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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (21 page)

BOOK: El quinto jinete
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Precursores de los grandes Sterlifter, dos aparatos, un birreactor Beechcraft King-Air 100 y un helicóptero H-500, con discretas matriculas civiles, se habían posado ya en la base aérea McGuire, de Nueva Jersey. Transportaban un primer grupo de una veintena de técnicos, una instalación de radio para doscientos receptores y una decena de detectores de neutrones a base de trifluoruro.

El hombre a quien había de incumbir la terrible responsabilidad de dirigir la búsqueda de la bomba rodaba ya en un automóvil corriente por la autopista que llevaba de McGuire a Nueva York. Con sus 2 metros de estatura, su rostro curtido, sus botas y sombrero de cowboy, su camisa a cuadros y su amuleto navajo colgado del cuello, el físico atómico Bill Booth, de cincuenta y dos años, parecía salido de un anuncio de los cigarrillos Marlboro. La llamada urgente le había sorprendido en el sitio donde no podía dejar de encontrarse en un fin de semana de invierno: en las pistas de esquí de Cooper Mountain, Colorado. Ahora, rodando a toda velocidad hacia Nueva York, se sentía invadido por unas vagas náuseas ante la idea de lo que le esperaba. Este malestar lo experimentaba cada vez que su
beeper
le enviaba, al frente de sus equipos, a las calles de una aglomeración norteamericana. Sin embargo, estos equipos eran de su creación. Años antes de que un novelista imaginase el primer
thriller
sobre un chantaje atómico, Booth había sentido venir la amenaza del terrorismo nuclear. La primera visión apocalíptica de esta posibilidad la había tenido en uno de los lugares menos adecuados para esta clase de espectáculo entre los olivares y los bancales cultivados de un pueblecillo español de pescadores llamado Palomares. Había sido enviado allí en 1964, con un equipo de físicos y especialistas en armamento nuclear, para tratar de recuperar las bombas atómicas de un bombardero B-52 que se había estrellado en la región. Su equipo disponía de los aparatos de detección y de las técnicas de rastreo más modernos. Durante días y semanas, buscaron incansablemente. Solo encontraron unos montones de abono y unos cuantos guijarros débilmente radiactivos. Si no había podido descubrir un rosario de bombas en campo raso, Booth no necesitaba tener mucha imaginación para adivinar que aún seria más difícil encontrar una bomba nuclear escondida por un grupo de terroristas en un sótano o en un desván en pleno centro de una ciudad.

Desde su regreso a Los Álamos, donde era uno de los responsables de la fabricación de armamentos nucleares, había luchado por preparar a América para hacer frente a la crisis que, con toda seguridad, no dejaría de afectar un día a una ciudad norteamericana. Y, sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, Booth sabia que sus equipos, por perfeccionado que fuese su material, eran incapaces de cumplir la tarea que les incumbía. En una ciudad donde un bosque de rascacielos de acero y de cristal ofrece tantos obstáculos naturales, es utópico confiar en descubrir una emisión de radiaciones y dirigirse a una bomba como el perro de caza sigue la pista de una presa.

Sombrío y melancólico, Bill Booth deslizó su mirada sobre las chimeneas de las refinerías de Nueva Jersey, que flameaban en la noche. Después, súbitamente, percibió compacto y espléndido, el promontorio de Manhattan iluminando las tinieblas con una lluvia de estrellas. Entonces recordó una frase de Scott Fitzgerald que había aprendido en el colegio. Descubrir Nueva York de esta manera, desde lejos, era captar una «loca imagen del misterio y de la belleza del mundo». Se estremeció. Los rascacielos de Manhattan no brindaban esta noche a sus ojos ninguna promesa de belleza. Sabia que, por el contrario, le esperaba allá abajo el infierno, el desafío más terrible con que él y sus hombres habían tenido que enfrentarse jamás.

En Washington, estaban iluminados varios pisos del ala oeste de la Casa Blanca. Encerrado en su estrecho despacho lleno de papeles, Dick Kallsen, de treinta y dos años, redactor titular de los discursos presidenciales había empezado a escribir la alocución radiotelevisada que el jefe del Estado debería pronunciar en la eventualidad de que una filtración revelase la amenaza de Gadafi a la población.

—No hay que mentir —le había dicho Eastman—, pero trate de disimular lo suficiente para que nadie piense que esa bomba podría matar a cinco millones de neoyorquinos. El discurso tiene que tranquilizar a la gente, animarla, apaciguarla.

Con los ojos enrojecidos por la fatiga, Kallsen levantó la cabeza, hizo girar el rodillo de su máquina de escribir y empezó a releer el resultado de sus primeros esfuerzos:

«Queridos compatriotas: No tenemos hasta ahora ningún motivo para creer que esta bomba signifique una amenaza inmediata contra la vida y la seguridad de los habitantes de Nueva York. De acuerdo con nuestros aliados del mundo libre con la URSS, con la República Popular de China, nosotros…»

Un piso más arriba, Jack Eastman contemplaba con aire cansino, la poco apetitosa hamburguesa qué había ido a buscar al distribuidor automático del sótano, en sustitución de su comida dominical. Su despacho estaba lleno de fotografías y de recuerdos que ilustraban su carrera; eran otras tantas etapas en el camino que había llevado a este militar al puesto de consejero del presidente en cuestiones de seguridad nacional. Allí estaba como joven piloto de un F-86 en Corea; después, cuando se diplomó en dirección de empresas en la Harvard Business School. Cuatro platos de porcelana de Delft, comprados en Bruselas, recordaban su pertenencia al Cuartel General de la OTAN. En sendos marcos de plata colocados sobre su mesa había también una fotografía de su esposa Sally y otra de su hija Cathy, de diecinueve años tomada hacía dos, con ocasión de la ceremonia de fin de curso en la Cathedral School de Washington. Eastman había advertido siempre una sonrisa maliciosa en aquella foto. Y ahora contemplaba esta sonrisa, incapaz de desprenderse de ella incapaz de apartar su pensamiento de aquella ufana muchacha vestida de blanco. De pronto sintió un nudo en el estómago. Cerrando los ojos ante la amada imagen apoyó la cabeza en las palmas de las manos, esforzándose por contener su emoción y recobrar las virtudes de disciplina que habían inspirado toda su vida. La hija única de Jack Eastman era estudiante de segundo curso en la Universidad Columbia de Nueva York.

El taxi amarillo hizo un eslalon entre el enjambre de «Rolls» y de Cadillac que bloqueaban, como todas las noches, los aledaños del Studio 54. Un portero, con galones se apresuró a recibir a la joven que se apeó de aquél y la acompañó a través de la multitud de curiosos que se apretujaban en la acera, deseosos de ver algunas de las celebridades que frecuentaban la discoteca que estaba más de moda en Nueva York. Agitada aún por las intensas horas que acababa de vivir con sus dos hermanos en el almacén donde estaba la bomba, Leila Dajani vaciló antes de sumergirse en aquella bacanal. Doce reflectores encendían, en un torrente psicodélico de luz, un bosque de módulos luminosos que giraban en el techo como peonzas incandescentes. Estallando al ritmo desenfrenado de los altavoces, unos estroboscopios lanzaban haces de relámpagos sobre los paños escarlata que tapizaban las paredes. Leila dio unos pasos hacia la fosforescente pista de baile, donde las glorias de la
jet set
neoyorquina e internacional se contorsionaban en un frenesí de rítmicas acrobacias. Lanzó un beso furtivo a la sombría Bianca Jaeger, ex ninfa Egeria de los Rolling Stones la cual se contoneaba en un
minishort
de seda que no dejaba nada a la imaginación, y después envió otro a Margaret Trudeau, la infatigable ex primera dama del Canadá, embutida en un corpiño de lentejuelas y un pantalón de corsario que caía sobre unas
boots
blancas con bordados. Lascivamente tendida sobre un canapé de terciopelo rojo, en medio de un grupo de jóvenes admiradores vestidos de smoking, la bella actriz Marisa Berenson parecía imperar como en una escena de su película
Barry Lyndon
. Más allá resplandeciente como siempre, Jackie Kennedy luciendo vestido tubo de oro pálido y blusa casaca de crespón gris, sobre el que se derramaban varias hileras de perlas de oro y plata, bailaba con el célebre agente literario californiano Swifty Lazar. En un rincón una especie de buda negro con pantalón y chaleco de cuero y manos sujetas por una cadenita de plata a un cinturón que le apretaba las caderas, beatífico el semblante bajo el efecto de algún éxtasis interior, se balanceaba en una danza solitaria.

Leila necesita más de diez minutos para abrirse paso entre las manos y las miradas que trataban de atraerla a los sofás, a los sillones, a los mullidos cojines que flanqueaban la pista. Cuando percibió al fin, el grupo que buscaba, corrió hacia él y se abrazó a un mozo alto, cuya tupida cabellera rubia caía sobre el desabrochado cuello de una camisa de seda.

—Michael, ángel mío —murmuró—, te pido perdón por llegar tan tarde.

Michael Laylord la abrazó. Tenía rostro de arcángel, ojos azules, facciones de regularidad casi demasiado perfecta y boca exquisitamente sensual.

—Amor mío, ¡sabes que te perdonaría aunque me matases!

La atrajo suavemente sobre los cojines del canapé. Un cigarrillo de marihuana circulaba a su alrededor Michael se apoderó de él y lo puso entre los labios de Leila. La joven aspiró profundamente, reteniendo el humo hasta perder el aliento, y lo espiró poco a poco por la nariz. Michael iba a pasar el cigarrillo a otra persona, pero Leila se lo quitó de la mano para inhalar una nueva bocanada. Después se echó atrás con los ojos cerrados, abandonándose a la dulce euforia de la droga. Cuando volvió a abrir los ojos, vio encima de ella el bello rostro de Michael, que la miraba con ternura.

—¿Bailamos?

En la pista, Leila se lanzó a la rompiente de las ondas sonoras, cerrando los ojos para gozar completamente de su sueño, en las nubes de un viaje fuera del tiempo y del espacio.

—¡Sucio negro!

Aquel grito disipó su ensueño. El buda negro al que había observado al entrar acababa de derrumbarse sobre la pista, ensangrentado el rostro, contraída la boca por el dolor. Su agresor, un joven con smoking de seda blanca y lentejuelas, enrojecidos los ojos por el alcohol, tuvo tiempo de largarle un último puntapié en el vientre antes de que se interpusiesen dos camareros con
shorts
de seda.

Leila se estremeció.

—¡Qué horror! —gimió, precipitándose hacia aquel desdichado, alrededor del cual seguía girando la multitud indiferente de los que bailaban.

Michael tiró suavemente de su mano para conducirla de nuevo a su mesa. La joven se tambaleaba de asco y de indignación.

—¿En qué mundo odioso vivimos, Michael? —murmuro.

Sus ojos brillaban excitados. Tenía un aire lejano, hostil «¿Era demasiado fuerte la nueva hierba colombiana?», se preguntó Michael. Enjugó el sudor de su frente y le sonrió. Pero tuvo la impresión de que ella estaba ausente.

—No es un mundo para los pobres y los débiles, ¿verdad, Michael? En realidad, no pueden esperar nada. ¿Justicia, consideración igualdad? ¡Bah! Patadas, sí. A menos que procuren obtener aquéllas por su cuenta. Y para esto no hay más que una manera: la violencia.

Lo había dicho con una vehemencia que asombró a Michael.

—No todo ha de ser violencia, Linda—. Sólo la conocía por su nombre falso—. Hay otras maneras.

—¡No para los débiles y los oprimidos! —Levantó los brazos en dirección a los que bailaban en la pista—. Ellos sólo lo entienden cuando es demasiado tarde. Sólo les interesa su cuerpo, sus placeres su dinero. Los pobres, los apátridas, los expoliados…, ¡les tienen sin cuidado! Hasta que estalla la violencia, ¡el mundo permanece sordo!

—No pensarás realmente lo que dices, ¿verdad, Linda?

—¡Claro que lo pienso! —Su voz bajó de tono, hasta convertirse en un murmullo—. Hay un dicho en nuestro Corán, un dicho terrible, pero que expresa muy bien lo que quiere decir: «Si Dios tuviese que castigar a los hombres por sus faltas, no dejaría siquiera un animal sobre la Tierra».

—¿Tu Corán? Pensaba que eras cristiana, Linda?

Leila se puso rígida.

—Ya sabes lo que quiero decir —balbució—. El Corán es árabe, ¿no?

Alguien encendió otro porro y se lo ofreció a Michael. Éste lo rehusó.

—¡Salgamos de aquí! —dijo.

Leila tomó en sus manos la cara de su amante y le acarició las sienes. Permaneció así un largo rato, contemplándole.

—Si, Michael; salgamos.

Cuando se abrían paso hacia la salida, un hombrecillo que llevaba un abrigo de terciopelo malva se acercó a ellos.

—¡Querida Linda! ¡Estás absolutamente diviiina!—.

Leila reconoció la cara mofletuda, un poco churchiliana del escritor Truman Capote.

—Ven y te presentaré a todas mis encantadoras amistades —Capote atrajo a la joven hacia el areópago de duquesas italianas volcadas a su alrededor—.
La Principessa
ofrece mañana un almuerzo en mi honor —anunció, con entusiasmo, mostrando a una criatura envuelta en un poncho de encaje negro y cuya cara debía de haber sufrido varias veces las valiosas intervenciones de cirujanos estéticos de ambas Américas—. Es absolutamente preciso que vengas—. Dirigió una mirada radiante a Michael—. Y, sobre todo, ¡no olvides traer a ese estupendo joven!

Capote se inclinó hacia Leila.

—Todo el mundo estará allí. Gianni
[8]
viene especialmente de Turín, sólo por mí. Su voz se convirtió en un murmullo de conspirador. Incluso Teddy
[9]
vendrá de Washington. ¿No es maravilloso?

Repartiendo besos y promesas, Leila consiguió eclipsarse. Por encima del rugido ensordecedor de la música, oyó la voz del escritor que le gritaba:

—¡No lo olvidéis, queridos! El miércoles, a la hora del almuerzo. Todo el mundo estará allí.

Media hora después de que el presidente hubiese reclamado su presencia, llegaron a la Casa Blanca los tres primeros expertos en materia de psicología antiterrorista. El doctor John Turner, un gigante flaco y triste de un metro noventa de estatura, dirigía la sección de asuntos psiquiátricos de la CIA. El doctor Bernie Tamarkin, de cuarenta y ocho años, cuyos ojos hinchados por el sueño y cuyo aire de querubín fatigado no correspondían a la imagen que solemos forjarnos de un maestro de la Medicina, era uno de los grandes psiquiatras de Washington y eminente especialista en psicología terrorista. Lisa Dyson era una joven morena, a la que un maquillaje un poco exagerado, el ajustado pantalón vaquero y los tacones altos de sus zapatos, daban un aire jaranero un tanto incongruente en aquel lugar. Responsable del desk libio en la dirección de la CIA, había pasado tres años en Libia, a principios de los setenta, como segundo consejero de la Embajada americana. De todos los funcionarios gubernamentales que estaban siendo movilizados en esta crisis, era la única que había conocido personalmente a Gadafi. El dictador libio se había fijado un día en ella, durante una recepción. Con una simpatía a la que la joven norteamericana no había sido insensible, la había invitado a tomar un vaso de zumo de naranja, antes de dedicarle media hora entera de conversación aparte.

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