Read El restaurante del Fin del Mundo Online
Authors: Douglas Adams
Un tenue quejido llenó el aire. Pasó aullando entre los árboles, asustando a las ardillas. Unos pájaros escaparon molestos. El ruido llegó al claro y se deslizó danzando a su alrededor. Ululó, chirrió y causó una irritación general.
Sin embargo, el Capitán miraba con ojos indulgentes al gaitero solitario. Poco podía inquietar su ecuanimidad; en realidad, una vez que se había repuesto de la pérdida de su magnífica bañera durante aquellas molestias de hacía tantos meses en el pantano, había empezado a encontrar sumamente agradable su nueva vida. Se había excavado un hoyo en una roca grande que se elevaba en medio del claro, y allí iba todos los días a tomar el sol mientras sus asistentes vertían agua sobre él. Debe decirse que el agua no estaba especialmente caliente, porque aún no habían inventado un medio de calentarla. Pero no importaba, ya llegaría eso; mientras, partidas de exploradores batían el país de un extremo a otro en busca de manantiales de agua caliente, preferiblemente de uno que estuviera en algún claro umbroso y bonito. Y si estuviera cerca de una mina de jabón, sería perfecto. A quienes afirmaban tener la impresión de que el jabón no se obtenía de las minas, el Capitán se atrevía a sugerir que tal idea quizá se debiera a que nadie había buscado con la insistencia suficiente, y esa posibilidad fue aceptada de mala gana.
No, la vida era muy agradable, y lo bueno era que cuando se encontrara el manantial de agua caliente perfecto, con su claro umbroso
en suite
, y cuando a su debido tiempo resonara por las colinas el grito de que se había descubierto la mina de jabón y ya producía quinientas pastillas por día, la vida sería aún más agradable. Era muy importante pensar en algo y esperarlo con interés.
Gemido, lamento, chirrido, sollozo, aullido, graznido, chillido... La gaita no cejaba, incrementando el ya considerable placer del Capitán ante la idea de que podría parar en cualquier momento. Eso era algo que también esperaba con interés.
¿Qué más cosas agradables había?, se preguntó. Pues muchas: el rojo y oro de los árboles, ahora que se acercaba el otoño; el apacible cuchicheo de tijeras a pocos metros de su baño, donde un par de peluqueros ejercían sus habilidades sobre un director artístico, que dormitaba, y su ayudante; el sol que daba brillo a los teléfonos relucientes que había alineados sobre el borde de su baño pétreo. La única cosa más agradable que un teléfono que no sonara todo el tiempo (o nada en absoluto), eran seis teléfonos que no sonaran todo el tiempo (o nada en absoluto).
Lo más bonito de todo era el murmullo feliz de los cientos de personas que se iban congregando a su alrededor en el claro para presenciar la reunión vespertina del comité.
El Capitán dio un puñetazo juguetón en el pico de su pato de goma. Las reuniones vespertinas del comité eran sus preferidas.
Otros ojos observaban a la creciente multitud. Subido en la copa de un árbol, al borde del claro, se agazapaba Ford Prefect, recién venido de climas extraños. Tras seis meses de viaje estaba delgado y fuerte, le brillaban los ojos y llevaba una gabardina de piel de ciervo; tenía la barba crecida y el rostro tan bronceado como un cantante de
country-rock
.
Arthur Dent y él llevaban casi una semana vigilando a los golgafrinchanos, y Ford había decidido mover las cosas un poco.
El claro ya estaba lleno. Centenares de hombres y mujeres vagaban por él, charlando, comiendo fruta, jugando a las cartas y, en general, pasando el tiempo de la manera más descansada posible. Su ropa de correr estaba enteramente sucia y hasta desgarrada, pero todos lucían un inmaculado corte de pelo. Ford quedó perplejo al ver que muchos de ellos habían rellenado la ropa de correr con hojas, preguntándose si sería alguna forma de aislamiento contra el ya cercano invierno. Ford entrecerró los ojos. No podían haberse interesado en la botánica de repente, ¿verdad?
En medio de tales especulaciones, la voz del Capitán se alzó sobre el murmullo general.
—Ya está bien— dijo—; me gustaría poner un poco de orden en esta reunión, si es posible.— Sonrió con jovialidad—. Dentro de un momento. Cuando todos estéis preparados.
El parloteo se fue apagando poco a poco y el claro quedó en silencio; salvo el gaitero, que parecía estar en un mundo musical propio, inhabitable y salvaje. Algunos que estaban en su proximidad inmediata le lanzaron hojas. Si aquello obedecía a alguna razón, ésta se le escapaba de momento a Ford Prefect.
Un pequeño grupo de gente se había apiñado en torno al Capitán, y uno de sus componentes se disponía a hablar. Se puso en pie, se aclaró la garganta y miró a la lejanía, como para indicar a la multitud que estaría con todos ellos dentro de un momento.
La multitud, por supuesto, estaba cautivada, y todos tenían los ojos fijos en él.
Siguió un momento de silencio, que Ford consideró como una pausa dramática para hacer su entrada. El hombre se dispuso a hablar.
Ford se dejó caer del árbol.
—¡Hola!— saludó.
La multitud giró sobre sí misma.
—¡Ah!— dijo el Capitán—. Mi querido amigo, ¿tienes cerillas? ¿O un encendedor? ¿O algo parecido?
—No— contestó Ford con los humos un tanto bajados. Eso no era lo que había preparado. Decidió que sería mejor mostrarse un poco más duro en el tema—. No, no tengo— prosiguió—, Nada de cerillas. En cambio, te traigo noticias...
—Qué lástima— dijo el Capitán—. Se nos han acabado a todos, ¿sabes? Hace semanas que no tomo un baño caliente.
Ford se negó a cambiar de tema.
—Traigo noticias de un descubrimiento que podría interesarte.
—¿Está en el orden del día?— saltó el hombre a quien Ford había interrumpido.
Ford exhibió una amplia sonrisa de cantante de
country-rock
.
— Venga, vamos— dijo.
—Pues lo siento— repuso el hombre en tono irascible—, pero en mi condición de consejero de dirección desde hace muchos años, debo insistir en la importancia de observar las normas del comité.
Ford miró a la multitud.
—Está loco— manifestó—, éste es un planeta prehistórico.
—¡Diríjase al sillón presidencial!— saltó el consejero de dirección.
—No hay ningún sillón— explicó Ford—, sólo una roca.
El consejero de dirección decidió que la situación requería irascibilidad.
—Pues digamos que es un sillón— dijo, irritado.
—¿Por qué no decimos que es una roca?— inquirió Ford.
—Está dado que usted no tiene ni idea— dijo el consejero de dirección, sin abandonar la irritación en favor de una arrogancia pasada de moda— de los modernos métodos de trabajo.
—Y tú no tienes ni idea de dónde estás— afirmó Ford.
Una muchacha se puso en pie de un salto y utilizó su voz estridente.
—¡Callaos los dos!— dijo—. Quiero presentar una moción a la mesa.
—Querrás decir presentar una moción a la roca— apostilló un peluquero, riéndose entre dientes.
—¡Orden, orden!— ladró el consejero de dirección.
—De acuerdo— dijo Ford—, vamos a ver cómo te portas.
Se dejó caer al suelo para ver cuánto tiempo podía dominarse.
El Capitán hizo una especie de ruido irresponsable y conciliador.
—Me gustaría poner orden— dijo en tono agradable— en la reunión quinientas setenta y tres del comité de colonización de Fintlewoodlewix...
Diez segundos, pensó Ford, poniéndose de nuevo en pie.
—¡Esto es absurdo!— exclamó—. ¡Quinientas setenta y tres reuniones del comité, y ni siquiera habéis descubierto el fuego todavía!
—Si te hubieras tomado la molestia— dijo la muchacha de la voz estridente— de examinar la hoja del orden del día...
—La piedra del orden del día— gorjeó el peluquero.
—Habrías... visto...— prosiguió la muchacha en tono firme— que hoy tenemos un informe del Subcomité de los peluqueros para la Invención del Fuego.
—¡Oh..., ah!— dijo el peluquero con una expresión avergonzada cuyo significado se reconoce en toda la Galaxia como: «Bueno, ¿le parece bien el martes próximo?»
—Muy bien— dijo Ford, dirigiéndose a él—. ¿Qué habéis hecho? ¿Qué vais a hacer? ¿Qué ideas tenéis sobre el descubrimiento del fuego?
—Pues no sé— confesó el peluquero—. Todo lo que me han dado ha sido un par de astillas...
—¿Y qué has hecho con ellas?
Nervioso, el peluquero buscó en la parte superior de su mono de correr y tendió a Ford el fruto de su trabajo.
Ford lo levantó en alto para que todos lo vieran.— Unas tenacillas de rizar el pelo— anunció. La multitud aplaudió.
—No importa— dijo Ford—. Roma no ardió en un día.
La multitud no tenía la menor idea de lo que estaba hablando, pero les encantó de todos modos. Aplaudieron.
—Bueno, es evidente que eres un completo ingenuo— dijo la muchacha—. Si te hubieras interesado en los estudios de mercado tanto tiempo como yo, sabrías que antes de crear cualquier producto nuevo, deben realizarse las investigaciones pertinentes. Tenemos que averiguar qué quiere la gente del fuego, cómo se relacionan con él, qué clase de imagen tiene para ellos.
La multitud se puso en tensión. Esperaban algo maravilloso de Ford.
—Métetelo en la nariz— dijo Ford.
—Cosa que es precisamente lo que necesitamos saber— insistió la muchacha—. ¿Quiere la gente que el fuego pueda meterse por la nariz?
—¿Lo queréis?— preguntó Ford a la multitud.
—¡Sí!— gritaron algunos.
—¡No!— gritaron otros, contentos.
No lo sabían, sólo pensaban que era magnífico.
—¿Y la rueda?— preguntó el Capitán—. ¿Qué hay de eso de la rueda? Parece un proyecto sumamente interesante.
—¡Ah!— dijo la chica de los estudios de mercado—. Pues con eso tenemos ciertas dificultades.
—¿Dificultades?— exclamó Ford—. ¿Dificultades? ¿A qué te refieres? ¡Es el instrumento más sencillo de todo el Universo!
La muchacha de los estudios de mercado le lanzó una mirada desabrida.
—Muy bien, sabelotodo— dijo—; dinos de qué color debería ser, si eres tan listo.
La multitud se alborotó. Un tanto para el equipo local, pensaron todos. Ford se encogió de hombros y volvió a sentarse.
—Zarquon todopoderoso!— exclamó—. ¿Es que no habéis hecho nada ninguno?
Como en respuesta a su pregunta, hubo un clamor repentino a la entrada del claro. La multitud no podía creer la cantidad de diversión que tenía aquella tarde: entró desfilando una patrulla de doce hombres vestidos con los despojos del uniforme del Tercer Regimiento de Golgafrinchan. La mitad de ellos llevaban fusiles Mat-O-Mata, y el resto portaba lanzas que entrechocaban al desfilar. Tenían un aspecto saludable y bronceado, aunque parecían enteramente agotados y sucios. Se detuvieron ruidosamente, poniéndose firmes. Uno de ellos cayó al suelo y no volvió a moverse.
—¡Mi capitán!— gritó el Número Dos, pues él era su jefe—. ¡Permiso para informar, señor!
—Sí, muy bien, Número Dos; bienvenidos y todo eso. ¿Habéis encontrado algún manantial de agua caliente?— preguntó el Capitán con desaliento.
—¡No, señor!
—Eso es lo que me suponía.
El Número Dos se abrió paso entre la multitud y presentó armas ante la bañera.
—¡Hemos descubierto otro continente!
—¿Cuándo ha sido eso?
—¡Está al otro lado del mar— informó el Número Dos, entrecerrando los ojos de manera significativa—, hacia el Este!
—Ah.
El Número Dos se volvió a la multitud. Levantó el fusil por encima de su cabeza.
—¡Le hemos declarado la guerra!
Vítores desenfrenados desbordaron todos los rincones del claro: aquello superaba todas las expectativas.
—¡Esperad un momento— gritó Ford Prefect—, esperad un momento!
Se puso en pie de un salto y exigió silencio. Al cabo de un rato lo consiguió, si no total, el mejor a que podía aspirar dadas las circunstancias. Las circunstancias eran que el gaitero estaba componiendo espontáneamente un himno nacional.
—¿Tiene que estar presente el gaitero?— preguntó Ford.
—Pues claro— dijo el Capitán—, le hemos otorgado permiso.
Ford consideró presentar esa idea a debate, pero en seguida pensó que de esa manera todo se enredaría aún más. En cambio, tiró una piedra bien sopesada al gaitero y se volvió hacia el Número Dos.
—¿Guerra?— dijo.
—¡Sí!— respondió el Número Dos, mirando con desprecio a Ford Prefect.
—¿Contra el otro continente?
—¡Sí! ¡Guerra total! ¡Una guerra que acabará con todas las guerras!
—¡Pero si todavía no vive nadie en ese continente!
Ah, qué interesante, pensó la multitud, bonito argumento.
La mirada del Número Dos revoloteó imperturbable. En este sentido, sus ojos eran como un par de mosquitos que revolotearan con un fin determinado a siete centímetros de la nariz de uno y se negaran a ser derrotados por golpes de brazo, matamoscas o periódicos enrollados.
—¡Ya lo sé— dijo—, pero algún día lo estará! Así que hemos dejado un ultimátum sin fecha fija.
—¿Qué?
—Y hemos destruido unas cuantas instalaciones militares.
El Capitán se inclinó por fuera del baño.
—¿Instalaciones militares, Número Dos?— preguntó. Durante un momento sus ojos vagaron sin rumbo.
—Sí, señor; bueno, potenciales instalaciones militares. De acuerdo... árboles.
Pasó el momento de incertidumbre; sus ojos centellean como látigos sobre el auditorio.
—¡Y hemos interrogado a una gacela!— bramó.
Se colocó con elegancia el Mat-O-Mata bajo el brazo y se retiró desfilando entre el pandemonio que había estallado por toda la multitud exaltada. Sólo logró dar unos pasos antes de que lo levantaran en volandas y durante un trecho lo llevaran a hombros alrededor del claro.
Ford se sentó y empezó a entrechocar dos piedras con aire perezoso.
—Así que, ¿qué más habéis hecho?— preguntó cuando terminó la celebración.
—Hemos iniciado una cultura— dijo la muchacha de los estudios de mercado.
—¿Ah, sí?— dijo Ford.
—Sí. Uno de nuestros productores cinematográficos está realizando un documental fascinante sobre los trogloditas indígenas de esta región.
—No son trogloditas.
—Parecen trogloditas.
—¿Viven en cavernas?
—Pues...
—Viven en cabañas.
—Tal vez estén decorando de nuevo las cuevas— gritó un bromista entre la multitud.
Ford se dirigió hacia él con cólera.