Read El restaurante del Fin del Mundo Online
Authors: Douglas Adams
—Yo tenía entendido— terció de pronto el primer— oficial que el planeta iba a ser invadido por un gigantesco enjambre de abejas piraña. ¿No era eso?
El Número Dos se dio la vuelta con los ojos inflamados de un destello frío y duro que sólo podía lograrse mediante la mucha práctica que él tenía.
—¡Eso no es lo que a mí me dijeron!— siseó.— ¡Mi comandante en jefe me contó que el planeta entero corría el peligro inminente de ser devorado por un enorme cabrón mutante de las estrellas!
—Vaya...— dijo Ford Prefect.
—¡Sí! Una criatura monstruosa surgida del fondo del averno, con dientes como guadañas de quince mil kilómetros de largo, un aliento que haría hervir el agua de los mares, garras que arrancarían de raíz los continentes, un millar de ojos que abrasaban como el sol, mandíbulas babeantes que medían un millón y medio de kilómetros de lado a lado, del que nunca... nunca... jamás... habéis...
—Y decidieron enviar primero vuestra carga, ¿no es así?— inquirió Arthur.
—Sí— dijo el Capitán—; bueno, todo el mundo dijo, me parece que con mucho acierto, que desde el punto de vista de la moralidad era muy importante saber que llegarían a un planeta donde estuvieran seguros de que les harían un buen corte de pelo y donde los teléfonos estuvieran limpios.
—Claro convino Ford—, comprendo que eso fuera muy importante. Y las otras naves, humm..., salieron detrás de vosotros, ¿no?
El Capitán guardó silencio durante un momento y no respondió. Se revolvió en la bañera y miró a popa hacia el brillante centro galáctico. Sus ojos bizquearon hacia la distancia inconcebible.
—Pues es curioso que lo preguntes— dijo, permitiéndose mirar a Ford Prefect con el ceño fruncido—, porque da la casualidad de que no los hemos visto ni por asomo desde hace cinco años que salimos... pero deben estar en alguna parte detrás de nosotros.
Volvió a otear la distancia.
Ford atisbó con él y arrugó la frente, pensativo.
—A menos, por supuesto— dijo con voz queda—, que se las haya comido el cabrón...
—Ah, sí...— dijo el Capitán con un leve titubeo asomando en su voz—, el cabrón...
Sus ojos recorrieron las formas compactas de los instrumentos y ordenadores alineados en el puente. Parpadeaban inocentes hacia él. Miró las estrellas, pero ninguna dijo una palabra. Observó a su primer y segundo oficiales, pero en aquel momento parecían absortos en sus propios pensamientos. Miró a Ford Prefect que enarcó las cejas.
—Resulta curioso— dijo al fin el Capitán—, pero ahora que he llegado a contarle la historia a alguien... Quiero decir, ¿es que te parece raro, Número Uno?
—Hummmmmmmmm...— dijo el Número Uno.
—Bueno— dijo Ford—, comprendo que quieras hablar de muchas cosas, de modo que gracias por las copas, y si pudieras dejarnos en el planeta más cercano...
—Pues mira, eso es un poco difícil— repuso el Capitán—, porque nuestro rumbo quedó establecido antes de que saliéramos de Golgafrinchan debido, según creo, a que los números no se me dan muy bien...
—¿Quieres decir que tenemos que quedarnos en esta nave?— exclamó Ford, perdiendo súbitamente la paciencia ante aquel acertijo—. ¿Cuándo piensas llegar a ese planeta que has de colonizar?
—Me parece que en cualquier momento, ya estamos cerca— dijo el Capitán—. En realidad, tal vez vaya siendo hora de que salga del baño. Pero no sé por qué tengo que dejarlo justo cuando más me gusta.
—¿De manera que vamos a aterrizar dentro de un momento?— dijo Arthur.
—Pues en realidad, no tanto
aterrizar
, no es tanto un aterrizaje como, no... hummm...
—Pero ¿qué dices?— preguntó Ford con brusquedad.
—Pues creo que, hasta donde puedo recordar— respondió el Capitán, escogiendo las palabras con cuidado—, estábamos programados para estrellarnos en él.
—¿Estrellarnos?— gritaron Ford y Arthur.
—Pues sí— confirmó el Capitán—, sí; creo que eso forma parte del plan. Hay una razón tremendamente buena para ello que ahora mismo no logro recordar. Era algo relativo a... humm...
Ford estalló.
—¡Sois un hatajo de puñeteros chiflados!— gritó.
—¡Ah, sí! Eso era— dijo el Capitán, rebosante de alegría—. Esa era la razón.
Sobre el planeta de Golgafrinchan, la
Guía del autoestopista galáctico
dice lo siguiente:
Es un planeta de historia antigua y misteriosa, de rica leyenda, rojo, y en ocasiones verde con la sangre de aquellos que en tiempos pasados trataron de conquistarlo; es una tierra de parajes resecos y yermos, con un aire dulzón y sofocante lleno del embriagador aroma de las primaveras perfumadas que se escurre por las rocas cálidas y polvorientas nutriendo sus oscuros líquenes almizcleños; una tierra de mentalidades calenturientas y fantasías alcohólicas, especialmente entre aquellos que gustan de los líquenes; una tierra de ideas frías y veladas entre aquellos que han aprendido a renunciar a los líquenes y encuentran un árbol para sentarse a su sombra; una tierra de sangre, de acero y de heroísmo; una tierra del cuerpo y del espíritu. Tal ha sido su historia.
Y en toda esta historia antigua y misteriosa, los personajes más insondables fueron sin duda los Grandes Poetas Circundantes de Arium. Los Poetas Circundantes vivían en pasos de montañas remotas donde se ponían al acecho de pequeños grupos de viajeros incautos, a quienes rodeaban y arrojaban piedras.
Y cuando los viajeros gritaban diciendo que por qué no se marchaban a seguir escribiendo poemas en lugar de molestar a la gente tirando piedras, se detenían de pronto y empezaban a recitar uno de los setecientos noventa y cuatro Cantos Cíclicos de Vassillian. Tales cantos eran de una belleza extraordinaria y de una extensión aún más extraordinaria, y todos tenían exactamente la misma estructura.
La primera parte de cada canto narraba que una vez se dirigió a la Ciudad de Vassillian un grupo de cinco príncipes prudentes con cuatro caballos. Los príncipes, que por supuesto eran valientes, nobles y juiciosos, viajaban mucho por tierras lejanas, luchando con ogros gigantescos, practicando extrañas filosofías, tomando el té con dioses maravillosos y rescatando a bellos monstruos de princesas hambrientas, antes de anunciar al fin que habían adquirido la sabiduría y que, por consiguiente, sus viajes habían terminado.
La segunda parte de los cantos, mucho más extensa, relataba todas las disputas por las que uno de ellos tuvo que volver atrás.
Todo esto ocurrió en el pasado remoto del planeta. Sin embargo, fue un descendiente de aquellos poetas excéntricos quien inventó los espurios cuentos de la fatalidad inminente que permitió a los habitantes de Golgafrinchan librarse de la tercera parte de su población, enteramente inútil. Los otros dos tercios se quedaron en sus casas y llevaron una vida plena, rica y feliz hasta que todos desaparecieron súbitamente por una virulenta enfermedad contraída por el contacto con un teléfono sucio.
Aquella noche, la nave se estrelló en un pequeño planeta enteramente insignificante y de color azul verdoso que daba vueltas en torno a un pequeño y despreciable sol amarillento, en los remotos e inexplorados confines del arcaico extremo occidental de la espiral de la Galaxia.
En las horas anteriores a la colisión, Ford Prefect había luchado furiosamente, pero en vano, por liberar los mandos de la nave de su trayectoria de vuelo, ordenada de antemano. En seguida comprendió que la nave estaba programada para depositar a su tripulación sana y salva, aunque de manera incómoda, en su nuevo hogar, pero también para que quedara inutilizada en la maniobra, más allá de toda esperanza de reparación.
En la caída chirriante y cegadora por la atmósfera se arrancó la mayor parte de la superestructura y del revestimiento exterior, y el ignominioso tripazo final en un pantano cenagoso sólo dejó a la tripulación unas horas de oscuridad durante las cuales revivir y descargar su cargamento indeseable y congelado, pues la nave empezó a asentarse casi de inmediato, enderezando despacio su casco gigantesco en el barro estancado. Durante la noche, una o dos veces se vio su silueta fuertemente recortada contra el cielo como dos meteoros ígneos: los despojos de su caída.
Bajo la luz grisácea previa al amanecer emitió unos gargarismos repulsivos y estrepitosos, y se hundió para siempre en las malolientes profundidades de la ciénaga.
Por la mañana el sol derramó su tenue y acuosa luz sobre una vasta zona repleta de sollozantes peluqueros, directivos de relaciones públicas, entrevistadores de encuestas y demás, que reptaban desesperadamente por llegar a tierra firme.
Probablemente, un sol con menos voluntad se habría vuelto a ocultar en el acto, pero siguió su camino ascendente por el cielo y al cabo del rato el influjo de sus cálidos rayos empezó a llevar algún alivio a las débiles y esforzadas criaturas.
No es de extrañar que muchísimas desaparecieran en el pantano durante la noche, y que millones más se hundieran con la nave, pero los supervivientes aún se contaban por centenares de miles, y a medida que pasaba el día se iban arrastrando por los campos próximos, cada uno buscando unos pocos metros de terreno firme en el que dejarse caer y recobrarse de la penosa experiencia.
Dos figuras avanzaban a cierta distancia de allí por la campiña.
Desde una colina cercana Ford Prefect y Arthur Dent contemplaban el horror del que no se sentían parte.
—Es una jugarreta sucia y repugnante— murmuró Arthur. Ford arañó el suelo con un palo y se encogió de hombros.
—Es una solución original para un problema en el que yo había pensado.
—¿Por qué no aprende la gente a vivir en paz y armonía?— preguntó Arthur. Ford lanzó una carcajada sonora y retumbante.
— ¡Cuarenta y dos!— dijo con una sonrisa maliciosa—. No, no cuadra. No importa.
Arthur lo miró como si se hubiera vuelto loco y, como no vio nada que indicase lo contrario, comprendió que era muy razonable suponer que eso era lo que había pasado en realidad.
—¿Qué crees que les pasará a todos ellos?— preguntó al cabo de un rato.
—En un Universo infinito puede ocurrir cualquier cosa— contestó Ford—. Hasta pueden sobrevivir. Extraño, pero cierto.
Una expresión de curiosidad surgió en sus ojos mientras inspeccionaba el paisaje y volvía a fijar la mirada en la escena de sufrimiento que se desarrollaba a sus pies.
—Creo que se las arreglarán durante una temporada— manifestó. Arthur le lanzó una mirada incisiva.
— ¿Por qué dices eso?
Ford se encogió de hombros.
—No es más que una corazonada— contestó, negándose a que le hicieran más preguntas.— Mira— dijo de pronto.
Arthur siguió la dirección del dedo con el que señalaba. Abajo, entre las masas tendidas, avanzaba una figura; aunque tal vez fuese más acertado decir que se tambaleaba. Parecía llevar algo al hombro. Mientras avanzaba inseguro de un cuerpo tendido a otro, parecía agitar algo que llevaba al hombro como si estuviera borracho. Al cabo de un rato abandonó sus esfuerzos y se derrumbó en el suelo.
Arthur no tenía idea de lo que aquello había de significar para él.
—Es una cámara cinematográfica— explicó Ford—. Ha filmado el histórico momento.
—Bueno, no sé lo que harás tú— añadió Ford poco después, pero yo me voy. Se sentó en silencio.
Al cabo de un tiempo, sus palabras parecieron exigir un comentario.
—Humm, ¿qué quieres decir exactamente con eso de que te vas?— preguntó Arthur.
—Buena pregunta— dijo Ford—, estoy recibiendo un silencio total.
Arthur miró por encima del hombro de Ford y vio que manipulaba los botones de una pequeña caja negra. Ford ya le había dicho que la cajita era un Sub-Etha Sens-O-Mático, pero Arthur se había limitado a asentir con aire ausente y no insistió en el tema. En su cabeza, el Universo seguía dividido en dos partes: el planeta Tierra, y todo lo demás. Como habían demolido la Tierra para dar paso a una vía de circunvalación hiperespacial, su visión de las cosas estaba un poco desproporcionada, pero Arthur se aferraba a aquella desproporción por ser el último contacto que le quedaba con el lugar de su nacimiento. Los Sub-Etha Sens-O-Máticos pertenecían a la categoría de «todo lo demás».
—Ni una salchicha— dijo Ford, agitando la caja.
¡Una salchicha!, pensó Arthur mientras miraba con desgana al mundo primitivo que le rodeaba, ¡qué no daría yo por una buena salchicha terráquea!
—¿Quieres creer— dijo Ford con irritación— que no existe ningún tipo de transmisión en un radio de años luz de este rincón ignorado? ¿Me estás escuchando?
—¿Qué?— preguntó Arthur.
—Estamos en un apuro— dijo Ford.
—Ah— dijo Arthur. Aquello le pareció una novedad del mes pasado.
—Si no localizamos algo en este aparato— dijo Ford—, nuestras posibilidades de salir de este planeta son cero. Quizá produzca un efecto de alguna onda estacionaria anormal en el campo magnético del planeta, en cuyo caso nos dedicaremos a dar vueltas por ahí hasta que encontremos una zona donde se reciba claramente. ¿Vienes?
Recogió el equipo y echó a andar.
Arthur miró al pie de la colina. El hombre de la cámara cinematográfica se puso en pie con dificultad, justo a tiempo de filmar el derrumbe de uno de sus compañeros.
Arthur arrancó una brizna de hierba y echó a andar en pos de Ford.
—Espero que hayáis comido bien,— dijo Zarniwoop cuando Zaphod y Trillian volvieron a materializarse en el puente de la astronave
Corazón de Oro
y quedaron jadeantes en el suelo.
Zaphod abrió algunos ojos y le lanzó una mirada iracunda.
—¡Tú!— exclamó con desprecio.
Se puso en pie a duras penas y se dispuso a encontrar un sillón donde acomodarse. Lo halló y se derrumbó en él.
—He programado el ordenador con las Coordenadas de Improbabilidad correspondientes con nuestro viaje— dijo Zarniwoop—. Llegaremos dentro de muy poco. Entretanto, ¿por qué no descansas y te preparas para la reunión?
Zaphod no dijo nada. Volvió a levantarse y se dirigió a un armarito del que sacó una botella de añejo aguardiente janx. Bebió un trago largo.
—Y cuando todo esto acabe— dijo Zaphod con ferocidad—, se terminó, ¿vale? Seré libre de marcharme y hacer lo que me venga en gana y de tumbarme en la playa y todo eso.
—Depende de lo que salga de la reunión— dijo Zarniwoop.