Read El que habla con los muertos Online
Authors: Brian Lumley
¡Ya está! ¡Ya te has cogido de las manos! ¡Agárrate con fuerza! ¡Resiste! ¡Trata de levantar la cabeza, sácala por el agujero y respira, respira!
Pero
… ¡las manos te empujan hacia abajo!
Vista a través del agua la cara ondula, cambia. Los temblorosos labios de gelatina se curvan en las comisuras. Sonríen… o hacen una mueca. Gritas, y el agua entra y reemplaza al aire que se escapa
.
Aférrate al hielo. Olvida las manos, las crueles manos que siguen empujándote hacia abajo. Cógete al borde y levanta la cabeza. Pero las manos están allí, te sueltan los dedos. Te empujan lejos, bajo el hielo
. ¡Te asesinan!
No puedes luchar contra el río, el frío y las manos. La oscuridad baja rugiente sobre ti. Penetra en tus pulmones, en tu cabeza, en tus ojos. Clava tus largas uñas en las manos, aráñalas, desgarra la piel. El anillo de oro se suelta y desciende en espiral hacia la oscuridad y el lodo. La sangre enrojece el agua —rojo contra el definitivo negro de tu muerte—; sangre de las manos tan, tan crueles
.
Ya no tienes fuerzas para luchar. Llena de agua, te hundes. Te arrastra la corriente. Pero ya no te importa. Lo único que te importa… es Harry. ¡Pobrecillo! ¿Quién lo cuidará? ¿Quién cuidará de Harry… Ha
…
—¿Harry? ¿Harry Keogh? ¡Por Dios, muchacho! ¿Está usted aquí?
Harry sintió el codo de su compañero Jimmy Collins que se le clavaba en las costillas, y esto hizo que expulsara el aire con cierta violencia; oyó la voz áspera del señor Hannant retumbar en sus tímpanos por encima del tumulto del agua. Se puso derecho de un salto en el banco, respiró ansioso una bocanada de aire y sin darse cuenta alzó el brazo, como si respondiera a una pregunta. Era una reacción automática: si uno se apresuraba a levantar el brazo el profesor suponía que uno sabía la respuesta, e interrogaba a otro alumno. Salvo que a veces la estrategia fracasaba, y los profesores no caían en la trampa. Y a Hannant, el profesor de matemáticas, no le tomaba el pelo nadie.
La sensación de ahogo había desaparecido, también el terrible frío del agua, la implacable tortura de las inhumanas y brutales manos; toda la pesadilla se había desvanecido. La pesadilla, o mejor dicho, el ensueño. La nueva situación, si se comparaba con aquello, era una fruslería. ¿Lo era realmente?
De repente, Harry tuvo conciencia de una clase llena de ojos que lo miraban; fue también consciente del rostro enrojecido y furioso del señor Hannant, que lo miraba fijo desde el frente de la clase. ¿De qué habrían estado hablando?
Le echó un vistazo a la pizarra. ¡Ah, sí! Fórmulas, superficie y propiedades del círculo, el factor constante (¿?); diámetro, radio y Pi. ¿Pi? ¡Eso parecía una broma! Pero ¿cuál habrá sido la pregunta de Hannant? ¿Y habrá hecho una pregunta, después de todo?
Harry, con el rostro pálido, miró a su alrededor. La suya era la única mano levantada. La bajó lentamente. Jimmy Collins, a su lado, soltó una risita burlona, y de inmediato tosió y carraspeó para disimularla. Normalmente eso hubiera sido suficiente para que Harry también se echara a reír, pero el recuerdo de la pesadilla —o ensoñación— aún ocupaba su mente.
—¿Y bien? —preguntó Hannant.
—¿Sí, señor? —replicó Harry—. Por favor, ¿podría repetir la pregunta?
Hannant suspiró, cerró los ojos, apoyó sus grandes nudillos en la mesa y dejó caer todo el peso de su robusto cuerpo sobre sus brazos. Contó en voz muy baja —pero que toda la clase pudo oír—, hasta diez. Después, sin abrir los ojos, dijo:
—La pregunta era, ¿está usted aquí?
—¿Yo, señor?
—Por Dios, Harry Keogh. ¡Sí, usted!
—Pues claro que estoy, señor. —Harry intentó actuar como si no fuera del todo inocente. Puede que consiguiera escapar al castigo—. Pero estaba esa avispa, señor, y…
—La
otra
pregunta —lo interrumpió Hannant—, la primera que hice, y que me hizo sospechar que tal vez usted no estuviera con nosotros, era la siguiente: ¿Cuál es la relación entre el diámetro de una circunferencia y Pi? Presumo que ésa es la que usted quería contestar, y alzó la mano. ¿O estaba espantando moscas?
Harry sintió que se ruborizaba. ¿Pi? ¿Diámetro? ¿Circunferencia?
La clase comenzó a moverse inquieta en los bancos y alguien hizo un ruido despectivo con las narices. Probablemente era Stanley Green, el matón, el tiránico, cabezotas y empollón de Stanley. El problema con él es que era inteligente y enorme. Pero ¿cuál era la pregunta? ¿Y de qué valía recordarla, si no sabía la respuesta?
Jimmy Collins miró hacia abajo, pretendiendo interesarse en un libro que tenía sobre la mesa, y le susurró con un costado de la boca:
—¡
Tres veces
!
¿Tres veces? ¿Qué significaba eso?
—¿Y bien? —Hannant sabía que lo había cogido.
—Ehh… tres veces —soltó Harry con ímpetu, y rogó que Jimmy no hubiera bromeado—, señor.
El profesor de matemáticas respiró hondo y se irguió. Después bufó y frunció el entrecejo. Parecía un tanto intrigado. Pero de inmediato dijo:
—¡No! Pero casi da en el blanco. No es tres veces, sino 3,14159 Pero aún no ha respondido a mi pregunta.
—El diámetro —susurró Jimmy— es igual a la circunferencia…
—¡D… diámetro! —tartamudeó Harry—. Es igual a la circunferencia…
George Hannant lo miró fijamente. Veía a un chico de trece años, pecoso, de pelo rubio, vestido con un arrugado uniforme escolar; la camisa fuera del pantalón, la corbata semejante a un trozo de cuerda roída, torcida, la punta deshilachada, y un par de gafas sostenidas apenas por una pequeña nariz, detrás de cuyos cristales unos ojos azules y soñadores miraban con una expresión de permanente recelo. ¿Conmovedor? No, eso no. Harry Keogh sabía defenderse muy bien y, si se lo proponía, era capaz de sacar a cualquiera de sus casillas. Pero… era un chico difícil. Hannant sospechaba que detrás de esa expresión obsesionada se escondía un cerebro brillante. ¡Si tan sólo lo utilizara más a menudo!
¿Habría que obligarlo a salir de sí mismo, tal vez? ¿Una fuerte sacudida? ¿Algo que lo obligara a pensar en
este
mundo, y no en el lugar al que escapaba continuamente? Quizá.
—¡Harry Keogh! No estoy seguro de que no le hayan soplado esa respuesta. Collins se sienta muy cerca de usted, y parece demasiado inocente para mi gusto. Así que al final de este capítulo de su libro encontrará diez preguntas. Tres de ellas se refieren a las superficies de circunferencias y cilindros. Mañana, a primera hora, quiero encontrar sobre mi mesa la respuesta a esas tres preguntas. ¿De acuerdo?
Harry bajó la cabeza y se mordió los labios.
—¡Y míreme a la cara cuando le hablo! ¡Míreme, muchacho!
Harry alzó la vista. Ahora sí que su aspecto era lastimoso. Pero no tenía sentido arrepentirse.
—Harry —suspiró Hannant—, ¡usted es un desastre! He hablado con los otros profesores, y no sólo tiene problemas en matemáticas, sino en todas las otras materias. Hijo, si no despierta pronto, se marchará del instituto sin una sola calificación. Todavía tiene tiempo supongo que es eso lo que está pensando, un par de años, pero sólo si se pone a estudiar ahora mismo. El trabajo para hacer en su casa no es un castigo, Harry, sino mi manera de indicarle cuál es el camino que debe tomar.
Miró hacia el fondo de la clase, donde Stanley Green todavía hacía ruidos burlones mientras se tapaba la cara con la mano, con el pretexto de rascarse la frente.
—Para usted, Green, insecto repugnante, sí que es un castigo. Usted hará las otras siete.
El resto de la clase intentó no demostrar su aprobación —si lo hacía, Stanley Green se lo haría pagar caro— pero Hannant, de todos modos, la percibió. Eso estaba bien. No le importaba que pensaran que era un cabrón, pero prefería que lo consideraran un cabrón justo.
—¡Pero, señor! —Green se puso de pie, y alzó la voz en tono de protesta.
—¡Cállese! —respondió con brusquedad Hannant—. ¡Y siéntese!
Luego, después de que el matón de la clase se hubo sentado con un ruidoso ¡Ja!, el profesor echó un vistazo al horario que tenía bajo el cristal de la mesa.
—¿Qué tenemos ahora? ¡Ah, sí, recolección de piedras en la playa! Eso está muy bien, un poco de aire fresco los espabilará. Muy bien, preparen sus cosas y luego pueden salir… pero en orden. (¡Como si fueran a hacerle caso!)
Pero Hannant, antes de que se transformaran en una horda dedicada a golpear las mesas, agitar lápices y hacer retumbar el suelo con sus pasos, les dijo:
—¡Un momento! Pueden dejar sus cosas en la clase. El monitor llevará las llaves y les abrirá cuando vuelvan a dejar las piedras recogidas en la playa. Cuando hayan cogido sus cosas, él volverá a cerrar. ¿Quién es el monitor esta semana?
—¡Yo, señor! —dijo Jimmy Collins mientras levantaba la mano.
—¡Vaya! —dijo Hannant con un fingido gesto de sorpresa—, ¡Qué progreso, Collins!
—Marqué el gol de la victoria en el partido del sábado contra Blackhills, señor —respondió Jimmy orgulloso.
Hannant se sonrió para sus adentros. Claro, eso lo explicaba todo. Jamieson, el director, era un gran aficionado al fútbol. A todos los deportes, en realidad.
Mente sana en cuerpo sano
… Aun así, era un buen director.
Los chicos se retiraban de la clase, Green se abría paso a codazos, más malhumorado que nunca. Keogh y Collins cerraban la fila por la parte de atrás, inseparables como siameses, a pesar de todas sus diferencias. Y, tal como supuso que lo harían, se quedaron esperándolo en la puerta.
—¿Sí? —preguntó Hannant.
—Espero que salga, señor —respondió Collins—, para cerrar la puerta con llave.
—¡Qué bien! —dijo Hannant, imitando el tono despreocupado del chico—. ¿Y dejará todas las ventanas abiertas?
El profesor sonrió cuando los dos muchachos entraron a toda prisa al salón, luego metió sus cosas en la cartera, se abrochó el primer botón de la camisa y se enderezó la corbata, y con todo, salió antes de que ellos terminaran con las ventanas. Collins cerró después la puerta con llave, y los dos chicos salieron a la disparada, pasaron junto al profesor cuidándose de no rozarlo, como si tuviera una enfermedad incurable, y marcharon tras sus compañeros, con un estruendo de pasos veloces.
«¿Matemáticas? —pensó Hannant, mientras los miraba alejarse por el pasillo, entre los rectángulos de luz polvorienta del sol que entraba por las ventanas—. ¿Qué importancia tienen las matemáticas? Con Star Trek en la televisión, y cientos de tebeos nuevos en los quioscos, ¡y yo pretendo que se pongan a estudiar matemáticas! ¡Por Dios! Y espera un año mas, cuando empiecen a observar esas curiosas protuberancias que tienen las chicas… si es que ya no han comenzado. ¿Matemáticas? ¡Imposible!»
Sonrió, aunque con cierta tristeza. ¡Señor, cómo los envidiaba!
Harden Modern'Boys era un moderno instituto en la costa noreste de Inglaterra, que atendía a las necesidades educativas de los hijos de los mineros. La mayoría de los chicos acabarían trabajando en las minas o en las oficinas de HUNOS A, como sus padres y sus hermanos mayores. Pero algunos, un porcentaje muy pequeño, pasarían los exámenes de ingreso para las universidades y politécnicos situados en las ciudades vecinas.
La escuela, que al principio era un conjunto de edificios de dos pisos ocupados por oficinas de HUNOS A, había recibido un lavado de cara hacía treinta años, cuando la población de la aldea había aumentado repentinamente debido a la gran expansión de la industria minera. En la actualidad, situada detrás de verjas de poca altura, a dos kilómetros de la playa por el este, y a la mitad de esa distancia de la mina por el norte, la antigua construcción de ladrillos y ventanas cuadradas tenía un aire de ceñuda austeridad poco acorde con la magnificencia de sus jardines, una fría severidad que no se reflejaba en absoluto en sus profesores. No, porque éstos eran un grupo de gente buena y trabajadora. Y Howard Jamieson, el director, un firme partidario de «la vieja escuela», se cuidaba de que siguieran siéndolo.
La excursión semanal para recoger piedras tenía tres propósitos: el primero, los chicos tomaban un poco de aire fresco, mientras los profesores aficionados a los paseos por el campo podían dedicarse a la contemplación de las maravillas de la naturaleza. Segundo: proporcionaba material gratuito para renovar las verjas y arriates del jardín, un proyecto que contaba con la aprobación del director. Tercero: significaba que una vez al mes la mayoría de los profesores podían retirarse temprano de la escuela, y dejar a sus pupilos a cargo de los aficionados a las excursiones campestres.
La idea era que todos los alumnos emplearan la tarde del martes en recorrer dos kilómetros por arbolados caminos rurales hasta llegar a la playa. Una vez allí recogían unas grandes y chatas piedras redondeadas que abundaban en el lugar, y luego cada alumno llevaba una piedra a la escuela. Y a lo largo del camino un profesor (por lo general el de gimnasia, que había sido entrenador en el ejército) y dos de las profesoras solteras más jóvenes, cantaban loas de los setos, de las flores silvestres y del paisaje en general. Nada de esto interesaba realmente a Harry Keogh, pero le gustaba la playa, y cualquier cosa era mejor que estar sentado en clase en una cálida tarde de verano.
—Mira —le dijo Jimmy Collins mientras caminaban en la mitad de la fila que, de a dos en fondo, avanzaba por los serpenteantes senderos rumbo al mar—, creo que deberías prestarle atención al viejo Hannant. Quiero decir, no al rollo de las calificaciones para el futuro, eso es asunto tuyo, sino durante las clases. Hannant no es mal tipo, pero podría serlo si se le ocurre que le estás tomando el pelo.
Harry, abatido, se encogió de hombros.
—Estaba soñando despierto —dijo—. En verdad, es algo bastante raro. Cuando empiezo con una ensoñación de ésas, es como si ya no pudiera parar. Solamente el grito del viejo Hannant —y tu codazo— me hicieron reaccionar, me sacaron de allí.
Me sacaron… las fuertes manos que bajan hacia el agua… ¿para sacarme o para hundirme?
Jimmy hizo un gesto de asentimiento.
—Sí, te he visto así antes, en muchas otras ocasiones. Tu cara se pone un poco rara… —Jimmy miró seriamente a Harry durante un instante, luego se rió y le palmeó el hombro—: Claro que eso no tiene importancia. Tu cara es
siempre
extraña.
Harry soltó un bufido.