El ruido de las cosas al caer (14 page)

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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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—¿Qué está haciendo? —dijo alguien.

El Hawk de Abadía venía en línea recta hacia donde estaban los asistentes.

—Pero qué hace ese loco —dijo alguien más.

Esta vez la voz vino desde abajo, desde alguno de los acompañantes del presidente López. Sin saber por qué, Julio miró en ese momento al Presidente y lo vio aferrado con ambas manos a la baranda de madera, como si no estuviera en una construcción bien plantada sobre la tierra, sino en un barco en altamar. Volvió a sentir el sabor acre en la boca, el mareo, y además un repentino dolor en la frente y detrás de los ojos. Y fue entonces cuando el capitán Laverde dijo, en voz baja y para nadie, o sólo para sí mismo, con una mezcla de admiración y envidia, como quien observa a otro resolver un enigma:

—Caray. Quiere coger la bandera.

Lo que siguió después ocurrió para Julio como fuera del tiempo, como una alucinación producida por la jaqueca. El caza del capitán Abadía se acercó a la tribuna presidencial a cuatrocientos kilómetros por hora, pero parecía flotar inmóvil en el mismo lugar del aire fresco; y a pocos metros dio un rollo en el aire y luego otro —rizar el rizo, lo llamaba el capitán Laverde—, y todo en medio de un silencio de muerte. Julio recordaría cómo tuvo tiempo de mirar a su alrededor, de ver las caras paralizadas por el miedo y el asombro, y las bocas abiertas como si gritaran. Pero no había gritos: el mundo se había callado. En un instante Julio comprendió que su padre tenía razón: el capitán Abadía había buscado terminar sus dos rollos pasando tan cerca de la bandera ondeante que pudiera coger la tela con la mano, una pirueta imposible dedicada al presidente López como un torero dedica un toro. Todo eso lo comprendió, y tuvo tiempo aun de preguntarse si los demás lo habían comprendido también. Y entonces sintió en los ojos la sombra del avión, cosa imposible porque no había sol, y sintió un soplo que olía a algo quemado, y tuvo la presencia de espíritu para ver cómo el caza de Abadía daba un salto extraño en el aire, se doblaba como si fuera de caucho y se precipitaba a tierra, destrozando al caer las tejas de madera de la tribuna diplomática, llevándose por delante la escalera de la tribuna presidencial y reventando en pedazos al chocar contra el prado.

El mundo estalló. Estalló el ruido: el de los gritos, el de los taconeos sobre los suelos de madera, el ruido que hacen los cuerpos que huyen. Estalló, allí donde el avión había caído, una nube negra que no parecía humo, sino ceniza densa, y que se mantuvo en su lugar más tiempo del que hubiera debido. Del lugar del impacto salió una onda de calor brutal que mató en segundos a los que estaban más cerca, y a los demás les dio la impresión de calcinarse en vida. Los que mejor suerte tuvieron pensaron que morían de asfixia, porque el calor consumió durante un momento demasiado largo todo el oxígeno del aire. Era como estar en un horno, diría después uno de los presentes. Al desprenderse la escalera de la tribuna, el entablado cedió y cedieron las barandas y los dos Laverde cayeron a tierra, y fue entonces, diría Julio mucho después, que comenzó el dolor.

—Papá —llamó, y vio al capitán Laverde incorporarse para tratar de auxiliar a una mujer que había quedado atrapada bajo los maderos de la escalera, pero era evidente que la mujer ya estaba más allá de todo auxilio—. Papá, tengo algo.

Julio escuchó la voz de un hombre que llamaba a una mujer. «Elvia», gritaba, «Elvia». Y enseguida Julio vio al tipo del corbatín a lunares, el que había ido a recuperar el carro, caminando entre los cuerpos caídos, pisándolos a veces y a veces tropezando con ellos. Ahí estaba ese olor a quemado, y Julio lo identificó: era el olor de la carne. Entonces el capitán Laverde se dio la vuelta y Julio vio, reflejado en su cara, el desastre de lo que le había ocurrido. El capitán Laverde lo tomó de la mano y comenzaron a caminar para alejarse de la catástrofe, buscando la forma de llegar a un hospital lo antes posible. Julio ya había comenzado a llorar, menos por el dolor que por el miedo, cuando pasó junto a la tribuna diplomática y vio dos cuerpos muertos, y reconoció en uno de ellos los zapatos crema. Luego perdió el sentido. Despertó horas más tarde, adolorido y rodeado de caras preocupadas, en una cama del hospital San José.

Nadie supo nunca cómo ocurrió, si el avión se rompió en el aire o si fue cosa del choque. Lo cierto es que Julio recibió un escupitajo de aceite de motor en plena cara, y el aceite le quemó la piel y la carne y fue una suerte que no lo matara, como les sucedió a tantos otros. Cincuenta y siete muertos quedaron después del accidente: el primero de ellos fue el capitán Abadía. Se explicaba que la maniobra había producido una bolsa de aire; que el avión, después del doble rollo, había entrado en un vacío; que todo eso causó la pérdida de altura y de control y la caída inevitable. En los hospitales, los heridos recibían esas noticias con indiferencia o con extrañeza, y escuchaban que el erario se haría cargo de enterrar a los muertos, que las familias más pobres recibirían de la ciudad un auxilio y que el Presidente había visitado a todas las víctimas la primera noche. Al joven Julio Laverde, por lo menos, sí que lo visitó. Pero él no estaba despierto en ese momento y no se percató de la visita. Se la contaron sus padres con todo detalle.

Al día siguiente, su madre se quedó con él mientras su padre asistía a los funerales de Abadía, del capitán Jorge Pardo y de dos soldados de caballería acantonados en Santa Ana, todos enterrados en el Cementerio Central después de un desfile que incluyó a varios representantes del Gobierno y a lo más granado de las fuerzas militares de Tierra y Aire. Julio, acostado sobre el lado bueno de la cara, recibía inyecciones de morfina. Veía el mundo como desde un acuario. Se tocaba la venda esterilizada y se moría por rascarse, pero no se podía rascar. En los momentos de más dolor odiaba al capitán Laverde y luego rezaba un padrenuestro y pedía perdón por los malos sentimientos. Pedía también que no se le infectara la herida, porque le habían dicho que lo hiciera. Y luego veía a la joven extranjera y empezaba a hablar con ella. Se veía con la cara quemada. A veces ella también tenía la cara quemada y a veces no, pero siempre tenía la bufanda rosa y los zapatos crema. En aquellas alucinaciones la joven le hablaba de vez en cuando. Le preguntaba cómo estaba. Le preguntaba si sentía dolor. Y a veces le preguntaba:

—¿Te gustan los aviones?

La noche estaba cayendo. Maya Fritts encendió una vela olorosa para espantar a los zancudos. «A esta hora salen todos», me dijo. Me pasó una barra de repelente y me dijo que me echara en todo el cuerpo, pero sobre todo en los tobillos, y al tratar de leer la etiqueta me di cuenta de la violencia con que estaba oscureciendo. Me di cuenta también de que no había ya posibilidad ninguna de que yo volviera a Bogotá, y me di cuenta de que Maya Fritts se había dado cuenta también, como si los dos hubiéramos trabajado hasta ahora en el entendido de que yo pasaría la noche aquí, con ella, como su huésped de honor, dos extraños compartiendo techo porque no eran tan extraños, después de todo: los unía un muerto. Miré el cielo, azul marino como uno de esos cielos de Magritte, y antes de que se hiciera de noche vi los primeros murciélagos, sus siluetas negras dibujadas sobre el fondo. Maya se puso de pie, instaló una silla de madera entre dos hamacas, y sobre la silla dispuso la vela que había encendido, una pequeña nevera de icopor repleta de hielo troceado, una botella de ron y una de cocacola. Volvió a acostarse en su hamaca (un movimiento diestro para abrirla y subir al mismo tiempo). La pierna me dolía. En cuestión de minutos estalló el escándalo musical de los grillos y las chicharras y en algunos minutos más ya se había calmado de nuevo, y sólo quedaban algunos intérpretes aislados aquí y allá, interrumpidos de vez en cuando por el croar de una rana perdida. Los murciélagos aleteaban a tres metros de nuestras cabezas, saliendo y entrando de sus refugios en el techo de madera, y la luz amarilla se movía con los soplos de brisa suave, y el aire era tibio y el ron entraba bien en el cuerpo. «Pues hay alguien que no va a dormir hoy en Bogotá», dijo Maya Fritts. «Si quiere llamar, hay un teléfono en mi cuarto.»

Pensé en Leticia, en su carita dormida. Pensé en Aura. Pensé en un vibrador del color de las moras maduras.

«No», le dije, «no tengo que llamar a nadie».

«Un problema menos», dijo ella.

«Pero tampoco tengo ropa», dije yo.

«Bueno», dijo ella, «eso lo podemos arreglar».

La miré: sus brazos desnudos, sus senos, su mentón cuadrado, sus orejas pequeñas de lóbulos estrechos donde brillaba una chispa de luz cada vez que Maya movía la cabeza. Maya tomó un trago, se puso el vaso sobre el vientre, y yo la imité. «Mire, Antonio, el caso es éste», dijo entonces: «Necesito que usted me cuente de mi padre, cómo era al final de su vida, cómo fue el día de su muerte. Nadie vio las cosas que vio usted. Si todo esto es un rompecabezas, usted tiene una ficha que nadie más tiene, no sé si me explico. ¿Me puede ayudar?». No contesté de inmediato. «¿Puede ayudarme?», insistió Maya, pero yo no contesté. Se apoyó en un codo, cualquiera que haya estado en una hamaca sabe lo difícil que es apoyarse en un codo, se pierde el equilibrio y se cansa uno enseguida. Me hundí en la hamaca de manera que me envolvió el tejido oloroso a humedad y a sudores pasados, a una historia de hombres y mujeres acostándose aquí tras bañarse en la piscina o trabajar en la propiedad. Dejé de ver a Maya Fritts. «Y si yo le cuento lo que usted quiere saber», dije, «¿usted va a hacer lo mismo?». De repente estaba pensando en mi cuaderno virgen, en aquel signo de interrogación solitario y perdido, y unas palabras se esbozaron en mi mente:
Quiero saber.
Maya no respondió, pero en la penumbra la vi acomodarse en su hamaca como lo estaba yo, y no necesité nada más. Comencé a hablar, le conté a Maya todo lo que sabía y lo que creía saber sobre Ricardo Laverde, todo lo que recordaba y lo que temía haber olvidado, todo lo que Laverde me había contado y también todo lo que había averiguado tras su muerte, y así permanecimos hasta las primeras horas de la madrugada, cada uno envuelto en su hamaca, cada uno escrutando el techo donde se movían los murciélagos, llenando con palabras el silencio de la noche cálida, pero sin mirarnos nunca, como un cura y un pecador en el sacramento de la confesión.

IV. Somos todos escapados

E
staba ya amaneciendo cuando, exhausto y medio borracho y casi afónico de tanto hablar, me dejé conducir por Maya Fritts al cuarto de huéspedes, o a lo que ella, en ese momento, llamó cuarto de huéspedes. No había una cama, sino dos catres sencillos de apariencia más bien frágil (algún crujido soltó el mío cuando me dejé caer en el colchón, sobre la escuálida sábana blanca, como un cuerpo muerto). Un ventilador aleteaba con furia sobre mi cabeza, y creo que tuve una fugaz paranoia de borracho al escoger la cama que no estaba directamente debajo de las aspas, no fuera a ser que el aparato se desprendiera en mitad de la noche y me cayera encima. Pero antes recuerdo haber recibido, en medio de la bruma del sueño y el ron, ciertas instrucciones. No dejar las ventanas abiertas sin mosquitero, no dejar las latas de cocacola en cualquier parte (se llena la casa de hormigas), no tirar el papel higiénico al inodoro. «Esto es muy importante, a los de la ciudad siempre se les olvida», me dijo o creo que me dijo, con estas palabras o con otras. «Ir al baño es una de las cosas más automáticas que existen, nadie piensa cuando está ahí sentado. Y ni le pinto los problemas que hay después con el pozo séptico.» La discusión de mis funciones corporales por parte de una completa extraña no me incomodó. Había en Maya Fritts una naturalidad que yo nunca había visto, y que desde luego era muy distinta del puritanismo de los bogotanos, capaces de pasarse la vida entera fingiendo que nunca han cagado. Creo que asentí, no sé si dije nada. Me dolía la pierna más que de costumbre, me dolía la cadera. Lo achaqué a la humedad y al agotamiento de tantas horas de trayecto por una carretera impredecible y peligrosa.

Me desperté desorientado. Fue el calor del mediodía lo que me despertó: estaba sudando y mi sábana estaba empapada, como las sábanas del hospital San José bajo los sudores de mis alucinaciones, y al mirar al techo me di cuenta de que el ventilador había dejado de girar. La claridad agresiva del día se filtraba por las persianas de madera y formaba charcos de luz en las baldosas blancas del suelo. Junto a la puerta cerrada, sobre una silla de mimbre, había algo como un atado de ropa: dos camisas de manga corta y diseño a cuadros, una toalla verde. Había un silencio quieto en la casa. A lo lejos se oían voces, las voces de gente que trabaja, y también el rumor de sus herramientas al trabajar: no supe quiénes eran, qué hacían a esa hora y con ese calor, y justo cuando estaba preguntándomelo cesaron sus ruidos, y pensé que se habrían ido a descansar. Abrí las persianas y la ventana y me asomé con la nariz casi pegada al mosquitero, y no vi a nadie: vi el rectángulo luminoso de la piscina, vi el rodadero solitario, vi una ceiba como las que había visto en la carretera, diseñada especialmente para dar sombra a las pobres criaturas que habitaban este mundo de sol inclemente. Debajo de la ceiba estaba el pastor alemán que yo había visto al llegar. Detrás de la ceiba se abría la llanura, y detrás de la llanura, en alguna parte, corría el río Magdalena, cuyo rumor podía fácilmente imaginarme o conjeturar, porque lo había oído de niño, si bien en otras partes del río, muy lejos de Las Acacias. Maya Fritts no estaba por ahí, de manera que me di una ducha fría (tuve que matar a una araña de tamaño considerable que resistió un buen rato en una esquina) y me puse la camisa que me quedara más amplia. Era una camisa de hombre; me dejé atrapar por la fantasía de que hubiera pertenecido a Ricardo Laverde, lo imaginé a él con la camisa puesta; en la imagen que me figuré, por alguna razón, se parecía a mí. Tan pronto salí al corredor se me acercó una mujer joven de bermudas rojas de bolsillos azules en cuya camiseta sin mangas se daban un beso una mariposa y un girasol. Llevaba en las manos una bandeja y en la bandeja un vaso alto de jugo de naranja. También en el salón estaban quietos los ventiladores.

«La señorita Maya le dejó las cosas en la terraza», me dijo. «Que se ven para almorzar.» Me sonrió, esperó a que yo tomara el vaso de la bandeja.

«¿No podemos prender los ventiladores?»

«Es que se fue la luz», dijo la mujer. «¿El señor quiere un tinto?»

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