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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (80 page)

BOOK: El quinto día
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Se abrió la puerta.

—¿Doctora Oliviera? —Uno de los asistentes del laboratorio asomó la cabeza—. Disculpe que la moleste, pero la requieren en el sector de máxima seguridad. De inmediato.

Oliviera los miró alternativamente.

—Hace unas semanas no nos pasaba esto —dijo sacudiendo la cabeza—. Podíamos sentarnos a charlar sobre cualquier tontería sin que nos molestaran. Ahora es como si estuviéramos en una película de James Bond. ¡Alarma! ¡Alarma! Doctora Oliviera, acuda al sector de máxima seguridad!... ¡Uf!

Se levantó y dio una palmada.

—Vamos, muchachos. ¿Quién quiere acompañarme? De todos modos no podéis avanzar sin mí.

Laboratorio de máxima seguridad

El helicóptero de Johanson aterrizó junto al instituto poco después de la llegada de los cangrejos. Un asistente lo acompañó hasta los ascensores. Descendieron dos plantas más abajo y siguieron por un pasillo vacío alumbrado con neón. El asistente abrió una puerta maciza y entraron a una sala equipada con monitores. Únicamente un cartel de advertencia de riesgo biológico indicaba que tras aquella puerta de acero acechaba la muerte. Johanson vio a varios científicos y personal de seguridad. Reconoció a Roche, Anawak y King, que conversaban en voz baja. Oliviera y Fenwick estaban hablando con Rubin y Vanderbilt. Cuando Rubin vio a Johanson, se aproximó y le estrechó la mano.

—No podemos estar tranquilos, ¿verdad? —Se rió agitado.

—Así es. —Johanson miró a su alrededor.

—Hasta ahora hemos tenido pocas ocasiones de hablar —dijo Rubin—. Tiene que contarme absolutamente todo de esos gusanos. Quiero decir, es terrible conocernos en estas circunstancias, pero de algún modo todo esto también es increíblemente interesante... ¿Ha oído los últimos comunicados?

—Calculo que por eso estoy aquí.

Rubin señaló la puerta de acero.

—Increíble, ¿no? Hasta hace poco aquí había depósitos, pero el ejército ha organizado en poquísimo tiempo un laboratorio herméticamente bloqueado. Puede parecer arriesgado, pero en realidad no hay nada que temer. Su estándar de seguridad corresponde en todos los aspectos a un L4. Podemos estudiar los animales sin peligro.

L4 era el nivel de máxima seguridad para los laboratorios.

—¿Usted también entra? —preguntó Johanson.

—Yo y la doctora Oliviera.

—Pensé que el experto en crustáceos era el doctor Roche.

—Aquí todos son expertos en todo. —Vanderbilt y Oliviera se habían acercado. El hombre de la CÍA, que olía ligeramente a sudor, le dio una palmada en el hombro a Johanson—. Nuestro grupo de cerebros sabelotodo fue seleccionado de tal modo que los conocimientos especializados se juntan en una especie de pizza. Además, Li está entusiasmada con usted. Apuesto a que pasaría día y noche con usted para averiguar qué piensa. —Se rió con ganas—. O quizá quiere otra cosa, quién sabe...

Johanson le sonrió fríamente.

—¿Por qué no le pregunta?

—Ya lo he hecho —dijo Vanderbilt sin inmutarse—. Me temo, amigo mío, que tendrá que acostumbrarse a la idea de que sólo está interesada en su mente. Conozco a Li. Considera que usted sabe algo.

—¿Ah, sí? ¿Y qué es?

—¿Por qué no me lo dice?

—Yo no sé absolutamente nada.

Vanderbilt lo contempló despectivo.

—¿Ninguna teoría atractiva?

—En realidad considero su teoría bastante atractiva.

—Y lo es, mientras no tengamos otra mejor. Cuando entre ahí, doctor, piense en lo que en Estados Unidos llamamos el síndrome de la guerra del Golfo. En 1991, el ejército norteamericano sufrió muy pocas bajas en Kuwait, pero poco después cerca de una cuarta parte de los soldados que estuvieron en campaña enfermaron de dolencias enigmáticas. Vistas desde ahora, parecen una forma muy mitigada de lo que desencadena la
Pfiesteria
: pérdida de la memoria, problemas de concentración y daños en los órganos internos. Sospechamos que estuvieron en contacto con algún producto químico, ya que estaban cerca cuando se destruyeron los depósitos de armas iraquíes. En ese momento apostamos por el sarín, pero quizá los iraquíes estaban investigando con algún agente patógeno biológico. La mitad del mundo islámico dispone de tales sustancias. No es difícil manipular genéticamente bacterias o virus inofensivos para convertirlos en pequeños asesinos.

—¿Y usted considera que ahora nos estamos enfrentando a eso?

—Considero que haría bien en meter a Li en el barco. —Vanderbilt le guiñó el ojo—. Entre nosotros, está un poco loca. ¿Entiende? A los locos hay que seguirles la corriente.

—No veo nada de locura en ella.

—Ése es su problema. Yo ya le he avisado.

—Mi problema es que todavía sabemos muy poco —dijo Oliviera señalando a la puerta—. Entremos y hagamos nuestro trabajo. Por supuesto, Roche también viene.

—¿Y yo? ¿No necesitan un guardaespaldas? —Sonrió Vanderbilt—. Me ofrecería voluntario.

—Muy amable, Jack. —Oliviera lo observó—. Lamentablemente, no tenemos trajes de su talla.

Entraron los cuatro por la puerta de acero a la primera de tres salas esclusas. El sistema estaba concebido de tal modo que las esclusas se bloqueaban mutuamente. Una cámara espiaba desde el techo. De un estante colgaban cuatro trajes protectores de color amarillo intenso, con capuchas transparentes, guantes y botas negras.

—¿Están todos familiarizados con el trabajo de los laboratorios de máxima seguridad? —preguntó Oliviera.

Roche y Rubin asintieron.

—Sólo en teoría —admitió Johanson.

—No pasa nada. En condiciones normales tendríamos que entrenarlo, pero ahora no disponemos de tiempo. El traje constituye una tercera parte de su seguro de vida. No tiene que preocuparse por él, es de PVC sellado. Los otros dos tercios son cuidado y concentración. Espere, lo ayudaré a colocárselo.

La prenda era voluminosa. Johanson se puso una especie de chaleco cuyo objetivo era distribuir uniformemente el aire introducido en el traje. Se lo colocó como pudo mientras escuchaba resignado las explicaciones de Oliviera.

—Luego conectamos el traje con unos tubos y lo inflamos con aire de respiración. Deshumificamos el aire, lo templamos y lo hacemos entrar con filtros de carbono de tal modo que en el interior se produce sobrepresión. Eso es importante para que pueda ser repelido de su cuerpo. El excedente sale al exterior por una válvula. Si quiere, puede regular usted mismo la entrada, pero no será necesario. ¿Todo claro? ¿Cómo se siente?

Johanson se miró.

—Como un muñeco hinchable.

Oliviera se rió. Pasaron la primera esclusa. Johanson oyó a Oliviera hablar con voz apagada y observó que estaban comunicados por radio.

—En el laboratorio hay una presión de menos cincuenta paséales. De aquí no sale ni una espora. Si se interrumpiera el suministro eléctrico tenemos un grupo electrógeno de emergencia, es decir que es prácticamente imposible que haya problemas. El suelo es de cemento sellado y las ventanas son de cristal blindado. Filtros de alta potencia mantienen estéril el aire en el interior del laboratorio. Aquí no hay cloacas, esterilizamos las aguas residuales directamente en el edificio. Con el mundo exterior nos comunicamos por radio o por fax y ordenador. Todos los congeladores, así como los mecanismos de entrada y salida de aire tienen una alarma de seguridad que suena al mismo tiempo en la sala de control, en virología y en recepción. Cada rincón está vigilado por vídeo.

—Así es —sonó la voz de Vanderbilt por el megáfono—. De modo que si alguno de ustedes se desploma y muere, sus nietos tendrán un bonito vídeo de recuerdo.

Johanson vio el gesto de molestia de Oliviera. Pasaron una tras otra las tres esclusas y entraron en el laboratorio. Con los trajes conectados a los tubos parecía que fueran a pisar Marte. La estancia tenía unos treinta metros cuadrados; con sus congeladores, cámaras frigoríficas y armarios blancos parecía la cocina de un restaurante. Junto a una pared había varios recipientes de acero del tamaño de un barril que contenían cultivos de virus y otros organismos refrigerados con nitrógeno. Había varias mesas de trabajo amplias. Todo el mobiliario tenía bordes redondeados para que nadie se rasgara el traje sin querer. Oliviera les mostró los tres grandes botones rojos que activaban la alarma; luego se dirigió a una de las mesas y abrió uno de aquellos recipientes con forma de barril.

Estaba lleno de pequeños cangrejos de color blanco. Flotaban en dos palmos de agua y prácticamente no se movían.

—¡Mierda! —se le escapó a Rubin.

Oliviera cogió una espátula de metal y golpeó ligeramente a los animales, pero ninguno se movió.

—Parece que están muertos.

—Eso es una desgracia. —Rubin sacudió la cabeza—. Una gran desgracia. ¿No dijeron que nos enviarían cangrejos vivos?

—Según Li, estaban vivos cuando salieron de viaje —dijo Johanson. Se inclinó hacia adelante y contempló detenidamente a los cangrejos, uno por uno. Luego le dio un golpecito a Oliviera en el brazo—. Ese de ahí, el segundo por la izquierda. Acaba de sacudir las patas.

Oliviera trasladó el cangrejo a la mesa de trabajo. El animal se quedó unos segundos inmóvil, luego comenzó a caminar apresuradamente hacia el borde. Oliviera lo devolvió a su lugar. El cangrejo se dejó arrastrar por la mesa sin ofrecer resistencia e intentó huir de nuevo. Repitieron el procedimiento varias veces y luego volvieron a colocar el cangrejo en el recipiente.

—¿Alguna idea? —quiso saber Oliviera.

—Tendría que examinar el interior —dijo Roche.

Rubin se encogió de hombros.

—Parece comportarse con normalidad, pero nunca he visto cangrejos de esa especie. ¿Y usted, doctor Johanson?

—Tampoco. —Johanson pensó un momento—. No se comporta con normalidad. En realidad debería considerar la espátula como un enemigo. Abriría las pinzas y ejecutaría ademanes de amenaza. En mi opinión, su sistema motriz funciona bien, pero su aparato sensorial no. Es como si...

—Como si alguien lo hubiera criado —dijo Oliviera—. Como un juguete.

—Sí. Como un mecanismo. Camina como un cangrejo pero no se comporta como un cangrejo.

—¿Puede determinar la especie?

—No soy taxónomo. Puedo decirle a qué me recuerda, pero debe tomarlo con cautela.

—Adelante.

—Hay dos rasgos significativos. —Johanson cogió la espátula y tocó uno tras otro algunos de los cuerpos inertes—. Por una parte, los animales son blancos, es decir, incoloros. Los colores no son un mero adorno, siempre cumplen una función. La mayoría de los seres vivos incoloros que conocemos no necesitan colores porque nadie puede verlos. El segundo rasgo es la ausencia absoluta de ojos.

—Es decir que provienen de grutas o de profundidades sin luz —dijo Roche.

—Sí. Algunos animales que viven sin luz solar tienen los ojos muy atrofiados, pero están presentes en forma rudimentaria. Se reconoce dónde estaban antes. Estos cangrejos, en cambio... bueno, no quiero apresurarme a emitir un juicio; sin embargo, me da la impresión de que jamás han tenido ojos. Si es así, no sólo vendrían de un entorno donde reina la oscuridad, sino que habrían surgido allí. Sólo conozco una especie de cangrejos a los que puede aplicarse eso y que tienen el aspecto de éstos.

—Cangrejos de chimenea —asintió Rubin.

—¿Y de dónde vienen? —preguntó Roche.

—De las chimeneas hidrotermales del fondo del mar —dijo Rubin—. Oasis volcánicos. Estos animales tienen el mismo aspecto que los cangrejos de chimenea.

Roche frunció el ceño.

—En ese caso no podrían sobrevivir en tierra ni un segundo.

—La pregunta es qué ha sobrevivido exactamente —dijo Johanson.

Oliviera pescó uno de los cuerpos inertes del recipiente, lo giró hacia arriba y lo colocó sobre la mesa. De una fuente fue sacando unos cuantos instrumentos que recordaban a utensilios de cocina para cortar bogavantes. Pasó una diminuta sierra circular que funcionaba con batería por el lateral de la coraza, y de pronto saltó algo transparente del interior. Sin inmutarse, Oliviera siguió cortando la coraza; luego levantó el extremo inferior con las patas y lo colocó a un lado.

Se quedaron mirando el animal seccionado.

—Eso no es un cangrejo —dijo Johanson.

—No —dijo Roche. Señaló la masa gelatinosa, semilíquida y granulosa que llenaba gran parte de la coraza—. Es la misma sustancia que encontramos en los bogavantes.

Con ayuda de una cuchara, Oliviera comenzó a introducir la gelatina en un recipiente.

—Miren —dijo—. Detrás de la cabeza parece un cangrejo original. ¿Y ven la ramificación fibrosa a lo largo del lomo? Es el sistema nervioso. El animal aún conserva todos sus sentidos, pero no tiene nada alrededor para utilizarlos.

—Por supuesto —dijo Rubin—. Debido a la gelatina.

—La verdad es que no es un cangrejo. —Roche se inclinó sobre la fuente que contenía la gelatina incolora—. Es más bien la estructura de un cangrejo. Capaz de funcionar, pero no de vivir.

—Lo cual explicaría por qué no se comportan como cangrejos. A menos que identifiquemos la sustancia que albergan en su interior como un nuevo tipo de carne de cangrejo.

—Imposible —dijo Roche—. Es un organismo extraño.

—Entonces ese organismo extraño se ha encargado de que los animales llegaran a tierra —observó Johanson—. Y podemos considerar si se metió en animales que estaban muertos para casi resucitarlos...

—O si los cangrejos fueron criados así —completó Oliviera.

Durante un momento hubo un silencio incómodo. Finalmente, Roche lo cortó diciendo:

—Sea cual fuera la razón por la que están aquí, lo que tengo claro es que si ahora nos quitáramos el traje, moriríamos en muy poco tiempo. Creo que esos bichos están repletos de cultivos de
Pfiesteria
. O de algo aún peor. En cualquier caso, el aire de este laboratorio está contaminado.

Johanson pensó en algo que había dicho Vanderbilt.

Sustancias de guerra biológica.

Claro que Vanderbilt tenía razón. Tenía toda la razón. Pero de un modo completamente distinto del que pensaba.

Weaver

Weaver estaba eufórica.

Sólo tenía que introducir una clave y ya tenía acceso a toda la información imaginable. Lo que aquí se le ofrecía hubiera requerido en otras circunstancias meses de investigación, y sin posibilidad de acceso a satélites militares. Esto era fantástico. Sentada en el balcón de su suite, estaba conectada con la base de datos de la NASA y se internaba en la cartografía por radar estadounidense.

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