El que habla con los muertos (25 page)

BOOK: El que habla con los muertos
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—¿Estás despierto? ¿Sí? —Katrina también parecía ansiosa por saberlo.

—No, creo que no —dijo Anna, con tono de decepción.

—Pero… ¡si la luz está encendida!

—¿Boris? (El peso de Anna sobre la cama, junto a él.) ¿Estás
seguro
de que duermes?

Boris, fingiendo dormir, se dio la vuelta, hizo como que refunfuñaba en sueños, y dijo:

—¿Qué pasa? Marchaos, estoy cansado.

Eso fue un error. Las muchachas rieron, sus voces aún enronquecidas y llenas de lujuria.

—¿No quieres jugar con nosotras, Boris? —preguntó Katrina—. Descubre tu cabeza, al menos. Tenemos algo… (más risitas), ¡tenemos que mostrarte algo!

Boris no podía respirar. Se había envuelto tan apretadamente en las mantas que no tenía aire. Tendría que destaparse, lo quisiera o no.

—Por favor, marchaos y dejadme dormir.

—Boris —dijo Anna, y él tuvo la visión de sus delicadas manos en el vientre de la bestia, sacudiendo hacia arriba y abajo la rosada estaca—. Si apagamos la luz, ¿saldrás de debajo de las mantas?

Por un momento, apenas por un brevísimo momento, pan respirar, sólo el tiempo suficiente como para llenar los pulmones de aire
.

—Sí —dijo Boris medio sofocado.

Luego oyó el «clic» del interruptor y sintió que Anna se ponía de pie, y retiraba el peso de su cuerpo de la cama.

—¡Mira, ya está apagada!

Un instante después, Boris descubrió que lo estaba, cuando sacó la cabeza en la oscuridad, respiró ávidamente… ¡y estuvo a punto de vomitar!

Y la luz, entre risitas que venían del otro lado de la habitación, se encendió otra vez. Boris no podía decir cuál de sus primas había sido, pero una de ellas estaba de pie junto a la cama, con su suelta túnica sobre la cabeza de Boris, como una tienda de campaña. El rancio olor de su cuerpo había golpeado la cara de Boris, y el jovencito vio la oscura V del pubis de su prima rociada con una sarta de perladas gotas de semen. No había mucha luz debajo de la túnica, pero la suficiente como para que Boris viera, cuando ella deliberadamente arqueó las piernas, la hendidura de la V, que al chico le pareció una ávida sonrisa vertical.

—¡Ahí tienes! —recordaba Boris que dijo una voz ronca, entre carcajadas—. ¿No te dijimos que teníamos algo para mostrarte?

Y ésas fueron las últimas palabras que se pronunciaron porque de repente, Boris, fuera de sí de pánico y odio, comenzó a golpear a sus primas. Más tarde recordó muy poco de lo acontecido —sólo que las risitas se volvieron gritos, y que le dolían los puños y los despellejados nudillos de los dedos—, pero sí recordaba muy bien que al día siguiente sus torturadoras se mantuvieron a una prudente distancia. Las dos muchachas tenían cardenales azules: Arma, además, el labio partido, y Katrina un ojo amoratado. Quizá su tía tuviera en parte razón al compararlo con una lechuga, pero Boris no andaba escaso de fiereza y obstinación.

Ese día había sido una pesadilla. Boris, agotado después de una noche de vigilia, tras hacerse fuerte en su habitación y no hacer caso a las súplicas para que saliera, tuvo que soportar la ira de su tía y las acusaciones que le dirigían sus primas; a prudente distancia, eso sí.

La tía Hildegard no le dio de comer, haciéndolo pasar hambre como castigo, y juró que se quejaría ante el padre de Boris si el chico no recuperaba el juicio de inmediato. Hildegard quería decir con esto que Boris debía salir de la habitación, hablar con ella, pedir disculpas a sus primas y hacer como que nada había sucedido. Pero Boris no atendió a razones y permaneció en su habitación, salvo ocasionales visitas al lavabo. El chico había decidido que antes del anochecer huiría de la casa y regresaría a Bucarest.

Este plan sólo tenía un inconveniente: su padre, tarde o temprano, se enteraría, y querría saber por qué se había ido de casa de su tía. A Boris le sería imposible contárselo. Su padre no era un hombre con quien fuera fácil hablar, y lo sucedido era simplemente increíble. Y aun suponiendo que su padre adoptivo le creyera, ¿no surgirían dudas sobre la participación de Boris en el asunto? Sobre su participación activa, y quizá voluntaria…

Había también otras dificultades. Boris no tenía dinero, y lo hablan arreglado para que se quedara en el colegio. Y fue por estas razones que cuando llegó la tarde y las amenazas de su tía se convirtieron en súplicas, el muchacho retiró la cama y la cómoda de detrás de la puerta y permitió que Hildegard lo condujera a la planta baja.

La mujer dijo que sentía mucho que sus hijas lo hubiesen molestado la noche anterior, y él se hubiera asustado tanto. No comprendía qué habían hecho ellas para que él reaccionara con semejante violencia. De todos modos, aquello ya había pasado y Boris tenía que esforzarse por olvidarlo. Si su hermano se enteraba de lo sucedido —fuera esto lo que fuese— habría problemas entre ellos. Él siempre le había echado la culpa de todo a ella.

Boris, sin decir palabra, había estado de acuerdo con su tía. Claro que habría problemas, sobre todo si mencionaba a la bestia. Pero su tía ignoraba que él los había visto, y era mejor que siguiera en su ignorancia. De otra manera, toda la comedia fracasaría. Por otra parte, el sátiro ya no estaba en la casa, y Boris esperaba que no volvería. La tía Hildegard dio de comer a Boris y más tarde el muchacho oyó que la mujer le decía a sus hijas que lo dejaran en paz, que él no era para ellas y que había que llevar aquel asunto con mucho cuidado. Aquello parecía el fin del episodio, y Boris se había sentido agradecido.

Hasta que aquella noche…

Boris, agotado, dormía en su cama, que había atravesado contra la puerta. No había puesto también la cómoda, pues pensó que bastaba con la cama y el peso de su propio cuerpo. Pero no había sido suficiente. A eso de las tres de la mañana lo despertó un movimiento irregular, intermitente, y oyó la voz de su tía que lo incitaba a seguir durmiendo. La mujer hablaba de manera confusa y respiraba pesadamente; había bebido y estaba desnuda, cosa que Boris descubrió cuando extendió la mano en la oscuridad. Esto hizo que se despertara por completo, consciente de que la insaciable mujer pretendía meterse en la cama con él. Y de inmediato, como una mano fría que se posara en su frente afiebrada, lo había invadido una serena cólera que reemplazó por completo al miedo que había sentido antes.

—Tía Hildegard —dijo Boris mientras se sentaba a oscuras en la cama, y giraba la cabeza para no percibir el aliento alcohólico de la mujer—, enciende la luz, por favor.

—¡Ah, querido muchacho! Estás despierto y quieres verme. Pero… estaba acostada, Boris, y no llevo nada encima. ¡Hace tanto calor estas noches de verano! Me levanté a beber un poco de agua y debo de haber entrado por error en tu habitación —y mientras decía esto, sus pechos rozaron la cara de Boris.

El muchacho apretó los labios y volvió a girar el rostro. Después repitió:

—Enciende la luz.

—¡Eres un pícaro, Boris! —protestó ella corno si fuera una jovencita, y al mismo tiempo apretó el interruptor.

La mujer estaba completamente desnuda, de pie en el lugar donde había apartado la cama para entrar a la habitación. Y sonreía, embriagada, lo que le daba un aire depravado y estúpido a la vez. Se dirigió hacia Boris y le tendió los brazos.

Y entonces vio que él estaba completamente vestido, y con una extraña expresión en el rostro. Hildegard se cubrió la boca con la mano y musitó:

—Boris, yo…

—Tía —Boris, sentado en el borde de la cama, se había puesto los zapatos—, saldrás de esta habitación ahora mismo, y no volverás a entrar. Si no sales, me iré yo, y si la puerta de calle está cerrada, romperé una ventana. Después le contaré a mí padre todo lo que hacéis en esta casa y…


¿Lo
que hacemos? —dijo ella mientras intentaba cogerle la mano con una expresión preocupada en el rostro.

—Sí, le contaré que vienen hombres a follar contigo y con mis primas…, como esos toros que mi padre trae a la granja para cubrir a las vacas.

—¡Pero… pero tú… has estado mirándonos! —La mujer retrocedió tambaleándose, los ojos muy abiertos en el rostro repentinamente pálido.

—¡Fuera! —le había ordenado entonces Boris, con desprecio, en sus ojos la mirada fulminante que desde ese día utilizaría en sus tratos con las mujeres, y había intentado empujarla.

La mujer, enfurecida, le escupió.

—¿De modo que eres de ésos? ¿Ya te han follado los chicos más grandes en tu colegio? Te gustan más ellos que las mujeres, ¿verdad?

Boris, que se había situado junto a la ventana, cogió una silla.

—¡Fuera, rápido! —le espetó—. O me voy ahora mismo. Y no sólo se lo contaré a mi padre; se lo diré también a todos los policías que encuentre camino a Bucarest. Y también les hablaré de la biblioteca que tienes, llena de libros verdes: con eso ya habría bastante como para que pasaras una temporada en la cárcel, y de tus hijas, que son poco más que unas niñas, y peor que putas…

—¿Putas, mis hijas? —lo interrumpió ella con tal furia que Boris pensó que se le echaría encima.

—Pero que por mucho que se esfuercen, nunca serán tan pervertidas y corruptas como tú —terminó el muchacho.

Ella entonces se echó a llorar, y permitió que él la sacara de la habitación sin ofrecer resistencia.

Después, Boris durmió profundamente durante el resto de la noche, sin que nadie lo molestara.

Y eso fue realmente el final. Al día siguiente, a mediodía, cuando Boris estaba almorzando solo, su padre adoptivo vino a llevárselo a casa. El problema con los animales ya había pasado; gracias a Dios, no había sido tan serio como creyeron en un principio. Boris nunca se había alegrado tanto de ver a alguien, y tuvo que hacer un esfuerzo para disimularlo. Mientras el muchacho hacía la maleta, tía Hildegard pasó media hora, al parecer cordial, con su hermano, quien preguntó por sus sobrinas, que no estaban presentes. Después se despidieron, y Boris y su padre adoptivo partieron rumbo al campo.

Cuando estaban por subir al coche, la tía Hildegard había conseguido que sus ojos se encontraran con los de Boris. Su mirada, durante un segundo, fue implorante. Los ojos de Hildegard le rogaron que callara. Boris, en respuesta, le había dirigido una mirada más terrible que cualquier burla o amenaza, una mirada que expresaba lo que pensaba de ella mejor que mil palabras.

Boris, de todos modos, nunca habló con nadie de la horrible visita. Y nunca lo haría; ni siquiera con la criatura que yacía enterrada.

La criatura enterrada…, el viejo demonio…, el wamphyr. Cuando Dragosani llegó al claro donde se hallaba la tumba, con otro cochinillo en un saco, poco antes del atardecer, el wamphyr lo estaba esperando. ¿Qué otra cosa podía hacer, sino esperar? Estaba despierto y furioso. Y cuando el borde del sol tocó el borde del mundo, y el lejano horizonte tomó el color de la sangre, la criatura fue la primera en hablar:

¿Dragosani? ¡Siento tu olor, Dragosani! ¿Has venido a atormentarme? ¿Más preguntas, más pedidos? ¿Quieres robar mis secretos, Dragosani? ¿Poco apoco, hasta que no quede nada de mi? ¿Y entonces, qué? ¿Con qué me recompensarás? ¿Con la sangre de un cerdito? ¡Ah, ya veo que si! ¡Otro cerdito para alguien que se bañó en sangre de hombres, de vírgenes, de ejércitos!

—La sangre es siempre sangre, viejo dragón —respondió Dragosani—. Y ya veo que la que bebiste anoche te ha sentado bien, y hoy estás más ágil.

¿Que yo bebí?
(¿El desprecio que se advertía era auténtico, o fingido?)
La bebió la tierra, Dragosani; no estos viejos huesos
.

—No te creo.

No me importa. Vete, déjame en paz, tú me deshonras. No tengo nada para ti, y no quiero nada de ti. No quiero hablar. ¡Márchate!

Dragosani sonrió.

—Sí, te he traído otro cerdo. Para ti o para la tierra, como quieras. Pero hay algo más, algo menos común. Aunque…

La vieja criatura estaba interesada, intrigada.


¿Aunque…?

Dragosani se encogió de hombros.

—Quizás ha pasado demasiado tiempo. Quizá no puedas hacerlo. Puede que sea imposible incluso para ti. Después de todo, tú no eres más que una criatura muerta. —Y antes de que el otro pudiera protestar, añadió—: O, si insistes, no-muerta.

Insisto… ¿Te estás burlando de mí, Dragosani? ¿Qué me traes esta noche? ¿Qué me darás? ¿Qué… qué me propones?

—Quizá más de lo que podemos darnos el uno al otro.

Sigue
.

Dragosani le dijo lo que pensaba, qué era lo que deseaba compartir.

¿Y harás un trato conmigo? ¿Qué me pedirás por… compartir eso conmigo?

Dragosani casi podía percibir cómo el otro se relamía.

—Conocimiento —respondió de inmediato—. Sólo soy un hombre, y el conocimiento que tengo de las mujeres es el de un hombre —mintió—, y… —Se interrumpió, confundido, porque la vieja criatura se estaba riendo; había sido un error mentirle.

Ah, ¿sí? ¿Conoces a las mujeres como un hombre, Dragosani? ¿Un conocimiento «completo»?

—No…, no he tenido tiempo —farfulló Dragosani—. El trabajo…, los estudios…, no se presentó la ocasión.

¿Tiempo? ¿Estudios? ¿Ocasión? Dragosani, no eres un niño. Yo tenía once años cuando desgarré mi primer himen, hace mil unos. Después de eso, ¿qué me importaba que fueran vírgenes o putas? Las poseí de todas las maneras, y siempre quería más. ¿Y tú?, ¿No? ¿o has probado? ¿No te has empapado en el sudor, los líquidos y la caliente sangre de una mujer? ¿Ni siquiera una? ¡Y dices que yo soy una criatura muerta!

El viejo se rió de manera estruendosa, ofensiva, obscena. ¡Aquello eran tan increíblemente ridículo! La risa siguió y siguió, se convirtió en un diluvio, en una marea, en un rugiente océano de risa en la cabeza de Dragosani; un océano que amenazaba con ahogarlo.

—¡Maldito seas! —Dragosani se puso de pie, pisoteó la tierra, la escupió—. ¡Maldito seas! —repitió, y amenazó a las rotas losas de la tumba con el puño apretado—. ¡Maldito, maldito, maldito seas!

La vieja criatura se quedó un instante callada, ocupando la mente de Dragosani como una babosa de pesadilla.

Yo ya estoy maldito, hijo mío. Maldito y condenado
—dijo al cabo de un momento—.
Y también lo estás tú

Dragosani sacó el cuchillo y cogió al aturdido cochinillo.

¡Espera!¡No seas tan impaciente, Dragosani! No me he negado. Pero dime, si has permanecido casto como un monje durante iodos estos años, ¿por qué ahora?

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