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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (50 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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Se llamaba Ibn al–Tuwail. Su apariencia externa no era muy impresionante: un hombre de más de sesenta años, de mediana estatura, delgado, que sufría dolores reumáticos que le entorpecían el andar y habían dejado una expresión de amargura en su rostro. Estaba rodeado por varios guardias pertrechados con armadura completa, pero él no llevaba ningún arma, ni siquiera coraza, aparentemente. El saludo fue parco y muy breve. Media frase como disculpa por el pésimo trato y la absoluta falta de hospitalidad. Un gesto torpe con el brazo señalando más allá del pretil de la muralla.

—Mira tú mismo cómo están las cosas. ¡Estamos ocupados día y noche!

Ibn Ammar siguió con la mirada el brazo extendido. En la prolongación de la colina, a dos tiros de flecha de distancia, podía verse un bloque de piedra, de formas regulares y achatado por arriba, que descollaba hasta dos hombres de altura por encima del terreno circundante. Sobre el bloque de piedra había tiendas de campaña, una al lado de otra, y una atalaya con dos centinelas. A ambos lados del bloque, un gran número de hombres levantaba fortificaciones, tiros de caballos arrastraban troncos, lanceros patrullaban por los alrededores.

—Sancho Ramírez, el rey de Aragón —dijo el qa'id, y entre dientes añadió—: ¡Así lo fulmine Dios, como fulminó a su padre!

Sus hombres repitieron la maldición.

El qa'id se volvió hacia el norte. Allí la colina caía en vertical hasta el fondo del valle; la mirada del qa'id se dirigía más allá del río, que, trazando dos suaves curvas, cruzaba una alfombra de pequeños sembrados y huertas rodeadas por muros de piedra. En la colina que se levantaba al otro lado del río había un segundo campamento.

El qa'id, volviendo altivamente la cabeza, miró a uno de los dos escribas que lo acompañaban. El katib hojeó una pila de pergaminos sellados.

—Guilleaume, hijo de Guilleaume, duque de Aquitania, conde de Poitou —leyó con celosa diligencia en sus pergaminos.

—¡Francos! —refunfuñó el qa'id, y escupió por encima del pretil.

En la siguiente colina, al noreste, había otros dos campamentos.

—Ebles, conde de Roucy, y Thibert de Semur, conde de Chalon —leyó el katib a tropezones. Tenía dificultad con los nombres extranjeros.

El qa'id se dirigió al lado este de la plataforma. Desde allí se divisaba todo el al–Qasr y, detrás, la ciudad y los suburbios, un cúmulo de pequeñas casitas y chozas apretadas contra el recodo del río como un vientre tras un cinturón. En la ladera que se elevaba en la otra orilla, justo debajo del sol que despuntaba y a la misma altura que el al–Qasr, había un cuarto campamento. Pocas tiendas, pero un gran número de hombres, según podía verse desde esa distancia: un hormigueo de multitud de hombres abriendo zanjas y amontonando piedras y material de construcción.

—Ermengol, conde de Urgel —dijo el katib.

—¡Perro maldito! —dijo el qa'id en un tono que dejaba ver que el conde de Urgel no era un desconocido.

Continuaron su recorrido rodeando la gigantesca catapulta que ocupaba la mayor parte de la plataforma de la torre. Al sureste se extendía la gran plaza del mercado, donde una semana antes aún se agolpaban los fugitivos. Ahora estaba desierta. Detrás de la plaza, en una elevación del terreno, se encontraba el cementerio de la ciudad. Por encima de los lejanos muros del cementerio podían verse las puntas de algunas tiendas, recortadas sobre el azul del cielo.

El katib balbuceó una lista de nombres francos, que empezaba con el conde de Tolosa. El qa'id lo hizo callar con un malhumorado movimiento de la mano.

—El campamento de esos francos no se puede ver desde aquí —rezongó, señalando con la cabeza las tiendas levantadas detrás del cementerio, y, con la barbilla estirada hacia adelante, añadió—: Ésos son distintos. Madjus, normandos. Su jefe se llama sire Robert Crispin. Dice que ha luchado en Sicilia contra el emir de Palermo. Dice que está al servicio del obispo de Roma, que es el imam de todos los cristianos. Afirma que estas tierras, conquistadas por nuestros padres, pertenecen a su señor en virtud de un antiguo derecho. Es un mentiroso, pero no podemos perderlo de vista. —El qa'id se dio la vuelta para marcharse y caminó con piernas rígidas entre las pirámides de esferas de piedra preparadas para la catapulta. Ya en la escalera, se volvió una vez más y dijo por encima del hombro—: En cualquier caso, es un hombre de buenos modales. Redactó sue en nuestro idioma.

Se pasó las cuatro horas siguientes haciendo una ronda de inspección, que lo llevó a todos los bastiones e instalaciones defensivas del castillo. Ibn Ammar se unió a sus acompañantes. Nadie le prestaba atención, nadie le dirigía la palabra ni le preguntaba su opinión, pero tampoco impedían que observara todo. Ibn Ammar pudo ver con qué cuidado controlaba el qa'id todas las medidas defensivas, los depósitos de flechas para arcos y ballestas y de lanzas para las catapultas, los cubos con fuego, las antorchas y las garrochas que servirían para hacer caer las escalas de asalto. Vio cómo revisaba los depósitos de agua para apagar incendios, los fardos de estopa, los toneles de aceite y sebo, los calderos hirviendo y el resto del material para defenderse de las máquinas de asalto. Vio cómo pedía le mostraran la potrera y le dejaran oir las señales de trompeta de los centinelas de las puertas. Vio cómo examinaba las pilas de madera y piedras; los ganchos de hierro dispuestos detrás de las murallas por si era necesario tapar algún boquete en las mismas; las rampas escalonadas, de una braza de ancho, que llevaban a los adarves de la muralla exterior, para que la guarnición pudiera reforzar rápidamente los sectores más amenazados; los maderos que atrancaban las portezuelas que unían las torres con los adarves; los ingeniosos mecanismos de poleas de los puntales de los adarves, que permitían derribar toda la construcción de madera entre dos torres, incluidos el tejado y el pasadizo, en caso de que el enemigo consiguiera alcanzar y ocupar un determinado sector de la muralla.

El qa'id habló con cada comandante de torre, con cada centinela; tenía palabras de aliento incluso para el más insignificante radjul. Conocía a todos sus hombres por su nombre y se esforzaba subiendo y bajando escalinatas, a pesar de que ello le causaba visibles dolores. Era un hombre experimentado y apreciado por sus subordinados; el prototipo de buen caudillo militar. Ibn Ammar empezó a dudar si el príncipe había sido bien asesorado en cuanto a hacer caer a un hombre tan capaz.

Durante la ronda de inspección, el qa'id no había mencionado al príncipe ni una sola vez. Tampoco durante la comida del mediodía, en el gran madjlis del castillo, se dijo una sola palabra sobre Zaragoza o Lérida. Ni una pregunta sobre los mensajes que Ibn Ammar traía de la capital. El qa'id permanecía en silencio; sólo de tanto en tanto dejaba caer alguna observación mordaz sobre los sitiadores. Hacía chistes tontos que sus hombres respondían con sonoras carcajadas, sacaba con los dedos curvados la carne de mitad de la fuente, se limpiaba la grasa de la boca con el dorso de la mano, escupía. Se comportaba como un soldado dispuesto a demostrar que no le interesaban un ápice los refinados modales propios de la vida cortesana.

Sólo después de la comida, cuando ya la mayoría se había retirado, el qa'id abordó a Ibn Ammar, y fue directo al grano:

—¿Qué te han encargado que me digas? —preguntó con aspereza—. ¿Y quién te lo ha encargado?

Ibn Ammar notó la postura tensa en que lo observaba el qa'id, la expresión impaciente de sus ojos, y decidió renunciar a todo juego diplomático y responder sin rodeos:

—No vengo por encargo del príncipe, como ya sabes por la carta de acreditación que entregué a tu criado. Estoy aquí como mensajero de Abú'l–Fadl Hasdai, el katib az–Ziman.

—¿El judío que quiere ser hadjib? —preguntó, burlón, el qa'id.

—Sí —dijo Ibn Ammar—. El me ha encargado que te comunique que el príncipe no está dispuesto a enviar tropas en ayuda de Barbastro.

Eh qa'id empujó cuidadosamente con la lengua el hueso de dátil que bahía estado mordisqueando, lo dejó posarse sobre el dorso de su mano y lo contempló como un anciano contemplaría su último diente que acabara de caérsele. Luego lo arrojó hacia arriba y volvió a atraparlo con la misma mano.

—¿Lo ha dicho el propio príncipe? —preguntó enérgicamente.

Ibn Ammar dudó un momento qué responder, aunque con ello abandonaba la línea acordada.

—Son sus propias palabras —dijo—. Dirigidas a mi mismo. Durante una partida de ajedrez.

El qa'id se dirigió al hombre que estaba sentado a su derecha e intercambió unas palabras con él, susurrando. Aquel hombre se les había unido a la hora de la comida; tenía unos cuarenta años, la misma estatura que el qa'id y la misma expresión amarga en el rostro. Le habían dejado sentarse a la mesa en el lugar de honor, y ello había hecho suponer a Ibn Ammar que debía de tratarse del hijo mayor del qa'id. Los dos conversaron un largo rato, sin que Ibn Ammar pudiera oir lo que decían. Luego el qa'id volvió a dirigirse a Ibn Ammar, en un tono aún más áspero que antes:

—¿Por qué te han encargado a ti que transmitas ese mensaje?

—Supongo que no encontraron a ningún otro dispuesto a hacer de mensajero.

El qa'id no hizo ningún gesto, pero en sus ojos podía verse la sombra de una sonrisa, como si la respuesta le hubiera parecido divertida. Ibn Ammar supo de repente que estaba pisando hielo muy quebradizo. Al parecer, el visir judío le había ocultado alguna información importante. Ahora tenía que confiarse a su instinto.

—Vengo de Murcia —dijo con forzada serenidad—. Formaba parte del séquito del príncipe heredero, Hassún ibn Tahir, que fue derrotado por su hermano en la lucha por la sucesión. Llegué a Zaragoza como fugitivo. Un fugitivo debe estar agradecido de que le encomienden cualquier misión, incluso una tan poco deseable.

El qa'id intercambió algunas palabras con el hombre sentado a su lado.

—¿Qué otra cosa te han encargado? —preguntó después.

Ibn Ammar mostró las manos vacías.

—Nada más —respondió con decisión—. Sólo que también transmita el mensaje al qadi de la ciudad.

Se hizo un instante de desagradable silencio mientras el qa'id, sentado con las piernas recogidas, se daba masajes en las articulaciones del pie. Luego se levantó repentinamente, con un doloroso impulso, y, señalando con la mano derecha al hombre que estaba a su lado dijo sin mucho interés:

—Ya has cumplido ese encargo. Este es Ahmad ibn Isa, el qadi de Barbastro.

El qadi también se levantó, y los dos salieron del madjlis sin decir una palabra más ni despedirse siquiera. Sólo seguía allí el sobrino del qa'id.

Éste llevó a Ibn Ammar a un nuevo alojamiento, en el extremo sureste del castillo. Una habitación cuadrada, de cuatro pasos por lado, situada al pie de una pequeña torre y provista de una única ventana que parecía más bien una aspillera. Sólo se podía entrar en la habitación por una trampilla que comunicaba con la planta superior a través de una escalinata. En el suelo había una jarra con agua, un cubo para las necesidades y, en un rincón, un saco de paja. También estaba allí el equipaje de Ibn Ammar.

El sobrino del qa'id señaló una marca junto a la ventana, que indicaba la dirección en que se debía rezar. Por lo demás, no dijo una sola palabra, no respondió a ninguna pregunta, ni dijo nada sobre el paradero de los dos criados, a los que Ibn Ammar no había vuelto a ver desde esa mañana. Al salir de la habitación, retiró la escalinata y cerró la trampilla del techo.

Ibn Ammar se puso a revisar su equipaje. Salvo su navaja de afeitar, unas tijeras para la barba y un cuchillo que Hassún ibn Tahir le había regalado en Murcia, no le faltaba nada. Echó un vistazo por la ventana. Sólo se veía una muralla lisa, coronada por un adarve. Hasta donde alcanzaba a ver, no había nadie en el adarve.

Sobre el techo de vigas se oyeron voces y ruido de pasos, que no tardaron en alejarse nuevamente. Ibn Ammar se tumbó boca arriba en el saco de paja y cruzó las manos bajo la nuca.

Por lo visto, tenía mucho tiempo para reflexionar sobre su situación.

24
BARBASTRO

DOMINGO 13 DE JUNIO, 1064

24 DE DJUMADA II, 456 / 26 DE SIWÁN, 4824

Lope estaba sentado en lo alto de la pendiente que caía sobre la amplia plaza situada ante la ciudad. Estaba sentado a la sombra de una higuera, con la espalda apoyada en el tronco y las piernas estiradas. Era mediodía y hacía tanto calor que el aire rehilaba sobre el suelo. Pero a la sombra el calor era soportable, y a veces llegaba de las montañas una brisa que acariciaba dulcemente la piel, como un soplo fresco.

Habían pasado casi siete semanas desde que llegaron a la ciudad; a Lope le parecía una eternidad. Salvo en los últimos dos días, la guerra había sido completamente distinta de lo que él había imaginado. Nada más que trabajo. Trabajo duro, agotador, desde la salida del sol hasta la noche, cada día, sin descanso. Habían levantado un campamento con muralla, foso y una palizada de troncos y ramas entretejidas. Al este y al oeste del campamento habían construido sendas atalayas de madera, para cerrar aún más el cerco de la ciudad. Habían talado árboles y acarreado material de construcción, piedras y maderos de casas abandonadas. Habían recolectado leña y ramas delgadas para hacer fajinas. Dos semanas atrás, cuando el campamento por fin estuvo terminado, habían tenido que ayudar al segundo grupo de construcción, el cual, bajo la dirección de un carpintero de ribera griego, estaba construyendo en la gran plaza que se extendía ante ha ciudad una torre de asedio, que, por expreso deseo del sire, debía estar rodeada por una fortificación. El trabajo no cesaba, y el sire en persona hacía una ronda dos veces al día para alentar a los hombres. Muchos de los mozos campesinos y de los aventureros que se les habían unido durante el viaje ya se habían escabullido al amparo de la noche y habían pasado a servir a algún otro señor, como el conde de Urgel, que no exigía tanto a su gente.

También Lope, algunos días, había terminado tan cansado que de buena gana hubiera puesto pies en polvorosa. Pero, al mismo tiempo, se sentía orgulloso de que el capitán estuviera al servicio de los normandos, y de la excelente reputación que con eso había ganado, parte de la cual recaía a su vez sobre Lope.

Éste era un día en el que Lope tenía motivos para estar especialmente orgulloso. Era un buen día. Hubiera sido un día perfecto de no ser por aquel gimoteo, un gimoteo constante y quejumbroso a sus espaldas. En las últimas horas se había atenuado, y ahora, a ratos, incluso cesaba por completo. Pero cuando volvía, resonaba dentro de sus oídos. No lo dejaba en paz.

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