El que habla con los muertos (24 page)

BOOK: El que habla con los muertos
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¡Perder la virginidad! Esa frase lo hacía parecer una jovencita. Pero tenía algo conmovedoramente ingenuo, muy distinto de la grosera franqueza de las palabras utilizadas por su maestro no-muerto. ¿Qué había dicho el viejo demonio enterrado aquella vez? «Un cachorro que nunca ha desvirgado a una hembra…»

Sí, ésa era la frase… y se había referido al padre de Dragosani. A su verdadero padre.
Y entonces yo me introduje en su mente… y le ofrecí la noche a los jóvenes amantes
.

Se introdujo en la mente de él para mostrarle cómo hacerlo.

Dragosani se sobresaltó cuando un guijarro golpeó su ventana. Había estado sentado en la cama, completamente abstraído en sus pensamientos. Se puso de pie y abrió una vez más la ventana. Era Ilse.

—¿Tomará el desayuno en su habitación,
Herr
Dragosani —preguntó la joven—, o bajará a comer con nosotros?

El énfasis que Ilse puso «en su habitación» era inconfundible, pero Dragosani decidió ignorar la insinuación. No, antes tenía que hablar con el viejo dragón.

—Bajaré a desayunar —respondió, y entrecerró pensativo los ojos cuando vio la expresión de desilusión que apareció de inmediato en la cara de Ilse.

Sí, claro que sí. Con esta mujer necesitaría ayuda. Al menos esta vez, la primera para él. Ella sabía perfectamente qué hacía, y él no sabía nada de nada. Pero… el wamphyr lo sabía todo. Y Dragosani sospechaba que había ciertos secretos que incluso a aquel ser viejo y malvado no le importaría divulgar. No, de ningún modo…

El problema sexual de Dragosani o, mejor dicho, la inhibición psíquica que hasta el momento había impedido su desarrollo en esta área, había sido implantada en la pubertad, en la época de la vida en que otros chicos roban los primeros besos y exploran por vez primera los suaves cuerpos con dedos calientes, temblorosos, inexpertos. Había sucedido durante su tercer año en Bucarest, cuando Boris estudiaba en un internado.

El chico tenía entonces trece años y esperaba ansioso las vacaciones de verano. Pero llegó una carta de su padre en la que le decía que no fuera a casa. Había una peste en la granja; estaban sacrificando a los animales, no permitían las visitas y ni siquiera Boris sería autorizado a entrar en la propiedad. La fiebre era muy contagiosa y las personas podían llevar el agente en los pies, en los zapatos; toda la zona en cuarenta kilómetros a la redonda estaba en cuarentena.

Esto era un verdadero desastre pero no tenía por qué arruinar las vacaciones de Boris. El chico tenía una «tía» en Bucarest, la hermana menor de su padre adoptivo, y podía quedarse en su casa. Esto era mejor que nada; al menos tendría un lugar adonde ir y no se quedaría encerrado solo en el viejo edificio del colegio, donde hubiera tenido que hacerse la comida en una pequeña cocina.

La tía Hildegard era una joven viuda que tenía dos hijas, Anna y Katrina, algo mayores que Boris —un año, poco más o menos—, y vivían en una casa de madera grande y desvencijada de la calle Budesti. Aunque parezca raro, nunca se había hablado mucho de ellas en casa de Boris, y él sólo las había visto en las poco frecuentes visitas que hacían a la campiña rumana. La tía siempre le había parecido muy cariñosa, demasiado quizás, y sus primas eran como todas las jovencitas, remilgadas y llenas de pequeños secretos, aunque tal vez se insinuaba en ellas una peculiar sensualidad, impropia de su edad. Con todo, no había en ellas nada sospechoso, o especialmente extraño. Aun así, Boris tenía la impresión, por la actitud de su padre hacia ellas, de que su tía era algo así como la oveja negra de la familia, o al menos una dama con un terrible secreto.

En las tres semanas que Boris pasó con su tía y sus precoces hijas, durante las vacaciones de verano, el muchacho descubrió más cosas de las que hubiera deseado sobre la «rareza» de sus parientes, y sobre el sexo y la perversidad de las mujeres en general. Esta experiencia había hecho que rechazara, hasta la fecha, toda relación con el sexo opuesto. Su tía, para decirlo sin rodeos, era pura y simplemente una ninfómana. La reciente muerte de su marido la había liberado de toda atadura, y la mujer había dejado que su obsesión sexual la dominara por completo. Sus hijas, al parecer, seguían fielmente sus pasos. Incluso cuando su marido estaba vivo, la tía de Boris había sido famosa por sus amantes. Los rumores sobre sus aventuras habían llegado hasta su hermano, que vivía en el campo, y de ahí la frialdad y la desaprobación con que la trataba el padre de Boris. El hombre no era un santurrón, pero pensaba que su hermana era poco menos que una puta.

Con todo, su hermano no podía conocer el punto al que habían llegado sus excesos, puesto que prácticamente no tenía relación con ella. Si lo hubiera sabido habría organizado de otra manera las vacaciones del muchacho. Claro que su hijo adoptivo era poco más que un niño, y él pensó que se vería libre de las viciosas costumbres de la mujer.

Boris ignoraba todo esto, pero muy pronto se enteraría de todo.

Para empezar, no había cerraduras en ninguna de las puertas interiores de la casa de su tía. No las había en los dormitorios, ni en el cuarto de baño, ni tan siquiera en los aseos. La tía Hildegard le explicó que en su casa no había lugares privados —donde pudieran realizarse las necesidades más íntimas—, y que no toleraba los secretos de ninguna clase. Esto hizo que a Boris le resultara todavía más difícil comprender las cosas que se decían al oído, o las miradas cómplices que a menudo se dirigían madre e hijas cuando él estaba presente.

En cuanto a la intimidad, o la soledad, no eran en absoluto necesarias en un lugar donde nada estaba prohibido, y todo era aceptado. Cuando preguntó sobre las ideas filosóficas de su tía, le dijeron que ésa era una «casa natural», donde el cuerpo humano y sus funciones eran cosas naturales que nos habían sido dadas para «explorarlas, descubrirlas, comprenderlas y disfrutarlas plenamente, sin restricciones convencionales». A condición de que respetara la casa y la propiedad de su anfitriona, era bienvenido y todo le estaba permitido, pero de la misma manera debía respetar el comportamiento «natural» de las residentes en la casa, cuyas costumbres eran muy libres y carentes de restricciones. En cuanto a la filosofía como tal: había muy poco amor en el mundo y demasiado odio; si se pudiera saciar los deseos del cuerpo y los ruegos del espíritu, si fuera posible satisfacerlos en la placentera violencia de los abrazos y no en la guerra, el mundo sería un lugar mucho mejor. Tal vez Boris no comprendiera de inmediato estas creencias, pero su tía estaba segura de que lo haría dentro de muy poco tiempo…

La primera noche, después de una cena temprana, Boris se había retirado a leer a su habitación. Se había traído algunos libros del colegio, pero al pie de las escaleras que llevaban a su dormitorio había una pequeña habitación donde su tía había dispuesto su «biblioteca». Boris entró, y encontró los estantes llenos de libros eróticos, y sobre perversiones y aberraciones sexuales. Algunos de estos libros le parecieron tan fascinantes que se llevó varios de los ejemplares ilustrados a su habitación. Nunca había visto nada igual, aunque la biblioteca de su colegio era bastante completa.

Una vez en su dormitorio, Boris se había dedicado por entero a uno de los libros (que pretendía ser «objetivo», pero a Boris le pareció completamente irreal, y supuso que era una obra de ficción, o una parodia; le era imposible imaginar, además, cómo se las habían arreglado para hacer algunas de las fotografías que lo ilustraban) y, como le sucedería a cualquier chico de su edad, se excitó muy pronto. La masturbación no le era algo desconocido —como la mayoría de los jóvenes, recurría a ella de vez en cuando—, pero en la casa de su tía no se sentía lo bastante seguro, o aislado, como para hacerlo. Para evitar sentirse aún más frustrado decidió devolver los libros a la biblioteca.

Un poco antes, mientras leía, había oído que un coche llegaba a la puerta, y un visitante era recibido en la casa, evidentemente una persona amiga de su tía, y no le había prestado atención. Pero cuando bajó a dejar los libros en la biblioteca oyó risas, los sonidos de una actividad física, y una alegre algarabía que venían del salón principal —cuando le habían hecho conocer esta habitación, Boris había admirado los espejos que cubrían todas las paredes, e incluso el techo, algo que le había parecido muy curioso—, y fue a ver qué sucedía. La puerta estaba entreabierta, y cuando se acercó Boris oyó una gutural voz masculina, cuyo dueño al parecer estaba haciendo algo que le exigía un gran esfuerzo, y las voces enronquecidas y apremiantes de su tía y sus primas. Fue en ese instante que Boris comenzó a sospechar que en el salón tenía lugar algo realmente fuera de lo común. Boris se detuvo junto a la puerta para mirar por la hendidura, y lo que vio lo dejó paralizado. El libro que había estado leyendo, lejos de ser algo «fantástico», como él había supuesto, no era nada comparado con esto. El hombre, un desconocido para Boris, tenía la cara marcada de viruelas y con una espesa barba, era barrigón y velludo; tenía un rostro repulsivo y un cuerpo casi deforme. Y estaba desnudo. Boris, sin embargo, no podía saber que era un sátiro, y que para las mujeres de la casa aquello compensaba con creces su fealdad y la malformación de su cuerpo.

Boris veía el interior del salón reflejado en un espejo que revestía la puerta, de modo que no veía la escena directamente, ni por completo, pero lo que veía era más que suficiente. Las tres mujeres se turnaban con su compañero de juegos, lo incitaban a que se superara a sí mismo, y lo estimulaban con sus manos, bocas y cuerpos en un frenesí de exceso sexual.

El hombre estaba echado de espaldas en un diván mientras Anna, la más joven de las hermanas, montada sobre su cuerpo, cabalgaba con vigorosos movimientos. Cuando subía, dejaba ver el largo y grueso miembro masculino, reluciente con los líquidos de los palpitantes cuerpos femeninos. En cada breve aparición de esa resbaladiza pértiga de carne, Boris podía ver la pequeña y casi frágil mano de Katrina, rodeando el miembro allí donde los dos cuerpos chocaban, y ocupada en él con no menos intensidad que el saltarín cuerpo de su hermana. En cuanto a la madre de las muchachas, «tía» Hildegard, una mujer de unos treinta y cuatro años, estaba arrodillada en la cabecera del diván y agitaba sus grandes pechos sobre la afiebrada cara del hombre, de manera que sus pezones se introducían en la abierta boca de él. De tanto en tanto, y al parecer arrastrada por el vigor de su éxtasis, Hildegard se estiraba y empujaba el pubis contra la lengua y los labios temblorosos del hombre.

Las mujeres no estaban completamente desnudas pero las ropas que vestían, prendas blancas y sueltas con aberturas que permitían acariciar sus pechos y nalgas, eran más obscenas que la desnudez total.

Pero lo que dejó a Boris pasmado, clavado al suelo sin poder moverse, fue que los cuatro partícipes parecieran tan comprometidos, tan absortos; y que no sólo disfrutaran de los beneficios de su parte en la escena, cualquiera que fuese que les hubiese tocado interpretar, sino también de las cabriolas de los otros.

Pero Boris comenzó a comprender aquello mientras los cuatro cambiaban de lugar y de posición ante sus ojos, e iniciaban una nueva serie de esforzados ejercicios —en esta ocasión el hombre montaba a su tía como si fuese un horrible perro, y sus primas interpretaban papeles menos importantes—. Aquí no se descuidaba a nadie; todos tenían la oportunidad de ser el agresor, y todos se satisfacían plenamente. Aunque, para los enfebrecidos ojos de Boris, todo lo que se hacía era igualmente horrible.

En cualquier caso, aunque Boris creía que ahora comprendía algo de lo que veía, lo que no podía creer era que estuviera
realmente
viéndolo. Y lo más increíble de todo era el personaje central, el hombre, aquella horrible máquina de eyacular.

Boris recordaba lo agotado que se sentía siempre después de masturbarse. ¿Cómo se sentiría, entonces, el peludo animal de la habitación de los espejos? Parecía regar semen casi sin interrupción, y gemía de placer con cada nueva emisión, pero esto no parecía fatigarlo, sino que aumentaba su frenesí. ¡Seguramente se desplomaría en cualquier momento!

Finalmente Boris consiguió recuperar el uso de sus piernas, y retrocedía en silencio cuando oyó que su tía, como si le hubiese leído el pensamiento, decía:

—¡Vosotras dos, ya basta! ¡No acabemos tan rápido con Dmitri! ¿Por qué no vais a jugar con Boris? Pero con suavidad, o le daréis miedo. Pobre corderito, parece ser de los que se asustan fácilmente. ¡Es tan libidinoso como una lechuga!

Eso había bastado para que Boris huyera desesperado a su habitación, se quitara las ropas en un santiamén y se metiera en la cama. Permaneció acostado, encogido de miedo —sabía que la puerta no estaba cerrada, que no tenía llave—, esperando…, esperando algo que ni siquiera se atrevía a imaginar. Si hubiera estado sólo con una prima, con una chica normal, puede que las cosas habrían sido diferentes. Quizás se habría producido una tímida, gradual iniciación al sexo —al sexo normal— en la que el propio Boris habría tomado la iniciativa.

Los sueños y las fantasías de Boris al respecto habían sido hasta el momento completamente normales. Hasta había fantaseado que se hallaba sólo con su tía, y que ella le estrechaba contra sus suaves pechos, contra su blanco cuerpo. Estos ensueños no le habían parecido al chico especialmente repugnantes y vergonzosos. No, antes no lo eran.

¡Pero ahora había
visto!
La inocencia de sus fantasías se había perdido para siempre. ¿Cómo podía ser ahora el sexo normal y saludable? ¿Es que acaso existía semejante cosa? El había visto, sí.

Había visto en el salón de esta casa tres mujeres (no podía pensar ahora en sus primas como muchachas) copulando con una bestia al parecer incansable. Había visto la estaca de carne lujuriosa de la bestia. ¿Y cómo podía él compararse con eso? Después de eso, ¿cómo podía existir como macho? ¿Una ramita comparada con un tronco? ¿Y tendría que participar en esa clase de orgías, como una pequeña liebre entre una jauría de perros? ¡Si la sola idea de tener algún contacto con la bestia lo enfermaba!

Éstos eran sus pensamientos cuando sus primas vinieron a buscarlo. Boris estaba envuelto en las sábanas y mantas de la cama, absolutamente inmóvil, sin respirar casi. Oyó que entraban, e hizo un esfuerzo para contener sus nervios cuando Anna, con una risita, le preguntó:

—Boris, ¿estás despierto?

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