El que habla con los muertos (20 page)

BOOK: El que habla con los muertos
12.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

En ocasiones un trato suena como una amenaza, Dragosani. ¿Me amenazarías tú?
—La voz silbó en su cabeza como hielo sobre las cuerdas de un violín desafinado—.
¿Te atreves a hablarme de los Vlads, los Draculs, los Radus y los Mineas? ¿Te atreves a recordármelos? ¿Ya llamarme «mercenario»? Muchacho, al final, aquellos que tu llamas mis «.amos» me temían más que al mismo turco. Y ésa es la razón de que me amurallaran en hierro y plata y me enterraran en este lugar secreto, en las mismas colinas cruciformes que yo defendí con mi sangre. Luché por ellos, por su «santa cruz» y su «cristiandad», pero ahora lucho para verme libre de eso. ¡Su traición es mi dolor; su cruz, la daga clavada en mi corazón!

—Una daga que yo puedo quitar. Tus enemigos han regresado, y no hay nadie que los arroje de aquí; sólo tú podrías hacerlo, viejo demonio. Pero yaces impotente. La media luna del turco se ha transformado en la hoz de otro pueblo, una hoz que aplasta lo que no puede segar. Yo soy valaco, al igual que tú, y tu sangre es más antigua que la misma Valaquia. Tampoco yo soportaré al invasor. Pero ahora hay un invasor nuevo, y nuestros jefes son sus títeres una vez más. ¿Qué sucederá? ¿Estás satisfecho con ese estado de cosas, o lucharás otra vez? El murciélago, el dragón y el demonio contra la hoz y el martillo.

(Un suspiro, simultáneo al susurro del viento en las vigas.)
Muy bien, te contaré cómo sucedió, y cómo tú… comenzaste a existir
.

Era primavera. Yo lo sentía en la tierra…, era el tiempo en que todo crece. El año… pero ¿qué son los años para mí? De todas formas, fue hace un cuarto de siglo
.

—Entonces fue en mil novecientos cuarenta y cinco —observó Dragosani—. La guerra estaba por terminar. Los cíngaros estaban aquí; habían buscado refugio en las montañas, como tantas otras veces a lo largo de los siglos. Huían de la maquinaria de guerra germánica y llegaron aquí a miles. Y la llanura transilvana los protegió, como siempre. Los alemanes los habían perseguido por toda Europa —a los cíngaros, romaníes, calés, gitanos, o como quieras llamarlos— para matarlos junto a los judíos en sus campos de exterminio. Stalin había deportado a numerosos miembros de las minorías étnicas del Cáucaso y de Crimea con el pretexto de que eran «colaboracionistas». Fue entonces cuando sucedió, y entonces cuando acabó. La primavera de mil novecientos cuarenta y cinco, pero nos habíamos rendido más de seis meses antes. De todos modos, el final se veía venir, y los alemanes se batían en retirada. Hitler se suicidó a fines de abril…

Yo sólo sé de esa época lo que tú me has contado. ¿Nos rendimos, dices? ¡No me sorprende!, ¿mil novecientos cuarenta y cinco? Ja, más de cuatrocientos cincuenta años y nos siguen invadiendo! ¡Y yo no estaba allí para beber el vino de la guerra! Sí, es verdad, tú remueves en mí viejos anhelos, Dragosani
.

De todas formas, era primavera cuando llegaron esos dos. Sospecho que huían. Quizá de la guerra, pero ¿quién puede decirlo? Eran muy jóvenes y pertenecían a la antigua raza. ¿Gitanos? Sí. En mis tiempos, cuando era un gran boyardo, cientos de ellos me habían adorado, y me habían jurado fidelidad, más que esos Eesárabes, y Vlads y Vladislavs. Me preguntaba si aún me adorarían. ¿Y tendría todavía influencia sobre ellos?

Mi tumba estaba medio en ruinas, tal como lo está hoy día. Nadie la había visitado después de los primeros cincuenta años, en que venían sacerdotes a maldecir el suelo donde yo yacía. Ellos
llegaron una noche cuando la luna se alzaba sobre las montañas. Eran jóvenes gitanos rumanos, un chico y una chica. La primavera
en tibia, pero las noches eran frías. Traían mantas y un quinqué
. V
tenían miedo. Y pasión. Fue eso, creo, lo que me despertó. O tal vez yo ya estaba medio despierto. Después de todo, rugían los motores de la guerra, y se oían sus truenos sobre la tierra. Tal vez fue eso ¿o que hizo que estos viejos huesos se removieran…?

Percibí lo que ellos estaban haciendo. En más de cuatro siglos y medio había aprendido a distinguir la caída de una hoja, el tímido posarse de la pluma de una chocha. Pusieron una manta sobre dos losas inclinadas y se procuraron así un refugio. Encendieron el quinqué para verse, y también para calentarse. ¡Ah, los gitanos! ¡No necesitaban el quinqué para entrar en calor!

Me interesé por ellos. Yo había llamado durante siglos, y no vino nadie, nadie respondió. Tal vez los curas los mantenían lejos, o las advertencias, o los mitos que con el correr de los años se habían convertido en leyendas. O tal vez mis excesos en vida habían sido,

Me has contado, Dragosani, que muchas de mis grandes hazañas son hoy día atribuidas a los Vlads, y yo he quedado reducido u un fantasma para asustar a los niños. Aún más, mi verdadero nombre ha sido borrado de los registros, porque ésa era la manera en que procedían en aquellos tiempos. Si temían algo, lo destruían y fingían que nunca había existido. Pero ¿acaso pensaron que yo era el único de mi especie? ¡No lo era! ¡No lo era! Yo era uno de los pocos que quedaban de unos seres que antaño fueron muchos, ¿Y no llegó a oídos de los otros rumor alguno sobre mi inquietante situación? Durante cientos de años me enfureció que nadie hubiese venido a liberarme, o al menos a vengarme. Y cuando por fin vino alguien… ¡eran gitanos, calés!

La chica estaba atemorizada y él no conseguía tranquilizarla. Yo lo hice. Penetré en su mente, le di fuerzas para enfrentar sus temores y para reunirse con su amante en la ardiente colisión de la carne. ¡Ah!

¡Sí, ella era virgen! ¡Su virginidad estaba intacta, y el deseo que despertó en mí hubiera podido matarme otra vez en mi tumba! ¡Una virginidad intacta! Para citar un antiguo libro de mentiras: ¡Cómo caen los poderosos! ¡Y yo, que había desgarrado dos mil virginidades en mis tiempos, de una manera o de otra! ¡Ja, ja, ja! ¡Y pensar que llamaban «el Empalador» al joven Vlad!

Así pues… los jóvenes eran amantes, pero no en toda la extensión de la palabra. Él era un chico, un cachorro, y nunca había desflorado a una hembra… y ella era virgen. Y yo me introduje en la mente de él. ¡Ah, y yo les legué la noche! Ellos sacaron fuerzas de mí y yo de ellos. Sólo tuvieron una noche mía, sólo una, porque antes del alba se fueron. Y después… después ya no supe más nada de ellos

—Excepto que ella me dio a luz —dijo Dragosani—, y me dejó en el umbral de una casa para que me encontraran.

La respuesta tardó un poco en llegar, suspirando en el viento que ahora era poco más que una brisa. El antiguo ser enterrado estaba exhausto; ya casi no tenía fuerzas, ni siquiera para pensar; la tierra lo retenía en su apretado útero y giraba sobre su inexorable eje y lo acunaba. Pero al fin respondió con un suspiro:

Síííí. Sí, pero al menos supo dónde llevarte. Era una gitana, ¿recuerdas? Una vagabunda. Sin embargo, cuando naciste te trajo aquí. ¡Te trajo a tu hogar! Lo hizo porque sabía quién era tu verdadero padre, Dragosani. Muy bien puedes decir que en toda mi vida, que fue sanguinaria más allá de toda medida, aquélla fue mi única noche de amor. Sí, y mi único tributo una solitaria gota de sangre. Una insignificante gota, Dragosaaaaniiii

—La sangre de mi madre.

La de tu madre, que cayó en la tierra donde yo yazgo. ¡Qué gota tan preciosa! Porque era también tu sangre, y corre ahora por tus venas. Y luego, cuando todavía eras un niño, te trajo a mí
.

Dragosani se quedó callado, su mente llena de pensamientos, visiones, falsos recuerdos suscitados por las palabras del otro. Por último dijo:

—Mañana vendré de nuevo hacia ti, y seguiremos hablando.

Como quieras, hijo mío
.

—Duerme ahora…, padre.

Una última ráfaga de viento movió una teja suelta, y Dragosani percibió un prolongado suspiro final.

Que duermas bien, Dragosaaaaniii
.

Unos minutos más tarde, en la casa de la familia Kinkovsi, Ilse saltó de la cama, fue hasta su ventana y miró hacia afuera. Pensó que la había despertado el viento, pero no soplaba ni siquiera una brisa. No tenía importancia, porque de todos modos había planeado despertarse antes de la una de la mañana. La luz de la luna bañaba todo con una luz plateada, pero en la casa de huéspedes las coranas de la habitación de Boris Dragosani estaban herméticamente cerradas. Y su luz estaba apagada.

Al día siguiente era miércoles.

Dragosani desayunó deprisa y se marchó en su coche antes de las ocho y media. Cogió el camino que lo llevaba hasta muy cerca de las colinas en forma de cruz. Abajo, al oeste de las colinas, y en una amplia depresión, se encontraba la granja en la que Boris había pasado la infancia. La hacienda tenía otros dueños desde hacía unos ocho o nueve años. Dragosani encontró un puesto de observación en un camino poco utilizado y contempló la casa durante un rato. No sentía nada ya, nada más que un tenue nudo en la garganta, que muy bien podría haber sido provocado por el polvo o el polen del seco aire del verano.

Después dio la espalda a la granja y contempló las colinas. Sabía exactamente dónde mirar. Sus ojos, como si fuesen las lentes de unos prismáticos, parecieron enfocar el lugar con increíble claridad y detalle. Casi podía ver bajo el verde toldo de los árboles las caídas losas de piedra de la tumba, y la tierra de debajo. Y si se esforzaba, quizá pudiera penetrar más profundamente.

Dragosani apartó los ojos. Era inútil ir allí antes de la noche. A lo sumo, podía ir a última hora de la tarde.

Y entonces recordó otro atardecer, cuando era un niño.

Después de aquella primera vez, cuando tenía siete años, habían pasado seis meses antes de que volviera al lugar. Había salido con el trineo y un perro daba brincos a su lado.
Bubba
en realidad era uno de los perros de la granja, pero dondequiera que Boris fuese, él lo seguía. Había una pendiente al otro lado de la granja que descendía en dirección al pueblo, y allí jugaban los niños en invierno a arrojarse bolas de nieve y deslizarse en trineo. Boris tendría que haber ido allí, pero él conocía una pendiente mejor: el cortafuegos, claro está. También sabía —lo había sabido siempre— que esas colinas eran un lugar prohibido, y el último verano le habían explicado la razón. En ocasiones la gente soñaba cosas raras allí, cosas que permanecían en sus mentes y luego las perturbaban por las noches. Pero saber esto no lo detuvo, más bien hizo que apretara el paso, ansioso por llegar.

Las colinas, cubiertas de nieve, no parecían tan lúgubres, y el cortafuegos era una pista perfecta para el trineo. Boris era muy bueno. El invierno anterior también había venido, y el anterior a aquél, cuando era muy pequeño. Siempre había venido solo. Pero hoy utilizó la pista una sola vez, y cuando bajaba miró hacia la derecha, para ver si podía localizar el sitio bajo los árboles. Después dejó el trineo al pie de la colina, y trepó con
Bubba
por entre los pinos, que parecían muy oscuros contra la nieve. Se dijo a sí mismo que iba otra vez a la tumba para convencerse de que no era más que el lugar donde estaba enterrado un antiguo terrateniente, olvidado hacía tiempo. Eso, y nada más. La primera vez sólo había sido un mal sueño, después de que se golpeara la cabeza al caer con su carro de cartón. Además, ahora tenía a
Bubba
para que lo acompañara y protegiera.

O lo hubiera tenido, porque cuando se aproximaban al lugar secreto el perro lanzó un gemido y huyó. Después de eso, Boris vio por una hendidura entre los árboles que estaba al pie de la ladera, cerca del trineo; movía nervioso la cola y ladraba de vez en cuando.

Boris por fin llegó adonde estaba la tumba; el lugar era tal como lo recordaba. Más oscuro, quizá, porque la nieve acumulada en las ramas más altas impedía el paso de la luz, habitualmente escasa, y el suelo parecía negro a los ojos acostumbrados al blanco brillo de la nieve. Era un sitio muy poco ventilado, y el escaso aire que había parecía agitado por presencias y formas invisibles. Realmente, era un lugar para malos sueños. En especial al atardecer. Y la puesta del sol ya estaba muy próxima…

Oía a lo lejos —pero sólo con parte de su conciencia, porque estaba absorto en el lugar, en su
genius loci
—, los ladridos de
Bubba
que resonaban como disparos en el aire helado. Boris deseó que el perro se callara, y trepó gateando hacia donde las losas se inclinaban, y el caído dintel exhibía el antiguo escudo de armas. Ahora que sus ojos se habían habituado a la oscuridad, y mientras sus dedos repasaban los signos del murciélago, el dragón y el demonio grabados en la piedra, Boris recordó la voz extremadamente maligna que le había parecido oír la última vez que estuvo en el lugar. ¿Un sueño? Quizá, pero un sueño terriblemente real, que lo había mantenido lejos de la ladera durante medio año.

Pero ¿de qué tenía miedo? ¿De una vieja tumba medio derruida? ¿De lo que susurraban campesinos ignorantes? ¿De una voz extraña en su mente, semejante al sabor de algo podrido? Podrido, sí, pero ¡tan insistente! ¡Y cuántas veces había vuelto aquella voz a su mente, cuando estaba dormido, seguro en su cama, y había susurrado: «Nunca me olvides, Dragosaaniiii…!».

Movido por un impulso repentino, Boris gritó:

—Ya ves, no he olvidado. He vuelto. He regresado a tu lugar. No, a mi lugar. Mi lugar secreto.

Su aliento formaba pequeñas nubéculas blancas que ascendían y se dispersaban. Y Boris escuchó con todo su ser. De una losa inclinada pendían carámbanos azules que relucían como dientes; las agujas de los pinos formaban una costra helada bajo la suela de sus botas de piel de cerdo; su último aliento cayó a tierra convertido en diminutos cristales antes de que él volviera a respirar. Y todavía escuchaba. Pero… nada.

El sol ya se ponía. Boris tenía que marcharse. Le dio la espalda a la tumba. Sus palabras, aprisionadas en los cristales helados de su aliento, enviaron su mensaje a la tierra.

¡Ahhh!

Quizás era el susurro del viento en las ramas, pero Boris se quedó inmóvil en el lugar como si hubieran atravesado sus pies con clavos.

—¡Tú! —se oyó decir, dirigiéndose a nadie, a nada, a la oscuridad—. ¿Eres tú?

¡Ahhh! ¡Dragosaaniii! ¿Y ya hay hierro en tu sangre, muchacho? ¿Por eso has vuelto?

Boris había ensayado este instante cien veces; había imaginado su respuesta, la reacción del otro, si la voz volvía a hablarle en el lugar secreto. No habían sido más que baladronadas, y ahora no se le ocurría ninguna respuesta.

BOOK: El que habla con los muertos
12.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Au Reservoir by Guy Fraser-Sampson
Relax, I'm A Ninja by Whipple, Natalie
Almost an Outlaw by Patricia Preston
Jump Start by Jones, Lisa Renee
Side Jobs by Jim Butcher
Aztec Century by Christopher Evans
Starlight's Edge by Susan Waggoner
Renegade Reject by Emily Minton, Dawn Martens