Read El que habla con los muertos Online
Authors: Brian Lumley
Borowitz se arrastró hacia atrás con el brazo derecho rozando el suelo, hasta que sus hombros quedaron apoyados contra la pared. Ya no podía alejarse más, y se quedó allí esperando lo que parecía inevitable. Ustinov hizo una mueca que dejó sus dientes al descubierto, como los de un tiburón antes de atacar a su presa. Apuntó al vientre de Borowitz y acercó su dedo al gatillo. Al mismo tiempo Dragosani le lanzó una estocada, hiriéndolo con su cuchillo detrás de la rodilla izquierda. Ustinov gritó, y también lo hizo Borowitz cuando las balas penetraron en la pared, justo por encima de su cabeza.
Dragosani se colgó del abrigo de Ustinov y consiguió ponerse de rodillas. Volvió a atacar con el bisturí y la hoja penetró a través del abrigo, la chaqueta, la camisa y la carne del brazo derecho hasta cerca del hueso. Los dedos de Ustinov, paralizados, dejaron caer la metralleta, pero, en un movimiento casi reflejo, le pegó un rodillazo en la cara.
Andrei Ustinov, el traidor, gimió de dolor y de miedo. Sabía que estaba malherido y salió de la habitación, cerrando la puerta de un golpe. Cruzó una pequeña antesala y salió al pasillo. Allí cerró con más cuidado la puerta a prueba de ruidos, pasó por encima del cadáver del hombre de la KGB, que estaba en el suelo con la lengua fuera y el cráneo aplastado. Había sido una desgracia que tuviera que matarlo, pero no había tenido otra salida.
Entre maldiciones y gemidos de dolor, avanzó dando tumbos por el pasillo. Dejaba tras de sí un rastro de sangre. Ya estaba muy cerca de la puerta que daba al patio cuando oyó un ruido a sus espaldas que lo hizo detenerse. Se volvió, cogió una granada de fragmentación que llevaba en un bolsillo interior y le quitó la espoleta. Vio a Dragosani que salía al corredor, tropezaba con el cadáver y caía de rodillas. Luego, mientras sus miradas se cruzaban, arrojó la granada. Ya sólo le quedaba marcharse de allí. Con el ruido del rebotar de la granada zumbándole en los oídos —y también el jadeo de Dragosani—, abrió la puerta blindada que daba al patio, cruzó el umbral y la cerró con fuerza detrás de sí.
En medio de la oscuridad de la noche, Ustinov contaba mentalmente los segundos que pasaban mientras se dirigía cojeando hacia los asistentes de uniforme blanco que se hallaban junto a la puerta trasera de la ambulancia.
—¡Socorro! —graznó—. ¡Estoy malherido! Ha sido Dragosani, uno de nuestros agentes especiales. ¡Se ha vuelto loco, ha matado a Borowitz, a Gerkhov y a un agente de la KGB!
Como para darle más convicción a sus palabras, se oyó el ruido de una apagada detonación en el interior del edificio. La puerta de acero sonó como si alguien la hubiese golpeado con una almádena; se curvó hacia afuera y uno de sus goznes se rompió. Luego se desprendió y golpeó con violencia contra la pared del pasillo. El humo y las lenguas de fuego ondearon al viento, y pudo percibirse el fuerte olor de los explosivos de gran potencia.
—¡Rápido! —gritó Ustinov por encima de las preguntas de los asistentes y los gritos de los guardias, que se acercaban con gran alboroto por el patio de adoquines.
—¡Chofer, sáquenos de aquí deprisa, antes de que vuele todo!
No había ninguna posibilidad de que esto sucediera, pero así se aseguraba de que se pondrían en marcha. Y Ustinov estaría fuera de peligro, al menos por el momento. Lo malo del asunto era que no podía estar seguro de que todos los de dentro estuvieran muertos. Si lo estaban, tendría tiempo de sobra para inventarse una historia; si no, estaba acabado. El tiempo lo diría.
Cuando el motor se puso en marcha, Ustinov subió trabajosamente a la parte trasera de la ambulancia, seguido por los enfermeros, quienes enseguida comenzaron a quitarle la ropa. El vehículo cruzó el patio, pasó bajo un alto arco de piedra y cogió un sendero que llevaba hasta la muralla exterior.
—¡Rápido, rápido! —gritó Ustinov—. ¡Sáquenos de aquí!
El conductor se inclinó sobre el volante y apretó el acelerador.
En el patio, los hombres de seguridad y el piloto del helicóptero iban y venían por el suelo de adoquines. El ácido humo que salía por la desvencijada puerta los hacía toser. El poco fuego que hubo finalmente había acabado en humo. De aquel denso y maloliente muro de humo salió, tambaleándose, una figura de pesadilla: Dragosani, todavía desnudo, su piel gris manchada de negro y de sangre, que llevaba a hombros a un vociferante Gregor Borowitz.
—¿Dónde está ese perro traidor? —bramó el general entre toses y farfulleos—. ¿Dónde está Ustinov? ¿Lo dejaron escapar? ¿Dónde está la ambulancia? ¿Qué están haciendo ustedes, malditos imbéciles?
Cuando los guardias quitaron a Borowitz de los agobiados hombros de Dragosani, uno de ellos le dijo:
—El camarada Ustinov estaba herido, señor. Se marchó en la ambulancia.
—¿Camarada? ¿
Camarada
? —aulló Borowitz—. ¡Ése no es camarada de nadie! ¿Herido, dice usted? ¿Herido, pedazo de idiotas? ¡
Lo quiero muerto
!
Volvió su rostro lobuno hacia la torre y aulló:
—¡Usted, allí! ¿Ve la ambulancia?
—¡Sí, camarada general! ¡Se está acercando a la muralla!
—¡Deténgala! —gritó Borowitz, mientras se cogía el hombro herido.
—Pero…
—¡Hágala volar! —aulló furioso el general.
El tirador de la torre introdujo los anteojos por una ranura en la culata de su Kalashnikov y cargó el arma con una mezcla de balas trazadoras y explosivas. Se agachó, y cuando tuvo al vehículo en la mira del fusil apuntó a la cabina y al capó. La ambulancia, que se acercaba a una de las arcadas en la muralla periférica, había disminuido la velocidad, pero el tirador sabía que nunca llegaría a la salida. Afirmó el arma entre su hombro y el parapeto del muro, apretó el gatillo y lo mantuvo apretado. La manga de fuego brotó de la torre, no alcanzó al vehículo por unos pocos metros, pero luego salvó la brecha y dio en el blanco.
La parte delantera de la ambulancia estalló en una blanca llamarada, luego hizo explosión y lanzó el combustible ardiente en todas direcciones. El vehículo se salió del camino, derrapó violentamente y por fin se detuvo, con las ruedas hundidas como rejas de arado en la hierba. Alguien vestido de blanco huyó del coche en llamas a cuatro patas. Otro individuo, vestido con una camisa abierta y con un abrigo oscuro en el brazo, se alejó de las llamas y fue cojeando en dirección a la salida.
Borowitz, que no podía ver más allá del patio donde se hallaba con los guardias que lo sostenían para que no se desplomara, le gritó al hombre de la torre:
—¿Detuvo la ambulancia?
—Sí, señor. Hay al menos dos hombres vivos. Uno es un enfermero, y el otro…
—¡Ya sé quién es el otro! —aulló Borowitz—. ¡Es un traidor! Me ha traicionado, ha traicionado a la sección y a Rusia. ¡Mátelo!
El tirador tragó saliva, apuntó y disparó. Las balas mordieron la tierra a los pies de Ustinov, lo alcanzaron y lo destrozaron con su mezcla mortífera de fósforo ardiente y trozos de acero.
Era la primera vez que el hombre de la torre disparaba a matar. Bajó el arma y se apoyó tembloroso contra el muro de la terraza. Desde allí miró hacia abajo y dijo:
—Ya está, señor.
En medio de la repentina calma, su voz sonaba muy débil.
—Muy bien —le respondió Borowitz—. Quédese donde está y mantenga los ojos abiertos.
El general gimió y se llevó otra vez la mano al hombro, que rezumaba sangre por encima de la gruesa tela de su abrigo.
Uno de los guardias dijo:
—Señor, está herido.
—¡Claro que estoy herido, idiota! Pero esto puede esperar. Ahora quiero que llamen a todos; deseo hablarles. Y por el momento, nada de esto debe ser comentado fuera de esa muralla. ¿Cuántos hombres de la maldita KGB hay aquí?
—Dos, señor —le respondió el guardia que había hablado antes—. Uno dentro…
—Ése está muerto —gruñó Borowitz, sin condolerse.
—Entonces sólo queda uno, señor. Está fuera, en el bosque. Todos los demás pertenecemos a la sección.
—¡Muy bien! Pero… ¿tiene radio el hombre que está en el bosque?
—No, señor.
—Mejor aún. Tráiganlo y enciérrenlo. Lo ordeno yo.
—Así se hará, señor.
—Y que nadie se inquiete —continuó Borowitz—. Llevaré el peso de todo este asunto sobre mis hombros… que son muy fuertes, como todos saben. No intento ocultar nada, pero quiero comunicarlo en el momento apropiado. Ésta puede ser nuestra oportunidad para librarnos de una vez para siempre de la KGB. Muy bien, ahora a moverse. Usted —se volvió hacia el piloto del helicóptero—, prepárese a despegar. Necesito un médico, el de la organización. Vaya a buscarlo enseguida.
—Sí, camarada general. Ahora mismo.
El piloto corrió hacia su aparato, y los encargados de la seguridad se dirigieron a su coche, que estaba aparcado fuera del patio. Borowitz los miró alejarse, se apoyó en el brazo de Dragosani y le dijo:
—Boris, ¿me servirá para algo más?
—No estoy herido, si es eso lo que quiere saber —respondió el otro—. Conseguí refugiarme en la antesala antes de que estallara la granada.
Borowitz sonrió ferozmente a pesar del terrible dolor en el hombro.
—¡Bien! —exclamó—. Entonces regrese adentro y vea si puede encontrar un extintor. Si todavía arde algo, apague el fuego. Después puede reunirse conmigo en la sala de conferencias. —El general se desprendió del brazo del hombre desnudo, se tambaleó durante un instante pero después se quedó quieto, firme como una roca—. Pero bueno, ¿qué espera? —insistió.
Cuando Dragosani entró por la destrozada puerta al pasillo, en el cual ya no había prácticamente humo, Borowitz le dijo desde fuera:
—¡Y búsquese algo de ropa, camarada, o al menos una manta! Por hoy su trabajo ya ha terminado. Y no me parece bien que Boris Dragosani, nigromante del Kremlin —estoy seguro de que lo será algún día— se pasee tal como vino al mundo.
Una semana mas tarde, Gregor Borowitz defendió, en una vista realizada a puerta cerrada, su actuación en el
château
Bronnitsy la noche de marras. La vista tenía dos objetivos. El primero: había que demostrar que Borowitz había sido llamado al orden debido al defectuoso funcionamiento de la «sección experimental» que él dirigía. El segundo: había que dar a Borowitz la oportunidad de exponer las razones que hacían necesaria la independencia de su organización del resto de los servicios secretos de la URSS, especialmente de la KGB. En resumen, el general iba a utilizar la vista como tribuna para intentar conseguir completa autonomía.
Los cinco jueces que componían el jurado —en verdad, interrogadores o investigadores antes que jueces— eran George Krisich, del Comité Central del Partido; Oliver Bellekhoyza y Karl Djannov, subsecretarios del gabinete; Yuri Andrópov, director de la Komissia Gosudatsvennoy Bezopasnosti, la KGB, y otro hombre que no sólo era un «observador independiente», sino el representante personal de Leónidas Brezhnev. Puesto que el líder del Partido era quien, en cualquier caso, tenía la última palabra, Borowitz debía convencer a este individuo «sin nombre», pero sumamente importante. El era también, en virtud de su anonimato, quien menos cosas tenía que decir…
La vista se celebró en una gran habitación del segundo piso de un edificio situado en la Kurtsuzov Prospeckt. Esto era muy cómodo para el hombre de Brezhnev y para Andrópov, que tenían sus despachos en la misma manzana. Ninguno de los jurados se había mostrado especialmente difícil. En todos los proyectos experimentales se acepta que existe cierto riesgo aunque, como señaló con calma Andrópov, sería conveniente que este elemento de riesgo, además de ser aceptado pudiera ocasionalmente ser «previsto». Al oír esto, Borowitz había sonreído y hecho un cortés gesto de asentimiento mientras se prometía para sus adentros que un día el bastardo pagaría por esta fría y burlona alusión a su ineficacia, además de su presumido y del todo inoportuno aire de irónica superioridad.
En el curso de la audiencia había sido revelado cómo uno de los jóvenes directivos de la organización, Andrei Ustinov, había enloquecido debido a las presiones y tensiones de su trabajo. Ustinov había matado al agente de la KGB Hadj Gartezcov, había intentado destruir el
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con explosivos, e incluso había herido a Borowitz antes de que pudieran detenerlo. Por desgracia, en el proceso de su «detención» habían muerto otros dos hombres y un tercero había resultado herido. Había que agradecer, sin embargo, que ninguno de estos hombres fuera un ciudadano de gran importancia. El Estado haría todo lo que pudiera por sus familias.
Después de aquel «funcionamiento defectuoso» en la organización, y hasta que todos los hechos pudieran ser debidamente establecidos, había sido necesario detener en el
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a un segundo miembro de la KGB de Andrópov. Esto había sido inevitable; Borowitz no había permitido que nadie —con la sola excepción del piloto del helicóptero— abandonara el lugar hasta que todo fuera aclarado. E incluso habrían retenido al piloto si no hubieran necesitado urgentemente un médico. Con respecto al arresto del agente en una celda: había sido por su propia seguridad. Hasta que se demostrara que la KGB no era el principal objetivo de Ustinov —hasta que se descubrió que no existía ningún objetivo, sino que el hombre se había vuelto loco y comenzado a matar gente— Borowitz consideraba que era su deber garantizar la seguridad del agente. Después de todo, ya había que lamentar la muerte de un hombre de la KGB, y Andrópov sin duda compartía este sentimiento.
Para decirlo en pocas palabras: toda la vista no fue más que una repetición del informe original de Borowitz. No se mencionó la exhumación, el posterior destripamiento y el examen nigromántico de cierto antiguo oficial funcionario de la MVD. Por cierto que si Andrópov se hubiera enterado, habría habido un problema, pero el director de la KGB no supo nada. Tampoco habría mejorado las cosas el hecho de que apenas ocho días antes él mismo había depositado una corona en la tumba recién abierta del pobre desdichado, o el hecho de que en ese mismo instante el cadáver yacía en una segunda tumba, anónima, en algún lugar de los jardines del
château
Bronnitsy…
Por lo demás, el ministro Djannov había hecho una o dos preguntas indiscretas sobre el trabajo o el objeto de la organización de Borowitz; Borowitz lo había mirado con una expresión de asombro, por no decir de indignación; el representante de Brezhnev, tras toser, había intervenido para conducir la encuesta por otro rumbo. Después de todo, ¿de qué servía una organización secreta si se la obligaba a divulgar sus secretos? De hecho, Leónidas Brezhnev había prohibido las preguntas directas sobre la Sección PES y sus actividades. Borowitz era un veterano, un hombre del Partido de toda la vida, y además un incondicional y poderoso defensor del jefe del Partido.