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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (66 page)

BOOK: El quinto jinete
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Kamal Dajani impuso a su hermana un cambio de itinerario para regresar a Nueva York. Esta vez tomaron por Roosevelt Driver, a lo largo del East River. Un camino más largo, pero más seguro. Desde su salida, no habían cruzado una palabra. Crispados los dedos sobre el volante, llenos de lágrimas los ojos y todavía bajo la impresión de la atroz escena que acababa de vivir, Leila conducía como una autómata. Sólo el recuerdo de su padre le había impedido arrojar el coche contra un muro y tratar de escaparse de su monstruoso hermano. Con los nervios agotados, había decidido dejar que se cumpliese su destino.

Encerrado en su silencio, Kamal escuchaba la radio. Pero la radio no había dicho nada aún. Miró los coches que circulaban por la orilla del río. Todo parecía normal. Incluso los lejanos gemidos de las sirenas, parte integrante de la música de fondo neoyorquino. Abarcó con la mirada la extraordinaria decoración: el rascacielos de las Naciones Unidas erguido al borde del agua, con su guirnalda de banderas de todos los países del mundo; la flecha del Chrysler Building; todo aquel universo de vidrio y de acero que, de no haber sido por la traición de su hermano, se habría transformado ya en un paisaje lunar de muerte y devastación. «Esa gente sigue con vida —pensó— y mientras tanto, en Libia y en Palestina, mis hermanos árabes se están muriendo a causa de nuestros fracasos. —Presa de súbito furor, martilló el tablero con los puños—. ¡Fracaso! ¡Fracaso y fracaso! El fracaso nos devora como los gusanos a un cadáver. Seremos siempre unos fracasados, ¡el hazmerreír de los pueblos!»

Palpó su chaqueta, asegurándose por enésima vez de que la lista de comprobación y la casete de ignición de la bomba estaban en su bolsillo. Marcar ante todo, la clave para encender el aparato, recordó. Cambiar las casetes. «Pulsar F19A en el teclado para hacer girar la cinta, esta vez, la buena, que contenía las instrucciones para el ordenador. Después, no habría más que marcar las cuatro cifras fatídicas, 0636, para que se produjese la ignición manual». Necesitaría cinco minutos no más.

A través del parabrisas, observó el rótulo de Salida calle 14. Tocó el brazo de Leila.

—¡Atención, es por ahí!

«¡Lo hemos apostado todo por usted, inspector!» La frase del alcalde de Nueva York rebotaba en la cabeza de Angelo Rocchia como una bola en los resortes de un billar eléctrico. Sentado a horcajadas en una silla, apoyados los codos en el respaldo y la cabeza en las palmas de las manos, examinaba por enésima vez el plano del sector de la Quinta Avenida donde había sugerido que empezase el rastreo.

—Si los árabes subieron a toda velocidad por Christopher Street —explicó a Rand—, fue forzosamente para venir por aquí.

Angelo señalaba las calles próximas a la Quinta Avenida, donde, sin embargo, las pesquisas habían sido infructuosas.

—Pues si su escondrijo se encontrase más abajo, y señaló las cercanías del río, al otro lado del cuadrilátero, no habrían abollado el Pontiac de ese tipo del Colgate. Se habrían detenido antes.

—Nosotros llamamos a eso «un razonamiento de hormigón armado» —le lisonjeó el
Fed
, con una sonrisa calurosa.

Angelo se levantó bruscamente.

—Ven, hijito; hay que comprobarlo en el lugar. Tal vez nos hemos extraviado en alguna parte.

Abe Stern se afeitó, se cambió de camisa y se ajustó cuidadosamente la corbata. Había vuelto a su casa, a Gracie Mansion para representar su papel de alcalde hasta el fin, como si nada ocurriese: Presidiría, como cada 15 de diciembre, la inauguración del árbol de Navidad de los hijos del personal de la alcaldía, en el gran salón de su residencia. Se estaba poniendo la chaqueta cuando entró su esposa en la habitación.

—Sofía acaba de telefonearme, Abe. Ha recibido una llamada de una prima de Tel-Aviv. Según un rumor que circula por allí, unos palestinos han escondido una bomba atómica en Nueva York. Ésta es tu grave preocupación ¿no es cierto?

El alcalde miró, abrumado, a su mujer. «Otra filtración en el dique —pensó—. ¡La marea será pronto incontenible!»

—Sí —confesó—. Es verdad.

Su mujer adoptó un aire de reproche.

—¿Por qué no has avisado a la población, Abe?

Stern le explicó, pausadamente y en detalle, las razones de su silencio.

—Todavía tenemos dos horas para encontrar esa bomba —concluyó queriendo mostrarse optimista. Mientras tanto, ven conmigo, los niños se impacientarán y nadie debe darse cuenta de nada.

Esther Stern estrechó a su marido entre sus brazos. Le pasaba la cabeza, cosa que a él le había divertido e irritado siempre al mismo tiempo.

—Pienso que el presidente se equivoca, Abe. Creo sinceramente que deberías decirles la verdad a los habitantes de la ciudad.

Los dos palestinos rodaban por la calle 14 en dirección a la Quinta Avenida cuando Kamal Dajani percibió una guirnalda de faros giratorios.

—¡Despacio! —ordenó a Leila.

Empezaba a caer un sirimiri frío, medio nieve, medio lluvia. Con los ojos pegados al parabrisas, vio numerosos coches de la policía y camiones de bomberos que obstruían la avenida más allá del próximo cruce. Unos agentes desviaban la circulación y dispersaban a los mirones.

—Ve hacia la derecha, el paso está cerrado allí delante… Un incendio o un accidente.

A medida que avanzaban, la circulación se hacía más lenta y la muchedumbre, más espesa. Kamal pensó por un momento en bajar el cristal y preguntar a un transeúnte. Pero lo pensó mejor: era demasiado peligroso, a causa de su acento. Mientras avanzaba poco el tráfico rodado, el hombre comprendió. Dos enormes semirremolques de bomberos obstruían la Quinta Avenida por la izquierda.

—¡Saben dónde está la bomba! —gruñó, con el mismo furor que le había atenazado hacía poco en Roosevelt Drive—. Llegamos demasiado tarde: ¡han cercado el barrio!

Leila avanzó unas decenas de metros hasta la Séptima Avenida. Otros vehículos de la policía la cerraban también hacia la izquierda.

—Se acabó, Kamal. Demos media vuelta y huyamos. En cuanto encuentren a Whalid, descubrirán nuestra identidad. La policía vigilará todos los puestos fronterizos y nos atrapará.

Su hermano miraba hacia delante, crispadas las manos sobre el tablero del coche.

Leila giró a la derecha para entrar en la Séptima Avenida. Tenían que salir del embotellamiento, mientras estuviesen a tiempo de hacerlo. Apenas habían recorrido cien metros, cuando su hermano le asió la muñeca.

—¡Párate aquí! Voy a bajar.

—¡Estás loco, Kamal!

—¡Para, te he dicho! Continuaré a pie.

Abrió la portezuela antes de que el coche se hubiese parado del todo.

—Huye hacia el Norte, lo más deprisa que puedas —dijo—. ¡Que al menos vuelva a casa uno de nosotros!
Ma salameh
, Leila. Iré hasta el fin,
Inch Allah!

Saltó a la calzada y se perdió entre la multitud.

Llevando del brazo a su mujer, Abe Stern entró en el gran salón adornado con guirnaldas, cintas y ramos de muérdago y de acebo. Un enorme abeto de Navidad, resplandeciente de luces, se erguía en medio de la sala. A su pie se alzaba una montaña de paquetes de todos los colores. Dirigidos por los delegados sindicales del personal del Ayuntamiento, unos cincuenta niños de seis a quince años, escogidos entre los más aprovechados de sus colegios, exclamaron a coro:

—¡Feliz Navidad y feliz aniversario, excelencia!

Abrumado por la fatiga y la emoción, el viejo se detuvo, cobró aliento y respondió con todas su fuerzas:

—¡Feliz Navidad para todos vosotros!

Después, como un Rey Mago repartiendo sus regalos a los hijos de su tribu, empezó la distribución de los obsequios. Mientras veía desfilar aquellos rostros jóvenes, llenos de vida y de alegría, le acometió una convicción que se hacia más fuerte por momentos. No pudiendo aguantar más, llamó a su esposa.

—Sustitúyeme unos instantes, Esther. Tengo que hacer una llamada por teléfono.

Con la gorra hundida hasta los ojos y levantado el cuello de su chaqueta, Kamal Dajani apretó el paso. «No cabe duda: la policía nos busca. Un vecino debió de oír el disparo de Whalid y avisar a los sabuesos. ¡No debí salir del almacén! Quise salvar mi piel. También yo soy un cobarde. Tengo que pasar; es preciso. Pero, ¿cómo escabullirme a través de esas barreras? ¿Disfrazándome? ¿Robando a alguien sus papeles? ¡Qué importa, con tal de que pueda pasar! —Palpó en el bolsillo su Smith & Wesson y la casete grabada en Trípoli—. ¡Debo llegar a toda costa hasta la bomba!»

Se detuvo para orientarse. Estaba en la Séptima Avenida, en la esquina con la calle 16. El almacén se hallaba, pues, a menos de cuatrocientos metros a la izquierda. Entonces oyó el aullido de una sirena detrás de él. Instintivamente, encogió la cabeza y reanudó su marcha. No era más que una ambulancia, con el nombre de Saint Vincent Hospital pintado en grandes letras rojas en los costados. La idea fue como un relámpago: «¡He aquí mi oportunidad!
Allah Akbar!
»

Corrió hasta la calle 18. La ambulancia estaba allí, detenida a unas decenas de metros delante de él. El chófer y un enfermero bajaron una camilla y entraron en una casa. En una fracción de segundo, el palestino organizó su plan. Corrió, llegó hasta la ambulancia, cerró de golpe la puerta de atrás y saltó al asiento del conductor. El motor estaba en marcha. «¡La sirena! ¿Dónde está el botón de la sirena? ¡Necesito la sirena para franquear la barrera!» Estaba probando en vano todos los interruptores del tablero, cuando llegó corriendo el chófer de la ambulancia, avisado por un transeúnte. El hombre trató de abrir la portezuela. Kamal puso primera y arrancó.

—¡Claro! Fue aquí donde nos despistamos —rugió Angelo Rocchia, golpeando el volante de su Chevrolet—, ¡Mira, pequeño!

Mostraba a Jack Rand la señal de dirección prohibida al otro lado del cruce. A partir de allí no se podía seguir circulando en la misma dirección por Christopher Street.

—¡Es muy sencillo! Los árabes no podían continuar en sentido recto hacia la Quinta Avenida. Tuvieron que girar a la izquierda allí, en Greenwich Avenue. Por consiguiente, ¡debieron de esconder su bomba por ahí!

Angelo viró a la izquierda y se mezcló a poca velocidad en el tráfico de Greenwich Avenue. Los dos policías estaban examinando las fachadas y los transeúntes cuando crepitó el radioteléfono:

«¡Llamada a todas las patrullas de Manhattan centro! ¡Busquen ambulancia número 435 del hospital Saint Vincent, que acaba de ser robada delante del 362 de la calle 18 Oeste!»

Rand manifestó su disgusto: ¡Una ciudad en que incluso se roban ambulancias…!

Kamal Dajani había encontrado el botón de la sirena. Al aparecer la ruidosa ambulancia, el coche de policía que cerraba la entrada de Hudson Street calle paralela al río, hizo marcha atrás para abrirle paso. El palestino entró en la zona prohibida. «¡Has perdido, Whalid! —se regocijó con el rostro bañado en sudor—. ¡He pasado!»

Sabia perfectamente dónde estaba, pues seguía ahora el mismo itinerario que tantas veces había estudiado para transportar la bomba desde los
docks
de Brooklyn hasta el local alquilado por Leila. Recorrió trescientos metros, giró a la izquierda y entró en Christopher Street, vio el sitio donde había patinado y chocado con un coche estacionado y siguió calle arriba hasta el punto en que se convertía en dirección prohibida.

Exactamente el mismo camino que acababan de hacer Angelo y Rand.

Encerrado en el despacho de su residencia, el alcalde de Nueva York garrapateaba febrilmente unas palabras en una hoja de papel. ¡Oh, no iba a hacer ningún discurso! Sólo decir a la gente que huyese de la ciudad sin perder un momento, sin llevarse nada. Pedirles que conservasen la sangre fría. Recomendarles, sobre todo, que huyesen hacia el Norte y hacia Jersey, para librarse de los residuos de la nube nuclear.

«Nunca me perdonarán lo que voy a hacer —se decía—. Pero aquí en mi casa, en mi ciudad amenazada de destrucción el responsable soy yo, no el presidente. No puedo andarme con más rodeos. No dejaré que perezcan los habitantes de Nueva York sin darles una oportunidad de salvarse.»

Delante de él estaba el micro de la familiar «línea nº 1000», que le permitía ponerse inmediatamente en contacto con sus conciudadanos. Soltó el sistema de seguridad y puso el contacto. Y se disponía a lanzar su llamada cuando un
Fed
irrumpió en la estancia.

—Soy el agente federal John Marvel, excelencia. ¿Piensa usted avisar a la población?

—¡No se meta en esto! —rugió Stern, lívido de furor—. ¡Yo soy el alcalde!

Sin perder la calma, el
Fed
desconectó el micro.

—Crea que lo lamento infinitamente, Excelencia; pero tengo orden de impedírselo.

La radio no paraba de lanzar mensajes. La jefatura, los coches patrulla, los puestos de las barreras, los motoristas, los policías de a pie con sus
walkie-talkies
, los propios bomberos, todo el mundo se desgañitaba en una cacofonía que parecía tomada de una superproducción en sonido estereofónico. De pronto, Angelo aguzó el oído. Una voz dominaba las demás.

«¡Atención, central! Aquí, patrulla 107. Tengo conmigo al conductor de la ambulancia robada. ¡Ha reconocido formalmente al ladrón en la foto del árabe que buscamos!»

—¿Has oído, hijito? —dijo Angelo, metiéndose un cacahuete en la boca—. ¡No le faltan agallas a ese tipo!

Acababa de hacer esta observación cuando sonó una sirena detrás de él. Apretó el pedal del freno y se volvió. Vio, a cincuenta metros, una ambulancia que giraba a la izquierda en Greenwich Avenue, para entrar en una de las calles que él acababa de cruzar.

—¡Ahí está! —gritó, apretando el acelerador para lanzar su Chevrolet en un espectacular slalom marcha atrás.

Rand había cogido ya el radioteléfono.

—¡Central! ¡Central! Aquí Romeo 14…

No pudo decir más. Angelo había arrancado el cable. Rand contempló, pasmado, el trozo de hilo que pendía del auricular y se preguntó si Angelo se había vuelto loco. Al recobrarse de su estupor, exclamó:

—¡Angelo! Hay que avisar al puesto de mando, decirles que hemos visto la ambulancia, que envíen refuerzos: la brigada de explosivos, tiradores de precisión; ¡y que pongan cerco al sector! ¡No podemos ir solos, Angelo!

Rocchia había llegado va a la calle por la que se había metido el árabe. Vio que la ambulancia se había detenido a unos doscientos metros de distancia. Aún tenía el faro giratorio encendido. Angelo aminoró la marcha y apoyó una mano en el brazo de Rand. Había acabado por apreciar al joven
Fed
de principios tan estrechos como sus corbatas. Hacían falta hombres como él; si no, ¡menudo burdel! sería la policía!

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