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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

El redentor (8 page)

BOOK: El redentor
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El hombre que estaba sentado en la mesa contigua a la de Harry se había quedado petrificado en mitad de una reverencia exagerada. Tenía la cabeza a escasos centímetros de la mesa y sujetaba un papel de fumar entre los dedos mugrientos. En la mesa había unas colillas vacías.

Harry miró la espalda uniformada de una mujer diminuta que cambiaba las velas consumidas en una pequeña mesa donde había cuatro portarretratos. Tres de ellos contenían fotografías de una persona; el cuarto, solo una cruz y un nombre, sobre un fondo blanco. Harry se levantó y se acercó a la mesa.

—¿Qué es esto? —preguntó.

No sabía si era por la nuca esbelta y la suavidad de sus movimientos, o por el cabello liso y negro como la noche y de un brillo anormal, pero el caso es que antes de que se diese la vuelta, a Harry le pareció estar observando un gato. La impresión se intensificó, pues aquella cara pequeña lucía una boca desproporcionadamente grande y una nariz que solo era visible como una elevación imperativa, como los personajes de los tebeos japoneses de Harry. Pero, sobre todo, fue por los ojos. No podía explicarlo, pero aquello le olía mal.

—Noviembre —contestó ella.

Tenía una voz pausada, grave y templada de contralto que hizo que Harry se preguntara si era natural o si se esforzaba por hablar de aquella forma. Había conocido a mujeres que hacían eso, que cambiaban de voz como otros cambian de ropa. Una voz para casa, otra para causar una buena primera impresión y para la vida social, una tercera para la noche y la intimidad.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Harry.

—Nuestros fallecimientos ocurren en noviembre.

Harry miró las fotos y se dio cuenta de a qué se refería.

—¿Cuatro? —dijo en voz muy baja. Delante de una de las fotos había una carta escrita a lápiz con caligrafía vacilante.

—Hay un promedio de un cliente muerto a la semana. Cuatro es bastante normal. El recordatorio tiene lugar el primer miércoles de cada mes. ¿Hay alguien…?

Harry negó con la cabeza. «Mi querido Odd», empezaba la carta. «Nada de flores».

—¿Te puedo ayudar en algo? —preguntó ella.

Harry pensó que quizá no tuviese otras voces en su repertorio, solo aquel tono grave y agradable.

—Per Holmen… —empezó Harry, pero no estaba seguro de cómo continuar.

—Sí, pobre Per. Celebraremos un recordatorio por su alma en enero.

Harry asintió con la cabeza.

—El primer miércoles.

—Eso es. Eres bienvenido, hermano.

«Hermano…» Pronunció aquella palabra con una facilidad natural, como un aditamento sobreentendido de la frase que apenas hubiese articulado. Hubo un momento en que Harry casi la creyó.

—Soy investigador policial —dijo Harry.

La diferencia de altura entre ambos era tan notable que la mujer tuvo que echar la cabeza hacia atrás para verlo mejor.

—Es posible que te haya visto antes, pero hace mucho tiempo.

Harry asintió con la cabeza.

—Quizá haya pasado por aquí, pero yo no te recuerdo.

—Trabajo media jornada. El resto del tiempo estoy en el Cuartel General del Ejército de Salvación. ¿Trabajas en estupefacientes?

Harry negó con la cabeza.

—Homicidios.

—¿Homicidios? Pero a Per no lo…

—¿Podemos sentarnos un rato?

Ella miró, vacilante, a su alrededor.

—¿Estás muy ocupada?

—Todo lo contrario, esto está inusualmente tranquilo. En un día normal servimos mil ochocientas rebanadas de pan. Pero hoy es el día de pago de la pensión.

Llamó a uno de los chicos que estaban detrás del mostrador, que le aseguró que la sustituiría. De paso, Harry se quedó con su nombre. Martine. La cabeza del hombre del papel de fumar vacío había descendido unos centímetros más.

—Hay un par de cosas que no me cuadran —dijo Harry una vez hubieron tomado asiento—. ¿Qué clase de persona era?

—Es difícil decirlo —suspiró ella al reparar en la expresión inquisitiva de Harry—. Cuando se ha sido toxicómano durante tantos años como lo fue Per, el cerebro queda tan dañado que es difícil apreciar la personalidad. La necesidad de colocarse lo domina todo.

—Eso lo entiendo, pero yo me refiero… para la gente que lo conocía bien…

—Lo siento. Puedes preguntarle al padre de Per qué quedaba de la personalidad de su hijo. Él vino varias veces a recogerlo. Al final, se dio por vencido. Dijo que Per había empezado a actuar de una forma amenazante porque guardaban bajo llave todas las cosas de valor cuando él iba a casa. Me pidió que cuidara del chico. Le dije que haríamos todo lo posible, pero que no podíamos prometer un milagro. Y tampoco lo conseguimos…

Harry la miró. En aquel rostro no se leía más que la resignación habitual de un trabajador social.

—Tiene que ser un infierno —dijo Harry rascándose la pantorrilla.

—Sí, supongo que hay que ser adicto para entenderlo del todo.

—Me refería a ser padre.

Martine no contestó. Un chico con un plumón roto se había sentado en la mesa de al lado. Abrió una bolsa de plástico transparente y volcó un montón de tabaco seco de lo que sin duda fueron cientos de colillas. El montón cubría tanto el papel de fumar como los dedos negros del chico.

—Feliz Navidad —murmuró el joven y abandonó la mesa con los andares de viejo propios de los drogatas.

—¿Qué es lo que no te cuadra? —preguntó Martine.

—Según el resultado de los análisis de sangre, estaba casi limpio —explicó Harry.

—¿Y qué?

Harry miró al hombre de la mesa vecina. Intentaba desesperadamente liarse un pitillo, pero los dedos se negaban a obedecerle. Por la mejilla parduzca le rodaba una lágrima.

—Sé algunas cosas del asunto ese de colocarse —dijo Harry—. ¿Sabes si debía dinero?

—No. —Su respuesta fue contundente. Tan contundente que Harry ya se imaginaba la respuesta a su siguiente pregunta.

—Pero a lo mejor podrías…

—No —lo interrumpió ella—. No puedo atosigarlos con preguntas. Mira, nadie más se preocupa por estas personas y yo estoy aquí para ayudar, no para perseguirlos.

Harry se quedó mirándola.

—Tienes razón. Siento haber preguntado. No se volverá a repetir.

—Gracias.

—Solo una última pregunta.

—Adelante.

—¿Querrías…? —Harry vaciló, pensó que estaba a punto de cometer un error—. ¿Me creerías si te dijera que me preocupo?

Ella ladeó la cabeza escrutando a Harry.

—¿Debería?

—Bueno. Estoy investigando un caso que para todo el mundo no es más que el suicidio de una persona por la que nadie se preocupaba.

Ella no contestó.

—Buen café. —Harry se levantó.

—Que aproveche —dijo ella—. Y que Dios te bendiga.

—Gracias —dijo Harry y, para su asombro, notó que le ardían los lóbulos de las orejas.

Al salir, Harry se detuvo delante del guarda y se dio la vuelta, pero ella ya había desaparecido.

El chico de la sudadera con capucha le ofreció una bolsa de plástico verde con la merienda del Ejército de Salvación, pero él le respondió que no, gracias, se resguardó bajo el abrigo y salió a la calle, donde el sol se batía ya en rojiza retirada sobre el fiordo de Oslo. Se fue andando hacia el río Akerselva. Cerca del Eika, el célebre roble próximo al río, había un chico en medio del montón de nieve con la manga de un plumón roto subida y una jeringa colgándole del antebrazo. Sonreía mientras parecía mirar a través de Harry y de aquella niebla helada que se vertía sobre Grønland.

6

L
UNES, 14 DE DICIEMBRE

H
ALVORSEN

A Pernille Holmen se la veía aún más pequeña sentada en aquel sillón de la calle Fredensborgveien mientras miraba fijamente a Harry con sus ojos grandes y llorosos. En el regazo tenía un marco de cristal con una fotografía de su hijo Per.

—En esta tenía nueve años —dijo.

Harry tuvo que tragar saliva. En parte, porque ningún niño de nueve años ataviado con un chaleco salvavidas creería que va a terminar sus días en un contenedor con una bala en la cabeza. Y en parte, también, porque la fotografía le hizo pensar en Oleg, que a veces le llamaba «papá». Harry se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que llamase «papá» a Mathias Lund-Helgesen.

—Birger, mi marido, solía salir en busca de Per cuando llevaba varios días sin aparecer —explicó ella—. Pero yo le rogué que dejase de hacerlo: ya no soportaba tener a Per en casa.

A Harry le llamó la atención la última frase.

—¿Por qué no?

Harry se había dejado caer por allí sin avisar y, cuando llamó al timbre, la mujer le advirtió que Birger Holmen estaba en la funeraria.

—¿Has convivido alguna vez con un drogadicto? —se lamentó la mujer.

Harry no contestó.

—Robaba todo lo que pillaba. Lo aceptamos. Es decir, Birger lo aceptó, él es el más cariñoso de los dos. —Hizo una mueca que Harry interpretó como una sonrisa—. Siempre defendía a Per. Hasta este otoño, cuando Per me amenazó.

—¿Te amenazó?

—Sí. De muerte. —Miraba fijamente la foto mientras frotaba el cristal, como si se hubiera ensuciado—. Una mañana, Per llamó a la puerta, y yo no quise dejarle entrar, porque estaba sola. Lloraba e imploraba, pero yo ya había pasado por eso antes, así que me mantuve firme. Regresé a la cocina y me senté. No sé cómo entró, pero, de repente, lo tenía allí delante pistola en ristre.

—La misma pistola que…

—Sí. Sí, eso creo.

—Continúa.

—Me obligó a abrir el armario donde guardaba las joyas. Es decir, las pocas joyas que me quedaban; él ya se lo había llevado casi todo. Y luego se marchó.

—¿Y tú?

—¿Yo? Me desmayé. Birger llegó y me llevó al hospital —resopló—. Y allí se negaron a darme más pastillas. Decían que ya había tomado suficientes.

—¿Qué clase de pastillas?

—¿Tú qué crees? Tranquilizantes. ¡Imagínate! Cuando tienes un hijo que te tiene despierta toda la noche por temor a que vuelva… —Enmudeció y se llevó el puño a la boca. Se le llenaron los ojos de lágrimas y susurró algo en voz tan baja que Harry a duras penas logró entender las palabras—: Se te quitan las ganas de vivir…

Harry miró el bloc de notas. Estaba en blanco.

—Gracias —dijo.


One night, is that correct, sir
? La recepcionista del Scandia Hotel, situado en las inmediaciones de la Estación Central de Oslo, se dirigió a él sin levantar la vista de la reserva que aparecía en la pantalla del ordenador.


Yes
—confirmó el hombre.

La recepcionista reparó en el abrigo de color marrón claro que llevaba. Pelo de camello. Alguna imitación.

Las largas uñas de la mujer, pintadas de rojo, se deslizaban sobre el teclado como cucarachas asustadas. Imitaciones de camello en la Noruega invernal. ¿Por qué no? Había visto fotos de camellos en Afganistán, y su novio decía en sus cartas que allí podía hacer tanto frío como en Noruega.


Will you pay by VISA or cash, sir
?


Cash
. Dejó sobre el mostrador el formulario de registro junto con un bolígrafo y pidió que le enseñase el pasaporte.


No need
—contestó él—.
I will pay now
.

Hablaba inglés casi como un británico, pero había algo en su forma de pronunciar las consonantes que le hizo pensar en algún país de Europa del Este.

—Tengo que ver su pasaporte de todos modos,
sir
. Normas internacionales.

Él asintió con la cabeza y le entregó un billete de mil nuevecito y el pasaporte.
¿Republika Hrvatska
? Uno de los nuevos países del Este, seguramente. Le dio la vuelta, puso el billete de mil en la caja, y se dijo que debía examinarlo bajo la luz en cuanto el cliente se marchara. Intentaba mantener cierto nivel de vida, aunque debía admitir que, de momento, trabajaba en uno de los hoteles más modestos de la ciudad. Y aquel cliente no parecía un estafador, sino más bien un… Bueno, ¿qué parecía? Le entregó la llave digital y le dio toda una charla sobre la planta, el ascensor, el horario de desayuno y la hora de salida.


Will there be anything else, sir
? —preguntó con voz cantarina, consciente de que tanto su inglés como su atención para con el cliente eran demasiado buenas para aquel hotel. No tardarían mucho en trasladarla a un puesto mejor. Y si eso no fuera posible, dejaría de ser tan atenta con los clientes.

Él se aclaró la voz antes de preguntar dónde estaba el
phone booth
más cercano.

Ella le explicó que podía llamar desde la habitación, pero él negó con la cabeza.

Trató de hacer memoria. El teléfono móvil había hecho desaparecer con suma eficacia la mayoría de las cabinas telefónicas de Oslo, pero estaba casi segura de que había una muy cerca, en la plaza de Jernbanetorget. Pese a que se encontraban a solo unos cien metros de distancia, sacó un pequeño plano y le dio las señas pertinentes. Como hacían en el Radisson y en los hoteles Choice. Cuando levantó la vista para comprobar que la había entendido, se sintió algo desconcertada por un momento, sin saber por qué.

—¡Venga, Halvorsen, somos nosotros contra ellos!

Harry gritó su saludo matutino al irrumpir en su despacho compartido.

—Dos mensajes —anunció Halvorsen—. Debes presentarte en el despacho del nuevo jefe de grupo. Y ha llamado una mujer preguntando por ti. Tenía una voz muy agradable.

—Ah, ¿sí? —Harry lanzó el abrigo en dirección al perchero de pie. La prenda aterrizó en el suelo.

—Vaya —exclamó Halvorsen—. ¿Por fin lo has superado?

—¿Cómo dices?

—Vuelves a lanzar la ropa al perchero. Y dices eso de «nosotros contra ellos». No hacías nada de eso desde que Rakel te de…

Halvorsen enmudeció en cuanto reparó en la mirada de advertencia que le lanzaba su colega.

—¿Qué quería la mujer?

—Dejarte un mensaje. Se llamaba… —Halvorsen buscó entre los papelitos amarillos que tenía delante—. Martine Eckhoff.

—No la conozco.

—Del Ejército de Salvación, la cafetería Fyrlyset.

—¡Sí!

—Dijo que fuiste a indagar un poco por allí. Y que nadie había oído nada que indicara que Per Holmen tuviese deudas.

—¿Eso dijo? Vaya. Tal vez deba llamarla y averiguar si sabe algo más.

—Eso pensé yo, pero cuando le pedí el número de teléfono me dijo que no tenía nada más que añadir.

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