta y ambigua había perturbado a todo el Yeshiva, pues la afirmación implícita en ella atentaba contra el primer y más importante precepto del judaísmo, contra la férrea certeza de que existe un único Dios, un solo y único Señor del cielo y de la Tierra.

Yunus también sabía cómo continuaba la historia, relatada con todos sus desagradables detalles en los cuatro Evangelios: los miembros del Sanedrín habían escupido al blasfemo y habían ordenado a sus siervos que le pusieran un saco en la cabeza y lo golpearan, exhortándolo en tono de burla a adivinar quién le daba cada golpe, para que demostrara así su presunta omnisciencia divina.

El sacerdote leyó con voz muy potente los antecedentes de la historia, que empezaban con la cena de la noche del Seder y continuaba con la captura de Jesús de Nazaret, esa misma noche. La comunidad acompañaba las palabras del sacerdote con gritos. Las mujeres sollozaban, los hombres proferían violentas amenazas cuando se mencionaba a Judas Iscariote. Yunus ya no recordaba el desarrollo exacto de la historia, pero suponía que ahora seguiría la lectura de la captura. Y así fue.

De pronto los acontecimientos se precipitaron. Cuando el sacerdote llegó a la parte en que el gaón anunciaba la pena de muerte por blasfemia contra Dios, los tres hombres se adelantaron de repente y escupieron a Yunus a la cara, de forma tan sorpresiva que Yunus apenas pudo cerrar los ojos a tiempo. Sintió cómo le caían en la cara los escupitajos, escuchó el rugido de la gente y los gritos furiosos y enardecedores de los tres hombres, y un instante después ya tenía la cabeza cubierta por un saco y oía la voz potente y penetrante del sacerdote elevándose sobre el clamor de la multitud:

—Entonces algunos se pusieron a escupirle, le cubrieron los ojos y lo golpearon con los puños.

Yunus escondió la cabeza entre los hombros, apretó los dientes, cerró los ojos. Esperó inmerso en un creciente pavor el primer golpe, lo sintió venir, pero no estaba preparado para la terrible rabia con que le cayó encima. Sentía como si se le hubiera reventado el cráneo. La cabeza se le balanceaba de un lado a otro bajo los golpes, y en sus oídos resonaba un rechinante crujido, un trueno que apagaba todos los demás sonidos. Ya no podía distinguir dónde le caían los golpes. Quería gritar, pero el grito se le atascaba dolorosamente en la garganta. Sintió que estaba a punto de perder el conocimiento e hizo el desesperado esfuerzo de mantener firmes las rodillas, aterrorizado por la idea de que si flaqueaba caería en el vacío. Hasta que lo abandonaron todas sus fuerzas y se desplomó, quedando de pie sólo porque lo sostenían sus ataduras. En ese mismo instante cesaron los golpes, y Yunus comprobó que prácticamente no sentía dolor alguno, tan sólo el insoportable y ensordecedor bramido que parecía a punto de hacerle estallar la cabeza.

Prestó atención a los sonidos lejanos, que poco a poco se abrieron paso hasta su conciencia sofocando el horrible bramido. Chillidos de niños, gritos penetrantes y el aullido de un perro. Y luego otra vez la voz del sacerdote:

—En verdad, tú eres uno de ellos, tú habías como el galileo, ¡tú eres de los suyos!

Yunus entendía cada palabra, pero no llegaba a comprender el significado. ¿De qué galileo hablaba? ¿Y quién no conocía a ese galileo? El bramido que atormentaba sus oídos cedió y fue reemplazado por un dolor sordo y palpitante que parecía llenarle toda la cabeza. Yunus intentó localizar el dolor, entreabrió los ojos, movió cuidadosamente la mandíbula inferior, se tanteó los dientes con la punta de la lengua. Con cada movimiento surgían nuevos dolores, como si le clavaran en las sienes agujas al rojo vivo. Notó sabor a sangre entre los dientes, el labio superior se le empezó a hinchar y endurecer, y en el ojo derecho sentía una fuerte presión que le impedía levantar el párpado. Sentía la presión de sus ataduras en el pecho y las axilas, pero no hizo ningún intento de incorporarse. Prefería seguir colgado. Estaba infinitamente cansado, y daba gracias porque finalmente lo hubieran dejado en paz. Era la primera vez que sentía que le habían dado una paliza, una experiencia completamente nueva. Ni siquiera de niño le habían pegado, ni su padre ni ningún otro.

Sintió vagamente que le quitaban el saco de la cabeza y lo desataban del poste. Movió las piernas mecánicamente, como intentando andar, mientras lo sacaban de la iglesia para llevarlo de regreso a la pequeña habitación bajo la escalera. Más tarde comprobó, humillado, que mientras lo golpeaban le había fallado el esfínter, y se puso a limpiar su traje. Pero pronto lo dejó. Los dolores que le llenaban la cabeza eran más soportables si no se movía.

Cuando ya había oscurecido lo visitó un monje, que le dio de beber agua y le lavó la cara con un trapo húmedo.

—Te esperan fuera, para llevarte de regreso —dijo mientras ayudaba a Yunus a ponerse de pie. Rebosaba compasión.

Los que esperaban eran los mismos hombres que habían traído a Yunus esa mañana, pero ahora iban a pie. Tenían prisa, y actuaron con rudeza cuando Yunus no podía mantener el paso. Cuando tomaron la calle del campamento, unos cuantos adolescentes repararon en ellos, y uno reconoció a Yunus y se puso a gritar:

—¡Allí está el judío que han apaleado en la iglesia!

Una anciana se interpuso en su camino intentando escupir a Yunus. Los guardias la hicieron a un lado.

—¡Pero no hagáis tonterías! ¡Esfumaos! ¡Apartaos del camino!

Bajo la luz trémula de una antorcha, Yunus distinguió el rostro de un hombre que le era familiar. Un rostro pálido y afeitado al ras, con marcadas arrugas alrededor de los labios. Perdió de vista al hombre. Cincuenta pasos más adelante volvió a verlo y recordó quién era. Lo conocía de Conques. Era un monje al que había extirpado un furúnculo durante su primera visita al monasterio; un hombre sencillo y quejumbroso que, a pesar de la fuerte dosis de opio, había acompañado la inocua operación con alaridos bestiales. El hombre estaba en medio de la calle, sosteniendo una antorcha por encima de su cabeza y con la otra mano levantada hacia Yunus; una mano como una garra, el índice y el meñique extendidos. De pronto se puso a gritar. Frases cortas surgidas de un arrebato nervioso, gruñidos tan ensordecedores como incomprensibles, que se precipitaban unos sobre otros.

Los dos guardias lo amenazaron con sus lanzas, pero el monje no se dejó acallar. Empezó a andar hacia atrás, siempre frente a ellos y sin dejar de gritar. Y ahora podía entenderse lo que gritaba:

—¡Satanás! ¡Satanás! ¡Es un siervo de Satanás, un discípulo del demonio! ¡Ha hecho un pacto con el demonio!

Empezó a acercarse cada vez más gente, hasta que el tumulto era ya tan grande que los guardias tenían problemas para abrirse paso. El monje levantó los dos brazos y empezó a hablar a la gente en tono de predicador:

—¡Escuchadme, soldados de Cristo, nuestro Señor! ¡Prestadme atención! Yo vengo del convento de Santa Fides. Conozco a este hombre. Es un judío, un hereje, un siervo de Satán. Lo conozco, y os voy a contar cómo este hombre arrojó a uno de nuestros hermanos en brazos de Satán, el Espíritu del Mal y Señor de las Tinieblas. ¡Os lo voy a contar!

Los guardias se habían detenido, y Yunus con ellos. Ya no había por dónde pasar, un denso círculo se había cerrado alrededor de ellos, un circulo de rostros boquiabiertos y ojos temerosos dirigidos hacia Yunus con nerviosa curiosidad. El monje continuó su sermón:

—¡Escuchad lo que os voy a decir! Un día Dios castigó a uno de nuestros cofrades enviándole enfermedad. El demonio le inspiró la idea de mandar traer a un médico, a pesar de que en el capítulo diecisiete de Jeremías dice: «¡Huid del hombre que se confía a hombres!». ¡Ay, si tan sólo hubiese depositado su confianza en Dios y en Santa Fides! Pero así fue como llegó este mago judío a nuestro convento. —Cogió la cruz que le colgaba del pecho y apuntó con ella a Yunus—. Mediante lisonjas y poderes mágicos, se ganó la confianza de nuestro cofrade y, finalmente, lo inició en sus misterios. Se aprovechó de la curiosidad blasfema de este desgraciado hermano y le prometió un encuentro con el diablo, con el mismísimo Satanás, el Maestro de la Maldad. Y oíd, hijos de la fe verdadera, oíd lo que ocurrió después.

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