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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (82 page)

BOOK: El quinto día
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Li reflexionó. Offutt era el cuartel general del Mando Aéreo Estratégico, que disponía de las armas atómicas de Estados Unidos. La base era el lugar ideal para proteger al presidente. Estaba situada en el interior del país, bien lejos de las amenazas que venían del mar. Desde allí, el presidente podía hablar por videoconferencia a prueba de escuchas con el Consejo Nacional de Seguridad y ejercer todo su poder.

—Ha sido muy descuidado —dijo enfáticamente—. Si sucede algo así en el futuro quiero que me lo comunique en seguida, Jack. Si alguno de esos bichos saca la cabeza del mar, quiero estar informada. No, quiero saberlo antes de que asome siquiera.

—Podemos arreglarlo —dijo Vanderbilt—. Podemos iniciar relaciones diplomáticas con los delfines lugareños y...

—Además quiero que me informen si a alguien se le ocurre enviar al presidente a Offutt.

Vanderbilt sonrió jovial.

—Si me permite hacer una propuesta...

—Y quiero saber qué está sucediendo exactamente en Washington —lo interrumpió Li—. Y quiero su informe dentro de dos horas. En caso de que se confirme la noticia, evacuaremos las zonas invadidas y convertiremos Washington en una zona de exclusión como la de Nueva York.

—Ésa era mi propuesta —dijo Vanderbilt con suavidad.

—Entonces estamos de acuerdo. ¿Qué más tiene para mí?

—Un montón de mierda.

—Ya estoy acostumbrada.

—Justamente. No quería desacostumbrarla, así que he tratado de reunir la mayor cantidad posible de malas noticias. Comencemos con que la NOAA intentó bajar dos robots en el talud continental frente al Georges Bank para recolectar gusanos, con el fin de continuar las investigaciones. Eso... hum... logró hacerlo.

Li arqueó las cejas y se reclinó en su asiento a la espera.

—El caso es que consiguió los animales —dijo Vanderbilt disfrutando cada una de sus palabras y alargándolas—. Pero no pudo subirlos a bordo. Apenas los colocó en el contenedor, apareció algo y cortó la conexión. Hemos perdido los dos robots. De Japón nos llegan noticias similares: frente a las costas de Honshu y Hokkaido se perdió un batiscafo tripulado que tenía que recoger gusanos. Según los japoneses, éstos han aumentado. En definitiva, el asunto ha adquirido un nuevo cariz. Hasta ahora sólo habían sido atacados los buzos, pero no los sumergibles, las sondas o los robots.

—¿Se ha registrado algo sospechoso?

—No directamente. No se detectaron sondas o batiscafos enemigos, pero el barco de la NOAA registró a setecientos metros de profundidad una área en movimiento de varios kilómetros de extensión. Según el jefe de investigación, se trataría en un noventa por ciento de un banco de plancton, pero no lo juraría.

Li asintió. Pensó en Johanson. Casi lamentó que no estuviera presente para escuchar la exposición de Vanderbilt.

—Segundo punto: cables submarinos. Se han roto más conexiones: el CANTAT-3 y algunos TAT, ambos enlaces importantes del Atlántico. En el Pacífico parece que hemos perdido el PA-CRIM West, una de nuestras principales conexiones con Australia. Además, en los dos últimos días se han registrado más accidentes de barcos que nunca, y siempre en zonas muy transitadas. De los cerca de doscientos pasos marítimos que conocemos están afectados alrededor de la mitad, en especial el estrecho de Gibraltar, el de Malaca y el canal de la Mancha, pero también le tocó algo al canal de Panamá y... ha sucedido algo más, aunque quizá no deberíamos sobrevalorarlo: hubo un choque en el estrecho de Ormuz y otro cerca de Khalij as-Suways, esto es... hum...

Li lo observó. Parecía menos cínico y arrogante que de costumbre, y súbitamente comprendió por qué.

—Sé dónde está —dijo—. Khalij as-Suways es la prolongación del mar Rojo que desemboca en el canal de Suez. Es decir, que el mundo árabe ha sido afectado en dos vías marítimas importantes.

—Bingo,
baby
. Hubo problemas de navegación. Algo nuevo, por lo demás. Es difícil reconstruirlo, pero parece que en el estrecho de Ormuz colisionaron siete barcos debido a que al menos dos de ellos navegaban a la deriva. La corredera y la ecosonda no les proporcionaban información.

Los barcos disponen de cuatro sistemas de vital importancia: la ecosonda, la corredera, el radar y el anemómetro. Mientras que el radar y el anemómetro trabajan por encima de la línea de flotación, la ecosonda se halla en la quilla, al igual que la corredera, un tubo de retención con sensor integrado que registra la corriente de agua entrante. La corredera es algo así como el tacómetro del barco. Informa a los sistemas de radar sobre el rumbo y la velocidad del barco, y a partir de esos datos el radar calcula el peligro de colisión con barcos que naveguen muy cerca y ofrece rumbos alternativos. Por lo general se sigue a los instrumentos a ciegas. Sencillamente porque el setenta por ciento de las travesías se hacen de noche, con bruma o con mar muy agitado, y nada se obtiene mirando al exterior.

—En uno de los casos parece que la corredera estaba obturada por organismos marinos —dijo Vanderbilt—. Ya no indicaba el rumbo, de modo que el radar no anunció el peligro de colisión a pesar de que había mucho tránsito alrededor. En el otro caso, la ecosonda se volvió loca y registró un descenso en la profundidad del agua. Creyeron que iban a encallar, aunque la verdad es que estaban navegando en aguas profundas, y efectuaron una corrección del rumbo completamente idiota. Ambos chocaron con otros barcos, y dado que estaba muy oscuro, arrastraron a algunos buques más. Hay bromas parecidas en otra parte del mundo. Alguien afirma haber observado ballenas nadando junto a la quilla de los barcos durante bastante tiempo.

—Claro —caviló Li—. Si algo grande permanece bajo la salida de la ecosonda durante cierto tiempo, se lo podría confundir fácilmente con suelo firme.

—Además se acumulan los casos de hélices laterales y timones cubiertos de costras. Los orificios de fondo se taponan cada vez con mayor puntería. Frente a las costas de la India acaba de naufragar un carguero porque una costra acumulada durante semanas provocó una corrosión extraordinariamente rápida. Con mar tranquilo, la bodega de proa se inundó y el barco se hundió en cuestión de minutos. Y así sucesivamente. Cada vez se registran más accidentes. La situación empeora; y además tenemos esa horrible epidemia.

Li juntó las puntas de los dedos y reflexionó un momento.

Todo aquello era ridículo. Pero bien mirados, los barcos eran ridículos. Peak lo había resumido muy bien. Cacharros arcaicos que navegaban con instrumentos de alta tecnología y absorbían agua fría por un agujero. Y mientras tanto, los cangrejos penetraban en grandes urbes supermodernas, acababan convertidos en pasta por los automovilistas y distribuían toneladas de algas sumamente venenosas por el alcantarillado. Como consecuencia, había que aislar la ciudad, y probablemente en breve plazo otra más, mientras el presidente de los Estados Unidos de América huía al interior del país.

—Necesitamos esos malditos gusanos —dijo Li—. Y tenemos que hacer algo contra esas algas.

—Tiene toda la razón —respondió Vanderbilt, diligente.

Sus hombres estaban sentados uno a cada lado con los rostros inmóviles y la mirada clavada en Li. En realidad tendría que haber sido Vanderbilt quien hiciera las propuestas, pero Li le gustaba a Vanderbilt tan poco como él a ella. Le hubiera puesto la soga al cuello. Pero Li no necesitaba de Vanderbilt para tomar decisiones.

—Primero —dijo Li—. Si se confirman nuestras informaciones les evacuaremos Washington. Segundo, quiero que lleven agua potable en camiones cisterna hasta las zonas afectadas y que se racione de manera estricta. Secaremos las redes de alcantarillas y destruiremos a esos bichos con productos químicos.

Vanderbilt lanzó una carcajada. Sus hombres sonrieron.

—¿Secar Nueva York? ¿Las redes de alcantarillas?

Li lo miró.

—Sí.

—Buena idea. Los químicos también matarán a todos los neoyorquinos, así que podemos alquilar la ciudad. ¿A los chinos, tal vez? Creo que hay una cantidad impresionante de chinos.

—¡Cómo lo haremos es algo que averiguará usted, Jack! Yo voy a solicitar al presidente que convoque una reunión plenaria del Consejo de Seguridad, y ordenaré que se declare el estado de sitio.

—¡Ah! Entiendo.

—Cerraremos las costas. Enviaremos patrullas de UAV de reconocimiento y tropas con trajes protectores y lanzallamas. A partir de ahora cualquier cosa que intente subir a tierra, quedará asada como en una barbacoa. —Se puso en pie—. Y puesto que tenemos problemas con las ballenas, deberíamos dejar de comportarnos como niños aterrorizados. Quiero que nuestros barcos naveguen de nuevo. Todos los barcos. Vamos a ver qué efecto tiene un poco de guerra psicológica.

—¿Qué se propone, Jude? ¿Quiere persuadir a los animales?

—No. —Li esbozó una sonrisa—. Quiero cazarlos, Jack. Impartirles una lección, a ellos o al responsable de su comportamiento. Se terminó la protección de la naturaleza. A partir de ahora, dispararemos contra ellos.

—¿Quiere declarar la guerra a la Comisión Ballenera Internacional?

—No. Bombardeamos a las ballenas con sonar. Hasta que dejen de atacarnos.

Nueva York, Estados Unidos

Directamente delante de él un hombre se desmayó y murió.

Bajo su pesado traje protector, Peak sudaba. El traje le cubría todo el cuerpo. Respiraba por medio de una máscara de oxígeno y miraba con ojos de vidrio blindado una ciudad que de la noche a la mañana se había convertido en un infierno.

A su lado, el sargento conducía lentamente el jeep por la Primera Avenida. En algunas zonas, el East Village daba la impresión de haberse extinguido. Luego volvían a encontrar grupos de gente que iban reuniendo los militares. El principal problema era que no podían dejar salir a nadie mientras no se supiera definitivamente si la epidemia era contagiosa. De momento parecía que no.

El cuadro parecía más bien el de un ataque con gas tóxico a gran escala. Pero Peak era escéptico. Le llamaba la atención que muchas de las víctimas tuvieran en las carnes heridas del tamaño de una moneda. Si eran algas asesinas las que asolaban Nueva York, no sólo despedían nubes tóxicas, sino que además se adherían a los cuerpos de las víctimas. De modo que, en teoría, podían hallarse en todos los fluidos corporales. Peak no era biólogo, pero se preguntaba qué pasaba si un enfermo besaba a un sano y le pasaba su saliva. Las algas sobrevivían en el agua, toleraban un amplio espectro de temperaturas y, por lo que sabía, se multiplicaban con una velocidad pasmosa.

Trabajaban febrilmente para crear unas condiciones de cuarentena para la ciudad y Long Island que fueran justas tanto para los enfermos como para los sanos. Al principio habían sido optimistas. La ciudad parecía preparada. Tras el primer ataque al World Trade Center, en 1993, el alcalde de ese momento había creado un centro especial para todo tipo de emergencias, la Oficina Metropolitana de Gestión de Emergencias (OEM). A finales de los noventa se había realizado el mayor ejercicio de catástrofe de la historia de la ciudad, con la simulación de un ataque imaginario con armas químicas, con el resultado de que más de seiscientos policías, bomberos y agentes del FBI vestidos con trajes protectores habían «salvado» a los neoyorquinos. El ejercicio había transcurrido sin contratiempos y el Senado había concedido recursos generosos. De pronto la OEM se vio en condiciones de gastarse quince millones en una oficina bunker antibombas y antiproyectiles dotada de circulación autónoma de aire; en ella esperaban el verdadero juicio final más de cuarenta colaboradores altamente cualificados... y la construyeron en el piso veintitrés del World Trade Center, no mucho antes del 11 de septiembre de 2001. Después de aquello hubo que reestructurar totalmente la OEM. Y todavía estaba en reestructuración, casi imposibilitada para dominar los problemas. La gente enfermaba y moría antes de poder recibir ayuda alguna.

El jeep describió una curva en torno al muerto y se acercó al cruce de la calle Catorce. Varios automóviles cruzaron a toda velocidad tocando la bocina enloquecidos. La gente trataba de salir de la ciudad. No llegarían muy lejos. Todo estaba bloqueado. Hasta el momento el ejército tenía más o menos bajo control Brooklyn y algunos barrios de Manhattan, pero de momento nadie abandonaba Nueva York sin un permiso especial.

Siguieron bordeando cordones militares. Cientos de soldados se movían por la ciudad como invasores extraterrestres, los rostros enmascarados, pesados e informes en sus trajes NBQ de color amarillo intenso. Se veía a personas del centro especial. Por todas partes cargaban cuerpos en camillas y en vehículos militares y ambulancias. Otros estaban tirados por las calles. En el centro ya prácticamente no se podía avanzar, pues los coches accidentados o abandonados bloqueaban la circulación. En los callejones resonaba el rugido permanente de los helicópteros.

El chófer de Peak condujo un trecho a tumbos, por la acera y se detuvo algunos cientos de metros más adelante, frente al Bellevue Hospital Center, a orillas del East River. Allí funcionaba una de las centrales de operaciones provisionales. Peak entró con rapidez. El vestíbulo estaba lleno de gente. Captó miradas atemorizadas y aceleró el paso. Algunas personas le mostraban fotos de sus familiares. Insistían dando gritos. Flanqueado por dos soldados, pasó el cordón interno y siguió hasta el centro de ingresos del hospital. Allí le establecieron una conexión por satélite a prueba de escuchas con el Château
Whistler
. Tras unos minutos de espera pudo hablar con Li. No la dejó hablar mucho.

—Necesitamos un antídoto. Y rapidísimo.

—Nanaimo está trabajando al máximo —respondió Li.

—Sigue siendo lento. No podemos paralizar Nueva York. He mirado los planos de la red de alcantarillado. Olvídese de la idea de vaciar esto. Es más fácil secar el Potomac.

—¿Da abasto con la atención médica?

—¿Cómo podríamos hacerlo? No podemos prestar atención médica a nadie, no sabemos qué darles. Lo único que puede hacerse es administrar medicamentos para fortalecer el sistema inmunológico y confiar en que el agente patógeno se extinga.

—Escuche, Sal —dijo Li—. Vamos a controlarlo. Podemos decir con una certeza casi del ciento por ciento que el veneno no se transmite. Los afectados no suponen peligro de contagio. Tenemos que sacar esos bichos de la red, destruirlos con ácido, quemarlos, sacarlos aunque sea a fuerza de oraciones.

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