El restaurante del Fin del Mundo (12 page)

BOOK: El restaurante del Fin del Mundo
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Alzó la mano y exhibió una sonrisa que no se alargaba simplemente de oreja a oreja, sino que en cierto modo parecía extenderse más allá de los confines de su rostro.

—¡Gracias, señoras y caballeros!— gritó—. Muchas gracias. Muchísimas gracias. Los miró haciendo guiños.
— Señoras y caballeros— dijo—; como sabemos, el mundo existe desde hace ciento setenta mil millones de billones de años, y terminará dentro de una media hora. ¡De modo que bienvenidos sean todos ustedes a Milliways, el Restaurante del Fin del Mundo!

Con un gesto, conjuró hábilmente otra ovación espontánea. Con otro gesto, la cortó.

—Esta noche soy su anfitrión— prosiguió—. Me llamo Max Quordlepleen...— todo el mundo lo sabía; su actuación era famosa en toda la Galaxia conocida, pero lo dijo por la nueva ovación que produjo, y que él declinó con un gesto y una sonrisa—, y acabo de venir directamente del mismísimo extremo del tiempo, donde presentaba un espectáculo en el Bar de Hamburguesas de la Gran Explosión, donde les puedo asegurar, señoras y caballeros, que pasamos una velada muy emocionante. ¡Y ahora estaré con ustedes en esta ocasión histórica: el Fin de la Historia!

Otro estallido de aplausos se acalló rápidamente cuando las luces se apagaron del todo. En cada mesa se encendieron velas de manera espontánea, produciendo un leve murmullo entre todos los comensales y envolviéndolos en mil luces oscilantes y diminutas y en un millón de sombras íntimas. Una oleada de emoción recorrió el restaurante a oscuras cuando, con suma lentitud, la amplia bóveda dorada del techo empezó a apagarse, a oscurecerse, a desaparecer.

Al proseguir, Max bajó el tono de voz:

—De manera, señoras y caballeros— susurró, que las velas están encendidas, la orquesta toca suavemente y la bóveda protectora que tenemos sobre nuestras cabezas empieza a hacerse transparente, revelando un cielo oscuro y sombrío, lleno de la antigua luz de estrellas lívidas e inflamadas, y me imagino que pasaremos un fabuloso apocalipsis vespertino.

Hasta la suave música de la orquesta dejó de oírse cuando la conmoción y el aturdimiento cayeron sobre los que no habían visto antes aquella perspectiva.

Sobre ellos se derramó una luz monstruosa y espeluznante,

Una luz horrible,

Una luz hirviente y pestilente,

Una luz que afearía el infierno.

El Universo llegaba a su fin.

Durante unos segundos interminables, el restaurante giró silenciosamente en el vacío atroz. Luego, Max volvió a hablar.

—Todos aquellos que alguna vez esperaron ver la luz del final del túnel..., ahí la tienen.

La orquesta empezó a tocar de nuevo.

—Gracias, señoras y caballeros— gritó Max—. Dentro de un momento volveré a estar con ustedes; mientras, les dejo en las hábiles manos de mister Reg Abrogar y su Combo Cataclísmico. ¡Señoras y caballeros, un gran aplauso para Reg y los muchachos!

Continuaba la ominosa agitación de los cielos.

Con ánimo incierto, el público empezó a aplaudir y al cabo de un momento las conversaciones se reanudaron con normalidad. Max inició su ronda por las mesas, contando chistes, soltando gritos y carcajadas, ganándose la vida.

Un animal enorme se acercó a la mesa de Zaphod Beeblebrox, un cuadrúpedo gordo y carnoso de la especie bovina con grandes ojos acuosos, cuernos pequeños y lo que casi podía ser una sonrisa agradecida en los morros.

—Buenas noches— dijo con voz profunda, sentándose pesadamente sobre la grupa—. Soy el plato fuerte del Plato del Día ¿Puedo llamar su atención sobre alguna parte de mi cuerpo?

Mugió y gorjeó un poco, movió los cuartos traseros para colocarse en una postura más cómoda y les miró pacíficamente.

Arthur y Trillian recibieron su mirada con asombro y estupefacción. Ford Prefect alzó los hombros, resignado; Zaphod Beeblebrox clavó los ojos en la vaca con hambre canina.

—¿Algo del cuarto delantero, tal vez?— sugirió el animal—. ¿Dorado a fuego lento con salsa de vino blanco?

—Humm...—, ¿de
tu
cuarto delantero?— dijo Arthur con un murmullo aterrorizado.

—Naturalmente, señor; de mi cuarto delantero— contestó la vaca con un mugido de contento—. No puedo ofrecer el de nadie más.

Zaphod se puso en pie de un salto y empezó a examinar con la mano el cuarto delantero del animal.

—O de la cadera, que está muy bien— murmuró el cuadrúpedo—. Me he estado entrenando y comiendo mucho grano, así que ahí tengo mucha carne.

Soltó un gruñido suave, gorjeó de nuevo y empezó a rumiar. Volvió a tragar el bolo alimenticio.

—¿O quizá un estofado?— añadió.

—¿Quieres decir que este animal quiere de verdad que nos lo comamos?— Musitó Trillian a Ford.

—¿Yo?— dijo Ford, mirándola con ojos vidriosos—. Yo no quiero decir nada.

—¡Esto es realmente horrible!— exclamó Arthur—. Es lo más repugnante que he oído jamás.

—¿Cuál es el problema, terráqueo?— preguntó Zaphod, que ahora trasladaba su atención a las enormes caderas de la vaca.

—Que me niego a comer un animal que se pone delante de mí y me invita a hacerlo— dijo Arthur—; es cruel.

—Es mejor que comer un animal que no quiere que lo coman— apostilló Zaphod.

—No se trata de eso— protestó Arthur. Luego lo pensó un momento y agregó—: De acuerdo, tal vez se trate de eso. Pero no me importa, no voy a pensar en eso ahora. Sólo... hummm...

El Universo rugió en su agonía final.

—Creo que sólo tomaré una ensalada.

—¿Puedo sugerirle que considere mi hígado?— preguntó la vaca—. Ya debe estar muy tierno y muy rico, me he estado alimentando durante meses.

—Una ensalada— dijo Arthur en tono enfático.

—¿Una ensalada?— repitió el cuadrúpedo, mirando a Arthur con desaprobación.

—¿Vas a decirme que no debería tomar una ensalada?— inquirió Arthur.

—Pues conozco muchos vegetales que se manifiestan muy claramente respecto a ese punto— respondió el animal—. Por eso es por lo que al fin se decidió cortar por lo sano todo ese problema complicado y alimentar a un animal que quisiera que se lo comieran y fuera capaz de decirlo con toda claridad. Y aquí estoy yo.

Logró realizar una leve reverencia.

—Un vaso de agua, por favor— pidió Arthur.

—Mira— dijo Zaphod—, nosotros queremos comer, no atracarnos de discusiones. Cuatro filetes poco hechos, y de prisa. No hemos comido en quinientos setenta y seis mil millones de años.

La vaca se incorporó con dificultad. Emitió un gorjeo suave.

—Una elección muy acertada, señor, si me permite decirlo— dijo—. Bueno, voy a pegarme un tiro en seguida.

Se volvió y guiñó amistosamente un ojo a Arthur.

—No se preocupe, señor— le dijo—, seré muy humano.

Y sin prisas, se dirigió contoneándose a la cocina.

Unos minutos después, llegó el camarero con cuatro filetes enormes y humeantes. Zaphod y Ford se lanzaron como lobos sobre ellos sin dudar un segundo. Trillian esperó un poco, se encogió de hombros y se dedicó al suyo.

Arthur miró su plato sintiendo ligeras náuseas.

—Oye, terráqueo— le dijo Zaphod con una sonrisa maliciosa en la cara que no estaba atiborrada de comida, ¿qué es lo que te pasa?

La orquesta siguió tocando.

En todo el restaurante, la gente y las cosas descansaban y charlaban. El ambiente estaba lleno de conversaciones sobre esto y aquello y de una mezcla de olores de plantas exóticas, de comidas extravagantes y de vinos engañosos. A lo largo de un número infinito de kilómetros en todas direcciones, el cataclismo universal llegaba a un prodigioso punto culminante. Max consultó su reloj y volvió al escenario con gesto ceremonioso.

—Y ahora, señoras y caballeros— dijo, rebosante de alegría—, ¿está pasándolo todo el mundo maravillosamente bien por última vez?

—Sí— gritó la clase de gente que suele gritar «sí» cuando los artistas de variedades les preguntan si lo pasan bien.

—Maravilloso— dijo Max con entusiasmo—, absolutamente maravilloso. Y mientras las tormentas fotónicas se congregan en masas turbulentas en torno a nosotros, preparándose para desgarrar el último de los soles rojos y ardientes, sé que todos ustedes descansarán en sus asientos y disfrutarán conmigo de lo que estoy seguro que será para todos una experiencia definitiva y enormemente emocionante.

Hizo una pausa. Lanzó al público una mirada centelleante.

—Créanme, señoras y caballeros— continuó—, no tiene nada de penúltima.

Hizo otra pausa. Esta noche su cronometraje era inmaculado. Había realizado aquel espectáculo una y otra vez, noche tras noche. Aunque la palabra noche no tuviese significado alguno en la otra punta del tiempo. No era más que la repetición interminable del momento final: el restaurante oscilaba suavemente al borde del extremo más alejado del tiempo y volvía hacia atrás. Pero aquella «noche» estaba bien; tenía al público, angustiado, en la palma de su mano enfermiza. Bajó el tono de voz. Tenían que esforzarse para oírle.

—Este es verdaderamente el final absoluto— prosiguió—, la desolación escalofriante y definitiva en que toda la majestuosa envergadura del Universo llega a su extinción. Esto, señoras y caballeros, es el proverbial «fin».

Bajó aún más el tono de voz. En aquel silencio, una mosca no se habría atrevido a carraspear.

—Después de esto no hay nada— continuó—. Vacío. Hueco. Olvido. La nada absoluta...

Sus ojos volvieron a centellear; ¿o era que pestañeaban?

—Nada..., salvo por supuesto el carrito de los postres y una fina selección de licores de Aldebarán.

La orquesta le dedicó un acicate musical. Deseó que no lo hubieran hecho, no le hacía falta: un artista de su calidad no lo necesitaba. Podía pulsar al público como si fuese su propio instrumento musical. Se reían, aliviados. Siguió con la actuación.

—¡Y por una vez— gritó alegremente— no necesitan preocuparse de si van a tener resaca por la mañana, porque no habrá ninguna mañana más!

Lanzó una amplia sonrisa a su público, que reía contento. Miró al firmamento, que todas las noches pasaba por la misma rutina, pero sólo tuvo los ojos alzados durante una fracción de segundo. Confiaba en que cumpliera su cometido, como un profesional confía en otro.

—Y ahora— dijo, pavoneándose por el escenario—, a riesgo de poner freno a la maravillosa sensación de fatalidad y de inutilidad que aquí reina esta noche, me gustaría saludar a algunos grupos.

Sacó una tarjeta del bolsillo.

—Tenemos...— alzó una mano para contener las aclamaciones. ¿Tenemos aquí a un grupo del Club de Bridge Flamarión Zansellquasure de más allá del Vaciovort de Qvarne? ¿Están aquí?

Una aclamación se elevó de la parte de atrás, pero fingió no haberla oído. Atisbó entre el público, tratando de localizarlos.

—¿Están aquí?— repitió, para provocar otra aclamación más fuerte. Y lo consiguió, como siempre.

—Ah, están ahí. Bueno, amigos, los últimos saludos; y nada de trampas, recuerden que es un momento muy solemne.

Recibió las carcajadas con avidez.

—¿Y tenemos también, tenemos también... a un grupo de deidades secundarías de las Mansiones de Asgard?

A lo lejos, por su derecha, llegó el rugido de un trueno lejano. Un relámpago describió un arco por el escenario. Un grupo pequeño de hombres peludos con cascos, que estaban sentados con aire muy complacido, levantaron los vasos hacia él.

Seres del pasado, pensó para sí.

—Cuidado con el martillo, señor— dijo.

De nuevo volvieron a hacer el truco del relámpago. Max les envió una sonrisa con los labios muy apretados.

—Y en tercer lugar— prosiguió—, en tercer lugar un grupo de las Juventudes Conservadoras de Sitio B, ¿están aquí?

Un grupo de perros jóvenes, elegantemente vestidos, dejaron de tirarse panecillos los unos a los otros y empezaron a tirar panecillos al escenario. Ladraron y aullaron de manera ininteligible.

—Sí— dijo Max—; bueno, la culpa es únicamente de ustedes, ¿se dan cuenta? Y por último— prosiguió Max, tras acallar al público y poner una cara solemne—, por último creo que esta noche tenemos con nosotros a un grupo de creyentes, muy devotos, de la Iglesia del Segundo Advenimiento del Gran Profeta Zarquon.

Eran unos veinte, y estaban sentados en el suelo, contra la pared; iban vestidos con ascetismo, bebían agua mineral a sorbos nerviosos y se mantenían aparte del barullo. Pestañearon irritados cuando el foco se centró sobre ellos.

—Ahí están— dijo Max—, pacientemente sentados. El profeta anunció que volvería y les tiene esperando desde hace mucho, así que esperemos que se dé prisa, amigos, porque sólo le quedan ocho minutos.

El grupo de los fieles de Zarquon permaneció rígido negándose a sufrir los embates de la marea de carcajadas crueles que se cernía sobre ellos.

Max contuvo a su público.

—No, amigos, hablemos en serio, hablemos en serio; aquí no se pretende ofender a nadie. No, sé que no deberíamos tomar a broma unas creencias firmemente arraigadas de manera que un gran aplauso, por favor, para el Gran Profeta Zarquon...

El público aplaudió con respeto.

—...dondequiera que esté. Envió un beso al impertérrito grupo y volvió al centro del escenario.

Cogió un taburete alto Y se sentó.

—Es maravilloso— siguió machacando— ver tanta gente aquí, esta noche, ¿no es cierto? Sí, absolutamente maravilloso. Porque sé que muchos de ustedes han venido una y otra vez, lo que me parece verdaderamente maravilloso: venir a ver el final de todo, y luego volver a casa, a su propia era... y crear familias, luchar por sociedades nuevas y mejores, librar guerras horribles por lo que es justo... todo esto le da a uno esperanzas para el porvenir— señaló de todas las formas de vida. Si no fuera, por supuesto la relampagueante agitación que había encima y en torno a ellos—, porque sabemos que no existe el futuro...

Arthur se volvió hacia Ford; aún no le entraba aquel sitio en la cabeza.

—Oye— dijo—, si el Universo está a punto acabar... ¿no desaparecemos nosotros con él?

Ford le lanzó una mirada de tres detonadores gargáricos pangalácticos, es decir, muy insegura.

—No— dijo—; mira, en cuanto llegue el momento del salto, quedaremos sujetos en una asombrosa especie de armazón protector del tiempo. Me parece.

—Ah— dijo Arthur. Volvió la atención al tazón de sopa que logró que le trajera el camarero en lugar del filete.

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