«Primero un teléfono. Para llamar a Bogotá, si no es problema.»
«Pues el teléfono está ahí», me dijo. «Eso sí usté se arregla con la señorita.»
Era uno de esos viejos aparatos de una sola pieza, como los que yo había conocido en mi niñez, a finales de los setenta: una especie de pequeño pájaro barrigón y de cuello largo que llevaba por debajo el disco de marcado y un botón rojo. Para descolgar bastaba con levantarlo. Marqué el número de mi casa y me maravilló volver a sentir la impaciencia de mi niñez mientras esperaba a que el disco diera su vuelta antes de poder marcar el siguiente número. Aura contestó antes de que el teléfono hubiera timbrado por segunda vez. «¿Dónde estás?», me dijo. «¿Estás bien?»
«Claro que sí. ¿Por qué no iba a estar bien?»
Su tono cambió, se hizo frío y denso y pesado. «Dónde estás», dijo.
«En La Dorada. Visitando a una persona.»
«¿La del mensaje?»
«¿Qué?»
«¿La del mensaje del contestador?»
No me sorprendió su clarividencia (me había dado muestras de ella desde el comienzo de nuestra relación). Le expliqué la situación sin mucho detalle: la hija de Ricardo Laverde, los documentos que poseía y las imágenes que albergaba su memoria, la posibilidad para mí de entender tantas cosas. Quiero saber, pensé, pero no lo dije. Mientras hablaba escuché una serie de ruidos breves, quizá guturales, y luego el llanto súbito de Aura. «Eres un hijo de puta», me dijo. No me dijo
hijueputa,
forma comprimida que hubiera sido más eficaz y más idiosincrásica, sino que separó las palabras y las pronunció sin dejarse ni una letra en el camino. «No he pegado el ojo, Antonio. No me he ido a visitar hospitales porque no tengo con quién dejar a la niña. No entiendo, no entiendo nada», decía Aura entre sollozos, y me pareció violenta su manera de llorar, nunca había oído un llanto semejante salir de su boca: era la tensión, sin duda, la tensión acumulada durante toda la noche. «¿Quién es esta persona?», preguntó.
«No es nadie», dije. «Mejor dicho, no es lo que te imaginas.»
«Tú no sabes lo que me imagino. ¿Quién es?»
«Es la hija de Ricardo Laverde», dije. «El que estaba...»
Sonó un resoplido. «Yo sé quién era», dijo Aura, «no me insultes más, por favor».
«Quiere que yo le cuente, yo también quiero que ella me cuente. Nada más.»
«Nada más.»
«No. Nada más.»
«¿Y es bonita? Quiero decir, ¿está buena?»
«Aura, no hagas esto.»
«Pero es que no entiendo», dijo Aura de nuevo. «No veo por qué no llamaste ayer, qué te costaba. ¿No tenías ese teléfono a la mano ayer? ¿No pasaste la noche ahí?»
«Sí», le dije.
«¿Sí qué? ¿Sí tenías el teléfono a mano o sí pasaste la noche ahí?»
«Sí pasé la noche aquí. Sí hubiera podido usar este teléfono.»
«¿Y entonces?»
«Entonces nada», dije.
«¿Qué hiciste? ¿Qué hicieron?»
«Hablar. Toda la noche. Me desperté tarde, por eso llamo hasta ahora.»
«Ah, es por eso.»
«Sí.»
«Ya veo», dijo Aura. Y luego: «Eres un hijo de puta, Antonio».
«Pero aquí hay información», dije, «aquí puedo saber cosas».
«Un desconsiderado y un hijo de puta», dijo Aura. «Esto no se lo puedes hacer a tu familia. Toda la noche despierta, muerta de miedo, pensando las peores cosas. Qué hijo de puta. Las peores cosas. Todo el viernes metida aquí, encerrada aquí con Leticia, esperando noticias, sin salir para que no fueras a llamar preciso en ese momento. Y toda la noche despierta, muerta de miedo. ¿No pensaste en eso? ¿No te importó? ¿Y si hubiera sido al revés? Ahí sí, ¿verdad? Tú imagínate que me voy un día entero con la niña y tú no sabes dónde estoy. Tú que vives cagado del susto, tú que me controlas como si fuera a ponerte los cachos todo el tiempo. Tú que quieres que te llame al llegar a cualquier parte para que sepas que llegué bien. Tú que quieres que te llame al salir, para que sepas a qué horas salí. ¿Por qué haces esto, Antonio? ¿Qué está pasando, qué quieres conseguir?»
«No sé», le dije entonces. «No sé qué quiero.»
En los segundos de silencio que siguieron alcancé a oír y reconocer los movimientos de Leticia, ese rastro sonoro parecido al cascabel de un gato que los padres aprendemos a notar sin darnos cuenta: Leticia caminando o corriendo por el suelo alfombrado, Leticia hablando con sus juguetes o dejando que los juguetes hablaran entre ellos, Leticia moviendo los objetos de la casa (los adornos prohibidos, los ceniceros prohibidos, la prohibida escoba que le gustaba sacar de la cocina para barrer la alfombra: todos los sutiles desplazamientos del aire que su pequeño cuerpo producía). La eché de menos; me percaté de que nunca antes había pasado una noche sin ella, tan lejos de ella; y sentí, como lo había sentido tantas veces, la ansiedad de su desprotección y la intuición de que los accidentes (que la esperaban agazapados en cada habitación, en cada calle) eran más probables en mi ausencia. «¿Está bien la niña?», pregunté.
Aura tardó un pálpito en contestar. «Sí, está bien. Desayunó bien.»
«Pásamela.»
«¿Qué?»
«Pásamela, por favor. Dile que quiero hablar con ella.»
Un silencio. «Antonio, ya son más de tres años. ¿Por qué no quieres superar esto? ¿Qué ganas con quedarte a vivir en tu accidente? No sé qué ganas, la verdad, no sé de qué te sirve esto. ¿Qué es lo que pasa?»
«Que quiero hablar con Leticia. Dale el teléfono. Llámala y dale el teléfono.»
Aura resopló con algo que parecía fastidio o desespero, o tal vez franca irritación, la irritación de quien se siente impotente: son emociones que no es fácil distinguir a través del teléfono, hay que ver la cara de la persona para interpretarlas correctamente. En mi casa de un décimo piso, en mi ciudad colgada a dos mil seiscientos metros sobre el nivel del mar, mis dos mujeres se movían y hablaban y yo las escuchaba y las quería, sí, las quería a ambas y no quería hacerles daño. En eso estaba pensando cuando habló Leticia. «¿Aló?», dijo. Es una palabra que los niños aprenden sin que nadie tenga que enseñársela. «Hola, preciosa», le dije.
«Es papá», dijo ella.
Oí entonces la voz alejada de Aura. «Sí», le dijo. «Pero oye, oye a ver qué te dice.»
«¿Aló?», repitió Leticia.
«Hola», le dije. «¿Quién soy?»
«Papá», dijo ella, pronunciando la segunda P con fuerza, demorándose en ella.
«No», le dije, «soy el lobo feroz».
«¿El lobo feroz?»
«Soy Peter Pan.»
«¿Peter Pan?»
«¿Quién soy, Leticia?»
Ella reflexionó un instante. «Papá», dijo entonces.
«Exactamente», le dije. La escuché reír: una risita breve, el aleteo de un colibrí. Y luego le dije: «¿Estás cuidando a mamá?».
«Ajá», dijo Leticia.
«Tienes que cuidar mucho a mamá. ¿La estás cuidando?»
«Ajá», dijo Leticia. «Te la paso.»
«No, espera», traté de decirle, pero ya era tarde, ya se había desembarazado del auricular y me había dejado en manos de Aura, mi voz en manos de Aura, y mi nostalgia colgando del aire cálido: la nostalgia de las cosas que aún no se han perdido. «Bueno, ve a jugar», oí que le decía Aura con su tono más dulce, hablándole casi en susurros, una canción de cuna en cinco sílabas. Entonces me habló a mí, y el contraste fue violento: había tristeza en su voz, por más próxima que me sonara; había desencanto y también un velado reproche. «Hola», dijo Aura.
«Hola», dije. «Gracias.»
«¿Por qué?»
«Por pasarme a Leticia.»
«Le da miedo el corredor», dijo Aura.
«¿A la niña?»
«Dice que en el corredor hay cosas. Ayer no quiso irse sola de la cocina a su cuarto. Me tocó acompañarla.»
«Es la edad», dije. «Todos los miedos se pasan después.»
«Quiso dormir con la luz prendida.»
«Es la edad.»
«Sí», dijo Aura.
«El pediatra nos lo había dicho.»
«Sí.»
«Es la edad de las pesadillas.»
«Es que no quiero», dijo Aura. «No quiero que sigamos así, Antonio. No se puede.» Antes de que yo pudiera responder, añadió: «No es bueno para nadie. No es bueno para la niña, no es bueno para nadie».
Entonces era eso. «Ya entiendo», dije. «Entonces la culpa es mía.»
«Nadie ha hablado de culpas.»
«Es culpa mía que la niña le tenga miedo al corredor.»
«Nadie ha dicho eso.»
«Qué idiotez, por favor. Como si el miedo fuera hereditario.»
«Hereditario no», dijo Aura. «Contagioso.» Y enseguida: «No quería decir eso». Y luego: «Tú me entiendes».
Me sudaban las manos, en particular la que sostenía el teléfono, y tuve un miedo absurdo: pensé que el aparato podría escurrirse entre mi puño sudoroso y caer al suelo, y la comunicación se cortaría entonces sin que mi voluntad hubiera intervenido. Un accidente: los accidentes pasan. Aura me estaba hablando de nuestro pasado, de los planes que habíamos hecho antes de que una bala que no llevaba mi nombre me tocara en suerte, y yo la escuchaba con atención, juro que lo hacía, pero en mi mente no se formaba ninguna memoria.
En el ojo de la mente,
se dice a veces. El ojo de mi mente trató de ver a Aura antes de la muerte de Ricardo Laverde; trató de verme a mí mismo; pero fue en vano. «Tengo que colgar», me escuché decir, «estoy en teléfono prestado». Aura —esto lo recuerdo bien— me estaba diciendo que me quería, que podíamos salir de esto juntos, que íbamos a trabajar para lograrlo. «Tengo que colgar», le dije.
«¿Cuándo vienes?»
«No sé», le dije. «Aquí hay información, hay cosas que quiero saber.»
Hubo un silencio en la línea.
«Antonio», dijo entonces Aura, «¿vas a volver?».
«Pero qué pregunta es ésa», dije. «Claro que voy a volver, no sé dónde crees que estoy.»
«Yo no creo nada. Dime cuándo.»
«No sé. Apenas pueda.»
«Cuándo, Antonio.»
«Apenas pueda», dije. «Pero no llores, no es para tanto.»
«No estoy llorando.»
«No es para tanto. La niña se va a preocupar.»
«La niña, la niña», repitió Aura. «Vete a la mierda, Antonio.»
«Aura, por favor.»
«Vete a la mierda», dijo ella. «Nos vemos cuando puedas.»
Después de colgar salí a la terraza. Allí, reposando debajo de una hamaca como un animal de compañía, estaba la caja de mimbre; allí estaban, repartidas en documentos, las vidas de Elena Fritts y Ricardo Laverde, las cartas que se habían escrito, las que habían escrito a otra gente. El aire había dejado de moverse. Me acomodé en la hamaca que Maya Fritts había usado la noche anterior y allí, con la cabeza sobre un cojín de funda blanca y bordada, saqué la primera carpeta y me la puse sobre el vientre, y de la carpeta saqué la primera carta. Era de un papel verdoso y casi translúcido.
«Dear grandpa & grandma»,
decía el encabezado. Y luego la primera línea, suelta y solitaria, apoyada sobre el párrafo que la seguía como un suicida sobre su cornisa.
Nadie me había advertido que Bogotá iba a ser así.
Olvidé el calor húmedo, olvidé el jugo de naranja, olvidé la incomodidad de mi posición (y desde luego no imaginé la tortícolis violenta que me causaría). Acostado en la hamaca de Maya, me olvidé de mí mismo. Después trataría de recordar la última vez que había experimentado algo así, esa anulación sin miramientos del mundo real, ese secuestro absoluto de mi conciencia, y llegué a la conclusión de que nada similar me había pasado desde la niñez. Pero ese razonamiento, ese esfuerzo, vendrían mucho más tarde, durante las horas que pasé hablando con Maya para llenar los vacíos que dejaban las cartas, para que ella me contara todo lo que las cartas no contaban sino apenas sugerían; todo lo que no revelaban, sino que escondían o callaban. Eso sería después, como digo, esa conversación sólo pudo tener lugar después, cuando yo había pasado ya por los documentos y sus revelaciones. Allí, en la hamaca, mientras los leía, sentí otras cosas, algunas inexplicables y sobre todo una muy confusa: la incomodidad de saber que aquella historia en que no aparecía mi nombre hablaba de mí en cada una de sus líneas. Todo eso sentí, y al final todos los sentimientos se redujeron a una soledad tremenda, una soledad sin causa visible y por lo tanto sin remedio. La soledad de un niño.
La historia, según logré reconstruirla y según vive en mi memoria, comenzaba en agosto de 1969, ocho años después de que el presidente John Fitzgerald Kennedy firmara la creación de los Cuerpos de Paz, cuando, tras cinco semanas de entrenamiento en la Florida State University, Elaine Fritts, futura voluntaria con el número 139372, aterrizaba en Bogotá dispuesta a varios clichés: tener una experiencia enriquecedora, dejar su huella, poner su granito de arena. El viaje no comenzaba demasiado bien, pues los ramalazos de viento que sacudieron su avión, un viejo DC-4 de Avianca, la obligaron a apagar su cigarrillo y hacer algo que no hacía desde los quince años: darse la bendición. (Pero fue una bendición rápida, apenas un dibujo descuidado en la cara sin maquillaje, en el pecho adornado con dos collares de cuentas de madera. Nadie la vio.) Antes de partir, su abuela le había hablado de un avión de pasajeros que se había estrellado el año anterior al llegar a Bogotá desde Miami, y allí, mientras el suyo comenzaba el descenso al gris verdoso de las montañas, mientras salía de las nubes bajas en medio de golpes de aire y con las ventanillas marcadas por carreteras de lluvia gruesa, Elaine trató de recordar si en el avión accidentado habían muerto todos los pasajeros. Se aferró a sus rodillas —en sus pantalones quedó la huella arrugada y sudorosa de sus manos— y cerró los ojos cuando el avión, con un estrépito de latas crujiendo, tocó tierra. No dejó de parecerle milagroso haber sobrevivido al aterrizaje, y pensó que escribiría su primera carta a sus abuelos tan pronto se pudiera sentar frente a una mesa en su sitio de acogida. He llegado, estoy bien, la gente es muy amable. Hay mucho trabajo por hacer. Todo va a salir de maravilla.
La madre de Elaine había muerto en el parto, y ella había crecido al amparo de sus abuelos desde que su padre, en misión de reconocimiento cerca de Old Baldy, puso un pie sobre una mina antipersonas y volvió de Corea con la pierna derecha amputada hasta la cadera y perdido para la vida. No había pasado un año de su regreso cuando salió a comprar cigarrillos y desapareció para siempre. No se volvió a saber de él. Elaine era una niña cuando eso sucedió, de manera que nunca notó realmente la ausencia, y sus abuelos se hicieron cargo de su educación y también de su felicidad con tanta prolijidad como cuando habían educado a sus propios hijos, pero con mucha más experiencia. Así que los adultos en la vida de Elaine fueron esas dos figuras de otros tiempos, y ella misma creció con nociones de responsabilidad que no eran las de los demás niños. A su abuelo, en reuniones sociales, le escuchaban opiniones que a Elaine la llenaban de orgullo y de tristeza al mismo tiempo: «Así me tendría que haber salido mi hija». Cuando Elaine decidió suspender los estudios de Periodismo para involucrarse con los Cuerpos de Paz, el abuelo, que había hecho un luto de nueve meses tras el asesinato de Kennedy, fue el primero en apoyarla. «Con una condición», dijo. «Que no te quedes por allá, como tantos otros. Está muy bien ayudar, pero tu país te necesita más.» Ella estuvo de acuerdo.