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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El puerto de la traición (28 page)

BOOK: El puerto de la traición
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Entonces Jack se acercó al timón.

—Manténgala ceñida, Thompson —ordenó al timonel.

Poco después, cuando las últimas velas se desplegaron y se hincharon, la corbeta aumentó de velocidad, y Jack dijo:

—Vire un poco más contra el viento.

La quilla de la corbeta formaba un ángulo cada vez más pequeño con la dirección del viento, y cuando los grátiles de barlovento, a pesar de que las bolinas estaban tensas, empezaron a flamear, Jack cogió las cabillas del timón y dejó que la corbeta abatiera el rumbo hasta que navegara sin dificultad.

—Manténgala así, justamente así —dijo, y volvió al pasamano, pensando que tenía que encontrar una solución rápidamente y que si la corbeta seguía ese rumbo mientras la buscaba, eso no afectaría a ninguna de las soluciones posibles.

Jack se puso a observar la galera, una embarcación baja, alargada y negra, similar a una góndola veneciana. Era tan negra como la costa sur de Mubara, una franja de terreno estéril y abrupto formado por rocas volcánicas, un lugar despoblado que ahora se veía claramente más allá del arrecife. Medía unos ciento o ciento veinte pies de proa a popa y sus mástiles estaban ligeramente inclinados hacia delante, como los de todas las galeras del mar Rojo, y en el mayor llevaba un gallardete verde con la punta en forma de cola de golondrina. Tenía dos vergas latinas y todas las velas aferradas, y del tope de cada mástil colgaba una especie de cesto o nido, y dentro de cada uno había un hombre mirando hacia la
Niobe
, uno de ellos con un telescopio. No podía apreciar si los tripulantes estaban muy asustados, aunque era indudable que remaban con todas sus fuerzas. En la cabina de popa, donde se suponía que debían ir los oficiales franceses, no veía a ningún europeo sino solamente a un hombre con un pantalón bombacho de color carmín que iba de un lado a otro abanicándose. No sabía cuál era su velocidad, pues era muy difícil calcularla, pero le parecía que no navegaba a más de cinco nudos.

—Así que eso es una galera —dijo Martin, con gran satisfacción.

Stephen y él estaban junto al cabillero y compartían un telescopio.

—Y si no me equivoco —añadió—, tiene veinticinco remos a cada lado. En eso es semejante a los grandes barcos de remo de la antigüedad. ¡Tucídides tuvo que haber visto muchas embarcaciones como ésta! ¡Qué alegría!

—Seguramente. Fíjese en los remos, en su movimiento. Parecen las alas de una enorme ave volando bajo, de un gran cisne celestial.

Martin se rió con ganas.

—Creo que fue Píndaro quien hizo esa misma comparación —dijo—. Pero no veo cadenas. Parece que los remeros pueden moverse libremente.

—Hassan me contó que en las galeras de Mubara nunca ha habido esclavos. Esa es otra semejanza de esta galera con los barcos de remo de la antigüedad.

—Sí, es cierto. ¿Vamos a capturarla?

—Bueno, mi opinión sobre eso no vale nada —dijo Stephen—. Pero quiero recordarle que Tucídides habla de una galera que tardó en ir de Pireo a Lesbos desde que salió la luna una noche hasta que volvió a salir al día siguiente, mejor dicho, hasta un poco antes, lo que significa que navegaba a diez millas por hora, que es una gran velocidad.

—Pero, amigo mío —dijo Martin—, recuerde que la galera de Tucídides era trirreme, es decir, con tres órdenes de remos, y por eso seguramente navegaba tres veces más rápido.

—¿Ah, sí? Entonces tal vez podamos capturarla. Pero si no la alcanzamos, y me parece que no será fácil bordear ese islote, el capitán Aubrey la perseguirá hasta el mismo puerto de Mubara. El único problema es que si llega allí primero y todos ven que la corbeta la persigue e incluso la ataca, queda suprimido el factor sorpresa, y es posible que traten de impedir el desembarco violentamente.

—Doctor —dijo el capitán Aubrey, interrumpiendo sus especulaciones—, por favor, di al señor Hassan que se quede con los turcos donde no puedan verles.

Había dos soluciones posibles. Una era acercarse rápidamente a la galera para intentar interceptarla antes que llegara a Hatiba. Probablemente el terral soplaría con más fuerza cuando la temperatura aumentara en tierra y rolaría algunos grados, y la marea, que cambiaría en menos de una hora, contrarrestaría el efecto de la corriente que iba hacia el este. Pero, ¿ocurriría eso en el momento propicio? La galera podía navegar más rápido si su capitán quería, pero ¿mucho más rápido? Recordaba haber visto una recorrer un corto espacio navegando a diez nudos. Si la
Niobe
, por su tendencia a cambiar el rumbo a sotavento, no podía contornear el extremo del arrecife, la galera huiría de ella, doblaría el cabo, largaría las inmensas velas latinas y navegaría con el viento en popa hasta la bahía de Mubara, y sus hombres, seguros de que la corbeta había intentado apresarla, darían la alarma en la isla. La otra solución era hacer rumbo a alta mar para disipar los temores de los tripulantes de la galera y quedarse allí durante un tiempo y después, quizá de noche, acercarse muy despacio, aparentemente sin rumbo fijo, con las gavias desplegadas y tal vez con la bandera francesa. Sin embargo, eso le haría perder tiempo, y no era necesario que el almirante le dijera que la rapidez era fundamental en un ataque. Miró atentamente el lejano islote, calculando la marcación y el abatimiento de la corbeta, y a esos cálculos les añadió el impulso de la corriente y el efecto de la bajamar. A causa del calor, el sudor iba cubriéndole y la isla parecía temblar, y pronto cayó en la desesperación y pensó: «¡Qué cómodo es estar bajo las órdenes de otros y hacer exactamente lo que a uno le mandan!». Después, alzando la voz, ordenó:

—¡Desplieguen las sobrejuanetes! ¡Arriba, arriba!

Mientras los marineros subían por los flechastes de la
Niobe
, miraba la galera con mucha atención, y cuando las velas fueron desplegadas, vio que el hombre del bombacho de color carmín soltó el abanico y luego cogió un palo con la punta redondeada y empezó a marcar el compás del movimiento de los remos y a gritar a los remeros al mismo tiempo. Los remos comenzaron a formar más espuma y la velocidad de la galera aumentó casi inmediatamente, mucho más rápido que la de la
Niobe.

—Es indudable que nos tienen miedo —dijo Jack y decidió que se acercaría rápidamente a la galera, porque si sus hombres conocían ya sus intenciones, no serviría de nada salir a alta mar.

Después de dar la orden de desplegar el mayor número de velas posible, se acercó a Stephen y dijo:

—Tal vez deberíamos dejar al pobre Hassan subir a la cubierta, pues ya no es necesario fingir. Dile que dentro de treinta minutos más o menos quedará resuelto el asunto y también que si los turcos se colocan en el pasamano de barlovento, su peso contribuirá a que la corbeta tenga más estabilidad.

Cuando fueron desplegadas las sobrejuanetes y las monterillas, la
Niobe
escoró una traca más, pero al principio su velocidad no sobrepasó los seis nudos. La galera se alejaba cada vez más, pero, después de cinco minutos, su velocidad dejó de aumentar, y ambas embarcaciones siguieron navegando por las agitadas aguas a la misma distancia una de otra durante un tiempo. Al reloj de arena de media hora le dieron la vuelta y se oyó la campana. Durante todo este tiempo, la feroz mirada de depredador que tenían los marineros agrupados en el pasamano de la
Niobe
no cambió, y ninguno de ellos habló, pero cuando la corbeta comenzó a acercarse a la presa, cuando apenas se había acercado unas cuantas yardas, todos pusieron una expresión alegre y dieron gritos de alegría.

—Los remeros están empezando a cansarse —dijo Jack, que estaba inclinado sobre la borda, de cara al sol, y se secaba el sudor de la frente—. Y no me extraña.

La distancia se redujo un cable
[12]
más, y la marea empezó a cambiar. La
Niobe
, todavía en el canalizo, tenía ventaja sobre la galera, y empezó a acercarse a ella con mayor rapidez. La tensión aumentó todavía más. Ahora todos estaban casi seguros de que la corbeta no podría contornear la isla, es decir, no podía hacerlo sin dar bordadas (una horrible pérdida de tiempo), pero cada vez había más probabilidades de apresar la galera antes que llegara a Hatiba.

Entonces Jack vio algo que no había previsto y que era un peligro. Por la amura de estribor de la galera había una zona oscura entre la espuma, un paso en el arrecife para ir a la laguna contigua que podía atravesar la galera, ya que tenía poco calado, pero no la
Niobe.

Sus rutas eran convergentes, y ahora la galera estaba al alcance de los cañones de nueve libras de la corbeta.

—Digan al condestable que venga —ordenó, y luego, cuando el condestable llegó, dijo—: Señor Borrell, supongo que ya tendrá los cañones de proa preparados.

—¡Claro que sí, señor! —dijo el señor Borrell en tono de reproche—. Hace más de media hora.

—Entonces haga pasar una bala por delante de la proa de la galera, señor Borrell. Pero procure que no pase demasiado cerca. ¿Entendido? Haga lo que haga, ninguna bala debe alcanzarla, porque una embarcación hecha de tablas de una pulgada y media se hunde por nada. Nos jugamos el todo por el todo.

El señor Borrell no tenía intención de hundir cinco mil bolsas y disparó con el corazón en la boca, pero acertó. La bala cayó a seis pies de la proa de la galera, lanzando numerosos chorros de agua a la cubierta. No hizo a la galera desviarse del rumbo, pero dio que pensar a su capitán. Entonces los remeros ciaron y la galera se estremeció, pero inmediatamente la galera volvió a navegar en dirección a Hatiba, alejándose del estrecho paso del arrecife.

Las dos embarcaciones siguieron avanzando velozmente, unas veces más rápido la una, otras veces, la otra. La distancia entre ambas disminuyó tanto que la galera estaba al alcance de todos los cañones de la corbeta. Si el capitán de la galera no hubiera estado seguro de que nadie le dispararía, ya se habría rendido para evitar que la hundiera, pero el capitán de un barco con un cargamento tan valioso como ese podía exponerse a todo, excepto a que lo abordaran.

Nada en el mundo le gustaba más a Jack que perseguir a una presa en el mar, pero hacía algún tiempo que su alegría había disminuido, como le había ocurrido al caballo de su sueño. En el fondo de su mente, una voz preguntó en tono desconfiado por qué los tripulantes de la galera se habían alarmado al ver un barco de la Compañía en un lugar por donde le estaba permitido pasar y por qué no habían atravesado el estrecho paso. También dijo que a pesar de que el hombre del bombacho de color carmín corría de una punta a otra del pasamano central arengando a los remeros y dando golpes con su vara, la velocidad de la galera no correspondía al rápido movimiento de los remos. Jack pensó que todo eso era extraño.

Había engañado a demasiados enemigos en el mar para que alguien pudiera engañarle con facilidad. Cuando la corbeta llegó a estar a tiro de mosquete de la galera y los marineros que estaban en el castillo empezaron a dar gritos de alegría, sus sospechas se confirmaron porque vio un cabo que se extendía desde la popa de la galera hasta la mitad de su agitada estela.

—¡Señor Williamson! —gritó—. ¡Señor Calamy!

Los guardiamarinas se acercaron a él corriendo, con una expresión alegre.

—¿Saben lo que hacen los patos cuando tienen las alas rotas? —preguntó.

—No, señor —respondieron sonrientes.

—Intentan echarle plumones en los ojos a uno. Las avefrías hacen lo mismo cuando uno se acerca a sus nidos. ¿Ven ustedes ese cabo que sale de la popa de la galera?

—Sí, señor —dijeron ambos después de estar mirando fijamente la popa durante un rato.

—Está atado a un pedazo de lona que sirve de ancla y se encuentra bajo la superficie. Por eso pueden remar con todas sus fuerzas y, sin embargo, permitir que les alcancemos. Miren, ahora pueden ver el aro que hay en la estela. Quieren llevarnos al desguace, y por eso voy a hundir su galera. ¡Señor Mowett, prepare los cañones de estribor!

En el momento en que se abrieron las portas, el hombre del bombacho de color carmín corrió a la popa y cortó el cabo. Entonces la galera empezó a navegar con tanta rapidez que su proa formaba olas que llegaban hasta la mitad de sus costados. Hassan atravesó la cubierta corriendo, con su blanca túnica ondeando y una expresión preocupada en lugar de su habitual expresión indiferente.

—Te ruega que no dispares a la galera, porque tiene un tesoro a bordo —dijo Stephen.

—Dile que estamos aquí para tomar Mubara, no para hacernos ricos —dijo Jack—. No somos corsarios. No podemos capturar la galera en este lado de la isla porque navega muy rápido ahora, como puedes ver, y en cuanto doble el cabo, su capitán dará la alarma. Señor Mowett, ice la bandera turca. Señor Borrell, dispare un cañonazo a la parte baja de la bovedilla, por favor.

La galera viró noventa grados a estribor y empezó a avanzar hacia el arrecife a toda velocidad, y ahora desde la corbeta sólo se veían su popa y algunos bancos, y fue a su popa adonde el condestable apuntó el cañón. Iba a disparar desde una plataforma estable a un objetivo estable y no podía fallar porque era un excelente profesional, aunque si lo hacía, la batería de estribor haría el trabajo por él. Tiró de la rabiza con el corazón encogido, arqueó el cuerpo para esquivar el cañón cuando retrocedía violentamente y después, mientras los artilleros de su brigada movían la estrellera para arrastrarlo y limpiaban su interior, que aún crepitaba, trataba de ver a través del humo.

—Muy bien, señor Borrell —dijo Jack.

Había visto desde el alcázar que la bala había dado en el blanco, haciendo saltar pedazos de madera justo a la altura de la línea de flotación. La mayoría de los tripulantes lo habían visto también, y en ese momento dieron un grito, pero no de triunfo ni de alegría, sino de sincera admiración. La galera siguió moviéndose, pero los remos dieron solamente una paletada más juntos, porque después empezaron a moverse en distintas direcciones y a entrecruzarse y, finalmente, fueron abandonados, y Jack vio por el telescopio que los tripulantes desamarraban las lanchas. Apenas acabaron de cortar las cadenas y las trincas, la galera se hundió, dejándoles a ellos y a las lanchas flotando en las tranquilas aguas. En ese mismo momento la batería de un islote que estaba al otro lado de Hatiba, en el extremo más lejano de la entrada de la bahía de Mubara, empezó a disparar contra la
Niobe
, pero esos disparos eran simplemente demostración de rabia, pues la corbeta se encontraba a una distancia superior en un cuarto de milla al alcance de los cañones.

BOOK: El puerto de la traición
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