Read El quinto jinete Online

Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (18 page)

BOOK: El quinto jinete
10.93Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Terminado el montaje de la instalación en Libia, Gadafi había entrado personalmente en la sala de control del reactor, verdadera cabina espacial de paredes cubiertas de pantallas de televisión, indicadores centelleantes, cuadros, palancas, botones y ordenadores visiblemente emocionado, había apoyado a mano en una palanca de negra empuñadura, muy parecida a la de cambio de marcha de un automóvil. Después de desenclavarla, tirando de dos resortes colocados a lo largo del mango, la había empujado delicadamente hacia delante. Entonces había visto que se encendían una serie de lucecitas rojas en el tablero de control. Por primera vez en la Historia, una mano árabe acababa de provocar una reacción atómica.

Nueve días más tarde, el reactor había alcanzado su velocidad prevista, su fuerza térmica nominal de novecientos megavatios. «¿Cómo era posible —se preguntaba el director del SDFCE—, hurtar plutonio a una instalación tan complicada?»

Apenas había empezado Bertrand a estudiar el legajo, cuando una voz le anunció por el teléfono interior la llegada de Patrick Cornedeau, joven politécnico, atlético y de dura mirada, que desempeñaba el cargo de consejero científico del SDECE.

—Siéntese, Patrick —dijo el general, señalando uno de los viejos sillones de cuero que tenía delante. Encendió un Gitane de papel de maíz y expulsó por la nariz una nubecilla de humo azulado. Esta vez parece que los norteamericanos no se han equivocado. Hace tiempo que nos dicen que Gadafi es un iluminado peligroso. —Suspiró—. Recuérdelo: según ellos, se adiestran en su país incluso nuestros corsos y bretones que se dedican a poner petardos.

—Los norteamericanos siempre han querido indisponernos con Gadafi y nuestros amigos árabes— respondió Patrick Cornedeau.

—Sea como fuere —prosiguió Bertrand—, nuestro buen Gadafi tiene la bomba atómica. Y parece estar dispuesto a utilizarla. Sí, querido.

Una expresión de estupor se pintó en el semblante del joven ingeniero. Bertrand le refirió la visita del representante de la CIA. Cornedeau sacó su pipa del bolsillo.

—Si Gadafi tenía verdadera necesidad de plutonio, no podía encontrar un medio más complicado para procurárselo.

—Tal vez era el único medio de que disponía.

Cornedeau se encogió de hombros. Un jefe de Estado como Gadafi podía elegir entre diez maneras diferentes de obtener su bomba. Por ejemplo, haciendo una nueva tentativa para robar plutonio en un centro extranjero. O imitando a los indios, que compraron un reactor canadiense que funcionaba con uranio natural y construyeron secretamente otro igual, copiado de aquél hasta la última soldadura. Pero sustraer el plutonio de un reactor como el que le había vendido Francia era el procedimiento más difícil.

Cornedeau se levantó y clavó en la pared una hoja de papel para dibujo. Durante un minuto, haciendo saltar en su mano un lápiz grueso, se concentró como un maestro de escuela antes de dar su lección.

—Mi general, si quiere usted extraer el plutonio fabricado por un reactor nuclear, tendrá que atacar el uranio que le sirve de combustible. Cuando este uranio empieza a arder en el corazón del reactor, —debo recordarle que se trata de cargas débilmente enriquecidas al tres por ciento—, se produce una reacción en cadena, es decir, una miríada de pequeñas bombas atómicas. Esta reacción produce un intenso desprendimiento de calor, el cual se transforma en vapor para accionar las turbinas que fabricarán la electricidad. ¿Me sigue usted?

»Ahora bien, al quemarse, mejor dicho, al fisionarse, este uranio emite cantidades de neutrones que se dispersan en todas direcciones. Algunos de ellos —Cornedeau golpeó con el lápiz la hoja de papel— bombardean la porción de uranio no enriquecido y transforman una parte de este uranio en plutonio.

»Hay ciertos reactores, como los Candu canadienses, donde las cargas de uranio que sirven de combustible se presentan en cajas que se cambian casi todos los días. En esta clase de reactor es bastante fácil acceder al plutonio. Pero en el caso del reactor francés, —siguió diciendo, mientras trazaba un dibujo—, el uranio está encerrado en enormes contenedores parecidos a éste. Sólo se cambian una vez al año. Para extraerlos hay que apagar, ante todo, el reactor. Después, hay que esperar dos semanas a que se enfríe, y, por último, hay que hacer intervenir a mucha gente y valerse de un material muy pesado. No olvide que en esta instalación tenemos una veintena de técnicos. A los libios les seria absolutamente imposible sacar el uranio y hacerlo desaparecer sin que nadie lo advirtiese.

Bertrand encendió un tercer Gitane.

—¿Y qué ocurre cuando se saca ese uranio?

—En primer lugar, es tan activo…, quiero decir tan radiactivo, que el que se acercase a é. se convertiría en un cáncer viviente. Por eso se encierra en contenedores de plomo y se deposita en el fondo de un depósito lleno de agua para que se enfríe.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Durante años. Tal vez para siempre. De aquí nuestra disputa con los norteamericanos a propósito de los problemas de tratamiento de este combustible irradiado. Nosotros sostenemos la política de repatriar todo el uranio de las centrales que vendemos y extraer nosotros mismos el plutonio para los súper generadores de nuestras futuras instalaciones electro nucleares. De esta manera, nadie puede extraer el plutonio para emplearlo con fines militares. Los norteamericanos dicen que con nuestro sistema el plutonio acabaría circulando por todo el mundo como el carbón o los cacahuetes.

—Entonces, los barrotes del uranio libio, una vez hayan sido quemados en su reactor, permanecerán en el fondo del depósito. Pero, ¿qué impide a Gadafi sacarlos del agua y extraer él mismo el plutonio que contienen?

—La Agencia Atómica Internacional de Viena tiene inspectores precisamente encargados de vigilar que nadie se adueñe de este plutonio. Hacen al menos dos comprobaciones al año. Y, en el intervalo, tienen cámaras protegidas con plomo que toman fotografías en el fondo del depósito cada quince minutos, aproximadamente.

—Lo cual quiere decir, en principio, que Gadafi no tendría tiempo de retirar los barrotes de uranio, ¿verdad?

—¡En absoluto! Ante todo, habría que colocarlos en enormes contenedores de plomo, para evitar la irradiación. Después, habría que emplear grúas especiales para sacarlos. Se necesitarían al menos dos o tres horas.

—¿No podrían falsear la película los inspectores?

—No. No la revelan ellos mismos. Este trabajo se realiza en Viena. De todas maneras, cada vez que hacen una inspección sumergen también en el fondo del depósito detectores de rayos gamma, a fin de comprobar que los barrotes siguen siendo radiactivos. De esta manera, pueden estar seguros de que no ha habido sustitución.

Bertrand se echó atrás, apoyando la cabeza en el respaldo de su sillón giratorio y mirando, a través de los párpados medio cerrados, las escamas de la pintura del techo.

—Bueno, resumiendo sus explicaciones, podemos decir que es muy improbable que los libios pudiesen procurarse plutonio sirviéndose de nuestro reactor.

—Efectivamente, es inverosímil, mi general.

—A menos que tuviesen cómplices en ciertas fases de sus operaciones.

—Pero, ¿dónde? ¿Cómo?

—Personalmente, nunca he tenido una confianza ilimitada en los organismos de control de la ONU.

Cornedeau cruzó la estancia y se dejó caer en un sillón. Su jefe era un gaullista de la vieja escuela, y todo el mundo sabia que compartía el desprecio del general por la organización a la que un día había apodado
le Machin
.

—De acuerdo, mi general —asintió Cornedeau—, estirando sus largas piernas—; admito que la Agencia de Viena tiene sus limitaciones. Pero el verdadero problema no está en ella. Es que nadie quiere un control eficaz. Las sociedades que venden los reactores, como la Westinghouse norteamericana y nuestros amigos de Framatome, no se cansan de pregonar públicamente que están en favor de los controles, pero, en privado, huyen de ellos como del diablo. Ningún Gobierno del tercer mundo quiere ver inspectores paseándose por su territorio. Y nosotros mismos, los franceses, a pesar de cuanto afirmamos, jamás hemos mostrado gran entusiasmo en reforzar los controles. Hay demasiados intereses en juego.

—¡Ay de mi! —convino el general, detrás de un velo de humo—. Lo que más cuenta hoy en día es una buena balanza de pagos. Tendría usted que procurarse inmediatamente los informes de inspección de la Agencia de Viena. Pregunte también a nuestro representante allá abajo si ha oído algún rumor, algún chisme, a propósito de inspectores que hubiesen recibido «obsequios», o hayan tenido aventuras amorosas, o ¡qué sé yo…! En fin, cualquier cosa que haya pasado allí.

Un destello brilló en los ojillos del general, al recordar su última estancia en la capital vienesa, hacía unos diez años.

—Soberbias criaturas, esas vienesas —murmuró. Luego se inclinó hacia delante—. —¿Y nuestros propios hombres en Libia? ¿Qué informes tenemos sobre ellos?

—La DST instruyó un expediente de seguridad sobre cada uno de ellos. Y, naturalmente, registró todas sus comunicaciones telefónicas entre Libia y Francia.

—Entonces, vaya a ver a Villeprieux de mi parte y que le dé los expedientes de todos esos tipos, así como la transcripción de sus comunicaciones telefónicas durante el pasado año. Y dese prisa, amigo mío. En Washington parecen andar sobre ascuas. A propósito, ¿quién es el jefe de esos técnicos franceses?

—Un ingeniero nuclear. Un tal De Serre. Ha regresado hace aproximadamente un par de meses, en espera de su próximo destino.

Bertrand miró el reloj de ónice de encima de su mesa Eran las 8.20.

—¿Sabemos dónde se halla actualmente?

—Creo que sí. Me parece que reside en París.

—Perfecto. Busque y deme su dirección. Veré si puedo sostener una pequeña conversación con ese señor De Serre.

Daban las 8.30 en el campanario bizantino del monasterio de la Cruz cuando llegó el Dodge negro, erizado de antenas, de Menachem Begin. Habían transcurrido dos horas y media de las treinta y seis del ultimátum de Gadafi. Rodeando el Knesset, parlamento de Israel, el coche fue a detenerse ante la puerta del triste edificio de estilo funcional que albergaba la Presidencia del Consejo. Cuatro jóvenes con pantalón vaquero y chaqueta de cuero saltaron del automóvil. Todos llevaban una cartera de plástico negro. Si hubiesen vestido con más elegancia, habrían podido pasar por un alegre grupo de representantes de comercio dispuestos a emprender una gira. Pero en vez de libretas de pedidos, sus útiles de trabajo eran una metralleta Uzi, un Colt, tres cargadores de recambio y un
walkie-talkie
.

Escoltado por sus gorilas, Menachem Begin penetro en el vestíbulo, invadido por una multitud de viejos campesinos árabes de
gandurá
negra y
keffieh
blanco. Y es que en el subsuelo de la Presidencia del Consejo se hallaban los registros de estado civil de una Palestina extinguida hacía tiempo, la Palestina otomana de su infancia. Begin se deslizó entre ellos, saludándoles amablemente, y se dirigió a la puerta blindada que separaba los servicios administrativos del resto del edificio. Todavía tuvo que franquear una serie de rejas accionadas eléctricamente, antes de llegar al primer piso, donde le esperaba el gabinete reunido en sesión extraordinaria.

Begin no había revelado a ninguno de sus ministros el motivo de la urgente convocatoria. Durante un largo momento, paseó sobre los asistentes su mirada de miope. Después, cruzando las manos sobre el tapete verde, con aire grave y voz más ronca de lo acostumbrado, eligiendo con cuidado sus palabras, expuso la situación. Dotado de una memoria infalible, repitió todos los detalles de su conversación con el presidente de Estados Unidos, es decir, la terrible noticia de que Gadafi poseía el arma termonuclear; su secuestro de Nueva York con una bomba H; ¡el hecho de que Israel estaba condenado a pagar el rescate!

Ninguna otra revelación, ninguna otra amenaza habrían podido causar tanto estupor. Desde hacia quince años, la supervivencia de Israel se apoyaba en dos pilares estratégicos: la ayuda de Estados Unidos y la seguridad de que, en caso de producirse una crisis de primer grado, Israel era el único país del Oriente Medio que poseía el arma atómica.

Unas pocas frases habían hecho tambalear este edificio.

—¡Hoy, es Nueva York! ¡Mañana será Tel-Aviv! ¡No podemos vivir a merced de un loco armado con bombas H! ¡No tenemos elección!

Estas palabras, pronunciadas con voz estentórea, habían retumbado como un trueno sobre los reunidos, mudos de estupor. El hombre había subrayado su declaración con un puñetazo sobre la mesa. Su camisa abierta dejaba ver su vigoroso torso. El rostro pálido acentuaba la blancura de su abundante cabellera. Benny Ranan era uno de los cinco héroes auténticos de Israel integrados en el Gabinete. General de paracaidistas durante la guerra del Yom Kippur, había saltado al frente de sus tropas cuando la espectacular operación de travesía del canal de Suez, que terminó con el cerco del III Ejército egipcio. Ministro de la Construcción —o, más exactamente, «ministro de los
bulldozers
», como él prefería que le llamasen—, era uno de los más ardientes partidarios del programa de colonización judía de los territorios árabes conquistados en 1967. Dio la vuelta alrededor de la mesa, con el paso oscilante que sus paracaidistas gustaban de imitar. Se detuvo ante la fotografía tomada por Walter Schira desde la cabina espacial del
Apolo VII
. Cubría toda una pared del salón del Consejo. Nada podía ilustrar mejor la terrible vulnerabilidad de Israel, que aquel panorama que abarcaba en una sola estampa la zona del Globo comprendida entre el mar Negro y el mar Rojo, el Mediterráneo y el golfo Pérsico. Israel no era más que un minúsculo islote en aquella inmensidad; un fragmento de tierra precariamente amarrado a Asia.

Ranan miró la fotografía con aire trágico.

—Las condiciones de nuestra existencia se ven ahora completamente trastornadas. Para exterminarnos, bastaría con que Gadafi arrojase una bomba aquí. —Su grueso dedo índice golpeó la región de Tel-Aviv—. Y ahí, y allí. Tres bombas, y el país dejaría de existir.

Se volvió a sus colegas. Su fuerte voz, tan célebre en el campo de batalla, bajó de tono:

—¿Qué valor tendrá nuestra vida —dijo gravemente—, si sabemos que en cualquier momento puede desintegrarnos un fanático que desde hace años reclama nuestra sangre? Yo no podría vivir con esa espada de Damocles sobre la cabeza. ¿Y ustedes? —Hizo una pausa, consciente del efecto causado por sus palabras—. Cuarenta siglos de persecuciones nos dieron al menos una buena lección —siguió diciendo—. Los judíos debemos resistir contra toda amenaza de exterminio. Amigos míos, debemos liquidar a ese demente. ¡Sin perder un instante! Antes de que el sol alcance su cenit.

BOOK: El quinto jinete
10.93Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Kill Two Birds & Get Stoned by Kinky Friedman
A Change of Heart by Barbara Longley
Vanishing Act by Michaels, Fern
Christmas Miracle by Shara Azod
A Banquet of Consequences by Elizabeth George
His Own Man by Edgard Telles Ribeiro
Bone Song by John Meaney
Shadow Alpha by Carole Mortimer
White Light by Alex Marks