El quinto jinete (63 page)

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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El quinto jinete
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A las 10.34 exactamente, cuatro minutos después de la orden de ataque nuclear dada por el presidente, dos submarinos, el
Swordfisher
y el
Patrick Henry
, navegando a varios cientos de metros de profundidad en el Mediterráneo, uno a veinte millas al sudeste de Chipre, y el otro al sur de Sicilia, reaccionaron a una brusca modificación de la emisión continua procedente del cercado. El operador de radio de cada sumergible llevó el mensaje, automáticamente descifrado por el ordenador de a bordo, al oficial de guardia, que, a su vez, lo transmitió al comandante.

En cada uno de los dos submarinos, el comandante y su segundo, utilizando claves complementarias, abrieron la caja fuerte que contenía tarjetas IBM perforadas. Las introdujeron en los dieciséis ordenadores de mando de los dieciséis misiles Trident que llevaba cada submarino. Estas tarjetas IBM contenían todas las informaciones de tiro necesarias para alcanzar los objetivos libios con un margen de error inferior a treinta metros. Después de ello, los oficiales y los jefes de tiro efectuaron diez operaciones de seguridad precisas para liberar los sistemas de disparo.

A las 10.37, cada uno de los dos submarinos envió un mensaje a Minnesota anunciando que los misiles estaban preparados y apuntaban a sus objetivos.

El mensaje decía, «Vessel in defcon» (Nave en condición de defensa).

Casi al mismo tiempo, otro mensaje, éste de Moscú, llevaba al centro de telecomunicaciones de la Casa Blanca, por el «teléfono rojo».

Como siempre, el comunicado se transmitía en dos idiomas, primero, en ruso, y después, en la traducción inglesa del intérprete soviético.

El presidente corrió hacia el teletipo, para enterarse del despacho a medida que iba llegando. Un intérprete del Departamento de Estado se colocó a su lado para comprobar la exactitud de la traducción soviética y subrayar todos los matices y sutilezas del lenguaje empleado.

Esta vez no había nada de esto. El mensaje era breve y preciso. El presidente se sintió vacilar, bajo el impacto de la emoción. Se apoyó en el hombro del estupefacto intérprete.

—¡Gracias, Dios mío! —murmuró.

En el puesto de mando subterráneo de Nueva York, el frenesí llegaba al paroxismo. Los
Feds
vociferaban en todos los teléfonos. Bannion ordenaba transformar en jefatura avanzada la comisaría 6.
a
, situada en la zona a registrar. En otro despacho, Bill Booth, jefe de las brigadas de investigación nuclear, por lo general imperturbable, ponía en movimiento a todos sus hombres, aullando ante el micro. Por su parte, Harvey Hudson movilizaba un regimiento de jueces federales para que extendiesen mandamientos de entrada y registro que permitiesen penetrar en las casas, los departamentos y las oficinas, mandamiento sin el cual ningún neoyorquino, consciente de sus derechos civiles, dejaría a un policía meter las narices en su casa.

Reinaba allí un barullo tal, que nadie oía el altavoz colocado en el centro de la mesa de conferencias. Abe Stern, horrorizado, advirtió de pronto que llamaba el presidente. En seguida hizo pasar la comunicación a su despacho.

—Señor presidente —se disculpó—, estamos todos al borde de un ataque de histerismo. Creemos tener un indicio del lugar donde está escondida la bomba.

Todavía dominado por las emociones de los últimos minutos, el presidente no le escuchaba siquiera.

—Abe —le dijo—, acabamos de recibir un mensaje de los rusos. Han obligado a Gadafi a aplazar por seis horas el plazo de su ultimátum. Tenemos hasta las seis de esta tarde.

El alcalde se derrumbó en su asiento, ebrio de felicidad.

—Pero, ¡cuidado, Abe! Las seis, ¡y ni una hora más! El primer secretario ha estado rotundo: ¡Gadafi no pasará de aquí!

Décima parte

«¡Has perdido, traidor!
¡La bomba explotará, a pesar de todo!»

La zona a registrar abarcaba un enorme cuadrilátero en el bajo Manhattan, donde, en un laberinto de
buildings
, de apartamentos y de casitas, vivían más de medio millón de personas durante el día y casi un millón durante la noche. Estaban allí los muelles abandonados del Hudson, donde atracaban antaño los grandes transatlánticos, el
Normandie
, el
Île de France
, los
Queen
. Había allí islotes residenciales de la pequeña burguesía neoyorquina, y barrios de artesanos, y las calles más sórdidas de la ciudad, con sus
boîtes
sexuales y sus salones sadomasoquistas de tortura. Y había también toda una comunidad de artistas, de intelectuales, de hippies en el Saint-Germain-des-Prés neoyorquino: Greenwich Village.

Casi cinco mil policías de paisano, inspectores
Feds
y miembros de las brigadas de investigación nuclear disfrazados de revisores de contadores de la Con. Edison Electric, iban a caer sobre el sector. En la jefatura de la comisaría 6.
a
, Quentin Dewing organizaba la metódica búsqueda como una operación militar, barrio por barrio, manzana por manzana, calle por calle.

La vanguardia estaba compuesta de equipos mixtos de
Feds
y agentes de las brigadas Nest, provistos de aparatos detectores. Rastrearían cada edificio, desde el tejado hasta el sótano, pero sin entrar en las viviendas. Detrás de estos exploradores vendría la infantería pesada, unos tres mil
Feds
e inspectores, con los bolsillos llenos de mandamientos de entrada y registro, que irían de puerta en puerta, registrando los apartamentos, los despachos, los almacenes, prestando atención especial a los garajes, los almacenes y las bodegas. ¡Un trabajo colosal! Habida cuenta del peso del barril, Al Feldman había aconsejado limitar la búsqueda a los dos pisos más bajos de las casas sin ascensor.

—¿Por qué lado empezamos? —preguntó Dewing a su Estado Mayor, reunido ante el gigantesco plano de Manhattan—. ¿Partiendo de la Quinta Avenida y bajando hasta el Hudson? ¿O a la inversa?

—Según declaró el tipo de la cadena de bicicleta, la furgoneta Hertz subía por Christopher Street a toda velocidad cuando chocó con el Pontiac. Por consiguiente, es lógico pensar que se dirigía hacia la Quinta Avenida o sus aledaños. Si yo estuviese en su lugar, Mr. Dewing, empezaría por allí el rastreo y seguiría en dirección al río.

Todas las cabezas se habían vuelto con estupefacción, hacia el hombre que acababa dé hablar. Con el sombrero de fieltro gris ligeramente inclinado y el aire majestuoso del Padrino al llegar a un consejo de administración de sus capos, había vuelto Angelo Rocchia.

—¡Ah! señor Rocchia —dijo Dewing, saliendo al encuentro del inspector—, creo que le debo una excusa.

—¿Una excusa?

—Acabamos de recibir una llamada telefónica de nuestro laboratorio de Brooklyn. En efecto, han encontrado en el Pontiac de su representante de comercio vestigios de pintura procedentes de la furgoneta Hertz.

Voluntariamente privados de todo contacto con Trípoli por razones de seguridad, los Dajani ignoraban él inesperado aplazamiento del ultimátum de Gadafi. Según lo previsto, habían llegado a su refugio de Dobbs Ferry, a unos cincuenta kilómetros de Nueva York. Era una linda casa de estilo colonial, que había alquilado Leila debido a su discreta situación, próxima a la autopista. Allí esperarían la explosión y saldrían inmediatamente hacia la frontera canadiense.

Sentados en el sofá, los dos hermanos y la hermana tenían fijas sus miradas en la pantalla del televisor.

—¿Qué hora tenéis? —preguntó Kamal por tercera vez.

—Las doce menos tres minutos —respondió Whalid.

Transcurrían los segundos sin que apareciese ninguno de los personajes que esperaban ver en la televisión. Ni Carter revelando al mundo la conclusión de un nuevo acuerdo en el Próximo Oriente, ni el alcalde de Nueva York conminando a sus conciudadanos a que emprendiesen la huida, ni Menachem Begin proclamando la retirada israelí de los territorios árabes ocupados. Nada; sólo el insípido serial que contaba la historia de un psiquiatra enamorado de una de sus pacientes.

Crispados los dedos y apretados los labios, Leila sentía que flaqueaban sus nervios.

—¡No ha dado resultado! —gimió—. Los norteamericanos se han negado. ¡La bomba va a explotar!

Whalid dejó su vaso de whisky y le sonrió.

—Tranquilízate, hermanita. Aún deben estar discutiendo. Y, mientras discutan, Gadafi no enviará la señal de fuego.

—Pero, ¿por qué no dan ningún comunicado? —siguió lamentándose Leila—. ¿Qué esperan para informar al público de la inminencia de grandes noticias? ¡Que los norteamericanos, Gadafi, los judíos, los palestinos, se han puesto al fin todos de acuerdo!

Irritado por estas lamentaciones, Kamal se levantó y se dirigió a la ventana.

—¡Whalid! ¿Crees que se oirá la explosión desde aquí?

Había hecho esta pregunta en el mismo tono con que habría preguntado: «Whalid, ¿crees que se oirá el timbre del teléfono?»

—No, Kamal, pero, sin duda, veremos un relámpago y después, una nube parecida a un hongo enorme.

Kamal observó a su hermano. A pesar de la tensión de los últimos días, parecía extrañamente tranquilo. ¡Era resignación, aceptación fatalista de su acto, después de todas sus vacilaciones y de todos sus conflictos de conciencia? ¿O era por otra razón que sólo él conocía?

En la pantalla del televisor, el locutor anunció que el serial continuaría el día siguiente. Una imagen del Sol naciente, acompañada del gemido de un violín desapareció para ser inmediatamente sustituida por un cómico caballero que buscaba una caja de spaghetti en un estante de un supermercado.

—Darán las doce dentro de un segundo, ¡y he ahí lo que nos muestran! —saltó Leila, sin poder dominar sus nervios—. Os digo que esto ha fracasado, ¡que los norteamericanos se han negado! ¡La bomba va a explotar!

—¡Cálmate, Leila! ¡Un poco de dignidad, por favor! —dijo Kamal, con desprecio.

Abrió la puerta de la terraza y caminó sobre la nieve hasta la balaustrada, fijos los ojos en el horizonte.

Whalid consultó una vez más su reloj. Las doce y un minuto. La señal por radio de Gadafi debía de haber llegado por la antena del tejado del garaje. Pero la casete virgen no habían podido dar las informaciones necesarias al ordenador del estuche para provocar la ignición. Esta idea le causó una sensación de paz, de una paz profunda como no había experimentado desde hacía años, desde los días felices de Meyrargues con su mujer y con sus hijos. La angustia, las dudas, los tormentos de su conciencia, se extinguían, al fin, ante la certeza de haber tenido esta vez el valor suficiente para hacer lo que creía que debía hacer.

A su lado, con las rodillas encogidas debajo del mentón, Leila permanecía como hipnotizada por la pantalla. Se repetía una y otra vez que aquella bomba no hubiese debido explotar que no era más que un medio de presión; como si la repetición de esta letanía tuviese el poder de desahcer lo que habían hecho, de arrancarla de su obsesión.

De pronto se estremeció.

—Mirad, ¡es Nueva York! —exclamó, señalando con el dedo el televisor—. ¡Nueva York! ¡Nueva York!

Kamal había vuelto de la terraza. Miró a su hermana y después a su hermano con una expresión de rabia helada que les dio escalofríos.

—¡Son las doce y siete minutos! —dijo—. ¡Tengo que saber por qué no ha explotado la bomba!

En Nueva York, el gigantesco registro del bajo Manhattan empezó con un alud de incidentes. En el 156 de Bleecher Street, dos inspectores llegaron en plena sesión de droga. Una decena de
junkies
tumbados en colchones volaban ya en su nirvana, mientras otros, armados con jeringuillas, se disponían a acompañarles. Cruzando la estancia como un huracán, los dos policías aplastaron las jeringuillas con los pies, se incautaron de pastillas de LSD y de bolsitas de heroína y desaparecieron dando un portazo, ante los ojos pasmados de los drogadictos. En otros lugares, los
Feds
interrumpieron enormes orgías y sesiones de flagelación. Asustados por la idea del escándalo, los protagonistas —casi todos, cuadros y empleados de oficina— huyeron medio desnudos por las ventanas y las escaleras de incendio. Otros equipos tuvieron encuentros más románticos, escenas hogareñas y disputas.

En la esquina de la calle 4 y Greenwich Avenue, unos
Feds
sorprendieron a unos ladrones en plena tarea y éstos se sorprendieron mucho al oír que sólo les decían que pusiesen pies en polvorosa. En el bar Quintana, la llegada de dos
Feds
provocó que cayese inmediatamente al suelo una lluvia de artículos diversos: revólveres, navajas con muelle, píldoras para
trips
, bolsitas de polvo blanco, paquetes de porros, heroína y demás productos peligrosos de los que querían desprenderse los pequeños traficantes del lugar antes de los cacheos que temían. Los
Feds
se guardaron los revólveres y las navajas, tiraron la droga en los retretes, registraron el sótano y se marcharon por donde habían venido.

Se descubrieron barriles de todas clases: viejas barricas de cerveza y de vino, bidones de aceite lubricante, de productos químicos y de detergentes. En un sótano de Washington Square se encontraron incluso tres latas de gasolina de los días de la última guerra.

Se encontró también, en una buhardilla de Cornelia Street, el cuerpo de un ahorcado en avanzado estado de descomposición y, en una habitación de Bedford Street, el cadáver de una vieja aparentemente muerta de frío.

Como muchos apartamentos estaban vacíos —sus ocupantes se hallaban en sus puestos de trabajo— hubo que recurrir a los «arietes» de la policía municipal, gruesos tubos de acero rellenos de hormigón que permiten derribar las puertas más resistentes. Abe Stern, temeroso de que su ciudad —la ciudad que tal vez habría dejado de existir dentro de unas horas— tuviese que pagar millones de dólares como indemnización por robos verdaderos e imaginarios exigió la presencia de un policía ante cada puerta forzada de este modo. Numerosos inquilinos invocaron sus derechos civiles, a pesar del mandato de entrada y registro de los agentes, y telefonearon a sus abogados, incitaron a los vecinos y provocaron tumultos. Muchos policías fueron vituperados por aquellos a quienes trataban precisamente de salvar.

A toda pregunta de los moradores sobre los motivos de su intervención, los policías respondían con la versión oficial: unos terroristas palestinos amenazaban el barrio con un barril de gas mortal. Contrariamente a lo que podía esperarse, esta revelación no provocaba el menor pánico a una población a quien la televisión y el cine habían acostumbrado a situaciones mucho más espeluznantes.

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