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Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

El sabor prohibido del jengibre (5 page)

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
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El momento de silencio se desvaneció con el ruido de los motores de los coches que pasaban. Henry miró mientras el fotógrafo observaba la foto de Keiko.

—Entonces ambos debéis ser estudiantes muy especiales.

¿Desde cuándo ser especial se había convertido en semejante carga? Incluso en una maldición. No había nada especial en ir a Rainier. Nada en absoluto. Claro que estaba aquí buscando a alguien. Quizás ella era especial.

—¿Sabes dónde vive?

—No, lo siento. Pero les he visto mucho cerca del Nippon-Kan Hall. Allí hay un parque, quizá puedas ir a buscarla allí.

—Domo
—dijo Henry. Era la única palabra japonesa que sabía, aparte de la frase que Sheldon le había enseñado antes.

—De nada. Vuelve, y te haré una foto —le gritó el fotógrafo.

Henry ya se alejaba.

Henry y Keiko cruzaban el Kobe Park camino a casa desde la escuela cada día y él reconocía el parque de la ladera por los numerosos árboles de cerezos que adornaban las calles. Al otro lado del parque estaba el Nippon-Kan Hall, que en realidad era más un teatro kabuki, lleno de carteles de obras que nunca había visto u oído mencionar, como
O Some Hisamatsu
y
Yuko No Ichiya
, escritos en inglés y kanji. Como en el Barrio Chino, toda la zona alrededor del parque al parecer se despertaba los sábados. Henry siguió a las multitudes, luego a la música. Delante del Nippon- Kan había unos intérpretes callejeros, vestidos con trajes tradicionales, luchando con brillantes espadas que se doblaban y flexionaban cuando cortaban el aire. Detrás de ellos, los músicos tocaban lo que parecían extrañas guitarras de tres cuerdas. Nada comparable al
zhonghu
o el
gaohu
, los violines de dos cuerdas que él había oído cuando la ópera de Pekín interpretaba una escena de lucha.

Con la música y el baile, Henry se olvidó del todo de buscar a Keiko, aunque de vez en cuando murmuraba las palabras que Sheldon le había enseñado:
Oh i dequi tai ooh ri shi dai sue
, más que nada por un hábito nervioso.

—¡Henry!

Aún a través de la música supo que la voz era la de ella. Miró entre la muchedumbre, perdido por un momento antes de verla sentada en la ladera, en el punto más alto del Kobe Park, saludándolo por encima de los intérpretes callejeros. Henry subió la colina, con las palmas sudadas.
Oh i dequi tai ooh ri shi dai sue. Oh i dequi tai ooh ri shi dai sue.

Ella dejó una pequeña libreta y le miró sonriente.

—¿Henry? ¿Qué estás haciendo aquí?

—Oh i dequi tai..
. —Las palabras salieron de su lengua como un camión Mack. Notó las gotas de sudor en su frente. ¿Las palabras? ¿Cuál era el resto? —
ooh ri shi dai sue.

El rostro de Keiko se congeló en una sonrisa de sorpresa, sólo interrumpida por el ocasional parpadeo de sus grandes ojos.

—¿Qué has dicho?

«Respira Henry. Respira hondo. Una vez más.»

—Oai deki te ureshii desu
. —Las palabras salieron perfectas. «¡Lo conseguí!»

Silencio.

—Henry, yo no hablo japonés.

—¿Qué…?

—Yo no hablo japonés. —Keiko se echó a reír—. Ya ni siquiera lo enseñan en la escuela japonesa. Dejaron de hacerlo el pasado otoño. Mi madre y mi padre lo hablan, pero quieren que yo sólo aprenda inglés. La única palabra japonesa que sé es
wakarimasen.

Henry se sentó a su lado y miró hacia donde estaban los artistas callejeros.

—¿Qué significa?

Keiko le palmeó en el brazo.

—Significa «no entiendo», ¿lo entiendes?

Él se tumbó en la ladera, sintió el frescor de la hierba. Olía las diminutas rosas japonesas, que salpicaban la colina con parches de estrellas amarillas.

—Sea lo que sea, Henry, lo has dicho muy bien. ¿Qué significa?

—Nada. Significa «¿qué hora es?».

Henry miró a Keiko de reojo y vio la mirada de sospecha en sus ojos.

—¿Has venido hasta aquí sólo para preguntarme qué hora es?

Henry se encogió de hombros.

—Un amigo me lo acaba de enseñar. Creí que te mostrarías impresionada. Me equivoqué. ¿Qué clase de libreta es esa?

—Es un cuaderno de dibujo. Y estoy impresionada, por el solo hecho de que hayas venido hasta aquí. Tu padre se pondría furioso si lo supiese. ¿O lo sabe?

Henry sacudió la cabeza. Éste era el último lugar en que su padre esperaría encontrarle. Henry por lo general iba al muelle los sábados, con los otros chicos de la escuela china, para visitar lugares como la Ye Olde Curiosity Shop en Coleman Dock; para mirar las momias de verdad y las cabezas reducidas auténticas, para retarse los unos a los otros a tocarlas. Pero desde que había comenzado a ir a Rainier, todos le trataban de otra forma. Él no había cambiado pero, de alguna manera, a sus ojos, él era diferente. Ya no era uno de ellos. Como Keiko, era especial.

—Tampoco es para tanto. Es que andaba por el barrio.

—¿De verdad? ¿Y qué vecino te enseñó a hablar japonés?

—Sheldon, el que toca el saxo en South King. —Henry se fijó en el cuaderno—. ¿Puedo ver tus dibujos?

Ella le entregó el pequeño cuaderno negro. En el interior había dibujos a lápiz de flores y plantas, y algún dibujo de un bailarín.

El último era un boceto de la multitud, los bailarines, y un perfil de Henry entre la gente.

—¡Soy yo! ¿Desde cuándo sabías que estaba allá abajo? Me has estado mirando todo el tiempo, ¿por qué no dijiste nada?

Keiko fingió que no entendía.

—Wakarimasen
. Lo siento mucho. No hablo inglés. —Con un gesto burlón recuperó el cuaderno—. Te veo el lunes, Henry.

Bud's Jazz Records (1986)

Henry cerró el anuario escolar en su regazo y lo dejó en la mesa de centro de madera de cerezo tallada, junto a la fotografía enmarcada de Ethel y él en su trigésimo aniversario de bodas. Para Henry, el rostro sonriente de Ethel parecía delgado, escondiendo con gracia una cierta tristeza.

La foto había sido tomada al comienzo de la enfermedad, pero entonces ya le faltaba la mayor parte del pelo debido a los tratamientos de radiación. No se caía todo de una vez como se veía en las películas. Caía en mechones irregulares, en algunos lugares abundantes, en otros muy poco. Le había pedido a Henry que utilizase unas tijeras para cortárselo todo, cosa que él hizo, a regañadientes. Fue el primero de una larga lista de momentos personales que compartirían juntos. Un largo periodo sabático para su cuidado diario, parte de la mecánica de morir. Él había hecho todo lo posible. Pero escoger cuidarla amorosamente era como guiar con toda calma un avión contra una montaña. El choque es inminente; lo que cuenta es cómo pasa el tiempo en la caída.

Pensó que era hora de seguir adelante, pero ni siquiera sabía por dónde comenzar. Así que fue donde siempre había ido para estimular sus sentidos, incluso cuando era un niño; un lugar donde siempre encontraba un poco de consuelo. Cogió el sombrero y la chaqueta y se encontró caminando por los polvorientos pasillos de Bud's Jazz Records.

Bud's, cerca de la vieja Pioneer Square, era un clásico en South Jackson desde que Henry podía recordarlo. Por supuesto el primer Bud Long ya no era el propietario. Pero el nuevo dueño, un tipo barbudo con las mejillas flácidas como un Dizzy Gillespie un tanto desinflado, cumplía el papel a la perfección. Ocupaba el mostrador donde respondía muy dispuesto al nombre de Bud.

—Hace tiempo que no te veía, Henry.

—He estado por ahí —contestó Henry, mientras buscaba en una pila de viejos discos de 78, con la ilusión de encontrar alguno de Oscar Holden; el Santo Grial de los discos de jazz de Seattle. La historia apócrifa era que Oscar había grabado un master de 78 en los años 30, en vinilo, no en cera. Pero de los supuestos trescientos discos impresos, ninguno había sobrevivido. Ninguno del que nadie tuviese alguna noticia. Pero claro, casi nadie sabía quién era Oscar Holden. Los grandes de Seattle como Ray Charles y Quincy Jones habían pasado a la fama y fortuna de Célebrelandia. Así y todo, Henry soñaba despierto que podría encontrar algún día una copia de vinilo. Y ahora que los CD comenzaban a venderse más que los discos, los cajones de discos viejos de Bud se llenaban cada día con nuevos discos usados.

Si existía uno, alguien acabaría por tirarlo, o venderlo, sin saber lo que aquel polvoriento disco podía significar para ávidos coleccionistas como Henry. Después de todo, ¿quién era Oscar?

Bud bajó un poco la música.

—No has estado por aquí, porque si hubieses estado por aquí, te habría visto. —Sonaba algo moderno. Overton Berry, se dijo Henry, debido a la profunda melancolía del piano.

Henry pensó en su ausencia. Había sido un cliente habitual durante la mayor parte de su vida adulta, y parte de su juventud.

—Mi tocadiscos se rompió. —Y se había roto, así que no era una mentira. Además, cómo decirle que mi esposa ha muerto hace seis meses. No tenía ningún sentido convertir a Bud's Jazz Records en un lugar de duelo.

—¿Te has enterado de lo del Hotel Panamá? —preguntó el viejo vendedor.

Henry asintió, aún buscando en la caja, con la nariz irritada por el polvo que siempre se posaba en el sótano de la tienda.

—Estaba allí cuando comenzaron a sacar todas aquellas cosas.

—¿No me digas? —Bud se frotó la calva negra—. Sé qué es lo que siempre vienes a buscar aquí. Yo ya he dejado de buscar a Oscar. Pero desde luego hace que te lo preguntes. Me refiero a que tapiaron todo el edificio, ¿cuándo?, ¿Alrededor de 1950? Y luego aquella nueva propietaria lo compra, lo inspecciona y encuentra todas aquellas cosas guardadas durante tantos años. Los periódicos dicen que no hay nada de mucho valor. Ni lingotes de oro ni nada. Pero así y todo te preguntas…

Henry se lo había preguntado sin cesar desde que les había visto sacar aquel primer baúl. Desde que la propietaria había girado aquella sombrilla japonesa.

Henry sacó un LP de Webb Coleman, el baterista de Seattle, y lo dejó en el mostrador.

—Creo que éste me valdrá.

Bud metió el viejo disco en una bolsa de plástico de la tienda Uwajinaya usada y se lo dio.

—Éste te lo regalo, Henry; lamento lo de tu esposa. —Los ojos de Bud parecían haber visto mucho sufrimiento en sus tiempos—, Ethel era una gran mujer. Sé lo que hiciste por ella.

Henry consiguió esbozar una sonrisa y le dio las gracias. Algunas personas leían las necrológicas todos los días, incluso en un lugar tan grande como Emerald City; pero el Distrito Internacional era un pueblo pequeño. La gente lo sabía todo de todos. Y como en cualquier otro pueblo, cuando alguien se marcha, nunca vuelve.

DimSum (1986)

Cuando llegó el fin de semana, Henry fue más allá del viejo teatro Nippon-Kan, o lo que quedaba de él. Sus pies pisaban los trozos de vidrios rotos y las bombillas destrozadas. La marquesina multicolor que una vez había alumbrado las calles oscuras estaba ahora salpicada de portalámparas vacíos y conexiones cortadas; el una vez cálido resplandor, un reflejo de las muchas ilusiones que Henry había tenido en su niñez, estaba cubierto por decenios de óxido y abandono. ¿Restauración o demolición? Henry no sabía qué tenía más sentido. El Nippon-Kan había sido abandonado décadas atrás, como el Hotel Panamá. Pero, como el hotel, lo habían comprado en los últimos años y estaba en proceso de remodelación. Según lo último que había oído, lo que una vez había sido el corazón cultural del barrio japonés, muy pronto sería una estación de autobuses.

Durante todos estos años nunca había estado en su interior, y aunque había habido una pequeña fiesta de reapertura, cuarenta años más tarde, no se había visto con ánimos de asistir. Se detuvo para embeberse de lo que veía, observó a los obreros arrojar las viejas butacas, con tapizado lavanda, desde una ventana del segundo piso a un contenedor. Debían de ser de los palcos, se dijo Henry. No quedaba mucho, si bien quizás era la última oportunidad de pasar por la taquilla y ver al viejo teatro kabuki tal como había sido. Resultaba muy tentador. Pero casi se le había hecho tarde para encontrarse con Marty en el restaurante Sea Fortune, y Henry detestaba llegar tarde.

Henry consideraba al viejo restaurante como el mejor del Barrio Chino. De hecho, había venido aquí durante años, desde la infancia, aunque al principio había sido una tienda de pasta japonesa. Desde entonces, había pasado por infinidad de manos de propietarios chinos. Eran dueños inteligentes, lo eran en el sentido de que habían conservado al mismo personal de cocina, con lo cual habían conseguido mantener la consistencia de la comida. Henry consideraba que esa era la verdadera clave del éxito en la vida: la consistencia.

Marty, en cambio, no sentía el menor interés por las
dim sum
de aquel lugar. «Demasiado tradicional», había señalado, «demasiado insípido.» Prefería los nuevos establecimientos, como la House of Hong o el Top Gun Seafood. Personalmente, Henry no era partidario de estos restaurantes de moda que rompían con la tradición y servían las
dim sum
a una multitud de yuppies hasta mucho después de medianoche. Tampoco le interesaba la nueva cocina euroasiática; ingredientes como el salmón ahumado o los plátanos no tenían lugar en un menú
dim sum
, de acuerdo con las papilas gustativas de Henry.

Mientras padre e hijo se sentaban en los agrietados cojines rojo brillante del reservado, Henry destapó la tetera y la olió, como si estuviese catando algún vino añejo. Era viejo, un agua marrón teñida de té casi sin aroma. Apartó la tetera, con la tapa boca arriba, y llamó a la vieja camarera que venía en su dirección empujando un carrito con albondiguillas cocidas al vapor.

Henry miró las albondiguillas de langostino, las tartaletas de huevos y los bollos al vapor, los llamados
hum bau
, y fue señalando y asintiendo, sin siquiera preguntar qué quería Marty. En cualquier caso, se sabía todos los platos favoritos de su hijo.

—¿Por qué tengo la sensación de que algo nuevo te preocupa? —preguntó Marty.

—¿El té?

—No, eso es sólo porque te crees una especie de sumiller de hojas secas en bolsita. Últimamente te comportas de una manera extraña. ¿Hay algo que debería saber, papá?

Henry desenvolvió los baratos palillos de madera y los frotó para quitar cualquier astilla.

—Mi hijo se licencia, soma coma lode…

—Summa cum laude
—le corrigió Marty.

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