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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (51 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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Tenía los ojos entreabiertos, dirigidos hacia su caballo, que estaba junto a él, a la sombra, mordisqueando las ramas que él le había cortado del árbol con su cuchillo. Dirigió la mirada nuevamente hacia la muralla y hacia la puerta de la ciudad, flanqueada por dos imponentes torres. En cuanto apareciera una tela blanca en lo alto de la muralla, Lope y el cabañero, que le había sido asignado como compañero en esa misión, tendrían que liberar a los dos prisioneros de la viga de donde colgaban atados de las manos. La tela blanca era la señal de que los moros de la ciudad estaban dispuestos a rescatar a los prisioneros. Si, por el contrario, se abría la puerta, lo que sólo podía significar que los moros preparaban un ataque, su tarea era cortar tan rápido como fuera posible las sogas de las que colgaban los prisioneros, para que éstos cayeran sobre las afiladas estacas clavadas debajo de ellos. Esa era la misión que les había confiado el capitán. Lope no podía perder de vista las murallas de la ciudad y, sobre todo, la puerta.

De pronto se oyó un ruido, piedra contra piedra, justo detrás de él. Lope se levantó sobresaltado y echó mano al cuchillo. Pero no era más que el cabañero, que estaba tirando piedras a los prisioneros. Los dos hombres colgaban de una larga viga apoyada de tal modo que el extremo libre sobresalía más allá del borde de la pendiente. Estaban desnudos, y podía verse que los brazos ya se les habían desencajado de los hombros. Colgaban inmóviles, como animales degollados en una carnicería. Al de más edad se le había erguido el miembro. A eso era a lo que apuntaba el cabañero con sus piedras.

—¡Ya basta! —dijo Lope—. ¡Déjalo en paz!

El cabañero fingió que no lo había oído y arrojó una piedra más, y otra. La segunda dio al más joven en la cadera. Era casi un niño; no tenía más de catorce años. Se estremeció como un pez desfalleciente en el anzuelo, abrió los ojos y echó una mirada perdida a su alrededor, ya sin ver nada. Luego sus ojos volvieron a hundirse y su cabeza cayó hacia delante. Había llorado como un niño cuando lo colgaron de la viga, y, al empezar los dolores, había gritado y berreado. Luego solo había dejado escapar gemidos, durante horas.

—¡Para, maldito! —gritó Lope. Estaba furioso por haberse sobresaltado tanto con el ruido de las piedras, y estaba furioso por tener que aguantar la presencia del cabañero.

El cabañero tiró una piedra más, sin apuntar, y se volvió hacia Lope enseñando los dientes en una sonrisa burlona.

—Cágate en los pantalones, pequeño —dijo. Tenía el labio superior muy delgado, y apenas abría la boca, éste se levantaba descubriendo los dientes delanteros y la encía.

Lope volvió a sentarse en su puesto e intentó reprimir la ira que vibraba dentro de él. Algún día le daría una lección a ese mierda. Ya desde el primer día no había podido tragarlo. Era un asqueroso e insignificante pastor de ovejas que se había topado con ellos en las montañas, detrás de Tolosa, y se les había pegado como una chinche. El capitán lo había tomado como segundo mozo, porque conocía endemoniadamente bien las montañas y sabía en qué arroyos encontrar peces y en qué lugares de los bosques podían tenderse trampas. Era un palmo más bajo que Lope, pero dos años mayor y algo más fuerte; un zoquete de cabeza grande y manos regordetas, inculto y basto, astuto y taimado, sumiso ante el capitán y artero con Lope. No podía fiarse de él ni un solo instante.

Lope volvió a dirigir su atención a la puerta y recorrió con la mirada la cima de la muralla. Al principio había tras las almenas un enjambre de moros que miraban hacia ellos y gesticulaban con los brazos; ahora todo estaba tranquilo, ya no se veía a nadie. ¿Habrían abandonado a esos dos miserables? ¿No podía su familia reunir el dinero? El capitán se había mostrado tan seguro de que los moros pagarían…

Los dos prisioneros eran hermanos. Iban ricamente vestidos y no tenían callos en las manos. Eran hijos de un comerciante en pieles, según habían confesado cuando el capitán empezó a interrogarlos. ¿Por qué un rico comerciante en pieles no podía reunir los doscientos dinares de oro que exigía el capitán? ¿Habría sido en vano todo el trabajo que se habían tomado?

Dos noches enteras habían pasado al acecho el capitán, dos caballeros normandos con sus escuderos y dos arqueros, ansiosos de procurarse caballos. Se habían arrastrado a lo largo de la pared del cementerio y bordeado la gran plaza, hasta alcanzar el foso paralelo a la muralla de la ciudad, donde habían esperado con los rostros ennegrecidos con hollín y los trajes empapados en orina de caballo. La segunda noche, los moros habían salido por la pequeña portezuela abierta en la parte baja de la puerta de la ciudad, para hacer pastar a sus caballos en el foso, tal como el capitán había previsto. Dieciséis caballos, cada uno guiado por un hombre, y dos guardias con perros. El capitán había elegido para él un gran caballo morcillo con un lucero blanco del tamaño de un puño en la frente, fácil de distinguir a pesar de la oscuridad. Habían esperado hasta que los moros se dispusieron a regresar a la ciudad. Entonces todo se había precipitado. El capitán se levantó de un salto, sigiloso como un gato, y con un par de pasos alcanzó el borde del foso. Luego alzó un brazo por encima de la cabeza, se oyó un suave silbido y, un instante después, el jinete del morcillo salió despedido de su silla como arrancado por la mano de algún espíritu. El capitán estaba aún a cinco pasos de él. El caballo que iba detrás se encabritó y derribó a su jinete. Para entonces, los normandos estaban ya en el foso, y arrastraron a los dos hombres fuera de éste; luego, a los caballos. Los otros moros se habían desbandado presas del pánico, gritando y pidiendo ayuda a los centinelas de la muralla, mientras el capitán y los otros corrían ya colina arriba, llevando consigo los caballos y a los dos prisioneros. No se detuvieron hasta llegar a la pared del cementerio moro, donde ya no podían alcanzarlos las flechas disparadas desde la muralla.

Lope tenía la mirada fija en la puerta; pestañeaba, ante sus ojos seguían las imágenes de la noche anterior. Y de pronto se levantó de un brinco. Allí estaba la tela, la tela blanca. Colgaba extendida entre dos almenas. ¿Se habría quedado dormido? ¿Cuánto tiempo llevaba allí la tela, sin que él lo hubiera notado? Dio un salto.

—¡La tela! ¡La tela! —gritó al cabañero, saliendo de la sombra del árbol y mirando a los centinelas del bastión de la entrada de las fortificaciones dispuestas alrededor de la torre de asedio, que, desde donde se encontraba Lope, podía verse justo por encima del perfil de la colina. Como Lope ya había visto la tela blanca, ahora intentaba hacérselo comprender a los centinelas del campamento para que se lo comunicaran al capitán.

Lope y el cabañero empezaron a desatar de la viga a los dos prisioneros, como el capitán les había mandado que hicieran en caso de que los moros de la ciudad se prestaran a negociar. Soltaron primero al menor. Lope lo cogió por las piernas y lo cargó sobre su espalda mientras el cabañero desataba la cuerda. Luego lo dejó a la sombra de la higuera. Los brazos le colgaban inertes y extrañamente torcidos en los hombros, pero el chico no profirió sonido alguno. Estaba desmayado. Lope se alegró de que así fuera.

Cuando ya habían bajado también al mayor, escucharon ruido de cascos de caballos y, un instante después, vieron al capitán bajando por la colina. Estaba cien pasos más abajo y cabalgaba directamente hacia la puerta de la ciudad. Los dos normandos que habían participado en el ataque estaban con él, lo mismo que Ibn Eh, el comerciante judío; más atrás se veía ahora también a Yunus, el hakim judío, montado en un asno, con las piernas recogidas para que no arrastraran por el suelo. El hakim venía directamente hacia ellos, trayendo consigo su maletín de médico. Pero antes de que se acercara, Lope oyó que el capitán lo llamaba. Desató su caballo, montó de un salto y salió al galope colina abajo. Atravesó la plaza y se colocó detrás del capitán.

Cabalgaron hasta hallarse a unos sesenta pasos de la puerta de la ciudad, y Lope se situó entonces de manera que su cuerpo cubriera al capitán. El adarve entre las dos torres de la puerta estaba ahora repleto de gente, lo mismo que los sectores derecho e izquierdo de la muralla. Por todas partes, entre las almenas, asomaban los moros. Estaban tan cerca que Lope los oía hablar.

El capitán dijo algo a Ibn Eh, y el comerciante judío se llevó las manos a la boca y gritó algo en árabe hacia lo alto de la montaña. Un hombre con una faja roja en la cabeza respondió desde la torre de la izquierda. Hubo un intercambio de palabras, durante el cual Ibn Eh consultó varias veces al capitán, en voz baja. Una vez, el propio capitán grito algo a la torre, también en árabe; su voz sonó irritada, y el capitán hizo incluso como si quisiera interrumpir por completo la negociación. Pero entonces, el judío pareció llegar a un acuerdo con el moro de la torre, se dio la vuelta, hizo una señal con la mano, indicando que todo iba bien, y dijo que los moros estaban dispuestos a pagar.

El capitán envió a Lope por los prisioneros. El hakim había vuelto a encajarles los brazos y ahora estaba limpiándoles la cara con vino. Ambos habían recobrado el conocimiento, pero se los veía demasiado débiles para andar, de modo que Lope, con ayuda del hakim, los tumbó de vientre a la grupa de su caballo y los llevó así a la plaza. Detrás de ellos, sobre el perfil de la colina, se había reunido entretanto medio campamento, deseosos todos de presenciar esa partida de ajedrez que era la entrega de los prisioneros.

Los moros salieron por la pequeña portezuela de la puerta de la ciudad; siete hombres, todos a caballo y armados. El capitán levantó el brazo y los moros se detuvieron. Entonces, el capitán e Ibn Eh se adelantaron, y dos de los moros se separaron del grupo y salieron a su encuentro. Se reunieron a mitad de camino, y Lope vio que uno de los moros se desataba del cinturón dos bolsitas de cuero que entregó a Ibn Eh, una por una. Ibn Eh abrió la bolsa, sacó algunas monedas y comprobó su peso con una pequeña balanza. El comerciante se tomó su tiempo. Comprobó minuciosamente las monedas y devolvió las bolsas. Luego regresó solo, dejando al capitán con los dos moros, y recogió al primer prisionero, el más joven, que seguía colgando como muerto sobre la grupa del caballo. Entregó el prisionero a los moros y recibió a cambio la primera bolsa de dinero. Volvió a acercarse al grupo, mientras el segundo moro llevaba al chico hacia las murallas de la ciudad. Arrojó la bolsa a uno de los normandos y recogió al segundo prisionero, que entretanto había recobrado sus fuerzas hasta tal punto que fue capaz de andar sin ayuda. El capitán recibió la segunda bolsa y regresó con Ibn Eh. Sólo cuando ya estaban muy cerca del grupo y los moros habían regresado hasta el borde del foso, el capitán espoleó su caballo y Lope y los otros salieron al galope tras él, hasta el extremo de la plaza y, de allí, colina arriba hacia el campamento.

—¿Cuánto? —preguntó impaciente uno de los normandos—. ¿Cuánto hay?

—Doscientos —respondió el capitán—. Como habíamos estipulado. Doscientos en buen oro.

Cabalgaba relajado. Se quitó el yelmo y lo colgó del arzón. Su rostro se mostraba imperturbable; no había en él ni una huella de triunfo, tan sólo una ligera sonrisa en torno de la boca.

En lo alto de la colina, ante las fortificaciones de la torre de asedio, los hombres se agolparon alrededor de ellos, gritando y gesticulando al tiempo que corrían a su lado.

—¿Dónde está el oro? ¡El oro! ¡Dejadnos verlo! ¡Enseñadlo!

El capitán no dijo nada, sólo se daba golpecitos en el cinturón con la mano libre, manteniendo su caballo al galope.

En la cima, entre las fortificaciones y el campamento, vieron que el sire cabalgaba hacia ellos. Se acercaba a todo galope, seguido por algunos caballeros entre los que se encontraba el siciliano, que siempre estaba a su lado. El sire pasó junto al capitán y su grupo sin siquiera mirarlos, cayó sobre los hombres como un gavilán sobre una bandada de gorriones, les rugió por haber abandonado sus puestos en la obra y los hizo volver al trabajo, empujando con la lanza a los que no obedecían sus órdenes de inmediato. De regreso en el campamento, el sire se ocupó también de que Lope, el cabañero y los escuderos de los dos normandos reanudaran su trabajo en la obra. No permitía ninguna excepción. Luego entró en su tienda acompañado por el capitán y los otros señores, para recibir la parte del botín que le correspondía: un quinto para él personalmente, como jefe de la tropa; un quinto para su señor, el obispo de Roma. Además, el capitán tuvo que regalarle el morcillo del lucero blanco.

Lope trabajó hasta el anochecer. Al volver, muy cansado, Yunus, el hakim, lo recibió con la noticia de que el capitán había ido al pueblo y Lope tenía que reunirse con él allí. Esperó a que oscureciera. No tenía prisa; sabía dónde encontrar al capitán.

El pueblo estaba a algo más de una milla de la ciudad, detrás del campamento del conde de Urgel, en la ladera opuesta a la cresta montañosa que separaba el río Vero del río Cinca, junto a la carretera que llevaba a Graus. Primero eran tan sólo dos o tres casas de piedra abandonadas, de las que la gente del conde de Urgel se había llevado todo lo aprovechable. Luego alguien había instalado una posada en la casa más grande, y también las otras casas habían sido habitadas y provistas de nuevos tejados, puertas y ventanas. A ambos lados de la carretera se habían levantado cabañas en las que se habían instalado comerciantes, prostitutas y peristas, así como artesanos, músicos y gentuza de todo tipo, como la que suele seguir a los ejércitos. Había surgido, pues, un pequeño pueblo, una ciudad de chozas, en la que cada noche se formaba un gran jolgorio y donde, a cambio de dinero, podía conseguirse cualquiera de las cosas de la ciudad que se echan de menos en un campamento militar: vino, mujeres y dados; cordero a la brasa, pescado ahumado y jamón; espectáculos de tragasables, domadores de osos, monos disfrazados y músicos que tocaban toda la noche si encontraban a alguien que les pagase. Había zapateros que fabricaban botas a medida, sastres remendones, lavanderas, barberos, sacamuelas. Había traficantes de esclavos y prestamistas, compradores de toda clase de mercancías, jóvenes mozos del interior dispuestos a prestar cualquier servicio a cambio de una comida al día, y bribones sin escrúpulos capaces de matar a un hombre por los honorarios indicados. Todo aquello que el dinero podía comprar estaba allí al alcance de la mano, suponiendo que tuviese uno dinero suficiente.

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