«¿Qué les echó?», pregunté. «¿Qué hay en esa botella?»
«Madera seca y boñiga de vaca», dijo Maya.
«¿Y el humo las duerme? ¿Qué les hace?»
No me contestó. Con ambas manos levantó el primer panal y le dio una brusca sacudida, y las abejas drogadas o dormidas o atontadas cayeron en la colmena. «Páseme el cepillo», me dijo Maya Fritts, y lo utilizó para barrer delicadamente a las pocas tercas que se habían mantenido aferradas a la miel. Algunas abejas se subían a los dedos, daban vueltas entre las cerdas suaves del cepillo, un poco curiosas o quizás borrachas, y Maya se las quitaba de encima con un movimiento fino, el trazo de un pincel. «No, linda», le decía a alguna, «tú a tu casa». O bien: «Bájate de ahí, que hoy no estamos para jugar». El mismo procedimiento —la extracción de los panales, la barrida de las abejas, los diálogos cariñosos— se repitió en las demás colmenas, y mientras tanto Maya Fritts miraba todo con los ojos bien abiertos y de seguro tomaba notas mentales de cosas que veía y que yo, profano, era incapaz de ver. Les daba la vuelta a los marcos de madera, los miraba del derecho y del revés, un par de veces volvió a utilizar el humo de la botella, como si temiera que alguna abeja indisciplinada fuera a despertarse a destiempo, y yo aproveché para quitarme un guante y poner la mano en el chorro, sólo por saber un poco más acerca de aquel humo frío y oloroso: el olor, que tenía más de madera que de boñiga, permanecería en mi piel hasta bien entrada la noche. Además, quedaría para siempre asociado a la larga conversación con Maya Fritts.
Después de revisar las colmenas, después de devolver ahumadores y cepillos y palanquetas a sus lugares en el cobertizo, Maya me llevó a la casa y me sorprendió con una lechona que sus empleados habían estado cocinando toda la mañana para nosotros. Lo primero que sentí al entrar fue el alivio instantáneo del cuerpo, que se había acostumbrado sin chistar al calor del mediodía, pero que al recibir ese golpe de sombra y aire fresco se dio cuenta por fin de cuánto había sufrido antes, metido en el overol y los guantes y la máscara. Tenía la espalda empapada de sudor y la camisa pegada al pecho, y mi cuerpo pedía a gritos un consuelo cualquiera. Dos ventiladores, uno sobre el salón y otro sobre el comedor, giraban furiosamente. Antes de sentarnos a almorzar, Maya Fritts sacó de alguna parte una caja y la trajo al comedor. Era una artesanía de mimbre del tamaño de una maleta pequeña, con una tapa rígida y fondo reforzado, y en cada extremo llevaba una manija o asa tejida para poder levantarla mejor, cargarla mejor. Maya la puso en la cabecera de la mesa, como un invitado, y se sentó en la cabecera opuesta. Entonces, mientras se servía la ensalada en un cuenco de madera, me preguntó qué había llegado a saber de Ricardo Laverde, si había llegado a conocerlo a fondo.
«No mucho», le dije. «Fueron unos meses solamente.»
«¿Le molesta recordar estas cosas? Por lo de su accidente, digo.»
«Ya no», dije. «Pero es como le digo, no sé gran cosa. Sé que quería mucho a su madre. Sé lo del vuelo de Miami. No sabía de usted, en cambio.»
«¿Nada? ¿Él nunca habló de mí?»
«Nunca. Sólo de su madre. Elena, ¿no?»
«Elaine. Se llamaba Elaine, los colombianos le cambiaron el nombre por Elena y ella se dejó. O se acostumbró.»
«Pero Elena no quiere decir Elaine.»
«Si supiera», me dijo, «cuántas veces la oí explicar eso».
«Elaine Fritts», dije. «Para mí debería ser una extraña, y no lo es. Es raro. Bueno, usted sabrá lo de la caja negra.»
«¿Lo del casete?»
«Sí. Yo no tenía manera de saber que estaría hoy aquí, Maya. Habría tratado de quedarme con esa cinta. No creo que hubiera sido tan difícil.»
«Ah, por eso no se preocupe», dijo Maya. «Yo la tengo.»
«¿Cómo?»
«Claro, ¿qué esperaba? Es el avión donde murió mi madre, Antonio. Yo me demoré un poco más que usted. En encontrar la cinta, quiero decir, la casa de Ricardo y la cinta. Usted me llevaba ventaja, usted que lo acompañó al final, pero bueno, busqué y al fin llegué, tampoco es culpa mía.»
«Y Consu le dio la cinta.»
«Me la dio, sí. Y ahí la tengo. La primera vez que la oí quedé destrozada. Tuve que dejar que pasaran días enteros antes de volverla a oír, y con todo y eso me parece que he sido muy valiente, otra persona la habría guardado para no oírla nunca más. Pero yo sí, yo sí volví a oírla, y luego ya no he parado. No sé cuántas veces, veinte o treinta. Al principio pensaba que volvía a ponerla para encontrar algo en ella. Luego me he dado cuenta de que la pongo precisamente porque no voy a encontrar nada. Papá la oyó una sola vez, ¿verdad?»
«Que yo sepa.»
«Ni me puedo imaginar lo que sintió.» Maya hizo una pausa. «La adoraba, adoraba a mi madre. Como las buenas parejas, claro, pero con él era especial. Por lo que se fue.»
«No entiendo.»
«Pues que él se fue y ella siguió siendo la misma de antes. Quedó como paralizada en su memoria, por decirlo así.»
Se quitó las gafas, se llevó dos dedos (una pinza) a los lagrimales: el gesto universal de los que no quieren llorar. Me pregunté en qué parte de nuestro código genético están esos gestos que se repiten en cualquier parte del mundo, en todas las razas y todas las culturas, o casi. O tal vez no era así, pero el cine ubicuo nos lo había hecho creer. Sí, eso también era posible. «Perdón», decía Maya Fritts. «Todavía me pasa.» En la piel pálida de su nariz apareció un rubor, un repentino resfrío.
«Maya», le dije, «¿le puedo hacer una pregunta?».
«A ver.»
«¿Qué hay ahí?»
No tuve que aclarar a qué me refería. No miré la caja de mimbre al hablar, no la señalé de ninguna manera (ni siquiera con la boca, según suelen hacer algunos: frunciendo los labios y moviendo la cabeza como un caballo). Maya Fritts, en cambio, miró hacia el otro lado de la mesa y me habló con la mirada fija en el puesto vacío.
«Bueno, es para eso que le pedí venir», dijo. «A ver si puedo explicárselo bien.» Hizo una pausa, rodeó el vaso de cerveza con los dedos pero no llegó a llevárselo a la boca. «Quiero que me hable de mi padre.» Otra pausa. «Perdón, eso ya se lo dije.» Una pausa más. «Mire, yo no llegué a... Yo era muy pequeña cuando él... En fin, quiero que me cuente de sus últimos días, usted que los vivió con él, y quiero que lo haga con todo el detalle posible.»
Entonces se puso de pie y trajo la caja de mimbre, que debía de pesar lo suyo porque Maya tenía que cargarla apoyándosela en el vientre y poniendo una mano en cada manija, como la batea de ropa sucia de una lavandera de otro siglo. «Mire, Antonio, el asunto es así», dijo. «Esta caja está llena de cosas sobre mi padre. Fotos, cartas que le escribieron, cartas que él escribió y que yo he recuperado. Todo este material lo he conseguido yo, no es que me lo haya encontrado por la calle, me ha costado un esfuerzo. La señora Sandoval tenía muchas cosas, por ejemplo. Tenía esta foto, mire.» La reconocí de inmediato, por supuesto, y la hubiera reconocido aun si alguien hubiera recortado o eliminado la figura de Ricardo Laverde. Ahí estaban las palomas de la plaza de Bolívar, ahí estaba el carrito de maíz, ahí el Capitolio, ahí el fondo gris del cielo de mi gris ciudad. «Era para su madre», dije. «Era para Elaine Fritts.»
«Yo sé», dijo Maya. «¿Usted ya la había visto?»
«Él me la mostró, acababa de tomársela.»
«¿Y le mostró otras cosas? ¿Le dio algo a usted, una carta, un documento?»
Pensé en la noche en que me negué a entrar en la pensión de Laverde. «Nada», dije. «¿Qué más hay?»
«Cosas», dijo Maya, «cosas sin importancia, cosas que no dicen nada. Pero a mí tenerlas me tranquiliza. Son la prueba. Mire», dijo, y me mostró un papel timbrado. Era una factura: arriba, a la izquierda, estaba el logotipo del hotel, un círculo de un color indefinido o indefinible (el tiempo había hecho de las suyas sobre el papel) sobre el cual se distribuían las palabras
Hotel, Escorial
y
Manizales.
A la derecha del logotipo, el siguiente texto formidable:
Las cuentas se cobran el viernes de cada mes y el pago debe ser inmediato. Sin alimentación no se acepta. A quien ocupe un cuarto le cobrará el Hotel como mínimo un día.
Luego constaban la fecha, 29 de septiembre de 1970, la hora de llegada de la huésped, 3:30 p. m., y el número de la habitación, 225; sobre la cuadrícula que seguía, escrita a mano, la fecha de salida (30 de septiembre, se había quedado sólo una noche) y la palabra
Cancelada.
La huésped se llamaba Elena de Laverde —me la imaginé dando su apellido de casada para quitarse de encima a cualquier acosador potencial— y durante su breve estadía en el hotel había hecho una llamada y comido una comida y un desayuno, pero no había utilizado el servicio de cablegramas, lavandería, prensa o automóvil. Una página sin importancia y a la vez una ventana a otro mundo, pensé. Y esta caja estaba llena de ventanas semejantes.
«¿La prueba de qué?», dije.
«¿Perdón?»
«Usted dijo antes que estos papeles son la prueba.»
«Sí.»
«Pues eso. La prueba de qué.»
Pero Maya no me contestó. En cambio siguió revolviendo los documentos con la mano y me habló sin mirarme. «Todo esto lo conseguí hace poco», me dijo. «Averigüé nombres y direcciones, escribí a Estados Unidos diciendo quién soy, negocié por carta y por teléfono. Y un día me llegó un paquete con las cartas que mamá escribió cuando llegó a Colombia por primera vez, allá por el 69. Así ha sido con todo, una labor de historiadora. A mucha gente le parece absurdo. Y no sé, no sé muy bien cómo justificarlo. No he cumplido treinta años y ya vivo aquí, lejos de todo, como una solterona, y esto se ha vuelto importante para mí. Construir la vida de mi padre, averiguar quién era. Eso es lo que estoy tratando de hacer. Claro, no me hubiera metido en nada de esto si no me hubiera quedado así, sola, sin nadie, y tan de repente. La vaina comenzó con lo de mi madre. Fue tan absurdo eso... A mí la noticia me llegó aquí, yo estaba en esta hamaca donde estoy ahora, cuando supe que se había estrellado el avión. Yo sabía que ella iba en ese avión. Y tres semanas después, lo de mi padre.»
«¿Cómo se enteró?»
«Por
El Espacio
», me dijo ella. «Salió en
El Espacio,
con fotos y todo.»
«¿Fotos?»
«Del charco de sangre. De dos o tres testigos. De la casa. De la señora Sandoval, la que me habló de usted. Del cuarto de él, y eso fue muy doloroso. Un periódico amarillista que yo siempre había despreciado, siempre había despreciado sus viejas empelotas y sus fotos morbosas y sus textos mal escritos y hasta su crucigrama, que es demasiado fácil. Y la noticia más importante de mi vida me llega por ahí. Dígame que no es irónico. Pues eso, fui a comprar algo a La Dorada y ahí estaba el periódico, colgando junto a los balones de playa y los juegos de caretas y aletas para turistas de tierra caliente. Después, un día cualquiera, me di cuenta. Pongamos que era sábado (yo estaba desayunando aquí, en la terraza, y eso sólo lo hago los fines de semana), sí, digamos un sábado, me di cuenta de que me había quedado sola. Habían pasado ya meses y yo había sufrido mucho y no sabía por qué sufría tanto, si llevábamos mucho tiempo separados, viviendo cada uno por su cuenta. No teníamos una vida en común ni nada que se le pareciera. Y eso fue lo que me pasó: que estaba sola, me había quedado sola, ya no había nadie entre mi muerte y yo. Ser huérfano es eso: no hay nadie por delante, uno es el siguiente en la línea. Es su turno. Nada cambió en mi vida, Antonio, yo llevaba muchos años sin ellos, pero ahora ellos ya no estaban en ninguna parte. No sólo no estaban conmigo: no estaban en ninguna parte. Era como si se hubieran ausentado. Y como si me miraran, sí, esto es difícil de explicar, pero me miraban, Elaine y Ricardo me miraban. Es dura, la mirada de los ausentes. En fin, usted ya se imagina lo que vino después.»
«Siempre me ha parecido muy raro», dije.
«¿Qué cosa?»
«Pues que la esposa de un piloto se haya matado en un accidente de avión.»
«Ah. Bueno, no es tan raro cuando uno sabe ciertas cosas.»
«¿Como qué?»
«¿Tiene tiempo?», me preguntó Maya. «¿Quiere leer algo que no tiene nada que ver con mi padre y al mismo tiempo tiene todo que ver?»
De la caja sacó una revista
Cromos
con un diseño que yo no conocía —el nombre en letras blancas sobre un recuadro rojo— y una foto a colores de una mujer en vestido de baño, las manos puestas delicadamente sobre un cetro, la corona haciendo equilibrio sobre su pelo hinchado: una reina de belleza. La revista era de noviembre de 1968, y la mujer, según me enteré de inmediato, era Margarita María Reyes Zawadzky, señorita Colombia de ese año. La portada traía varios titulares, letras amarillas sobre el fondo azulado del mar Caribe, pero no tuve tiempo de leerlos, porque los dedos de Maya Fritts ya estaban abriendo la revista en una página marcada con un
post-it
amarillo. «Hay que tratarla con cuidado», me dijo Maya. «El papel no dura nada en esta humedad, yo no sé cómo ha aguantado tantos años éste. Bueno, aquí está.» L
A TRAGEDIA DE
S
ANTA
A
NA
, era el titular de cuerpo generoso. Y luego un reclamo de pocas líneas: «Treinta años después del accidente aéreo que marcó a Colombia,
Cromos
rescata en exclusiva el testimonio de un sobreviviente». El artículo aparecía al lado de un aviso del
Club del Clan,
y me pareció gracioso, porque varias veces había escuchado a mis padres hablar de ese programa de televisión. Una jovencita dibujada tocaba la guitarra sobre la leyenda
Televisión limitada.
«Un mensaje dirigido a la juventud colombiana», se jactaba el aviso, «no está completo si no incluye el
Club del Clan
».
Iba a preguntar de qué se trataba aquello cuando mis ojos cayeron sobre el apellido Laverde, desperdigado por las páginas como las huellas de un perro con patas sucias.
«¿Quién es este Julio?»
«Mi abuelo», dijo Maya. «Que en el momento de los hechos todavía no era mi abuelo. Ni era mi abuelo ni nada, tenía quince años.»
«Mil novecientos treinta y ocho», dije.
«Sí.»
«Ricardo no está en este artículo.»
«No.»
«No ha nacido todavía.»
«Le faltan unos cuantos años», dijo Maya.
«¿Entonces?»
«Entonces le pregunto: ¿tiene tiempo? Porque si está de afán yo lo entendería. Pero si quiere saber de verdad quién era Ricardo Laverde, comience por aquí.»