Read El que habla con los muertos Online
Authors: Brian Lumley
—¡Mira quién habla! ¿Yo, raro? ¡Eso sí que es ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio! ¿Pero qué quieres decir? ¿Qué aspecto tengo cuando te parezco
raro
?
—Bueno, te sientas muy quieto, con los ojos muy abiertos, como si estuvieras mirando algo que te da miedo. Pero no siempre es así. A veces pareces distraído. De todos modos, es como dice el viejo George: parece como si no estuvieras aquí. De verdad, eres un tío muy extraño. ¿Cuántos amigos tienes?
—Te tengo a ti —protestó Harry, aunque sin convicción.
El muchacho comprendía lo que quería decir su amigo: era demasiado introvertido, demasiado callado. Pero no era estudioso, no era un empollón. Si hubiera sido un buen alumno, a nadie le habría llamado la atención su manera de ser, pero no lo era. Pero era inteligente, claro está (o al menos él pensaba que podía serlo) y si se hubiera concentrado… Pero esto le resultaba muy difícil. Era como si en ocasiones sus pensamientos no fueran realmente suyos. Pensamientos complicados, ensoñaciones, quimeras y fantasmas. Su mente construía historias —tanto si él lo quería como si no—, pero historias tan detalladas que parecían recuerdos. Los recuerdos de otras personas. Gente que ya no estaba aquí. Como si su cabeza fuera una cámara de resonancia para mentes que hablan…, ¿que se habían marchado a otra parte?
—Sí, yo soy tu amigo —Jimmy interrumpió sus pensamientos—. ¿Y quién más?
Harry se encogió de hombros, a la defensiva.
—También está Brenda —respondió—, y además… ¿quién necesita un montón de amigos? Yo, por cierto, no. Si la gente quiere mostrarse amistosa, que lo haga. Si no, es cosa de ellos.
Jimmy ignoró la mención a Brenda Cowell, el «gran amor» de Harry, que vivía en la misma calle. A Jimmy le interesaban los deportes, no las chicas. Antes de que lo descubrieran abrazando a una chica en el cine con las luces apagadas prefería colgarse de la portería de un estadio de fútbol.
—Sí, me tienes a mí —repitió—. Y en cuanto a por qué me caes bien… en verdad no lo sé.
—Porque no competimos entre nosotros —dijo Harry, con una perspicacia inusual para su edad—. Yo no sé nada de deportes, y tú disfrutas explicándomelos porque sabes que no voy a discutir contigo. Y tú no entiendes por qué yo soy tan, bueno, tan tranquilo…
—Y extraño —lo interrumpió Jimmy.
—Y por eso nos llevamos bien.
—Pero ¿no te gustaría tener más amigos?
Harry suspiró.
—Es como si los tuviera, Jimmy. Los tengo en mi cabeza.
—¡Amigos imaginarios! —se mofó amablemente Jimmy.
—Son más que eso —respondió Harry—. Y también ellos son buenos amigos. Claro que lo son, y no me tienen más que a mí.
—¡Ja! —bufó Jimmy—. ¡Vaya si eres raro!
En la parte delantera de la columna, Sargento Graham Lane había salido de la espesura a la luz del sol, y se detuvo para dar prisa a la doble fila de chicos que lo seguía. Se hallaban en la estrecha desembocadura del valle boscoso, que también era la desembocadura del torrente que había horadado una profunda garganta en los acantilados. Estos se alzaban al norte y al sur, compuestos de piedra arenisca con vetas de esquistos y granito, y al pie de los cuales la playa estaba cubierta por piedras pulidas de formas redondeadas. Sobre el torrente había un viejo y desvencijado puente de madera, y más allá una ciénaga o lago de agua salobre, cubierto por cañas y plantas acuáticas, y alimentado por las mareas y las tormentas. Un sendero rodeaba las tierras pantanosas y conducía a la playa, y más allá se extendía la gris superficie del mar del Norte, cada día más sucio a causa de los desechos de las minas. Pero hoy su color era azul, moteado aquí y allá de blanco por las gaviotas que se sumergían en busca de peces.
—¡Muy bien! —gritó Lane, de pie en el lado izquierdo del puente y con los brazos en jarra, una especie de arquetipo de la masculinidad, con sus pantalones de gimnasia y su camiseta—. Sigan adelante, crucen el puente, rodeen el lago, y a la playa. Busquen las piedras y las traen aquí para clasificarlas. No a mí, sino a la señorita Gower. Tenemos media hora larga, así que el que quiera puede darse una zambullida. Siempre que haya recogido su piedra, claro está, y que tenga su traje de baño. Nada de bañarse desnudos, por favor. Recuerden que hay otras personas en la playa. Y permanezcan en las charcas que deja la marea. Ya saben lo peligrosa que es la corriente en este sitio, jóvenes pelmazos.
Todos lo sabían muy bien; la corriente era muy traicionera, sobre todo con la marea menguante. Todos los años se ahogaba gente a lo largo de estas playas, y algunos eran muy buenos nadadores.
La señorita Gower —profesora de religión y de geografía— oyó desde su puesto en mitad de la fila las instrucciones que daba Lane con voz rasposa y tono militar, e hizo una mueca. Se daba cuenta muy bien de por qué le tocaba a ella clasificar las piedras: así Lane y Dorothy Hartley disfrutarían de un poco de libertad, podrían dar un paseo por las rocas y encontrar un rincón solitario para una follada rápida. Algo puramente físico, claro está, ya que sus mentes eran absolutamente incompatibles.
La señorita Gower alzó la nariz y husmeó ruidosamente; luego, cuando los chicos apretaron el paso rumbo a la playa, les dijo en voz alta:
—Muy bien, chicos, deprisa. Y recuerden que necesitamos conchas de navajas para la clase de historia natural. Conchas enteras, y si es posible, que las valvas estén unidas. Pero, por favor, ¡vacías! No llevemos moluscos podridos al colegio, si les parece.
En la parte de atrás de la fila, en el sendero bajo los árboles, donde la señorita Hartley y los monitores de sus clases de inglés e historia se encargaban de mantener el orden, Stanley Green caminaba penosamente, las manos en los bolsillos y su inteligente pero cruel espíritu perturbado por pensamientos llenos de violencia. Había oído el pedido de la señorita Gower a los chicos: nada de crustáceos muertos. No, lo que a él le gustaría sería llevar muerto a ese gilipollas de Keogh. Bueno, muerto tal vez no, pero sí herido de gravedad. Por culpa de ese chico estúpido tendría que hacer esta noche todos esos problemas de matemáticas. Ese pelma, sentado como un
zombie
, dormido con los ojos abiertos. Big Stanley se encargaría de abrirle bien los ojos, seguro, o quizá de cerrárselos.
—Las manos fuera de los bolsillos, Stanley —dijo la guapa señorita Hartley detrás de él—. Faltan cinco meses para Navidad, y aún no hace bastante frío como para que nieve. ¿Y por qué encorva los hombros? ¿Tiene algún problema?
—No, señorita —musitó Stanley, la cabeza gacha.
—Trate de pasarlo bien, Stanley —le dijo con tono un poco zumbón—. Usted es aún muy joven, pero si continúa descargando su odio contra el mundo, se hará viejo muy, muy pronto. —Y añadió para sí—: Como Gertrude Gower, esa bruja reprimida…
Harry Keogh no era un
voyeur
, pero sí un chico curioso. El último martes que vinieron a la playa había visto algo por casualidad, y hoy esperaba verlo de nuevo. Por esa razón, después de entregar su piedra a la señorita Gower, y tras asegurarse de que nadie lo veía, tomó un atajo entre las dunas y se dirigió al otro lado de la marisma. No tenía que recorrer más de cien metros, pero a la mitad de esa distancia ya encontró huellas recientes en la arena. Eran de un hombre y una mujer; Harry ya había visto a Sargento y a la señorita Hartley coger esa dirección, tal como había sospechado que harían.
Harry, con gran sentido de la oportunidad, se había «olvidado» el bañador, y esto le permitía hacer lo que quería sin compañía, pues Jimmy se había ido a nadar con el resto de la clase. Harry buscaba algo muy simple: indicaciones sobre una actividad que para él era aún bastante misteriosa. Cuando se sentaba junto a Brenda en el cine y apretaba su pierna contra la de ella, o cuando la jovencita se le acercaba, y él le pasaba el brazo alrededor de los hombros de modo que los nudillos de sus dedos rozaban los pequeños pechos de la chica por encima del abrigo y el jersey, y se sentía bastante emocionado, aquello incluso estaba muy bien, pero no era nada comparado con los juegos a los que se dedicaban los profesores Lane y Hartley.
Por fin, tras subirse a gatas a una duna, los descubrió sentados en la arena, dentro de un semicírculo de carrizos, en el mismo lugar donde los había visto la semana anterior. Harry retrocedió y buscó enseguida un lugar en la cima de otra duna desde el cual podía espiarlos, echado boca abajo detrás de una mata de hierba. La semana anterior, ella (la señorita Hartley) había estado jugando con la cosa de Sargento, y a Harry le había parecido extraordinario su tamaño. La señorita Hartley tenía subido el jersey, y Sargento le había metido una mano bajo la falda mientras le acariciaba con la otra los pechos firmes de grandes pezones. Cuando él se corrió ella había cogido un pañuelo y con movimientos lentos y deliberados había limpiado el brillante semen del pecho y el vientre del hombre. Luego ella había besado la punta de su cosa —de verdad, lo había besado allí— y había empezado a arreglarse la ropa mientras él yacía inmóvil como un muerto. Harry se había esforzado por imaginarse a Brenda haciéndole lo mismo a él, pero la imagen no acababa de cuajar en su mente. Era demasiado extraña.
Esta vez era muy diferente. Esta vez iban a hacer lo que Harry realmente quería ver. Cuando terminó de acomodarse en su puesto de observación, Sargento se había bajado los pantalones del chándal de gimnasia y la señorita Hartley tenía su corta y blanca faldilla de tenis subida hasta la cintura. Él estaba tratando de bajarle las bragas, y su cosa —aún más grande que la vez anterior, si esto era posible— se sacudía con movimientos autónomos, como una marioneta movida mediante un hilo invisible.
Desde donde estaba, Harry escuchaba a los otros niños gritar y reír a lo lejos, en la playa, donde nadaban y se zambullían en las charcas que había dejado la marea. El sol le quemaba las orejas y la nuca mientras él permanecía completamente inmóvil con la barbilla apoyada en la palma de las manos. Las pulgas de agua saltaban a pocos centímetros de su cara, pero Harry no dejaba que nada lo distrajera; sus ojos estaban clavados en la actividad sexual de los amantes, refugiados en la enramada de cañas.
Al principio pareció que ella se resistía, que intentaba apartar las manos de Sargento, pero al mismo tiempo se desabrochaba la blusa y sus pechos sobresalieron a la luz del sol, sus puntas agudas de un marrón muy oscuro. Harry supuso en ella algo similar al pánico, y su propio corazón, como haciéndose eco de ese sentimiento, comenzó a golpearle en el pecho. Era como si la señorita Hartley estuviera hipnotizada por el pene de Sargento, una serpiente que ondulaba sobre su vientre y la incitaba a levantar el trasero para que su amante pudiera quitarle las bragas, a doblar las rodillas y a abrir las piernas. En ese lugar ella era oscura como la noche, como si se hubiera puesto unas pequeñas bragas negras debajo de las blancas. Negra, sí, y luego rosada cuando puso sus manos bajo las nalgas y se abrió para Sargento.
Harry la vislumbró apenas, rosa, blanca, curvada, oscura, marrón, pero eso fue todo. Sargento, subido encima de ella, con su increíble pene que desapareció en el interior de la mujer en un instante, no le dejó ver nada más. Ahora no quedaban más que pies y piernas y las prietas nalgas del profesor de gimnasia que arremetían y le tapaban la visión. El chico tragó saliva, sintió que el pene se le endurecía dentro de los pantalones y se giró sobre un lado para aliviar el palpitar de sus genitales. Y en ese instante vio a Stanley Green que venía por las dunas, con el rostro ceñudo y una miraba malévola en sus ojillos porcinos.
Cuando seguía a los amantes, Harry había encontrado una concha de navaja perfecta, las dos valvas intactas y todavía unidas. Ahora removió un poco la arena y fingió encontrar la concha y descendió la duna con ella en la mano. Consciente de que su cara estaba encendida, apartó la mirada de Green y simuló no verlo hasta que lo tuvo prácticamente encima. Luego ya no hubo manera de evitarlo. Ni tampoco de impedir un enfrentamiento.
—Hola, Gafotas —gruñó el matón, y se acercó dispuesto para la pelea, con los brazos abiertos como desafiando a Harry a que tratara de escapar—. Qué raro encontrarte aquí, y no jodiendo por ahí con tu amigo, el futbolista. ¿Qué estabas haciendo, Gafotas? ¿Has encontrado, tal vez, una bonita concha para la señorita Gower?
—¿Y a ti qué te importa? —murmuró Harry, e intentó esquivar al otro para escapar.
Green se acercó un poco más y le arrancó la concha de la mano. Ésta era de color verde oliva, y muy frágil, y cuando Green la estrujó deliberadamente en su puño, estalló en mil pedazos.
—Ya está —dijo el matón, con tono de profunda satisfacción—. ¿Te chivarás, Gafotas?
—No —respondió jadeante Harry, e intentó una vez más escapar; en su mente veía el trasero de Sargento que subía y bajaba, subía y bajaba dentro del semicírculo de cañas, al otro lado de la duna y a menos de diez metros de donde ellos estaban—. Yo no delato a nadie. Y tampoco me hago el matón.
—¿Matón? ¿Tú? —se burló Green—. ¡Si no podrías asustar a un ratón! Sólo sirves para quedarte dormido en clase y hacer el tonto. Y para meter a la gente en líos.
—Tú solo te has metido en líos —protestó Harry—. Al soltar esa risilla.
—¿Risilla? —dijo el fornido Stanley, y cogió a Harry del brazo—. Sólo las chicas sueltan risillas, Gafotas. ¿Me estás diciendo que soy una nena?
Harry se soltó de un tirón y alzó los puños. Después, tembloroso, dijo:
—¡Lárgate de aquí!
Green se quedó boquiabierto.
—Eres un poco grosero, ¿no crees? —dijo; después medio se volvió, como si fuera a marcharse, y cuando Harry bajó la guardia, se volvió y le lanzó un puñetazo a la boca.
—¡Ay! —se quejó Harry, y escupió sangre de un corte en el labio.
Perdido el equilibrio, dio un traspié y cayó al suelo; Green se preparaba a darle una patada cuando apareció Sargento Lane, metiéndose la camiseta en el pantalón, con el rostro púrpura de ira y frustración.
—¿Qué diablos pasa? —rugió.
Lane cogió al atónito Green por la nuca, lo hizo girar, apoyó el empeine en el trasero del matón y lo lanzó boca abajo sobre la arena.
—¿Otra vez haciendo una de las suyas, Stanley? —gritó Sargento—. ¿Y quién es su víctima ahora? ¿Qué? ¿El flacucho de Harry Keogh? ¡Por Dios, ya veo que pronto se dedicará a estrangular niños de pecho!
Cuando Green, escupiendo arena, consiguió ponerse trabajosamente en pie, el profesor le dio un empujón que lo tumbó otra vez.