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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El puerto de la traición (27 page)

BOOK: El puerto de la traición
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El sol descendió por el cielo y, poco después que llamaran a pasar revista, se ocultó tras Egipto brillando intensamente y coloreando de carmín la bóveda celeste. La
Niobeviró
con la corriente lentamente, primero al este, luego al estenoreste, y finalmente al noroeste cuarta al norte, hacia el lugar de donde había venido, y las estrellas empezaron a brillar. Jack comprobó con desánimo la latitud en que se encontraba haciendo mediciones en la penumbra y, después de tomar café con los turcos, se fue a hacer esfuerzos para respirar en su cabina.

—¡Que Dios nos proteja, Stephen! —dijo, cubriendo su cuerpo desnudo con una toalla cuando Stephen entró—. Parece que estamos en una casa de baños turca. Debo de haber perdido una veintena de libras.

—Podrías perder una veintena más —dijo Stephen—. Y como eres de constitución robusta, te beneficiaría una sangría. Voy a sacarte dieciséis o veinte onzas ahora mismo, y te sentirás mejor enseguida y, además, tendrás menos probabilidades de coger una insolación o tener una apoplejía —dijo, dejando a un lado el cofre que tenía en las manos y sacando una lanceta del bolsillo—. Ésta está despuntada —dijo, tratando de clavarla en la taquilla para probarla—, pero estoy seguro de que podrá llegar a la vena. Tengo que afilarlas todas mañana, porque si la calma continúa, voy a hacerle sangrías a toda la tripulación.

—No —dijo Jack—. Puede que te parezca una reacción propia de mujeres, pero no quiero ver más sangre hoy, ni la mía ni la de nadie. No puedo dejar de pensar en Hairabedian. Lamento mucho lo que ha ocurrido.

—Quisiera que hubieran podido salvarle —dijo Stephen muy serio, y vaciló unos momentos, dando vueltas al cofre entre las manos, y, por fin, continuó—: Recogí sus papeles y sus pertenencias, como me pediste. No encontré la dirección de su familia en ninguna de las cartas que pude leer, que fueron pocas porque la mayoría estaban en árabe, pero encontré esto.

Entonces quitó el falso fondo del cofre y entregó el
chelengk
a Jack.

—¡Esto es asombroso! —exclamó—. Siento mucho lo que le ha ocurrido al pobre hombre —añadió, y entonces echó el broche en un cajón, se levantó y se puso la camisa y el pantalón—. Vamos a caminar por la cubierta. Dentro de cinco minutos podremos ver salir la maldita luna, seguramente con una parte visible mucho menor de lo que me gustaría.

La maldita luna tenía una parte visible mucho menor la noche siguiente, y la
Niobe
seguía allí moviéndose con la corriente, pero sin avanzar y rodeada de un sofocante calor. Al
bimbashi
se le acabó el
qat
, y con él se terminó su filosofía. Mandó azotar a dos de sus hombres a la manera turca, con varas, y con tal fuerza que uno perdió el conocimiento y el otro se quedó allí tambaleándose mientras la sangre le corría por la espalda lacerada y le salía por la boca. La azotaina podía calificarse de cruel, incluso si era juzgada según el criterio de los hombres de mar, pero los turcos que miraban dar los golpes parecían indiferentes y las víctimas sólo dieron algunos quejidos involuntarios. Esto provocó que los tripulantes de la
Surprise
tuvieran mejor opinión de los turcos, y algunos llegaron a pensar que su sangriento castigo fue la causa de que mejorara la situación de la corbeta, de que el viento empezara a soplar, aunque débilmente, en cuanto terminaron de limpiar la cubierta.

Si esa era la causa, tendrían que haber sido azotados al menos doce turcos para que el viento soplara con suficiente fuerza para hacer avanzar la
Niobe
hacia el sur con tal rapidez que pudiera interceptar la galera. Desgraciadamente, el viento siguió siendo flojo, muy flojo. Les permitía respirar e hinchaba algunas de las velas que era conveniente llevar desplegadas, aunque muy pocas comparativamente (la cebadera, la trinquete, las alas inferiores, el velacho, no extendido del todo, la gavia mayor y todas las de la parte superior de la jarcia, pero no las de la parte inferior ni las del palo mesana), ya que seguía soplando obstinadamente por popa. Aunque los marineros echaban agua a todas las velas que podían alcanzar con las mangueras desde la cofa y subían cubos de agua para verterlos sobre las velas más altas, la
Niobe
raravez navegaba a más de tres nudos.

Ya la luna había pasado la fase de cuarto menguante hacía tiempo, y Jack Aubrey pensaba con amargura que había fracasado. El calor había aumentado, y la reserva y el comportamiento descortés de Hassan y los oficiales turcos hacían la situación más desagradable, si eso era posible. Desde el momento en que Jack había disminuido velamen, ellos se habían opuesto, y como Jack les había explicado, a través de Stephen, que desplegar más velas no siempre tenía como resultado navegar con mayor velocidad y que, en este caso, las velas que se desplegaran en la popa anularían el efecto de las de proa, pensaba que le miraban con rabia por otros motivos, probablemente por sus comentarios sobre la suciedad de los soldados. A Jack nunca se le ocurrió que pensaban que él les engañaba, pero se enteró una tarde extremadamente tediosa cuando Stephen fue a verle y le dijo:

—He prometido cumplir este encargo y seré lo más breve posible. Trataré de resumir tres horas de delicadas indirectas, conjeturas, análisis de casos teóricos y medias verdades en un minuto: Hassan sospecha que los egipcios te han ofrecido una gran cantidad de dinero para que no captures la galera. Dice Hassan que todo el mundo sabe que el intérprete habló con mensajeros de Mehemet Alí y dice el
bimbashi
que todo el mundo sabe y que es lógico que mientras más velas estén desplegadas, más viento tomarán. Hassan te ofrece una gran suma para que traiciones a los egipcios y te ruega que la aceptes. Ya he terminado.

—Gracias, Stephen —dijo Jack—. Supongo que no servirá de nada explicarles otra vez los principios de la navegación.

—De nada, amigo mío.

—Entonces creo que tendré que soportar su malhumor —dijo Jack.

Pero se equivocó. El viento roló al noroeste durante la noche y a la mañana siguiente llegaba por la aleta, así que cuando Hassan y los turcos subieron a la cubierta esa mañana, vieron que la
Niobe
tenía desplegadas tantas velas como era de desear. Se lanzaron unos a otros discretas pero significativas miradas, y Hassan se acercó al capitán Aubrey y le dijo algunos halagos en francés, una lengua de la que Jack tenía nociones, y el
bimbashi
murmuró algo en turco en tono amable. No obstante eso, Jack no quería darles motivos para que pensaran que sus suposiciones tenían fundamento, y se limitó a hacer una inclinación de cabeza. Luego subió a la cofa del mayor, desde la cual observó el inmenso mar azul y reverberante envuelto en la niebla y miró hacia el sur a través de los claros de la nube de velas. Después de estar mirando hacia allí con tristeza durante un rato, llamó a Rowan y le dijo secamente que le gustaba caminar tranquilo por el alcázar y que en la Armada era costumbre que el oficial de guardia evitara que el capitán fuera interrumpido por los «Buenos días» y los «¿Cómo está?» de los pasajeros que no conocían sus reglas, y que la verga velacho no estaba perpendicular al mástil, como debería estar.

Aquella era una nube de velas, en efecto, y los marineros braceaban cuidadosamente cada una de ellas; sin embargo, aún estaban a unos treinta grados al norte de Mubara cuando la luna alcanzó el plenilunio, y cuando avistaron la isla, ya tenía diecisiete días y una horrible forma cóncava y salió muy tarde.

Fue un jueves por la tarde cuando divisaron Mubara recortándose sobre las montañas de Arabia bajo la luz del sol en el ocaso. Jack orzó para que la corbeta pasara cerca de ella sin ser vista y con sumo cuidado estableció una ruta para avanzar hacia el sur por el canalizo que había entre los islotes y los arrecifes. Ahora estaban en una región que conocía bien por las cartas marinas, y, guiándose por dos marcas en la mar y con la ayuda de McElwee, llevó la
Niobe
hasta la mitad del canalizo, y luego echó el ancla donde las aguas tenían treinta y cinco brazas de profundidad.

Había la posibilidad de que la galera no hubiera pasado todavía. Pero era una remota posibilidad, pues el viento del norte que soplaba habitualmente en la región había soplado tan pocos días y con tan poca intensidad que no era probable que la hubiera retrasado. Sin embargo, aunque con poco fundamento, muchos aún tenían esperanzas, particularmente aquellos que más lo deseaban, y bastante antes del amanecer estaban en la cubierta el capitán Aubrey, todos los oficiales y la mayor parte de la guardia que tenía descanso, aunque no el cirujano ni el pastor. La noche terminó, pero dejó tras ella la niebla, y ahora el viento del oestenoroeste soplaba más fuerte y hacía pasar masas de cálido vapor sobre la luna menguante, que todavía irradiaba una débil luz, y las estrellas más grandes parecían manchas de color naranja.

La
Niobe
se balanceaba junto a la cadena del ancla, empujada por una lenta corriente por sotavento. Si alguien hablaba, lo hacía en voz muy baja. Al este, el cielo tomaba un color cada vez más claro. Desde hacía cierto tiempo Jack observaba a Canopo, que se veía borrosa al sur, y pensaba en su hijo. Se preguntó si un niño criado por su madre, que sólo jugaba con sus hermanas, sería un afeminado. Luego pensó que había conocido niños que se habían hecho a la mar cuando eran más pequeños que George y que tal vez lo mejor sería que George fuera con él en un viaje que durara cuatro estaciones y después asistiera uno o dos años a la escuela y luego volviera a incorporarse a la Armada, pues así no tendría tan poca cultura como su padre. Estaba seguro de que algún amigo mantendría su nombre en el rol de su barco para que los años que pasara en la escuela no dejaran de ser considerados años de servicio cuando ascendiera a teniente. Sonaron dos campanadas. Jack miró hacia la proa al oírlas, y cuando volvió a mirar al cielo, la estrella había desaparecido.

Empezaron a oírse los chirridos de la bomba de proa, y en ese desagradable período en que la tranquilidad de la noche se había acabado y el bullicio del día no había recomenzado, la guardia de estribor empezó a limpiar la corbeta. La marea de agua y arena había llegado al combés, y la piedra arenisca raspaba las tablas del castillo cuando el rojo halo del sol apareció sobre el horizonte. Calamy, que estaba sentado en el cabrestante con los pantalones remangados para que no se le mojaran, saltó de repente a la cubierta mojada y corrió hasta donde estaba Mowett, que enseguida gritó:

—¡Eh, los de proa, quietos todos!

Entonces, con grandes pasos, fue hasta donde se encontraba Jack.

—Señor —dijo, quitándose el sombrero—, Calamy cree que ha oído algo.

—¡Silencio de proa a popa! —gritó Jack.

Todos los marineros se quedaron paralizados en el lugar en que estaban, como en un juego de niños, algunos en ridículas posturas, sosteniendo en alto un trozo de piedra arenisca o un lampazo, y pusieron una expresión grave, como si dedicaran toda su atención a oír algo. Entonces todos oyeron a lo lejos, por sotavento, el canto
Ayajú-ajá
, que el viento traía en fragmentos.

—¡Preparados para soltar la cadena del ancla! —ordenó Jack—. ¡Digan al señor Hassan y al piloto indonesio que vengan!

Pero Hassan y el piloto indonesio ya estaban allí, y cuando Jack se volvió hacia ellos, ambos asintieron con la cabeza e hicieron un movimiento como si estuvieran moviendo un remo. Ese era, en efecto, el canto de los remeros de las galeras.

No sabían exactamente de dónde venía, sólo que salía de la oscuridad que aún había por sotavento, aunque todos, excepto los marineros que iban a soltar la cadena, escuchaban atentamente. El sol había subido hasta que toda su circunferencia había quedado sobre el horizonte, y tenía un brillo cegador, pero todavía la blanca niebla cubría la superficie del mar. Jack se inclinó cuanto pudo sobre la borda para tratar de ver a través de ella, y como tenía la boca abierta, podía oír los latidos de su corazón, muy fuertes y graves. Entonces se oyeron dos voces en lo alto de la jarcia. Una, desde la cruceta del trinquete, gritó: «¡Ahí está!»; la otra, desde la cofa del mayor, gritó: «¡Cubierta, la galera está por la aleta de estribor!».

—Señor Mowett, suelte la cadena con una baliza realmente buena y mande a zarpar enseguida —ordenó Jack—. Desplegaremos las gavias y las mayores, pero despacio, como si la corbeta fuera un mercante de la Compañía, un mercante que hace un viaje normal y que, después de haber pasado la noche al pairo, se acerca a Mubara para comprobar su posición. No deben subir muchos hombres a la jarcia, la guardia que está abajo debe quedarse allí, y la mayoría de los que forman la otra deben irse de la cubierta. No mande a subir los coyes.

Bajó a buscar su telescopio y volvió a mirar la carta marina que tan bien conocía ya, y cuando volvió a la cubierta, ya la cadena del ancla salía por el escobén, y la
Niobe
, con el velacho en facha, desviaba la proa de la parte de donde venía el viento. Algunos marineros desplegaban la gavia mayor y la sobremesana con deliberada torpeza, y unos cuantos estaban preparados para echarse sobre las vergas más bajas.

—¿Dónde está? —preguntó Jack.

—A treinta grados por la amura de estribor, señor —respondió Mowett.

En esos breves momentos el sol había disipado los últimos vestigios de la niebla de la noche, y la galera estaba allí, mucho más lejos y mucho más próxima a la proa de lo que pensaban, pero podía verse tan claramente como deseaban. Estaba al final del canalizo, al borde del arrecife de coral ribeteado de blanco de unas cinco o seis millas de longitud que se extendía por el noroeste hasta el islote Hatiba, que guardaba la entrada de la larga y estrecha bahía de Mubara, en cuyo fondo se elevaba la ciudad. La galera navegaba de bolina con rumbo a la isla, y a pesar de que Jack y sus hombres se habían esforzado en aparentar que no tenían prisa ni la perseguían, parecía que la tripulación de la galera estaba alarmada, pues los remeros habían dejado de cantar y remaban con todas sus fuerzas.

Enseguida se le ocurrieron dos preguntas: ¿Podría la
Niobe
llegar al otro lado del islote Hatiba? ¿Si no podía llegar, podría interceptar la galera antes? No sabía las respuestas. Ambas dependían no sólo de la velocidad y las cualidades para la navegación de las dos embarcaciones, sino también de la corriente y la marea, y no llegaría a saberlas hasta el último momento. McElwee y el piloto indonesio conocían bien la corbeta y sabían cómo navegaba de bolina, pero también tenían una expresión desconcertada.

BOOK: El puerto de la traición
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