El que habla con los muertos (3 page)

BOOK: El que habla con los muertos
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—Mire —dijo Kyle a la defensiva—, no dudo de lo que me dice. Ni siquiera dudo de mi cordura, a decir verdad; es sólo que estoy tratando de adaptarme a esta situación y…

—Comprendo —lo interrumpió el otro—, pero le suplico que, si puede, se adapte mientras hablamos. Puede que en lo que voy a contarle las zonas temporales se superpongan ligeramente, de manera que también tendrá necesidad de adaptarse a eso. Pero trataré de mantener la cronología del modo tan lineal como me sea posible. Lo importante es la información. Y sus consecuencias.

—No sé si entiendo bien…

—Lo sé. Lo sé. Pero siéntese allí y escuche, y luego quizá lo entenderá.

Capítulo uno

Moscú, mayo de 1971

En el centro de la espesura del bosque, en una zona no muy lejana a la ciudad, allí donde el camino a Serpukhov pasa por un collado entre las colinas y por un instante, entre las copas de los altísimos pinos, mira hacia Podolsk, que parece una mancha en el horizonte del sur, agujereada aquí y allá por las primeras luces de la noche, se alzaba una mansión que parecía haber conocido mejores tiempos y en cuya construcción se habían mezclado diversos estilos arquitectónicos. Varios de sus pabellones eran de ladrillo moderno sobre antiguos cimientos de piedra, en tanto que otros eran de bloques de cemento barato, pintados de verde y gris para hacer menos visible la discordante construcción. Fijas sobre el tejado a dos aguas de pronunciada inclinación, se erguían, a modo de atalayas, dos torres gemelas o minaretes ruinosos cual colmillos cariados y solitarios. Los deteriorados contrafuertes y parapetos y la pintura desconchada contribuían a la sensación general de decadencia. Estaban coronados por cúpulas redondeadas que se alzaban por encima de los árboles más altos, y tenían ventanas cubiertas por tablas, semejantes a ojos cerrados por pesados párpados.

La disposición de los edificios —algunos de los cuales habían sido vueltos a techar recientemente con modernas tejas rojas— podría haber indicado una hacienda, o una pequeña comunidad dedicada a la agricultura, aunque no se veían cultivos, instrumentos de labranza o animales por ningún lado. El muro que rodeaba todo el perímetro, que con su sólida estructura, sus contrafuertes fortificados y sus parapetos muy bien podía ser una reliquia de los tiempos feudales, también mostraba señales de recientes reparaciones, donde pesados bloques de cemento habían reemplazado a las piedras resquebrajadas y a los viejos ladrillos. Hacia el este y el oeste, donde los arroyos corrían sobre negros cantos rodados, entre escarpadas riberas que los convertían en fosos naturales, viejos puentes de piedra con tejados emplomados, verdes por el musgo y la edad, penetraban en los muros, sus negras bocas embozadas con puertas enrejadas.

Un conjunto sombrío e intimidatorio. Y por si la mera visión del lugar desde el camino no fuese aviso suficiente, un cartel en el cruce del cual salía un camino empedrado que se internaba en el bosque, advertía que toda la zona era «Propiedad del Estado», vigilada y protegida, y que la entrada estaba prohibida. Los conductores no debían detenerse bajo ninguna circunstancia; estaba vedado caminar por el bosque, cazar o pescar. Las penas eran severas sin excepción.

Todo aquello hacía que el lugar pareciera desierto y perdido en los miasmas de la desolación. Pero cuando la tarde se convirtió en noche y de los arroyos ascendió una neblina que envolvió la tierra en una blancura lechosa, se encendieron las luces tras los cortinajes de las ventanas de la planta baja y contaron una historia distinta. En el bosque, en los caminos que llevaban a los puentes cubiertos, también los grandes coches negros que bloqueaban los accesos podían parecer abandonados, si no fuera por el opaco resplandor naranja de los cigarrillos que se fumaban en el interior, y el humo que salía por las ventanillas parcialmente abiertas. Lo mismo sucedía dentro de los límites de la muralla: formas robustas y silenciosas que podían representar hombres, de pie en los lugares más oscuros, con abrigos grises semejantes a uniformes, los rostros ocultos bajo las alas de los sombreros, los hombros rectos y erguidos como si fueran robots…

En un patio interior del edificio principal una ambulancia —o tal vez un coche fúnebre— se hallaba estacionada con las puertas traseras abiertas. Los asistentes de uniforme blanco estaban en actitud de espera y el conductor sentado al volante. Uno de los asistentes jugaba con una especie de carretilla metálica utilizada para cargar el coche; la hacía deslizar sobre sus bien lubricados cojinetes, en la parte trasera del largo y un tanto siniestro vehículo. Cerca de allí, en un cobertizo cuya estructura era similar a la de un granero, abierto por uno de sus extremos, se vislumbraba entre las sombras la mole oscura y las ventanillas cuadradas de un helicóptero. El aparato mostraba en el fuselaje la insignia del Soviet Supremo. En una de las torres, apoyado contra el parapeto, una figura pertrechada con anteojos preparados para la visión nocturna vigilaba los terrenos circundantes, en especial la zona despejada entre el muro periférico y el grupo de edificios del centro. El feo morro metálico de un fusil Kalashnikov adaptado especialmente se proyectaba por encima de su hombro, recortado contra un horizonte cada vez más oscuro.

En el interior del edificio principal modernos tabiques de un material a prueba de ruidos dividían en habitaciones bastante grandes lo que en otra época había sido un amplio vestíbulo. Las estancias se comunicaban por un pasillo central iluminado por una hilera de lámparas fluorescentes fijas en el elevado techo. Cada una de las habitaciones tenía una puerta con candado y todas las puertas tenían unas ventanillas enrejadas con una persiana deslizante del lado interior, y pequeñas luces rojas que cuando se encendían y se apagaban querían decir «No entrar. Se ruega no molestar». Una de esas luces, a la izquierda en la mitad del pasillo, parpadeaba en este instante. Apoyado contra la pared, a un lado de la puerta donde brillaba la luz, un miembro de la KGB, alto y de rostro impenetrable, montaba guardia con una ametralladora en las manos. Relajado por el momento, estaba preparado sin embargo para entrar en acción de inmediato. La mera insinuación de que una puerta se abriría, o la repentina suspensión del brillo de la luz roja, y el hombre se erguiría rígido como un poste de alumbrado. Aunque ninguno de los hombres en aquella habitación era en rigor su jefe, uno de ellos era tan poderoso como cualquiera de los altos rangos de la KGB y uno de los diez hombres con más poder en Rusia.

Había otros hombres en la habitación, tras la puerta cerrada. En realidad, no se trataba de una habitación sino de dos, con una puerta que las comunicaba. En el cuarto más pequeño había tres hombres; sentados en sillones, fumaban con los ojos clavados en el tabique que separaba las habitaciones, cuya parte central, desde el suelo al techo, estaba ocupada por un gran cristal que permitía ver sin ser visto. El suelo estaba cubierto por una moqueta; en una pequeña mesa con ruedas, al alcance de todos, había un cenicero, vasos y una botella de
slivovitz
de marca. Todo estaba en silencio, y sólo se oía la respiración de los hombres y el leve zumbido del aire acondicionado. La luz era indirecta y no dañaba los ojos.

El hombre del centro rondaba los sesenta y cinco años; los de la derecha y la izquierda tendrían unos quince años menos. Eran sus protegidos, y cada uno de ellos sabía que el otro era su rival. El hombre del centro también lo sabía, era él quien lo había planeado así. Aquello se conocía como «la supervivencia del más apto»: sólo uno de ellos, cuando por fin llegara el día, sobreviviría para ocupar su lugar. Para entonces, el otro habría sido eliminado, quizá de la vida política, pero más probablemente de otra manera más tortuosa. Los años que faltaban para ese día serían el campo de prueba. Sí, supervivencia del más apto…

El mayor de los hombres, con las sienes completamente canosas pero con una franja de pelo negrísimo peinado hacia atrás desde la frente, amplia y con arrugas, bebió un trago de su
brandy
e hizo una seña con el cigarrillo. El hombre a su derecha le alcanzó el cenicero. Parte de la ceniza dio en el blanco, el resto cayó al suelo. Al cabo de un instante la moqueta comenzó a arder y una voluta de humo subió lentamente. Los dos hombres de los costados permanecieron inmóviles e ignoraron deliberadamente el fuego. Sabían que el hombre más viejo detestaba a la gente inquieta y nerviosa. Pero su jefe acabó por olfatear lo que sucedía, miró al suelo frunciendo las pobladas cejas negras y frotó la alfombra con la suela de su zapato hasta que extinguió el fuego.

Detrás de la pantalla se habían realizado preparativos. En el mundo occidental quizás hubieran dicho que un hombre había provocado en sí mismo un estado de alteración mental. Su método había sido simple…, notablemente simple a la luz de lo que estaba por suceder; se había limpiado. Se había desnudado y bañado; había enjabonado prolija y minuciosamente cada centímetro de su cuerpo. Se había afeitado y depilado todo el vello del cuerpo, respetando sólo sus cabellos, cortados al rape. Había defecado antes y después del baño, y en la segunda ocasión había asegurado su higiene mediante un nuevo lavado con agua caliente de sus partes íntimas, que secó luego con una toalla. Después, siempre desnudo, había descansado.

Su método para descansar le habría parecido extremadamente macabro a cualquiera que ignorara de qué iba aquello, pero era parte de los preparativos. El hombre se había sentado junto al segundo ocupante de la habitación, que yacía en una especie de mesita de ruedas, levemente inclinada y de un aluminio acanalado, y se había recostado sobre el abdomen del otro con la cabeza entre los brazos. Luego había cerrado los ojos y al parecer había dormido unos quince minutos. No había nada erótico ni remotamente homosexual en esto. El hombre de la mesita de ruedas también estaba desnudo; era mucho mayor que el primero, de carnes fláccidas, arrugado y calvo, con excepción de una franja de pelo gris en las sienes. Además, estaba muerto. Pero aun después de muerto su rostro hinchado y pálido, su boca de labios finos y sus cejas muy arqueadas eran crueles.

Los tres hombres que estaban al otro lado de la pantalla habían contemplado estas operaciones; todo había sido realizado con una suerte de imparcialidad clínica y sin la menor señal de que el actor supiera que lo estaban contemplando. Él simplemente había «olvidado» la presencia de los espectadores; su trabajo lo absorbía por entero, era demasiado importante como para permitir intervenciones o interferencias del exterior.

Pero ahora se movió, levantó la cabeza, parpadeó dos veces y se irguió con lentitud. Todo estaba en orden, y la indagación podía comenzar.

Los tres espectadores se inclinaron hacia adelante en sus asientos y contuvieron la respiración, toda su atención concentrada en el hombre desnudo. Parecía como si temieran interrumpir algo, aunque su «observatorio» estaba completamente aislado e insonorizado.

El hombre desnudo hizo girar la mesita de ruedas donde yacía el cadáver hasta que el extremo más bajo, donde sobresalían los pies helados y abiertos en forma de una «V», quedó sobre el borde de la bañera. Retrocedió hasta una segunda mesa de ruedas, ésta ya de formas más convencionales, y abrió un maletín de cuero que se hallaba sobre la misma y exhibía una variada gama de afiladísimos instrumentos quirúrgicos: escalpelos, tijeras, sierras…

Desde el puesto de observación, el hombre del centro se permitió una sonrisa torva que escapó a la atención de sus subordinados. Éstos se habían reclinado en sus sillones, satisfechos de que no fueran a ver nada más espectacular que una extraña autopsia. Su jefe apenas podía contener la risa que pugnaba por brotar de su garganta. Un estremecimiento de morbosa alegría sacudía su cuerpo mientras anticipaba la sorpresa que iban a recibir sus subordinados. Él había visto todo esto antes, pero para ellos era la primera vez. Y, de algún modo, era una prueba que debían pasar.

El hombre desnudo cogió una larga varilla plateada, fina como una aguja en uno de sus extremos y con un mango de madera en el otro y sin vacilar se inclinó sobre el cadáver, apoyó el extremo más agudo de la varilla en el ombligo del inflamado vientre y la hundió con fuerza. La vara penetró en la carne muerta y del vientre escaparon los gases acumulados en los cuatro días que habían transcurrido desde el fallecimiento, que ascendieron con un silbido hasta la cara del hombre desnudo.

—¡Sonido! —pidió con brusquedad el observador del centro, e hizo sobresaltar a los dos que lo escoltaban. Su voz bronca era tan grave que cuando continuó parecía poco menos que una serie de gorgoteos glotales—. ¡Rápido, quiero oír! —exclamó, y agitó un dedo corto y grueso para señalar un altavoz que había en la pared.

El hombre a su derecha tragó saliva de manera perceptible y se puso de pie, fue hasta el altavoz y apretó un botón marcado con la palabra «receptor». Hubo un momentáneo ruido parásito, y después se oyó con claridad un zumbido que se desvanecía cuando el vientre del cadáver en la habitación vecina se asentó lentamente en pliegues de grasa. Pero mientras el gas escapaba, el hombre desnudo, en lugar de retroceder, bajó el rostro, cerró los ojos y aspiró profundamente hasta llenar sus pulmones.

Con los ojos pegados a la pantalla, el oficial fue hasta su silla con movimientos torpes y se sentó pesadamente. Tenía la boca abierta, al igual que el otro protegido, su competidor. Los dos hombres estaban sentados ahora en el borde de sus asientos, con las espaldas rígidas como estacas, y se aferraban con fuerza a los brazos del sillón. Un cigarrillo olvidado resbaló hasta el centro del cenicero y despidió frescas volutas de humo perfumado. El único que no parecía conmovido era el observador del centro, y estaba tan interesado en las expresiones del rostro de sus subordinados como en el misterioso ritual que tenía lugar detrás de la pantalla.

El hombre desnudo se había erguido, y así permanecía sobre el desinflado cadáver. Tenía una mano apoyada sobre el muslo del muerto y la otra sobre el pecho, las palmas hacia abajo. Sus ojos estaban nuevamente abiertos, pero el color de su tez había cambiado de manera visible. El color rosado, normal en un cuerpo joven y saludable recién frotado, había desaparecido. Todo él había adquirido el mismo tono grisáceo de la carne muerta que tocaba. Estaba literalmente pálido como la muerte. Contuvo el aliento y pareció saborear el gusto de la muerte; sus mejillas se hundieron. Entonces…

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