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Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

El sabor prohibido del jengibre (12 page)

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
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—Allá vamos… —le susurró Marty a Samantha, lo bastante fuerte como para que su padre le oyese—
Viva la revolución..
. añadió en un tono jocoso.

—¿Eh, qué se supone que significa eso: preguntó Henry, que interrumpió su labor.

—No es ninguna ofensa, papá, sólo que…

—Marty me dijo que el árbol tiene un significado especial para usted —le interrumpió Samantha—, Que es algo así como un símbolo.

—Lo es —admitió Henry, que tocó un pequeño pimpollo de cinco pétalos—. Las flores ume se usan como decoración durante el Año Nuevo chino. También es un símbolo de la antigua ciudad de Nanjing y ahora es la flor nacional de toda China.

Marty se levantó a medias e hizo un saludo burlón.

—¿A qué viene eso? —preguntó Samantha.

—Díselo, papá.

Henry continuó podando en un intento por no hacer caso de la broma de su hijo.

—La flor también era la preferida de mi padre. —Henry forcejeó con las tijeras de podar, antes de conseguir cortar una gruesa rama seca—. Es un símbolo de la perseverancia ante la adversidad; un símbolo revolucionario.

—¿Su padre era un revolucionario? —preguntó Samantha.

—¡Ja! —Henry contuvo la risa ante la ocurrencia—. No, no, era un nacionalista. Siempre temeroso del comunismo. Pero sí creía en una única China. El árbol ume era especial para él en ese sentido, ¿lo comprende?

Samantha asintió con una sonrisa y bebió un sorbo de té.

—Marty dijo que el árbol proviene de una rama del árbol de su padre.

Henry miró a su hijo, luego sacudió la cabeza y cortó otra rama.

—Se lo dijo su madre.

Henry se sintió mal por mencionar a Ethel. Por traer tanta tristeza a lo que por lo demás era un día feliz.

—Lo siento mucho —manifestó Samantha—, Me hubiese gustado conocerla.

Henry se limitó a sonreír con expresión solemne y asintió, al tiempo que Marty rodeaba a su prometida con un brazo y la besaba en la sien.

Samantha cambió de tema.

—Marty dice que fue un gran ingeniero, que incluso le permitieron el retiro anticipado.

Henry veía a Samantha por el rabillo del ojo mientras podaba el árbol; era como si la joven estuviese verificando una lista imaginaria.

—Que es un gran cocinero, que le gusta la jardinería, y que es el mejor pescador que haya conocido. Me habló de todas las veces que lo llevó a Lake Washington a pescar salmón rojo.

—Vaya… —dijo Henry, que miró a su hijo y se preguntó por qué nunca le había dicho estas cosas a él. Entonces pensó en las brechas de la comunicación, en realidad abismos, entre él y su propio padre y supo la respuesta.

Samantha removió los cubitos en el vaso con el dedo y bebió un sorbo.

—Dice que le encanta el jazz.

Henry la miró, intrigado. «Ahora sí que estamos hablando.»

—No cualquier jazz. Las raíces del jazz y el swing de la Costa Oeste, como Floyd Standifer y Buddy Catlett, y que es un gran admirador de Dave Holden, y todavía más de su padre, Oscar Holden.

Henry cortó una ramita y la arrojó en un cubo blanco.

—Me gusta —le dijo a Marty, lo bastante fuerte como para que ella le oyese—. Has hecho bien.

—Me alegra que lo apruebes, papá. Sabes, me sorprendes.

Henry hizo lo posible para comunicarse sin palabras. Darle a su hijo aquella sonrisa, aquella cómplice mirada de aprobación. Estaba seguro de que Marty captaba cada frase de su comunicación sin palabras. Después de toda una vida de asentimientos, expresiones ceñudas y sonrisas estoicas, ambos eran expertos en la taquigrafía emocional. Sonrieron a la ve/, mientras Samantha hacía gala de sus impresionantes conocimientos do la rica historia musical de Seattle en la preguerra. Cuanto más escuchaba Henry, más pensaba en volver al Hotel Panamá a la semana siguiente a buscar en el sótano. En todos aquellos cajones. En todos aquellos baúles, cajas y maletas. En lo mucho más fácil que sería su tarea si contaba con ayuda.

Pero por encima de todo, Henry detestaba ser comparado con su propio padre. A los ojos de Marty, la ciruela no había caído lejos del árbol; es más, se aferraba con firmeza a las ramas. Es lo que le he enseñado con mi ejemplo, pensó Henry, al comprender que contar con la ayuda de Marty en el sótano podría aliviar algo más que la carga física.

Henry se quitó los guantes, y los dejó en la galería.

—El árbol ume era el favorito de mi padre, pero el esqueje que planté no era del suyo. Era de un árbol en Kobe Park…

—¿Pero el parque no estaba en el viejo Barrio Japonés? —preguntó Marty.

Henry asintió.

La noche que nació Marty, Henry hizo una incisión en una rama pequeña de un ciruelo, uno de los muchos que crecían en el parque, colocó un palillo de dientes en el corte, y lo envolvió con una tira de tela. Regresó al cabo de varias semanas, y se llevó el resto de la rama donde ya habían nacido las nuevas raíces. La plantó en el patio trasero, y la cuidó. Siempre.

Henry había pensado en llevarse un cerezo. Pero las flores eran demasiado hermosas, los recuerdos demasiado dolorosos. Pero ahora, Ethel se había ido. El padre de Henry había muerto hacía mucho. Incluso había desaparecido el Barrio Japonés. Lo único que quedaba eran días de largas horas interminables, y el ciruelo que cuidaba en el patio trasero. Robado la noche que había nacido su hijo, de un árbol chino en un jardín japonés, todos aquellos años atrás.

El árbol había crecido silvestre durante los años en que Ethel había estado enferma. Henry había tenido menos tiempo para ocuparse de las grandes ramas que habían crecido hasta ocupar los pequeños confines del patio trasero. Tras la muerte de Ethel había comenzado de nuevo a cuidar del árbol, y éste había comenzado a dar frutos.

—¿Qué hacéis los dos el próximo jueves? —preguntó Henry.

Vio cómo se miraban el uno al otro y se encogían de hombros. En el rostro de su hijo aún quedaba un rasgo de desconcierto.

—No tenemos ningún plan —respondió Samantha.

—Pues entonces nos encontraremos en el salón de té del Hotel Panamá.

Fuegos locales (1942)

Henry entró como una tromba por la puerta principal, quince minutos más tarde de la hora a la que llegaba normalmente de la escuela. No le importaba, y tampoco parecía importarles a sus padres. Necesitaba hablar con alguien. Necesitaba decirles a sus padres lo que estaba ocurriendo. Ellos sabrían qué hacer, ¿no? Debían saberlo, ¿no? Henry necesitaba hacer algo. ¿Pero qué? Sólo tenía doce años.

—¡Mamá, tengo que decirte una cosa! —gritó, con el aliento entrecortado.

—¡Henry, esperábamos que no tardases tanto! Tenemos invitados a tomar el té. —Oyó decir a su madre en cantones desde la cocina.

Su madre salió y le habló en su pésimo inglés para hacerle callar y meterle prisa para que fuese a la modesta sala de estar.

—Ven, tú venir.

Henry se vio sumergido en una terrible fantasía. Keiko había escapado; estaba aquí, sana y salva. Quizá toda su familia había huido, momentos antes de que el FBI echase su puerta abajo y se encontrase con una casa vacía, las ventanas abiertas, las cortinas agitadas por el viento. Nunca les había conocido, pero se los podía imaginar con toda claridad corriendo por el callejón y dejando a los agentes del FBI desprevenidos y confusos.

Entró en la sala y sintió que se le caía el estómago, como si golpease el suelo para después rodar debajo del sofá y perderse en alguna parte.

—Tú debes de ser Henry. Te estábamos esperando. —Un hombre blanco y mayor, que vestía un elegante traje marrón, estaba sentado delante del padre de Henry. A su lado se encontraba Chaz.

—Sienta. Sienta —dijo el padre de Henry en
chinglish.

—Henry, soy Charles Prestan. Soy promotor inmobiliario. Creo que conoces a mi hijo; nosotros le llamamos Chaz, al menos en casa. Tú puedes llamarle como quieras. —Henry tenía unos cuantos nombres escogidos. En los dos idiomas. Le hizo un gesto a Chaz, que le sonrió con tanta dulzura que Henry vio los hoyuelos por primera vez.

Sin embargo, seguía sin entender a qué venía todo esto; nada menos que en su propia casa. «¿Qué…?» «¿Qué haces tú aquí?» Lo pensó, pero las palabras se le quedaron atascadas en algún lugar de la garganta, mientras comprendía por qué su padre se había vestido de traje el otro día; el que siempre vestía en las reuniones importantes.

—Tu padre y yo intentamos hablar de un asunto de negocios, y él me dijo que tú serías el intérprete perfecto. Dice que aprendes inglés en Rainier Elementary.

—Hola, Henry. —Chaz le hizo un guiño, y luego se volvió hacia su padre— Henry es uno de los chicos más inteligentes de la clase. Puede traducirlo todo. Estoy seguro de que también el japonés. —Estas últimas palabras salieron como cubitos de hielo mientras Chaz le sonreía de nuevo a Henry, muy ufano. Henry tenía claro que a Chaz no le gustaba en absoluto estar aquí, pero se complacía jugando al gato y al ratón con Henry, sentado con toda inocencia junto al señor Preston.

—Henry, el señor Preston es el propietario de varios edificios de apartamentos de esta zona. Está interesado en unas propiedades en Maynard Avenue, en el barrio japonés —le explicó su padre en cantonés—. Como soy miembro de la junta de Chong Wa, necesita mi apoyo, y el apoyo de la comunidad china en el Distrito Internacional. Necesita nuestro apoyo para conseguir la aprobación del ayuntamiento. —Lo dijo de una manera que le hizo entender a Henry que era una operación muy importante: el tono, los ojos, las maneras. Muy serio, pero también muy entusiasta. Su padre no se entusiasmaba a la ligera. Las victorias en China sobre el ejército invasor japonés, que eran escasas, y la beca en Rainier, eran las únicas cosas de las que hablaba con un entusiasmo fervoroso. En cualquier caso, hasta ahora.

Henry se sentó en un taburete entre ellos. Se sentía pequeño e insignificante. Pillado entre una roca y otra roca, ambas imponentes moles de granito en forma de adultos.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Henry en inglés, y luego en cantonés.

—Sólo traducir lo mejor que puedas lo que dice cada uno de nosotros —respondió el señor Preston. El padre de Henry asintió. Intentaba seguir las palabras inglesas que el padre de Chaz decía pausadamente.

Henry se quitó el polvo y el hollín de la comisura de los ojos, su mente pensaba en Keiko y su familia. Pensó en aquellas tres parejas japonesas tumbadas boca abajo en el suelo sucio del Black Elks Club, vestidas con sus mejores galas. Sacadas a rastras y llevadas a la cárcel. Miró al señor Preston, un hombre que intentaba aprovechar la ocasión de comprarles sus casas a unas familias que ahora mismo estaban quemando sus más preciadas posesiones para impedir que los llamasen traidores o espías.

Por primera vez Henry se dio cuenta de dónde estaba, a un lado de una línea invisible entre él y su padre y todo lo demás que había conocido. No conseguía recordar cuándo la había cruzado ni tampoco veía una manera fácil de volver atrás.

Miró al señor Preston y a Chaz, después a su padre, y asintió. «Adelante, traduciré. Lo haré lo mejor posible».

—Henry, dile a tu padre que intento comprar el solar vacío detrás de la Nichibei Publishing Company. Si podemos conseguir que cierre el periódico japonés, ¿aprobará que también compremos su edificio?

Henry escuchó con atención. Después se dirigió a su padre en cantonés.

—Quiere comprar el solar detrás del periódico japonés y también el edificio.

Su padre evidentemente conocía muy bien el lugar porque respondió:

—La propiedad pertenece a la familia Shitame, pero el cabeza de familia fue arrestado hace unas semanas. Haga una oferta al banco, y ellos se la venderán sin consultarles. —Las palabras las dijo poco a poco, sin duda para que Henry no se perdiese ni una en la traducción.

Henry se quedó atónito ante lo que oía. Miró alrededor en busca de su madre. No se la veía por ninguna parte; lo más probable era que estuviese abajo ocupada con la colada, o preparando el té para los invitados. Titubeó por un instante, y a continuación miró al señor Preston y con una expresión grave dijo:

—Mi padre no aprueba la compra. Una vez fue un cementerio japonés y es de muy mal agüero construir allí. Es por eso que el solar está vacío. —Henry se imaginó a un bombardero en picado lanzándose sobre el objetivo con su carga de bombas.

El señor Preston se echó a reír.

—¿Es una broma, no? Pregúntale si es una broma.

Henry apenas podía creer que por primera vez en meses hablara con su padre y le dijera mentiras. «Pero necesarias», pensó Henry. Miró a Chaz, que se limitaba a mirar al techo, al parecer aburrido al máximo.

El padre de Henry estaba pendiente de cada una de las palabras cantonesas que pronunciaba su hijo.

—El señor Preston dice que quiere convertir el edificio en un club de jazz. Es una música muy popular, y se puede ganar mucho dinero. —Henry se imaginó al piloto soltando su carga, las bombas que caían… fiiiiiiiiiiiii…

Su padre parecía más ofendido que confuso. Diana. Las bombas estallaron. El Distrito Internacional necesitaba muchas cosas, afirmó su padre, pero más clubes nocturnos y más marineros borrachos no ocupaban un lugar destacado en la agenda de su padre como beneficiosos para el progreso y el desarrollo de la comunidad, incluso si así se conseguía expulsar a algunos japoneses de Nihonmachi.

A partir de ese momento la conversación fue cuesta abajo.

El señor Preston se enfureció. Acusó al padre de Henry de tolerar las supersticiones japonesas. Por su parte, el padre de Henry acusó al señor Preston de abusar de las bebidas que pretendía vender en su club de jazz.

Después de un cruce de traducciones por parte de Henry, acabaron la discusión bilingüe, aceptando disentir. Cada uno mirando al otro con desconfianza.

Pero continuaron discutiendo, esta vez prescindiendo de Henry, sin siquiera entender ni una palabra de lo que decía el otro. Chaz miró a Henry, sin pestañear. Se abrió la americana y le mostró a Henry la insignia que le había robado hacía unas semanas. Ninguno de los padres se dio cuenta, pero Henry sí. Chaz le dedicó una sonrisa dentuda, se cerró la americana y sonrió angelicalmente mientras su padre afirmaba:

—Se acabó tanto hablar. Veo que venir aquí ha sido un error. De todas maneras, son ustedes unas personas incapaces de hacer negocios de verdad.

La madre de Henry entró con otra tetera de su mejor té de crisantemo, justo a tiempo para ver cómo Chaz y el señor Preston se ponían de pie y se marchaban furiosos como jugadores que acaban de perder su último dinero jugando a las chapas.

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