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Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

El sabor prohibido del jengibre (13 page)

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
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Henry cogió una taza de té y le dio las gracias a su madre con mucha amabilidad, en inglés. Ella, por supuesto, no entendió las palabras, pero al parecer agradeció el tono.

En cuanto se acabó el té, Henry se excusó y se fue a su habitación. Era temprano, pero se sentía agotado. Se acostó, cerró los ojos y pensó en el señor Preston, la versión adulta de Chaz, descuartizando con codicia el Barrio Japonés, y en su propio padre, tan dispuesto a ayudar en estos importantes asuntos de negocios. Henry casi había esperado sentirse feliz por haber desbaratado sus planes, pero sólo sentía agotamiento y culpa. Nunca había desobedecido a su padre de una manera tan descarada. Pero había tenido que hacerlo. Había visto los fuegos en Nihonmachi y a la gente quemar sus más queridas posesiones; cenizas que recordaban quiénes habían sido, quienes eran. Los escaparates tapiados con tablas y las banderas norteamericanas en las ventanas. No sabía gran cosa de negocios, pero sabía que eran tiempos difíciles y que irían a peor. Necesitaba encontrar a Keiko, necesitaba verla. A medida que caía la noche, se la imaginó en alguna foto de familia, un retrato en el fuego, que se enrollaba, ardía, y se convertía en cenizas.

Hola, hola (1942)

Cuando por fin Henry abrió los ojos de nuevo no vio nada más que oscuridad. ¿Qué hora era? ¿Qué día? ¿Cuánto tiempo he dormido? Sus pensamientos se disparaban mientras se frotaba los ojos y parpadeaba, haciendo todo lo posible por mantenerse despierto. Un rayo de luz de luna se filtraba por una rendija de las cortinas de oscurecimiento de la ventana de su dormitorio.

Algo le había despertado. ¿Qué era? ¿Un ruido? Entonces lo oyó de nuevo, un campanilleo en la cocina.

Se desperezó, volvió a reorientarse en el espacio y el tiempo, y apoyó los pies en el frío suelo de madera. Sus ojos se acomodaron a la oscuridad y alcanzó a ver la silueta de una bandeja. Su madre había tenido el detalle de traerle la cena. Incluso había puesto el vaso con su flor favorita como una sencilla decoración.

Ahí sonaba de nuevo: el inconfundible sonido de la campanilla del teléfono. Henry aún no se había acostumbrado al estridente repique. Menos de la mitad de las casas de Seattle tenían teléfonos, y menos en el Barrio Chino. Su padre había insistido en que le instalasen uno cuando Estados Unidos le había declarado la guerra a las potencias del Eje. Era guardián de manzana y entre sus responsabilidades figuraba la de mantenerse en contacto, aunque Henry no sabía con quién.

El teléfono continuó sonando con el estrépito de un despertador.

Henry comenzó a bostezar, pero se interrumpió al pensar en Chaz. Ahora sabe dónde vivo. Ahora mismo podría estar esperándome afuera. Espera a que salga desprevenido a estas horas para sacar la basura o entrar la colada. Entonces atacará, se tomará la revancha, sin maestros ni monitores que se interpongan.

Espió entre las pesadas y polvorientas cortinas, pero la calle, dos plantas más abajo, aparecía fría y desierta, empapada por la lluvia que había cesado hacía poco.

Desde la cocina le llegó la voz de su madre que respondía a la llamada: «
Wei, wei?»
. Hola, hola.

Henry abrió la puerta, caminó descalzo por el pasillo hacia el baño. Su madre explicaba en el teléfono que no hablaba inglés. Le hizo un gesto a Henry y señaló el teléfono. La llamada era para él.

—¿Hola? —preguntó. Henry estaba acostumbrado a atender todas las llamadas equivocadas. Por lo general eran en inglés, o llamadas de la oficina censal que recogían datos de la comunidad asiática. Mujeres desconocidas que le preguntaban a Henry cuántos años tenía y si era el hombre de la casa.

—Henry, necesito tu ayuda. —Era Keiko. Su voz era calma y firme.

Henry titubeó porque no había esperado oír la suave voz de Keiko. Comenzó a hablar en susurros, y después recordó que sus padres no hablaban inglés.

—¿Estás bien? Hoy no fuiste a la escuela. ¿Tu familia está bien?

—¿Puedes encontrarte conmigo en el parque, el parque donde nos vimos la última vez?

Estaba siendo vaga. Con toda intención. Henry podía hablar con entera libertad, pero era obvio que ella no. Pensó en las operadoras que a menudo espiaban las conversaciones y lo comprendió.

—¿Cuándo? ¿Ahora? ¿Esta noche?

—¿Podemos encontrarnos dentro de una hora?

«¿Una hora?» La mente de Henry funcionó a tope. Era de noche. «¿Qué les diré a mis padres?» Acabó por asentir.

—Una hora. Haré todo lo posible. —«Encontraré la manera.»

—Gracias. Adiós. —Keiko hizo una pausa. En el mismo momento en que Henry creía que diría algo más, colgó.

Una aguda voz femenina apareció en la línea.

—La otra persona ha colgado. ¿Desea que le ayude a hacer otra llamada?

Henry colgó de inmediato, como si le hubiesen pillado robando.

Su madre estaba allí cuando se volvió. Le miraba de una manera que Henry no acababa de saber si era curiosidad o preocupación.

—¿Qué? ¿Quizá tienes una novia? —le preguntó.

Henry se encogió de hombros y respondió en inglés:

—No lo sé.

Y en honor a la verdad, no lo sabía. Si su madre creía que la niña que llamaba a su hijo no hablaba chino, no hizo ningún comentario. Quizá creía que todos los padres estaban obligando a sus hijos a
hablar su americano
. ¿Quién sabe?, quizá si. Henry pensó en cómo llegar a Kobe Park, a esas horas, después de que apagaran las luces. Se alegró de haber dormido antes. Prometía ser una noche muy larga.

Henry esperó en su habitación la mayor parte de la hora. Eran casi las nueve cuando había llamado Keiko. Sus padres se iban a la cama alrededor de las nueve y media, no porque tuviesen sueño, sino porque acostarse temprano era un comportamiento prudente. Ahorrar electricidad como parte del esfuerzo de guerra era algo parecido a un mandamiento para el padre de Henry.

Después de estar atento durante unos instantes sin escuchar ninguna señal de sus padres, Henry abrió la ventana y bajó por las escaleras de incendio. Las escaleras sólo llegaban hasta la mitad de la distancia, pero bastante cerca había un contenedor con tapa para el reciclado de neumáticos. Henry se quitó los zapatos y saltó al contenedor. Se oyó un golpe sordo cuando los pies descalzos aterrizaron sobre la pesada tapa metálica. Volver a la habitación sería un poco más complicado, pero factible, pensó Henry mientras se calzaba los zapatos.

Caminó por las aceras mojadas de Seattle, y las nubes de su aliento se sumaron a la niebla que entraba desde el mar. Procuró mantenerse al amparo de las sombras a pesar del miedo que dominaba su mente y le oprimía la boca del estómago. Henry nunca había salido solo tan tarde. Sin embargo, gracias a la multitud que caminaba por las avenidas, no se sentía solo.

A lo largo de todo el trayecto hasta South King, las calles estaban iluminadas por los carteles de neón que desafiaban las órdenes de apagar las luces. Los rótulos de los bares y los clubes nocturnos teñían de verde y rojo cada charco que saltaba. De vez en cuando pasaba algún coche y la mortecina luz de los faros azules alumbraba a los hombres y las mujeres, chinos y blancos, que disfrutaban de la vida nocturna, a pesar del racionamiento.

Cruzar la Séptima Avenida y entrar en Nihonmachi era como pasar al lado oscuro de la luna. Ni una sola luz. Ni un solo coche. Todo estaba cerrado. Incluso el restaurante Manila tenía tapiadas las ventanas para protegerlas de los vándalos, a pesar de que los propietarios eran filipinos, no japoneses. Las calles se veían desiertas hasta donde se extendía Maynard Avenue. Desde la Janagi Grocery Store hasta el Nippon-Kan Hall, Henry no vio a nadie, excepto a Keiko.

En Kobe Park, al otro lado del teatro kabuki, alzó la mano en un gesto de saludo al verla sentada en la colina, como la última vez, en medio del bosquecillo de cerezos cuyas flores comenzaban a desprenderse. Henry subió la empinada ladera del parque, recuperó el aliento y se sentó en una piedra junto a Keiko. Se veía pálida a la luz de la luna y temblaba a consecuencia del aire frío de Seattle.

—Mis padres no quisieron que hoy fuera a la escuela, tenían miedo de que pudiese pasarme algo, que nuestra familia se viese separada. —Henry la miró mientras se apartaba del rostro los largos cabellos. Le sorprendió ver lo calmada que parecía, tan serena—. Vino la policía y el FBI y se llevaron nuestras radios, las cámaras de fotos, y a algunas personas de nuestro edificio, y después se marcharon. No les hemos visto desde entonces.

—Lo siento. —Fue lo único que se le ocurrió. ¿Qué más podía decir?

—Vinieron y arrestaron a decenas de personas en diciembre, inmediatamente después del ataque a Pearl Harbor, pero desde entonces todo ha estado tranquilo. Supongo que demasiado tranquilo. Papá dijo que la Marina ha descartado la idea de una invasión y que ahora le preocupa más el sabotaje, ya sabes, personas que vuelan puentes, centrales eléctricas y cosas por el estilo. Así que se centran en las redadas y en arrestar a más japoneses.

Henry pensó en la palabra «sabotaje». Había saboteado los planes del señor Preston de comprar parte del Barrio Japonés. No se sentía mal por haberlo hecho. ¿Pero estas personas que se llevaban no eran americanas? ¿De ascendencia japonesa, pero nacidos americanos? Después de todo, el padre de Keiko había nacido aquí.

—Ahora incluso hay un toque de queda.

—¿Un toque de queda?

Keiko asintió con un gesto lento, su mirada puesta en las calles desiertas como resultado de la medida.

—No se le permite a ningún japonés salir de nuestros barrios desde las ocho hasta las seis de la mañana. Durante la noche nos convertimos en prisioneros.

Henry sacudió la cabeza. Le costaba creer lo que decía Keiko, pero era consciente de que debía ser cierto. Por las detenciones en el Black Elks Club y las sonrisas victoriosas en el rostro de su padre, sabía lo que estaba pasando de verdad. Se sintió mal por Keiko y su familia, por las maldades hechas a todas las personas de Nihonmachi. No obstante, se sentía egoístamente agradecido por estar con ella, y también culpable por su propia felicidad.

—Hoy me escapé de la escuela y fui a buscarte —dijo Henry—, Me preocupaba…

Ella le miró, su pequeña sonrisa se convirtió en otra torcida. Henry se puso nervioso, se le trababan las palabras.

—Me preocupaba la escuela —dijo Henry—, Es importante que no perdamos clases, sobre todo porque los maestros no nos prestan mucha atención…

Por un momento hubo un silencio cuando ambos oyeron la sirena que anunciaba el cambio de turno; sonaba en las instalaciones de la Boeing. Miles de trabajadores marcharían a sus casas. Miles más comenzarían su día de trabajo a las 10 de la noche para construir aviones que combatirían en la guerra.

—Es bonito por tu parte que te preocupes tanto por mi educación, Henry.

Henry vio la desilusión en sus ojos. La misma mirada que había tenido cuando se separaron la noche pasada, después de los arrestos en el Black Elks Club.

—No sólo estaba preocupado por la escuela —admitió—. Es algo más. Me preocupaba por….

—Está bien, Henry. No quiero meterte en problemas. En la escuela o en casa con tu padre.

—No estoy preocupado por mis problemas…

Ella le miró y respiró hondo.

—Bien, porque necesito que me hagas un favor, Henry. Un favor muy grande. —Keiko se levantó y Henry la siguió colina abajo hasta detrás de un banco donde estaba oculto un carrito Radio Flyer rojo. En la caja había pilas de álbumes de fotos y una caja de instantáneas—. Pertenecen a mi familia. Mi madre me dijo que las llevase al callejón y las quemase todas. Se veía incapaz de hacerlo ella misma. Su abuelo estaba en la marina japonesa. Quería que quemase todas sus viejas fotos de Japón. —Keiko miró a Henry con ojos tristes—. No puedo hacerlo, Henry.

Esperaba que tú pudieses ocultarlas. Sólo por un tiempo. ¿Puedes hacer eso por mí?

Henry recordó la horrible escena de esta tarde en el Barrio Japonés, el fotógrafo del Ochi Studio, conmovido, pero resuelto.

—Puedo ocultarlas en mi habitación. ¿Tienes más?

—Esto es lo más importante: los recuerdos de mi madre, los recuerdos de la familia. Creo que todo lo que tenemos de mis años infantiles nos lo podemos quedar. Algunas familias de nuestro vecindario están buscando un lugar donde dejar las cosas. Las cosas grandes. Es probable que nosotros también guardemos algo allí, si es necesario.

—Lo tendré todo bien guardado, te lo prometo.

Keiko abrazó a Henry por un instante. Él se descubrió devolviéndole el abrazo. Su mano tocó su pelo. Estaba más caliente de lo que había imaginado.

—Debo volver antes de que adviertan que me he ido —dijo Keiko—. ¿Mañana nos vemos en la escuela?

Henry asintió. Sujetó el mango del carrito rojo y emprendió el regreso a su casa por las oscuras y desiertas calles del Barrio Japonés. Arrastraba detrás toda una vida de recuerdos. Recuerdos que él ocultaría, y un secreto que guardaría, en algún lugar de su casa.

Cuesta abajo (1942)

Henry sabía el lugar exacto donde ocultaría los álbumes de fotos cuando llegase a su apartamento en Canton Alley; en aquel hueco poco profundo que había entre el último cajón de la cómoda y el suelo. El espacio suficiente para guardar todas las preciosas fotos de familia de Keiko, si las colocaba de la manera correcta.

Subiría por las escaleras de incendio y volvería a bajar con una funda de almohada. Lo más probable es que tuviese que hacer dos viajes para subirlo todo, pero no tendría por qué ser un problema. «Mi padre ronca», pensó Henry, «y mi madre lo compensa con un sueño muy profundo. Si no monto un escándalo, todo tendría que ir como la seda.»Henry continuó su marcha hacia el Barrio Chino al amparo de las sombras hasta donde le era posible, y zigzagueando por los callejones oscuros. Un chico que anduviese solo de noche quizá no llamara mucho la atención, pero con la disposición de apagones y el toque de queda impuesto a los japoneses, bien podría ser detenido por cualquier agente de policía que estuviese haciendo la ronda.

Henry arrastró el carrito rojo con su carga por Maynard Avenue, por el mismo camino por donde había venido. Las calles del Barrio Japonés se veían desiertas, y, de todas maneras, la policía no solía pasar por aquí, a menos que la hubiesen llamado. Pese a la soledad del entorno se sentía seguro. Las ruedas traseras del carrito chirriaban de vez en cuando y el sonido discordante rompía el plácido silencio de la noche. Sólo unas ¡jocas calles más y entonces podría ir hacia el norte y ha jai la colina para llegar al corazón del Barrio Chino y a su casa.

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