Asió la mano de Michael y le besó tiernamente. El roce de sus labios despertó al muchacho. Este se apretó contra ella y la abrazó de nuevo.
—Amor mío, hay que dormir —murmuró—, medio en sueños.
—Debo marcharme, Michael.
Se inclinó sobre el rostro de él, besándole delicadamente los párpados, la nariz, las orejas y la boca.
—¿Por qué tienes que irte ya? —gimió él poniendo un muslo sobre el de ella.
—Es preciso.
Él buscó el interruptor de la lámpara. El chorro de luz les deslumbró. La aureola de sus cabellos rubios y las mejillas hinchadas por el sueño le daban un aire de angelote. Ella le miró en silencio, nublados los ojos por la pena. El rostro de Michael le parecía aún más luminoso. Sintió deseos de arrojarse encima de él, de estrecharle, de fundirse con él. «Le amo», pensó. Pero un alud de imágenes la arrancó muy pronto a las delicias de este descubrimiento… Su padre, Kamal, el garaje, la bomba, la justicia. Estaba prisionera.
—Tengo una reunión de trabajo, —dijo al fin.
Se había esforzado en decirlo casi alegremente para darse valor.
—¡Iré contigo!
Ella saltó de la cama.
—¡Ni pensarlo!
El trató de agarrarla, pero ella se escabulló y empezó a vestirse.
—Bueno —dijo él, resignado—, pero al menos podemos almorzar juntos. Yo habré terminado mis fotos al mediodía.
—Hoy no, querido. Tengo que almorzar con los de Saint Laurent.
—Entonces, vayamos el miércoles al almuerzo de Truman Capote.
Leila vaciló antes de encontrar la fuerza suficiente para responderle, en tono despreocupado:
—Muy bien, Michael; iremos el miércoles a casa de Truman Capote.— Acabó de vestirse, se puso los pendientes, recogió sus largos cabellos negros en un moño y se acercó cariñosamente a su amante para besarle por última vez. Le abrazó hundiendo en su pecho la constelación de lentejuelas negras y oro de su corpiño.
—No te muevas, querido.
Se levantó y se dirigió a la puerta. A medio camino, se volvió. Apoyado sobre un codo en medio del lecho, desgreñados los cabellos, Michael la contemplaba. Este se llevó un dedo a los labios y le lanzó un beso.
—Adiós, Michael.
La puerta se cerró de golpe. Leila se había marchado.
El estridente alarido de una sirena de ambulancia desgarró la mañana temprana con la siniestra música que componía ordinariamente el fondo sonoro de las calles de Nueva York. Leila Dajani vio desaparecer el vehículo en el anaranjado halo de Columbus Circle y apretó el paso en dirección a su hotel. Algunos deportistas madrugadores trotaban ya sobre la crujiente nieve de Central Park. Unos basureros echaban las bolsas de desperdicios en los chirriantes depósitos. Transeúntes de rostros abotagados por el sueño caminaban apresuradamente hacia las bocas del metro de la Octava Avenida. Un portero barrigón paseaba los caniche enanos y adornados con cintas de una inquilina de su casa. La avenida se animaba. Algunos automóviles traqueteaban entre los chorros de vapor que formaban nubecillas sobre el asfalto. Eran las siete de la mañana del lunes 14 de diciembre, en la ciudad que Muamar el Gadafi quería destruir.
Desde las tristes ciudades dormitorios de Queens hasta los rascacielos residenciales que dominan Central Park, desde las coquetonas villas de madera de Staten Island hasta los sórdidos ghettos negros y puertorriqueños de Harlem; desde los barrios de barracas del Bronx hasta las callejuelas verdeantes de Brooklyn Heights y de Greenwich Village, los diez millones de rehenes de los cinco
borroughs
de Nueva York se preparaban para vivir una nueva jornada.
Como última expresión de la eterna vocación del hombre a agruparse en comunidades, la loca y fabulosa metrópoli a la que pertenecían era única. Nueva York no se parecía a ninguna otra ciudad del planeta. Era la ciudad por antonomasia, puro ejemplo de todo lo mejor y lo peor que había podido producir la civilización urbana. La ciudad a la que Leila y sus hermanos se disponían a borrar del mapa era un fabuloso microcosmos, una torre de Babel donde todas las razas, todos los pueblos y todas las religiones del mundo estaban representados. En Nueva York había el triple de negros que en Gabón, casi tantos judíos como en todo Israel, más puertorriqueños que en San Juan, más italianos que en Palermo, más irlandeses que en Cork. Casi todo lo que había engendrado el Universo había dejado allí alguna huella: olores de Shanghai, gritos de Nápoles, efluvios de cerveza muniquesa, tamtams africanos, gaitas escocesas, montones de periódicos en yiddish, en árabe, en croata y en otras veintidós lenguas distintas, jardines japoneses con sus cerezos en flor… Tibetanos khmer, vascos, gallegos, circasianos, kurdos grupos de todas las comunidades oprimidas de la Tierra, habían elegido allí su domicilio para pregonar su dolor. Sus barrios superpoblados albergaban 3.600 lugares de oración, entre ellos, 1.250 sinagogas y 442 iglesias católicas, así como 1.810 templos diversos, uno para cada culto, secta y religión profesados por el hombre en la eterna busca de su Creador.
Resplandeciente, mugrienta, imprevisible, era una ciudad de contrastes y de contradicciones, de promesas y de esperanzas frustradas: Nueva York era el corazón de la ciudad capitalista, un símbolo de riqueza insuperable; y, sin embargo, su hacienda andaba tan mal, que ni siquiera llegaba a pagar los intereses de sus empréstitos. Nueva York contaba con los equipos médicos más modernos del mundo, pero muchos pobres, que no tenían medios para servirse de ellos, morían diariamente por falta de cuidados, y la mortalidad infantil en el South Bronx era más elevada que en los
bustees
de Calcuta. Nueva York tenía una Universidad gratuita cuyo número de estudiantes superaba la población de muchas grandes ciudades, y, sin embargo, había un millón de neoyorquinos que ni siquiera sabían hablar inglés.
Como los faraones de Egipto, los griegos de la antigüedad y los franceses del Segundo Imperio habían inventado un estilo arquitectónico para su respectiva época, así también los neoyorquinos de la Edad del acero pulimentado y del vidrio teñido habían marcado con el sello de su genio constructor el panorama urbano del mundo. Pero alrededor de los suntuosos rascacielos del bajo y del medio Manhattan, se extendían horribles junglas urbanas donde ochocientas mil viviendas infringían todos los reglamentos de sanidad y de seguridad. Nueva York era incapaz de ofrecer un techo a todos sus habitantes, pero treinta mil viviendas eran abandonadas cada año, arruinadas e incendiadas por sus ocupantes con el consentimiento de los propietarios, más seguros de cobrar el seguro que los alquileres de sus inquilinos. De este modo habían desaparecido cientos de hectáreas de casas, casi tantas como las que habían destruido en Londres las bombas de Hitler durante el
Blitz
.
Ninguna otra metrópoli del mundo ofrecía a sus habitantes tantas ocasiones de enriquecerse, ni una mayor variedad de ventajas culturales. Sus museos, el metropolitan, el Modern, el Whitney el Guggenheim, guardaban más impresionistas que el Louvre, más Botticelli, que Florencia, más Rembrandt que Ámsterdam. Nueva York era el banquero, el modista, el cineasta, el maniquí, el fotógrafo de América; su editor, su agente de publicidad, su novelista, su músico, su pintor. Sus teatros, sus salas de conciertos, de ballet, de ópera, de opereta, de comedias musicales, de ópera rock, y de revista sexy; sus clubes de jazz, sus espectáculos de ensayo, eran otras tantas incubadoras donde se alimentaban el gusto y el pensamiento de todo un continente.
Todas las cocinas del mundo, desde la armenia hasta la coreana, se degustaban en los veinte mil restaurantes de la ciudad; pollos
tandoori
del Punjab,
chich kebab
del Líbano, pasteles de soja de Vietnam, caracoles de Borgona enchiladas de México, sukiyaki del Japón,
bacalaítos
de Puerto Rico. Sus setenta mil almacenes y
boutiques
ofrecían todo lo que el insaciable apetito del hombre podía soñar en adquirir: una Biblia de Gutenberg que costaba dos millones de dólares en una librería de la calle 46; las más bellas piedras preciosas, en las casas de los diamanteros hasídicos de negra levita de la calle 47; goyas y renoirs en las galerías de la calle 57; trajes de noche de Jackie Onassis y zapatos de Joan Crawford, aparatos de ultrasonidos para alejar los ratones, melones llegados directamente del Cavaillon, enjambres de abejas vivas, filetes de oso del Himalaya…
Pero entre tantas riquezas subsistían islotes inimaginables de miseria y de violencia. Un millón de parados neoyorquinos vivían de la caridad municipal. Cientos de miles de negros y puertorriqueños se apretujaban en alucinantes ghettos sin agua ni electricidad, roídos por la decrepitud, el fuego y la desesperación, y donde no tenían una probabilidad entre veinte de morir de muerte natural. Para estos olvidados de la gran sociedad, el Apocalipsis estaba ya allí, con sus cuadros surrealistas de parados jugando al dominó en almacenes sin puertas ni ventanas, y de niños negros durmiendo entre la chatarra de coches desmontados. Las calles peligrosas de Nueva York albergaban a la mitad de los drogadictos de Estados Unidos. Sus comisarías de policía registraban una urgencia cada segundo, un robo cada tres minutos, un atraco cada cuarto de hora, dos violaciones y un asesinato cada cinco horas, un suicidio y una muerte por sobredosis de droga cada siete horas.
Veinte mil prostitutas —más de las que podían encontrarse en París, Londres, Roma y Tokio juntas—, hacían de Nueva York la capital mundial del desenfreno y del vicio. Sus lupanares —rascacielos, como los nueve pisos de los Baños de Luxor—, sus innumerables hoteles de tolerancia, salones de masaje, clubes nocturnos sexy y salas de espectáculos obscenos y de juego, ofrecían una gama completa de servicios, desde la simple exhibición hasta las orgías sadomasoquistas más extravagantes.
La inmensa metrópoli condenada a muerte por Gadafi tenía en realidad rostros: los oasis del bajo y del medio Manhattan, espléndidos y vertiginosos templos del capitalismo y del éxito, mundo resplandeciente de riquezas y placeres, de discotecas excéntricas, de suntuosas
penthouses
dominando Central Park, de banquetes a la luz de las velas en las cimas de cristal de los rascacielos candelabros de Park Avenue, de monstruosos automóviles negros con teléfono y televisión. Pero estaban también los tristes barrios obreros de Queens, del Bronx, de Brooklyn, inexorablemente roídos por el cáncer de los vecinos pueblos de barracas negros y puertorriqueños. Y estaban las necrópolis del South Bronx, de Brounsville del norte de Harlem, barrios fantasma destripados, bombardeados, calcinados, saqueados.
Y estaba también una cuarta Nueva York, una ciudad nómada de tres millones y medio de personas que venían diariamente a apretujarse en los quince kilómetros cuadrados de rascacielos al sur de Central Park. Este lunes por la mañana, interminables hileras de luciérnagas brillaban ya en la red de autopistas y de vías rápidas que convergían hacia Manhattan. En todo el contorno, hasta decenas de kilómetros, las estaciones de centenares de pequeñas ciudades y pueblos de Long Island, de Nueva Jersey, de Connecticut, de Pensilvania, se llenaban de hormigas con cuello blanco que iban a trabajar a Manhattan. Financieros, banqueros, agentes de cambio y bolsa, aseguradores, directores de emisoras de radio y de televisión, agentes de publicidad, abogados, eran en sus jaulas de acero y de cristal, los administradores del imperio de la Roma americana. Sin duda Wall Street era aún considerado como la encarnación de Satanás para los marxistas de todo el mundo, sin duda el dios dólar había perdido su gloriosa supremacía de ayer. Pero el estrecho cañón seguía siendo el centro financiero del Planeta. Los ocupantes de sus oficinas discutirían, este lunes de diciembre, la concesión de préstamos a los ferrocarriles franceses, a la compañía de aguas de Viena, a los transportes públicos de Oslo, a los gobiernos de Ecuador, de Malasia y de Kenya. La suerte de las minas de cobre del Zaire y de estaño de Bolivia, de los fosfatos de Jordania, de la cría de corderos de Nueva Zelanda, de las plantaciones de arroz tailandesas, de los hoteles de Bali, de los astilleros griegos, dependerían igualmente de las decisiones que se tomasen ahora en las oficinas de dos de los tres bancos mas grandes del mundo: el First National y el Chase Manhattan. A partir de las diez, las palpitaciones del Stock Exchange y de las Bolsas de comercio influirían en la economía y, en muchos casos, en la política de los Estados del mundo entero. En lo alto de sus torres de Mid Manhattan, las tres grandes cadenas nacionales de televisión ideaban los programas que determinaban los valores, influían en los comportamientos y modificaban las jerarquías sociales en los rincones más remotos de la Tierra. Símbolos del impacto del nuevo imperialismo cultural emanando de estas fábricas de películas, los muchachos de Buenos Aires y los
yauleds
de Marrakesh chupaban caramelos a la manera de Kojac; colegialas japonesas se suicidaban desesperadas, porque no podían parecerse a las heroínas de «Los Ángeles de Charlie». No lejos de allí se hallaban las ciudades de los profetas de la sociedad de consumo, las agencias de publicidad de Madison Avenue. Ellas difundían en el mundo entero los beneficios materiales y las angustias espirituales que caracterizaban la
American Age
.
En fin, Nueva York era la capital de las naciones del mundo. Sobre la orilla del East River se elevaba el magnífico paralelepípedo de cristal, compacto y liso como un espejo, donde las Naciones Unidas habían establecido su domicilio. Cinco mil funcionarios permanentes y quince mil delegados venidos de todas partes seguirían discutiendo este lunes los problemas mundiales, trabajarían en la elaboración del nuevo orden económico internacional que esperaban sus pueblos.
Los diez millones de neoyorquinos representaban la colectividad más segura, más capaz, más influyente del planeta. Unos magníficos rehenes para el austero y fanático beduino empeñado en purificar el mundo por medio de la tecnología de la que habían sido los soberbios inventores y seguían siendo los dueños.
El personaje que tenía la abrumadora responsabilidad de administrar esta población estaba hundido en el asiento trasero del Chrysler negro que le conducía al Ayuntamiento entre el intenso tráfico matinal del East River Drive. Su precaución era comprensible: ningún alcalde de Nueva York deseaba que le reconociesen sus conciudadanos cuatro días después de que una tempestad de nieve hubiese paralizado los servicios públicos de la gigantesca metrópoli.