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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (15 page)

BOOK: El quinto día
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—¿El otro día en el acuario? —Hizo un ademán de desdén—. Olvídelo. Por favor, doctor Anawak, sólo voy a estar un día más aquí. Me daría una alegría inmensa.

—Tenemos nuestras reglas. —Sonó poco convincente y mezquino.

—Escuche, cabezota —dijo—. Soy muy llorona. Se lo advierto: si no me lleva, me voy a pasar todo el vuelo de regreso a Chicago sin dejar de llorar. ¿Quiere ser el responsable de eso?

Lo miró radiante. Anawak no pudo evitar reírse.

—Está bien. Por mí, puede venir.

—¿En serio?

—Sí, pero no me moleste. Sobre todo, guárdese sus abstrusas teorías.

—No era mi teoría. Era la teoría de...

—Lo mejor que puede hacer es mantener la boca cerrada el mayor tiempo posible.

Delaware iba a contestarle, pero cambió de idea y asintió.

—Espere aquí —dijo Anawak—. Le traeré un chubasquero.

Alicia Delaware mantuvo su promesa durante diez minutos. Las casas de Tofino apenas habían desaparecido tras los bosques de la primera ladera cuando se puso al lado de León y le tendió la mano.

—Llámeme Licia.

—¿Licia?

—De Alicia, aunque Alicia es un nombre estúpido. O, por lo menos, eso creo yo. Por supuesto que mis padres no lo creían así, pero nadie te pregunta cuando te ponen un nombre. Luego siempre acaba siendo tan desagradable... me da náuseas. Usted se llama León, ¿no es cierto?

Anawak le dio la mano.

—Encantado, Licia.

—Bien. Y ahora deberíamos aclarar algo.

Anawak miró en busca de ayuda a Stringer, que conducía la zodiac. Ella le devolvió la mirada, se encogió de hombros y volvió a concentrarse en conducir.

—¿Y bien? —preguntó Anawak con cautela.

—Por lo que sucedió el otro día. Fui una tonta y una pedante en el acuario. Lo siento.

—Ya está olvidado.

—Pero

también debes disculparte.

—¿Qué? ¿Yo por qué?

Ella bajó la mirada.

—Me parece bien que me sermonearas delante de tanta gente, pero no que te refirieras a mi aspecto.

—Yo no...

¡A la mierda!

—Me dijiste que si una ballena me veía maquillarme, cuestionaría mi estado psíquico.

—No era mi intención... Era una comparación abstracta.

—Fue una comparación estúpida.

Anawak se rascó la negra mata de pelo. Se sentía molesto con Delaware porque, en su opinión, había ido al acuario con ideas preconcebidas y había puesto en evidencia su ignorancia. Pero él no había sido menos ignorante y, seguramente, la había ofendido en medio de su furia.

—Bueno. Discúlpame.

—Está bien.

—Te basas en Povinelli —afirmó.

Ella sonrió: con esas palabras le había dado a entender que la tomaba en serio. Daniel Povinelli era el principal oponente de Gordon Gallup en la cuestión del grado real de inteligencia y autoconciencia de los primates y otros animales. Coincidía con Gallup en que los chimpancés que se reconocían en el espejo tenían una conciencia visual de sí mismos, pero negaba decididamente que esa circunstancia los facultara para comprender sus propios estados mentales y, por ende, los de otros seres vivos. Para Povinelli no estaba en absoluto comprobado que ningún animal pudiera llegar a la comprensión psicológica propia del ser humano.

—Povinelli es valiente —dijo Delaware—. Sus opiniones parecen muy anticuadas, pero no le importa. Gallup lo tiene mucho más fácil, porque está de moda presentar a los chimpancés, los delfines y vete a saber qué otros animales en pie de igualdad con los seres humanos.

—Pero es que están en pie de igualdad... —subrayó Anawak.

—Sí, pero en un sentido ético.

—Independientemente de eso, la ética es un invento del ser humano.

—Nadie lo pone en duda. Tampoco Povinelli.

Anawak dejó vagar la mirada por la bahía; se veían algunas islas no muy grandes.

—Sé adónde quieres llegar —comentó tras una breve pausa—. Crees que demostrar la mayor cantidad posible de rasgos humanos en los animales no puede ser el camino para darles un trato más humano.

—Es arrogante —contestó Delaware con vehemencia.

—Estoy de acuerdo, no resuelve ningún problema. Pero a la mayoría de la gente les gusta pensar que la vida es tanto más digna de protección cuanto más se asemeja a la humana. Es mucho más fácil matar a un animal que a un ser humano, pero se vuelve más difícil si consideramos al animal como un pariente cercano. La mayoría de los humanos ya están dispuestos a hacerlo, pero son muy pocos los que están dispuestos a aceptar que tal vez no seamos los dueños de la creación y que en la escala de valores de la vida no estamos delante de todos los demás sino al lado. Eso conduce a un dilema: ¿cómo podría sentir el mismo respeto por un animal o una planta que por un ser humano, si al mismo tiempo valoro más la vida humana que la de una hormiga, un delfín o un mono?

—¡Eh! —Delaware aplaudió—. Entonces somos de la misma opinión.

—Casi. Creo que tu visión es un poco... mesiánica. Yo considero que la psique de un chimpancé o de una ballena tiene algún nexo con la humana. —Delaware iba a contestar, pero Anawak alzó la mano——. De acuerdo, lo diré de otra forma: en la escala de valores de una ballena (si es que piensan en esas cosas) tal vez ascendemos más a medida que ella descubre en nosotros aspectos que le son familiares. —Sonrió—. Tal vez incluso algunas ballenas nos consideren inteligentes. ¿Te gusta más así?

Delaware arrugó la nariz.

—No sé, León... no dejo de pensar que me estás tendiendo una trampa.

—Leones marinos —gritó Stringer—. Allí delante.

Anawak se puso la mano a modo de visera. Se acercaban a una isla con escasos árboles. Sobre las rocas dormitaban al sol un grupo de leones marinos de Steller. Algunos de ellos estiraron indolentes la cabeza y miraron hacia el bote.

—No se trata de Gallup o de Povinelli, ¿no es cierto? —Anawak levantó la cámara, ajustó el zoom y sacó fotos de los animales—. Te propongo entonces otra discusión. Estamos de acuerdo en que no hay una escala de valores, sino sólo una representación humana de ésta, de modo que podemos eliminarla. Cada uno de nosotros está decididamente en contra de humanizar a los animales. No obstante, yo estoy convencido de que algún día podremos, dentro de ciertos límites, comprender el mundo interior de los animales, aprehenderlo intelectualmente, por decirlo de alguna manera. Además, creo que con algunos animales tenemos más cosas en común que con otros, y que encontraremos una vía para comunicarnos con algunos de ellos. Tú, en cambio, crees que todo lo no humano nos será eternamente ajeno, que no tenemos acceso a la mente de un animal, y que por tanto nunca podremos comunicarnos con ellos y siempre habrá algo que nos separe. Así pues, crees que tendríamos que ser amables y dejarlos en paz.

Delaware permaneció en silencio unos segundos. La zodiac aminoró la velocidad al pasar junto a la isla donde estaban los leones marinos. Stringer relataba curiosidades sobre los animales, y los pasajeros imitaban a Anawak y empezaban a sacar fotos.

—Tengo que pensarlo —dijo Delaware finalmente.

Y eso fue lo que hizo; al menos casi no habló durante el resto de trayecto hasta que la lancha llegó a mar abierto. Anawak estaba satisfecho, le gustaba que el paseo hubiera comenzado con los leones marinos. La población de ballenas todavía no había alcanzado el número habitual. Una roca llena de leones marinos predisponía positivamente a la expedición y quizá ayudara a pasar el mal trago si después no veían mucho más.

Pero sus temores eran infundados.

Frente a la costa se toparon con un grupo de ballenas grises; eran un poco más pequeñas que las jorobadas, pero aun así su tamaño era imponente. Algunas se acercaron bastante y sacaron brevemente la cabeza del agua, para absoluto regocijo de los pasajeros. Parecían piedras vivas, de color pizarra, salpicadas de manchas, con las poderosas mandíbulas cubiertas por completo de bellotas de mar y copépodos, parásitos ambos. La mayoría de los pasajeros filmaban y fotografiaban como si estuvieran poseídos. Otros simplemente miraban conmovidos. Anawak había visto a hombres adultos que se habían puesto a llorar al ver de cerca una ballena.

A cierta distancia navegaban otras tres zodiacs y un barco más grande con casco compacto. Todos habían apagado los motores. Stringer transmitía el avistamiento por radio. La observación de ballenas que practicaban no era agresiva, pero un Jack Greywolf arremetería incluso contra eso.

Jack Greywolf era un idiota.

Un idiota peligroso, además. A Anawak no le gustaba lo que estaba planeando. «Observación de turistas.» ¡Ridículo! Pero si el asunto se complicaba, Greywolf tendría a la prensa de su lado. Traería descrédito a Davies, por mucho que ellos fueran gente responsable y concienzuda. Las maniobras de obstaculización de las protectoras de animales, aunque fueran un grupo tan dudoso como el Seaguard de Greywolf, confirmarían los prejuicios. Casi nadie intentaba distinguir entre los intereses de las organizaciones serias y los fanáticos de la calaña de Jack Greywolf. Eso venía después, cuando la prensa procesaba la información y el daño ya estaba hecho.

Y Greywolf, ciertamente, no era la única preocupación de Anawak.

Observó atentamente el océano, con la cámara preparada. Se preguntó si últimamente no estaba siendo un paranoico, sobre todo tras el encuentro con las dos ballenas jorobadas. ¿Veía fantasmas o efectivamente se estaba perfilando un cambio en el comportamiento de los animales?

—¡A la derecha! —gritó Stringer.

Las cabezas de los ocupantes de la zodiac siguieron el movimiento de su mano. Varias ballenas grises se habían acercado al bote y estaban ejecutando maniobras de inmersión. Sus colas parecían saludar a los pasajeros. Anawak sacó fotos para el archivo. Si Shoemaker las hubiera visto, habría aplaudido de alegría. Era una salida antológica, como si los animales hubieran acordado recompensar a los observadores con un generoso espectáculo de cabaret por la larga espera.

Más lejos, tres grandes cabezas grises salieron del agua.

—Ésas no son ballenas grises, ¿no? —preguntó Delaware. Masticaba chicle y miraba a Anawak como si esperara un premio.

—No, son jorobadas.

—Justo lo que yo decía. ¿De dónde viene esa estúpida denominación? No veo ninguna joroba.

—No la tienen, pero al sumergirse parece que la tengan. Supongo que es esa contorsión del cuerpo característica la que les ha valido ese nombre.

Delaware arqueó las cejas.

—Pensaba que el nombre se refería a las pequeñas jorobas que tienen en la boca, a esas protuberancias.

Anawak suspiró.

—¿Otra vez llevándome la contraria, Licia?

—Perdón. —Agitó los brazos excitada—. Eh, ¿qué hacen?, ¿qué están haciendo?

Las cabezas de las tres ballenas jorobadas habían atravesado la superficie del agua al mismo tiempo. Tenían las inmensas bocas bien abiertas, de modo que se podía ver la veta rosada del paladar en medio del estrecho maxilar superior. Podían reconocerse claramente las barbas colgando. Las enormes bolsas de la garganta estaban como hinchadas. Entre las ballenas, la espuma del mar comenzó a alzarse formando un remolino... y algo más, que brillaba como lentejuelas. Peces diminutos, que se agitaban enloquecidos. Habían aparecido como de la nada bandadas de gaviotas y colimbos que volaban en círculos sobre el espectáculo y se precipitaban para participar del banquete.

—Están comiendo —dijo Anawak mientras fotografiaba.

—¡Qué locura! Parece como si quisieran comernos a nosotros.

—¡Licia! No quieras parecer más tonta de lo que eres.

Delaware desplazó el chicle de un carrillo al otro.

—No tienes sentido del humor —dijo, aburrida—. Por supuesto que sé que se alimentan de krill y de otro tipo de plancton, sólo que nunca había visto cómo lo hacen. Siempre pensé que iban avanzando con la boca abierta.

—Las ballenas francas hacen eso —dijo Stringer por encima del hombro—. Las jorobadas tienen su propio método. Nadan debajo de un banco de peces pequeños o de copépodos, y los encierran en un anillo de burbujas de aire. Los animales pequeños evitan las aguas turbulentas, intentan mantenerse alejados de la cortina de burbujas y se quedan todos juntos. Las ballenas emergen, separan los pliegues y hacen glup.

—No le expliques nada —dijo Anawak—. Ella siempre lo sabe todo.

—¿Glup? —repitió Delaware.

—Así se lo llama entre los rorcuales: la técnica glup. Abren la bolsa de la garganta, por eso parecen infladas, y con ese despliegue repentino transforman la garganta en un inmenso depósito de alimentos. De un gran trago aspiran el krill y los peces, que quedan colgando de las barbas cuando las ballenas expulsan el agua.

Anawak se situó al lado de Stringer. Delaware pareció entender que quería hablar con ella a solas. Tratando de mantener el equilibrio, pasó junto a la caseta del timón, se dirigió hacia donde estaban los pasajeros, y empezó a explicarles la técnica glup.

Poco después, Anawak preguntó en voz baja:

—¿Cómo las ves?

Stringer volvió la cabeza.

—¿A las ballenas?

—Sí.

—Qué pregunta más rara. —Pensó un momento y luego dijo—: Como siempre, creo. ¿Cómo las ves tú?

—¿Te parecen normales?

—Claro. Están en pleno espectáculo, si es a eso a lo que te refieres. Sí, están muy bien.

—¿No las ves... cambiadas?

Stringer entrecerró los ojos. El sol resplandecía sobre el agua. Cerca del bote emergió un lomo gris moteado y luego desapareció. Las ballenas jorobadas habían vuelto a replegarse bajo la superficie del agua.

—¿Cambiadas? —dijo Stringer despacio—. ¿Qué quieres decir?

—¿Recuerdas aquello que te conté de las dos Megapterae que emergieron de repente al lado del bote? —Usó espontáneamente el nombre científico de las ballenas jorobadas. Lo que le rondaba por la cabeza ya era suficientemente disparatado; así por lo menos sonaba un poco serio.

—Sí, ¿y?

—Bueno... Fue extraño.

—Ya me lo contaste: una a cada lado. Me das una envidia... Un espectáculo tan impresionante, y yo me lo perdí.

—No sé si fue impresionante. Me pareció más bien que intentaban evaluar la situación... como si estuvieran maquinando algo...

—Hablas de un modo enigmático.

—No fue muy agradable, la verdad.

—¿Que no fue muy agradable? —Stringer sacudió la cabeza, estupefacta—. ¿Estás loco? Es exactamente el tipo de encuentro con el que sueño. Me hubiera gustado estar en tu lugar.

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