Read El restaurante del Fin del Mundo Online
Authors: Douglas Adams
—Mira— dijo Ford—, te lo explicaré.
Cogió una servilleta de la mesa y manipuló torpemente con ella.
—Mira— repitió—, imagínate que esta servilleta, ¿eh?, es el Universo temporal, ¿eh? Y que esta cuchara es un medio transduccional de la materia curva...
Le costó mucho decir la última frase, y Arthur no quería interrumpirle.
—Esa es la cuchara con que yo estaba comiendo— protestó.
—Muy bien— dijo Ford—, imagínate que
esta
cuchara...— encontró una cucharita de madera en una bandeja de salsas—, esta cuchara...— pero le resultaba muy difícil sacarla— no, mejor aún, que este tenedor...
—¡Eh! ¿Quieres dejar mi tenedor?— saltó Zaphod.
—De acuerdo— dijo Ford—, muy bien, muy bien. ¿Por qué no suponemos..., por qué no suponemos que esta copa de vino es el Universo temporal...?
—¿Cuál, la que acabas de tirar al suelo?
—¿La he tirado?
—Sí.
—Muy bien— dijo Ford—, olvídalo. Es decir..., o sea, mira... ¿tú sabes... sabes cómo surgió realmente el Universo por pura casualidad?
—Me parece que no— dijo Arthur, que deseó no haberse embarcado nunca en nada de aquello.
—Muy bien— dijo Ford—. Imagínate lo siguiente. Bien. Tienes una bañera. Una bañera grande y redonda. Es de ébano.
—¿Y de dónde la he sacado?— dijo Arthur—. Los vogones destruyeron Harrods.
—No importa.
—Eso dices siempre.
—Escucha.
—Muy bien.
—Tienes esa bañera, ¿ves? Imagínate que la tienes. Es de ébano. Y de forma cónica.
—¿Cónica?— dijo Arthur—. ¿Qué clase de...?
—¡Chsss!— dijo Ford—. Es cónica. Así que mira, lo que haces es llenarla de arena fina y blanca, ¿vale? O de azúcar. Arena blanca y fina, y/o azúcar. Cualquiera de las dos cosas. No importa. Azúcar está bien. Y cuando esté llena, quitas el tapón... ¿Me estás escuchando?
—Te escucho.
—Quitas el tapón, y todo se va por el desagüe haciendo remolinos, ¿comprendes?
—Comprendo.
—No lo comprendes. No entiendes nada en absoluto. Todavía no he llegado al truco. ¿Quieres saber cuál es el truco?
—Dime el truco.
Ford pensó un momento, tratando de recordar cuál era el truco.
—El truco es el siguiente— anunció—. Lo filmas todo.
—Buen truco.
—Ese no es el truco. El truco es éste... ahora recuerdo que éste es el truco. El truco consiste en que luego rebobinas la película en el proyector... ¡al revés!
—¿Al revés?
—Sí. El verdadero truco consiste en rebobinarla al revés. Luego te sientas a verla, y parece que todo surge en espiral del desagüe y llena el baño. ¿Entiendes?
—¿Y así es como empezó el Universo?— inquirió Arthur.
—No— dijo Ford—, pero es una buena forma de descansar. Buscó su copa de vino.
—¿Dónde está mi copa de vino?— preguntó.
—En el suelo.
—Ah.
Al echarse hacia atrás en la silla para buscarla, Ford tropezó con el camarero verde de corta estatura, que iba a dejar en la mesa un teléfono portátil.
Ford se disculpó con el camarero, explicándole que estaba sumamente borracho.
El camarero dijo que estaba muy bien y que lo entendía perfectamente.
Ford agradeció al camarero su indulgencia y amabilidad, trató de retirarse de la frente un mechón de pelo, falló por quince centímetros y se escurrió debajo de la mesa.
—¿Mister Zaphod Beeblebrox?— preguntó el camarero.
—Humm, ¿sí?— dijo Zaphod, levantando la vista de su tercer filete.
—Hay una llamada para usted.
—¿Qué, cómo?
—Le llaman por teléfono, señor.
—¿A mí? ¿Aquí? Pero ¿quién sabe dónde estoy?
Una de sus cabezas se embaló. La otra siguió disfrutando amorosamente de la comida que engullía en grandes cantidades.
—Me disculparás si sigo, ¿verdad?— dijo la cabeza que comía, sin dejar de masticar.
Andaba persiguiéndole tanta gente, que había perdido la cuenta. No debería haber hecho una entrada tan llamativa. ¡Y por qué no, demonio!, pensó. ¿Cómo sabes que te estás divirtiendo si no hay nadie que vea lo bien que te lo pasas?
—A lo mejor le ha dado el soplo alguien de aquí a la policía galáctica— sugirió Trillian—. Todo el mundo te vio entrar.
—¿Quieres decir que quieren detenerme por teléfono?— dijo Zaphod—. Puede ser. Cuando estoy acorralado, soy un tío muy peligroso.
—Sí— dijo una voz desde debajo de la mesa—; te deshaces en pedazos tan de prisa, que la gente resulta herida por la metralla.
—Oye, ¿es que hoy es el Día del juicio?— saltó Zaphod.
—¿También vamos a presenciar el Juicio Final?— preguntó Arthur, nervioso.
—Yo no tengo prisa— murmuró Zaphod—. Muy bien, ¿quién es el tío que está al teléfono?— Dio una patada a Ford y le dijo—: Levanta de ahí, chaval, puedo necesitarte.
—Yo no conozco personalmente al caballero de metal en cuestión, señor— dijo el camarero.
—¿De metal?
—Sí, señor. He dicho que no conozco personalmente al caballero de metal en cuestión...
—Muy bien, sigue.
—Pero tengo noticia de que ha estado esperando su regreso durante un número considerable de radenios. Parece que usted le dejó aquí con cierta precipitación.
—¿Que le dejé a
quí
?— exclamó Zaphod—. ¿Te encuentras bien? Si acabamos de llegar.
—Desde luego, señor— insistió tercamente el camarero—, pero antes de llegar, señor, tengo entendido que usted se marchó de aquí.
Zaphod lo pensó con un cerebro, Y luego con el otro.
—¿Estás diciendo— preguntó— que antes de que llegáramos aquí, nos marchamos de este lugar?
Esta noche va a ser larga, pensó el camarero.
—Exactamente, señor.
—Paga a un psicoanalista con el dinero para emergencias, muchacho— le aconsejó Zaphod.
—No, espere un momento— dijo Ford, emergiendo de nuevo al nivel de la mesa—; ¿dónde es exactamente
aquí
?
—Para ser absolutamente preciso, señor, es el Mundo Ranestelar B.
—Pero si acabamos de marcharnos de allí— protestó Zaphod—; nos fuimos de allí y vinimos al Restaurante del Fin del Mundo.
—Sí, señor— dijo el camarero, sintiendo que ya se encontraba en la recta final y que iba bien—, el uno se construyó sobre las ruinas del otro.
—¡Ah!— exclamó animadamente Arthur—. Quiere decir que hemos viajado en el tiempo pero no en el espacio.
—Escucha, mono semievolucionado— le cortó Zaphod—, ¿por qué no haces el favor de subirte a un árbol?
Arthur montó en cólera.
—Ve a golpearte las cabezas una contra otra, cuatro ojos— recomendó a Zaphod.
—No, no— dijo el camarero a Zaphod—. Su mono lo ha entendido bien, señor. Arthur tartamudeó furioso y no dijo nada coherente ni a derechas.
— Dieron ustedes un salto hacia delante de..., según mis cálculos, de quinientos setenta y seis mil millones de años sin moverse del mismo sitio— explicó el camarero. Sonrió. Tenía la sensación maravillosa de haber ganado en contra de lo que parecía una desventaja insuperable.
—¡Eso es!— exclamó Zaphod—. Ya lo entiendo. Dije al ordenador que nos llevara a comer al sitio más cercano, y eso es precisamente lo que hizo. Si quitamos o ponemos quinientos setenta y seis mil millones de años, o los que sean, nunca nos hemos movido. Muy hábil.
Todos convinieron en que era muy hábil.
—Pero ¿quien es el tío que está al teléfono?— preguntó Zaphod.
—¿Qué le pasó a Marvin?— preguntó Trillian.
Zaphod se llevó las manos a las cabezas.
—¡El Androide Paranoide! Lo dejé abatido en Ranestelar B.
—¿Cuándo fue eso?
—Pues supongo que hace quinientos setenta y seis mil millones de años— dijo Zaphod—. Oye, humm..., pásame el aparato, jefe de bandejas.
Las cejas del pequeño camarero vagaron confundidas por su frente.
—¿Cómo dice, señor?— preguntó.
—El teléfono, camarero— dijo Zaphod, arrancándoselo de las manos—. Mira, tío, los camareros estáis tan atrasados, que no sé cómo os las arregláis.
—Desde luego, señor.
—Qué hay, ¿eres tú, Marvin?— dijo Zaphod por el teléfono—. ¿Qué tal estás, muchacho?
Hubo una larga pausa antes de que se oyera una voz muy tenue por el auricular.
—Creo que deberías saber que estoy muy deprimido— dijo. Zaphod tapó el teléfono con la mano.
—Es Marvin— anunció—. Hola, Marvin— volvió a decir al teléfono—. Nos lo estamos pasando estupendamente. Comida, vino, algunos insultos personales y el Universo a punto de esfumarse. ¿Dónde podemos recogerte?
Hubo otra pausa.
—No tienes que fingir que sientes algún interés por mí, ¿sabes?— dijo Marvin al fin—. Sé perfectamente que sólo soy un robot doméstico.
—Bueno, bueno— dijo Zaphod—; pero ¿dónde estás?
—«Marcha atrás a la fuerza propulsara primaria, Marvin», me dicen. «Abre la esclusa neumática número tres, Marvin. ¿Puedes recoger ese trozo de papel, Marvin?» ¡Que si puedo recoger un trozo de papel! De modo que tengo un cerebro del tamaño de un planeta y me piden que...
—Sí, sí— dijo Zaphod en un tono que apenas sugería comprensión.
—Pero estoy muy acostumbrado a que me humillen— dijo Marvin con voz monótona—. Si quieres, incluso puedo meter la cabeza en un cubo de agua. ¿Quieres que vaya a meter la cabeza en un cubo de agua? Tengo uno preparado. Espera un momento.
—Esto... oye, Marvin— le interrumpió Zaphod. Pero ya era demasiado tarde: por el teléfono oyó un sonido metálico y gorgoritos melancólicos.
—¿Qué dice?— preguntó Trillian.
—Nada— dijo Zaphod—. No ha llamado más que para lavarse la cabeza ante nosotros.
—Ahí tienes— dijo Marvin, burbujeando un poco por el teléfono—, espero que te sientas satisfecho...
—Sí, sí— dijo Zaphod—. ¿Y ahora quieres decirnos dónde estás, por favor?
—Estoy en el aparcamiento— respondió Marvin.
—¿En el aparcamiento?— dijo Zaphod—. ¿Qué estás haciendo allí?
—Aparcando vehículos. ¿Qué otra cosa puedo hacer en un aparcamiento?
—Muy bien, quédate ahí, bajaremos en seguida.
Con un solo movimiento, Zaphod se puso en pie de un brinco, soltó de golpe el teléfono y escribió en la cuenta: «Hotblack Desiato.»
—Venga, chicos— dijo—. Marvin está en el aparcamiento. Vamos abajo.
—¿Qué está haciendo en el aparcamiento?— preguntó Arthur.
—Aparcando vehículos, ¿qué, si no? ¡Toma!
—Pero ¿qué pasará con el Fin del Mundo? Nos vamos a perder el gran acontecimiento.
—Yo ya lo he visto. Es una tontería— dijo Zaphod—. No es más que un guirigay disparatado.
—¿Un qué?
—Lo contrario de una gran explosión. Venga, démonos prisa.
Pocos comensales les prestaron atención cuando se abrieron paso hacía la salida del restaurante. Tenían los ojos fijos en el horror del cielo.
—Es un efecto interesante de observar— decía Max—; allí, en el cuadrante superior izquierdo del cielo, donde si se fijan con atención, podrán ver que el sistema estelar de Hastromil está hirviendo hasta llegar al ultravioleta. ¿Hay aquí alguien de Hastromil?
Hubo un par de vítores dudosos por la parte del fondo.
—Bueno— prosiguió Max, rebosante de alegría—, ya es muy tarde para preocuparse por si han dejado el gas encendido.
El vestíbulo de recepción estaba casi vacío, pero no obstante Ford se abrió paso por él a fuerza de bandazos.
Zaphod lo agarró firmemente del brazo y logró introducirlo en un cubículo que se abría a un lado del recibidor.
—¿Qué le estás haciendo?— preguntó Arthur.
—Poniéndole sobrio— dijo Zaphod, metiendo una moneda en una ranura. Destellaron unas luces y hubo un remolino de gases.
—Hola— dijo Ford, saliendo del cubículo un momento después—, ¿a dónde vamos?
—Abajo, al aparcamiento. Vamos.
—¿Qué me dices de los Teleportes del Tiempo personales?— inquirió Ford—. Volvamos derechos al
Corazón de Oro
.
—Sí, pero estoy harto de esa nave. Que se la quede Zarniwoop. No quiero participar en sus juegos. A ver qué encontramos.
Uno de los Alegres Transportadores Verticales de Personas, de la Compañía Cibernética Sirius los bajó a los sustratos más profundos del Restaurante. Se alegraron al ver que le habían causado destrozos y no trataba tanto de hacerlos felices como de llevarlos abajo.
Al llegar al fondo, se abrieron las puertas del ascensor, y una ráfaga de aire frío y rancio los sorprendió.
Lo primero que vieron al salir del ascensor fue una larga pared de cemento que tenía más de cincuenta puertas que ofrecían diferentes instalaciones sanitarias para las cincuenta formas de vida más importantes. Sin embargo, como todos los aparcamientos de la Galaxia de toda la historia de los aparcamientos, aquél olía a impaciencia. Doblaron una esquina y se encontraron en un andén rodante que recorría un espacio vasto y cavernoso, perdido en la oscura distancia.
Estaba dividido en compartimientos donde había naves espaciales pertenecientes a los comensales; unas eran modelos utilitarios fabricados en serie, y otras, limusinaves resplandecientes: juguetes de los millonarios.
Al pasar a su lado, los ojos de Zaphod destellaron con algo que podía o no ser avaricia. En realidad, es mejor ser claros a este respecto: eran destellos de verdadera avaricia.
—Ahí está— dijo Trillian—. Marvin está allí.
Los demás miraron a donde ella señalaba. Vagamente vieron una pequeña figura de metal que con desgana pasaba un trapo por una esquina remota de una solnave plateada y gigantesca.
A lo largo del andén rodante había amplios tubos transparentes que bajaban al nivel del suelo. Zaphod salió del andén, se metió en uno y bajó flotando suavemente. Le siguieron los demás. Al recordarlo. más adelante, Arthur Dent pensó que había sido la única experiencia verdaderamente agradable de todos sus viajes por la Galaxia.
—Hola, Marvin— dijo Zaphod, acercándose al robot—. Hola, muchacho, estamos muy contentos de verte.
Marvin se volvió, y en la medida de lo posible, su rostro metálico completamente inerte manifestó cierto reproche.
—No, no lo estáis— replicó—. Nadie lo está.
—Como quieras— dijo Zaphod, dándole la espalda para comerse las naves con los ojos.
Sólo Trillian y Arthur se acercaron realmente a Marvin.
—Pues nosotros sí nos alegramos de verte— dijo Trillian, dándole unas palmaditas, cosa que al robot le desagradaba intensamente—. Mira que esperarnos durante todo este tiempo...