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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El regreso de Tarzán (39 page)

BOOK: El regreso de Tarzán
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—¡Hablas, Jane! —exclamó Tarzán—. ¡Has recobrado el conocimiento!

—Sí, Tarzán de los Monos —repuso la mujer, y, por primera vez en varios meses, una sonrisa de paz y felicidad animó su rostro.

—¡Gracias a Dios! —casi gritó el hombre mono. Se llegó a un claro cubierto de hierba, junto al arroyo—. Después de todo, llegué a tiempo.

—¿A tiempo? ¿Qué quieres decir? —preguntó Jane.

—A tiempo de salvarte de la muerte en aquel altar, cariño —contestó él—. ¿No te acuerdas?

—¿Salvarme de la muerte? —articuló en tono de extrañeza—. ¿No estamos muertos?

Tarzán la había tendido ya sobre la hierba del prado, con la cabeza apoyada en la raíz de un árbol gigantesco. Respondió a la pregunta de Jane retrocediendo para ver mejor el semblante de la muchacha.

—¿Muertos? —repitió, y se echó a reír—. Desde luego, tú no estás muerta y si quieres volver a la ciudad de Opar y preguntárselo a los que viven allí, te contarán que tampoco a mí me mataron hace unas pocas horas, como hubiera sido su gusto. No, cariño, los dos estamos vivos y bien vivos.

—Pero Hazel y monsieur Thuran me dijeron que te caíste al mar a muchas millas de la costa —insistió Jane, como si tratara de convencerle de que tenía que estar muerto—. Aseguraron que no cabía duda alguna de que se trataba de tu persona… y mucho menos de que pudieras haber sobrevivido o de que algún buque te rescatara del mar.

—¿Cómo puedo convencerte de que no soy un fantasma? —soltó Tarzán una carcajada—. Fui yo la persona a la que el encantador monsieur Thuran arrojó por la borda, pero no me ahogué (te lo contaré todo dentro de un momento), de modo que aquí me tienes: tan salvaje como la primera vez que me viste, Jane Porter.

La joven se puso en pie, muy despacio, y se le acercó.

—Aún no puedo creerlo —murmuró—. No es posible que tanta felicidad sea cierta después de todas las cosas horribles que me han pasado en los meses transcurridos desde que el
Lady Alice
se fue a pique.

Ante él, apoyó una mano, suave y temblorosa, en el brazo de Tarzán.

—Debo de estar soñando y luego me despertaré y veré de nuevo ese aterrador cuchillo descendiendo hacia mi corazón… Bésame, cariño, sólo una vez, antes de que se desvanezca y se pierda mi sueño para siempre.

Tarzán de los Monos no necesitó que se lo repitieran. Tomó en sus brazos y besó a la joven, no una, sino cien veces, hasta que Jane se quedó jadeante, sin aliento. Sin embargo, cuando Tarzán dejó de besarla, ella le pasó los brazos alrededor del cuello y atrajo los labios del hombre sobre los suyos una vez más.

—¿Estoy vivo, esto está sucediendo en realidad o no se trata más que de un sueño? —preguntó Tarzán.

—Si no estás vivo —repuso ella—, rezaré para morir yo también antes de despertar a la espantosa realidad de los últimos instantes que estuve despierta.

Permanecieron silenciosos unos momentos… mirándose a los ojos como si cada uno dudase de la realidad de aquella inefable dicha que inopinadamente había caído sobre ellos. El pasado, con todas sus horripilantes decepciones, se hundía en el olvido, el futuro no les pertenecía, pero el presente…. ¡Ah!, el presente era totalmente suyo. Nadie podía arrebatárselo. La muchacha fue la primera en quebrar aquel dulce silencio.

—adónde vamos, cariño? —preguntó—. ¿Qué vamos a hacer?

—¿Adónde te gustaría ir? —respondió Tarzán con otra pregunta—. ¿Qué es lo que más te gustaría hacer?

—Iré a donde vayas tú; haré lo que a ti te parezca mejor —respondió ella.

—Pero, ¿y Clayton? —recordó Tarzán. Durante un momento se había olvidado de que sobre la Tierra viviese alguien más, aparte de ellos dos—. No hemos tenido en cuenta a tu marido.

—No estoy casada, Tarzán de los Monos —protestó Jane—. Y he dejado de estar prometida en matrimonio. El día antes de que aquellas horribles criaturas me cogieran prisionera le confesé a Clayton que estaba enamorada de ti y él comprendió que me era imposible cumplir la promesa que le hice. Fue inmediatamente después de que nos salvásemos milagrosamente de un león que iba a atacarnos. —Se interrumpió bruscamente y alzó la cabeza para mirar a Tarzán, con un brillo interrogador en las pupilas. Exclamó—: ¿Fuiste tú quien hizo aquello, Tarzán de los Monos? Claro, no podía ser nadie más.

El hombre-mono bajó la mirada; se sentía avergonzado.

—¿Cómo pudiste marcharte y dejarme allí? —le reprochó Jane.

—¡No, Jane! —suplicó Tarzán—. ¡Calla, por favor! No sabes lo que he sufrido desde entonces, por la crueldad de aquel acto, ni lo que pasé entonces, primero por los celos y después por el rencor que me atormentaba a causa de un destino que no merecía. Después de aquel episodio, regresé con mi tribu de antropoides, decidido a no volver a ver jamás a ningún ser humano.

Le habló a continuación de la vida que había llevado desde que regresó a la jungla, de cómo había caído a plomo, desde la condición de parisiense civilizado hasta la índole de salvaje guerrero waziri, para descender de ésta a la de fiera selvática, el estado en que se crió.

Jane le hizo numerosas preguntas y, por último, planteó temerosamente el asunto que le había contado monsieur Thuran: las relaciones de Tarzán con aquella mujer de París. Él le contó detalladamente su existencia civilizada, sin omitir nada, ya que nada tenía de qué avergonzarse: su corazón siempre perteneció a Jane. Cuando hubo terminado, se quedó contemplando a la muchacha, como si esperase su veredicto y sentencia.

—Sabía que aquel hombre no estaba diciendo la verdad —manifestó Jane—. ¡Oh, qué ser más despreciable!

—¿No estás enfadada conmigo, pues? —inquirió Tarzán.

Y la respuesta de Jane, aunque incongruente en apariencia, no pudo ser más femenina.

—¿Es muy guapa Olga de Coude?

Tarzán se echó a reír y besó de nuevo a Jane. —Ni la décima parte que tú, cielo.

Jane dejó escapar un suspiro de placer y apoyó la cabeza en el hombro de Tarzán. Y él supo que estaba perdonado.

Aquella noche Tarzán construyó un refugio en la enramada alta de un árbol gigantesco. Allí durmió la cansada muchacha, mientras él, encaramado en una horquilla del mismo árbol, un poco más abajo, se acurrucó para protegerla, incluso durante el sueño.

Tardaron muchas jornadas en cubrir el trayecto hasta la costa. Cuando encontraban un trecho de camino fácil, avanzaban cogidos de la mano, bajo el verde dosel de la selva, como muy bien pudieron pasear por allí los remotos antepasados del hombre. Cuando la maleza se tornaba tupida y enmarañada, Tarzán cogía en sus largos brazos a Jane y la trasladaba ágilmente a través de los árboles. Y los días les resultaban demasiado cortos, porque eran felices. A no ser por el angustioso deseo de llegar cuanto antes a la playa para socorrer a Clayton, hubieran prolongado indefinidamente la dicha de aquel maravilloso viaje.

El día antes de llegar a la costa, el olfato de Tarzán detectó emanación humana: olor a hombres negros. Se lo comunicó a Jane y le advirtió que se mantuviera en silencio.

—En la selva hay pocos amigos —observó en tono seco.

Al cabo de media hora se aproximaron sigilosamente a una pequeña partida de guerreros negros que marchaban en fila india hacia el oeste. Al verlos, Tarzán emitió un grito jubiloso: era una cuadrilla de sus waziris. Entre ellos figuraba Busuli y algunos otros de los que le acompañaron a Opar. Cuando vieron a Tarzán estallaron en gritos de eufórica alegría y empezaron a bailar. Le dijeron que llevaban varias semanas buscándole.

Los negros manifestaron un asombro considerable al ver a la mujer blanca que acompañaba a Tarzán y cuando se enteraron de que se trataba de su compañera, compitieron entre sí para agasajarla. Llegaron al tosco refugio de la playa acompañados por los felices, rientes y danzarines waziris.

No se vislumbraba indicio alguno de vida, ni nadie respondió a sus llamadas. Tarzán subió rápidamente al interior de la choza construida en el árbol, sólo para reaparecer un instante después, con una lata vacía en la mano. Se la arrojó a Busuli, con el encargo de que fuese a buscar agua, y luego hizo una seña a Jane Porter, para indicarle que subiera.

Se agacharon juntos sobre el desmedrado cuerpo del que en otro tiempo había sido un apuesto aristócrata inglés. Las lágrimas afluyeron a los ojos de Jane cuando vio las resecas mejillas, los hundidos ojos y las arrugas que el sufrimiento había trazado en aquel rostro una vez joven y hermoso.

—Aún vive —dijo Tarzán—. Haremos cuanto podamos por él, pero me temo que hemos llegado demasiado tarde.

Cuando llegó Busuli con el agua, Tarzán introdujo a la fuerza unas cuantas gotas entre los cuarteados y tumefactos labios. Secó la ardorosa frente de Clayton y le lavó las esqueléticas extremidades.

Clayton abrió los ojos. La sombra de una débil sonrisa iluminó su expresión al ver a Jane inclinada sobre él. Cuando sus ojos se posaron en Tarzán, la expresión se tornó estupefacta.

—Todo va bien, muchacho —le animó el hombremono—. Te hemos encontrado a tiempo. Ahora todo se arreglará y, antes de que te des cuenta, estarás caminando por tu propio pie.

El inglés meneó la cabeza débilmente.

—Es demasiado tarde —musitó—, pero ya da lo mismo. Preferiría morir.

—¿Dónde está monsieur Thuran? —preguntó la muchacha.

—Me abandonó al agravarse mi fiebre y ponerse las cosas feas. Es un individuo satánico. Cuando le supliqué que me trajese un poco de agua porque me encontraba tan débil que no podía ir a buscarle, la bebió delante de mí, tiró al suelo la que había sobrado y se me rió en la cara.

El recuerdo de aquella escena reanimó súbitamente a Clayton con un ramalazo de vitalidad. Se incorporó, apoyándose en un codo.

—¡Sí! —casi gritó—. Viviré. ¡Viviré el tiempo suficiente para encontrar a esa bestia y matarla!

Pero aquel esfuerzo lo dejó más exhausto si cabe que antes y se derrumbó de nuevo sobre las hierbas putrefactas que, con el viejo sobretodo, habían constituido el lecho de Jane Porter.

—No te preocupes de Thuran —declaró Tartán de los Monos, y puso su mano tranquilizadora sobre la frente del enfermo—. Ese tipo es cosa mía y, no temas, le echaré el guante y lo pasará mal.

Durante largo tiempo Clayton permaneció inmóvil. En varias ocasiones, Tarzán aplicó el oído al huesudo pecho, para captar los débiles latidos de aquel corazón deteriorado y consumido. Al atardecer, Clayton se volvió a incorporar durante breves segundos.

Jane —musitó. La joven agachó la cabeza para acercarla y recibir el casi inaudible mensaje—. Me he portado mal contigo… y con él —movió débilmente la cabeza, indicando a Tarzán—. ¡Te quería tanto…! Ya sé que es una excusa muy pobre para el daño que te he causado, pero no podía soportar la idea de perderte. No te pido que me perdones. Sólo deseo hacer ahora lo que debí hacer un año atrás.

Rebuscó en el bolsillo del abrigo sobre el que estaba echado, en busca de algo que había descubierto allí durante sus accesos febriles. Sus dedos lo encontraron por fin: un trozo de arrugado papel amarillo. Se lo tendió a Jane y cuando la muchacha lo tomó, el brazo de Clayton le cayó desmayadamente sobre el pecho, se desplomó su cabeza hacia atrás y, con un estertor final, el hombre se quedó rígido e inmóvil. Tarzán de los Monos cubrió con un pliegue del abrigo el rostro de William Clayton.

Permanecieron unos instantes arrodillados allí. Los labios de Jane se movieron en silenciosa plegaria cuando se levantaron, uno a cada lado de la ahora apacible figura, los ojos del hombre-mono se cubrieron de lágrimas. A través de la angustia sufrida por su propio corazón había aprendido a compadecer las pesadumbres de los demás.

A través de sus propias lágrimas, Jane Porter leyó el mensaje que contenía el trozo de papel amarillo y, al hacerlo, sus ojos se desorbitaron. Releyó un par de veces aquellas sorprendentes palabras, antes de comprender del todo lo que significaban.

Huellas dactilares demuestran eres Greystoke. Felicidades.

D'Arnot

Tendió el papel a Tarzán.

—¿Lo supo durante todo este tiempo y no te dijo nada?

—Yo lo supe primero —respondió Tarzán—. Lo que ignoraba es que él estuviese enterado. El papel debió de caérseme aquella noche en la sala de espera. Allí fue donde me lo entregaron.

—¿Y después de eso nos dijiste que tu madre era una mona y que no llegaste a conocer a tu padre? —preguntó Jane, en tono incrédulo.

—Sin ti, cariño, el título y las propiedades no significaban nada para mí —replicó Tarzán—. Y de haberle despojado de ellos también le hubiese arrebatado la mujer que amo… ¿no lo comprendes, Jane?

Era como si intentara justificarse por un acto culpable.

Jane le tendió los brazos por encima del cadáver de Clayton y tomó entre las suyas las manos de Tarzán.

—¡Y yo me habría perdido un amor como este tuyo! —exclamó.

Capítulo XXVI
Adiós al hombre mono

A la mañana siguiente emprendieron la corta excursión hasta la cabaña de Tarzán. Cuatro waziris llevaban el cadáver del difunto inglés. Al hombre mono se le ocurrió que se debía enterrar a Clayton junto a la tumba del anterior lord Greystoke, al lado de la cabaña que éste había construido, cerca de la linde de la floresta.

Jane Porter opinó que era una idea excelente y en el fondo de su corazón se maravilló de la exquisita delicadeza espiritual de aquel hombre admirable que, pese a que lo criaron animales y entre animales vivió toda su infancia y juventud, poseía la ternura y el sentido caballeresco que suele asociarse con la elegancia refinada de la más distinguida civilización.

Habrían cubierto unos cinco kilómetros de los ocho que los separaban de la playa de Tarzán, cuando el waziri que encabezaba la marcha se detuvo en seco y señaló con gesto de asombro a una extraña figura que se aproximaba a ellos por la costa. Era un hombre tocado con una chistera brillante y que avanzaba despacio, con las manos entrelazadas a la espalda, bajo los faldones de su larga y negra levita.

Al verle, Jane Porter lanzó un grito de alegre sorpresa y echó a correr a su encuentro. Era un hombre anciano que, al oír la voz de la joven, alzó la cabeza y, cuando vio quién se le acercaba, soltó a su vez una exclamación de alivio y felicidad. Mientras el profesor Arquímedes Q. Porter estrechaba a su hija entre los brazos, las lágrimas de dicha se deslizaron por su curtido y viejo semblante y tuvieron que transcurrir varios minutos antes de que pudiera dominar su emoción lo suficiente como para poder hablar.

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