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Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

El sabor prohibido del jengibre (6 page)

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
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—Es lo que he dicho. Mi hijo se licencia con los mayores honores. —Henry se metió en la boca una humeante albondiguilla de langostino, y preguntó mientras masticaba—: ¿Qué puede estar mal?

—Bueno, para empezar, mamá falleció. Y ahora estás retirado. De tu trabajo. De cuidar de ella. Sólo me preocupo por ti. ¿En qué te ocupas para pasar el tiempo?

Henry le ofreció a su hijo un
bau
, un bollo relleno con lomo de cerdo. Marty lo cogió con los palillos y le quitó el molde de papel de hornear de la parte inferior antes de darle un buen mordisco.

—Acabo de ir a Bud's. Compré un disco. Salgo —respondió Henry. Para recalcar la respuesta levantó la bolsa de la tienda de discos. «Lo ves. Una prueba concluyente de que estoy bien.»Henry observó a su hijo desenvolver una hoja de loto y comerse el arroz glutinoso. Se dio cuenta, por la preocupación en su voz, de que Marty no había quedado muy convencido.

—Voy a ir al Hotel Panamá. Preguntaré si me dejan echar una ojeada. Han encontrado un montón de cosas viejas en el sótano. Cosas de los años de la guerra.

Marty acabó de masticar.

—¿Buscas quizás algún disco de jazz perdido hace mucho?

Henry eludió la pregunta, poco dispuesto a mentirle a su hijo, que sabía de su interés por los viejos discos de jazz desde muy temprana edad. ¿Pero qué era lo que su hijo sabía de la infancia de su padre, más allá de que lo había pasado bastante mal? ¿Por qué? Nunca había preguntado, era algo aparentemente sagrado, algo que Henry casi nunca compartía. En consecuencia, su hijo le veía como una persona bastante aburrida. Un hombre que se preocupaba por cada detalle de los últimos años de su esposa, pero que no guardaba ninguna sorpresa en su interior. El señor Seguro. Aburrido. Sin un ápice de rebelión o de espontaneidad.

—Estoy buscando algo —dijo Henry Marty dejó los palillos a un costado del plato y miró a su padre.

—¿Algo que debería saber? ¿Quién sabe, papá, quizá te pueda ayudar?

Henry dio un mordisco a la tartaleta de huevo, la dejó y apartó el plato.

—Si encuentro algo que vale la pena compartir, te lo haré saber.

—«Quién sabe, quizás incluso te sorprendas. Espera y verás. Espera y verás.»Marty pareció poco convencido.

—¿Algo te preocupa a ti? Tú eres quien parece tener algo en la mente, aparte de estudiar y las notas. —A Henry le pareció que su hijo iba a decir algo, pero Marty se calló. El momento oportuno siempre lo era todo en la familia de Henry. Siempre había parecido que había un momento adecuado y otro erróneo para las conversaciones entre Henry y su propio padre. Quizá su hijo se sentía de la misma manera.

«El ya lo hará a su modo y en su momento», había dicho Ethel, poco después de saber que tenía cáncer. «Es tu hijo, pero no es un producto de tu infancia, no tiene por qué ser igual.»Ethel se había llevado a Henry a Green Lake, a pasear en una barca en una despejada tarde de agosto, para comunicarle la mala noticia. «Oh, no me voy a morir ahora mismo», le había dicho. «Pero cuando me marche, mi esperanza es que mi desaparición os una a los dos.»Ella nunca había dejado de hacer de madre para su hijo, y también para Henry. Hasta que comenzaron los tratamientos, entonces todo cambió.

Ahora padre e hijo esperaban en silencio, sin prestar atención a los carros de
dim sum
que pasaban. El momento incómodo se rompió por el estrépito de los platos en algún lugar de la cocina, salpicado con los insultos que unos hombres se dirigían los unos a los otros en chino e inglés. Había tanto qué decir y preguntar, pero ni Henry ni Marty se acercaban al tema. Simplemente esperaban a la camarera, que no tardaría en traerles más té y gajos de naranjas.

Henry tarareó la tonada de una vieja canción; ya no sabía la letra, pero nunca había olvidado la melodía. Y cuanto más tarareaba más se sentía con deseos de sonreír de nuevo.

Marty, por otro lado, sólo suspiraba y no dejaba de buscar a la camarera.

Lake View (1986)

Henry pagó la cuenta y vio a su hijo decirle adiós mientras cargaba una enorme bolsa con comida para llevar en el asiento delantero de su Honda Accord plateado. Lo de la comida había sido por insistencia de Henry. Sabía que su hijo no tenía problemas con la comida en el campus de la universidad, pero allí no tenían nada que se pudiera comparar con una docena de
hum bau
frescos, y, además, los bollos de cerdo al vapor se podían calentar fácilmente en el microondas de la habitación de Marty.

Satisfecho de que su hijo se hubiera marchado sano y salvo, Henry se detuvo en una floristería y luego en la parada de autobús más cercana, donde tomó el 37 hasta el lado más apartado de Capital Hill, desde donde podía llegar a pie al cementerio de Lake View.

Cuando Ethel murió, Henry prometió visitar su tumba una vez por semana. Pero habían pasado seis meses, y sólo había ido hasta allí a verla una vez: el día que hubiese sido el trigésimo octavo aniversario de su boda.

Colocó las azucenas, del tipo que crecían en su propio jardín, sobre la pequeña lápida de granito que era todo lo que recordaba al mundo que Ethel había vivido una vez. Presentó sus respetos, barrió las hojas secas y quitó el musgo de la tumba donde colocó otro pequeño ramo de flores.

Cerró el paraguas, y sin preocuparse de la fina llovizna de Seattle, abrió el billetero y sacó un pequeño sobre blanco. En el anverso llevaba el carácter chino correspondiente a Lee, el apellido de Ethel durante los últimos treinta y siete años. En el interior había habido un caramelo y una moneda de veinticinco centavos. Esos pequeños sobres se habían repartido al salir de la Bonney Watson Funeral Home donde se había celebrado el funeral de Ethel. El caramelo era para que todos se marchasen con un sabor dulce, no amargo. El dinero era para comprar más caramelos en el camino a casa; un símbolo tradicional de la vida duradera y la felicidad permanente.

Henry recordaba haber saboreado la golosina, un caramelo de menta. Pero no sintió el deseo de detenerse en la tienda en el camino de regreso a casa. Marty irónicamente sostuvo que debían honrar la tradición, pero Henry se negó.

—Llévame a casa —fue todo lo que dijo cuando Marty redujo la velocidad al acercarse a la South Gate Grocery.

Henry no podía soportar la idea de gastar aquella moneda. Era todo lo que le quedaba de Ethel. La felicidad permanente tendría que esperar. Se la guardó, teniéndola siempre con él.

Pensó en aquella felicidad cuando buscó el pequeño sobre que llevaba siempre encima y sacó la moneda. No tenía nada de particular, una moneda vulgar que cualquiera gastaría en una llamada de teléfono, o en una taza de mal café. Para Henry era la promesa de algo mejor.

Henry recordaba el día del funeral de Ethel. Había llegado temprano para reunirse con Clarence Ma, el director del funeral asignado a su familia. Un hombre bondadoso de sesenta y tantos años, dado a hablar de sus propios males; era el santo patrón de todo lo funerario cuando se trataba del Barrio Chino. Cada barrio tenía a su propio gestor. Las majestuosas paredes de la casa funeraria estaban cubiertas de sus fotos enmarcadas; unas Naciones Unidas de directores de funerales de las más diversas etnias.

—Henry, ha llegado temprano. ¿Hay algo que pueda hacer por usted? —había preguntado Clarence, que le miró desde la mesa donde estaba guardando monedas y caramelos en los sobres cuando Henry entró.

—Sólo quería ver las flores —contestó Henry, que fue hacia la capilla donde había un gran retrato de Ethel rodeado por arreglos florales de diversos tamaños.

Clarence se le acercó y apoyó un brazo en su hombro.

—¿Hermoso, verdad?

Henry asintió.

—Nos aseguramos de colocar sus flores junto al retrato; era una mujer preciosa, Henry. Estoy seguro de que está en un lugar más feliz, pero difícilmente otro más hermoso. —Clarence le dio a Henry uno de los pequeños sobres blancos—. Por si lo olvida después del servicio; lléveselo, sólo por si acaso.

Henry palpó la moneda en el interior. Se acercó el sobre a la nariz y olió la menta junto con el fragante perfume de la habitación llena de flores.

—Gracias —fue todo lo que Henry pudo decir.

Ahora, de pie bajo la lluvia en el cementerio de Lake View, Henry se llevó el sobre a la nariz. No olió nada.

—Lamento no haber venido aquí con toda la frecuencia que debía —se disculpó. Sostuvo la moneda en su mano y guardó el sobre en el bolsillo. Oyó el sonido del viento que soplaba entre los árboles, sin esperar nunca de verdad una respuesta, pero siempre abierto a esa posibilidad.

—Hay unas cuantas cosas que necesito hacer. Y, bueno, sólo quería venir aquí y decírtelo primero. Aunque probablemente ya lo sabes todo. —La atención de Henry pasó a la lápida de al lado; era la de sus padres. Luego miró de nuevo donde yacía Ethel—. Siempre me has conocido muy bien.

Se apartó los cabellos grises de las sienes, mojados por la lluvia.

—Ya me voy. Pero me preocupa Marty. Siempre he estado preocupado por él. Supongo que puedo pedirte que mires por él, yo puedo cuidar de mí mismo. Estaré bien.

Henry echó un vistazo a su alrededor para saber si alguien podía estar mirándole mientras mantenía esa extraña conversación en un único sentido. Estaba absolutamente solo, ni siquiera sabía si Ethel le oía. Una cosa era hablar con ella en la casa donde había vivido. Pero aquí, en el frío suelo junto a sus padres, era la confirmación de que se había ido. De todas maneras, Henry necesitaba estar allí para despedirse.

Besó la moneda y la colocó en lo alto de la lápida de Ethel. «Ésta era nuestra promesa de felicidad», pensó Henry «Es todo lo que me queda para dar. Esto es para que puedas ser feliz sin mí.»Retrocedió, con las manos a los lados, y se inclinó tres veces en una muestra de respeto.

—Ahora tengo que irme —dijo Henry.

Antes de marcharse, sacó una flor del ramo de Ethel y la colocó en la tumba de su madre. Incluso quitó unas cuantas hojas de la lápida de su padre antes de abrir el paraguas y caminar colina abajo en dirección a Volunteer Park.

Fue por el camino largo, por un serpenteante sendero que llevaba hasta el aparcamiento casi vacío. El cementerio de Lake View era un lugar hermoso, a pesar de las sombrías tumbas que eran como fríos recordatorios de tantas pérdidas y añoranzas. El lugar de reposo definitivo de la hija del Jefe Seattle, y otros notables como Haza Mercer y Henry Yesler, era un paseo por la historia olvidada de Seattle. No muy diferente al Nisei War Memorial Monument de la esquina noreste. Era un monumento más pequeño, más pequeño que las lápidas de los miembros de la familia Nordstrom, dedicado a los veteranos japoneses americanos, gente de aquí que había muerto combatiendo a los alemanes. En estos días todo aquello pasaba desapercibido, excepto para Henry, que se llevó la mano al ala del sombrero cuando pasó junto al lugar a paso lento.

Habla en americano (1942)

Henry se puso delante del espejo para ver sus prendas de colegio. Le había pedido a su madre que las planchase, pero aún así parecían arrugadas. Se probó una vieja gorra de béisbol de los Seattle Indians, luego se lo pensó mejor, y se peinó una vez más. La ansiedad de los lunes por la mañana no era nueva. De hecho comenzaba las tardes de domingo. Pese a que estaba acostumbrado a su rutina en Rainier Elementary, su estómago se le hacía un nudo a medida que pasaban las horas. Cada minuto le llevaba más cerca de su regreso a la escuela en la que todos eran blancos, a los matones y las provocaciones, a su trabajo a la hora de la comida en la cafetería con la señora Beatty. Esta mañana de lunes, en cambio, el trabajo de servir a los chicos le pareció excitante. Aquellos cuarenta preciosos minutos en la cocina se habían convertido en un tiempo bien gastado, desde que veía a Keiko. ¿Una recompensa? Desde luego.

—Hoy se te ve muy sonriente, Henry —comentó su padre en chino, mientras comía su
jook
: una espesa sopa de arroz, mezclada con dados de col en vinagre. No era uno de los platos favoritos de Henry pero se la comió cortésmente.

Henry sacó las rodajas de huevo de pato de su bol y las colocó en el de su madre antes de que ella volviese de la cocina. A él le gustaban las rodajas saladas, pero sabía que eran las preferidas de su madre, y que nunca se servía muchas para ella. En la vieja mesa de cerezo había una bandeja giratoria que utilizaban para servir, y Henry la devolvió a la posición original en el momento en que su madre regresaba, de modo que su bol quedó de nuevo delante de ella.

Los ojos de su padre miraron por encima del periódico, el titular de la primera plana anunciaba: los británicos kinden singapur.

—¿Ahora te gusta la escuela? ¿Hah? —su padre habló mientras pasaba la página.

Henry, que sabía que no debía hablar cantonés en casa, le respondió con un gesto.

—¿Han reparado las escaleras, hah? ¿Aquellas por donde te caíste? —De nuevo, Henry asintió, aceptando el cantonés de su padre mientras seguía comiendo la espesa sopa del desayuno. Oía a su padre durante estas conversaciones, pero él nunca respondía. De hecho, Henry casi nunca hablaba, excepto en inglés, para confirmar sus progresos. Pero como su padre sólo hablaba el cantonés y un poco de mandarín, las conversaciones venían por oleadas, adelante y atrás, mareas que llegaban a las costas de océanos separados.

La verdad era que Henry había recibido una paliza de Chaz Preston aquel primer día de escuela. Pero sus padres querían tanto que fuese allí, que no mostrarse agradecido hubiese sido un terrible insulto. Así que Henry se había inventado una excusa,
hablando su americano
. Por supuesto sus padres no habían entendido nada y
le habían implorado que tuviese mayor cuidado la próxima vez
. Henry hacía lo posible para respetar y honrar a sus padres. Iba caminado a la escuela cada día, a contracorriente de la marea de chicos chinos que le llamaban
diablo blanco
. Trabajaba en la cocina de la escuela donde los diablos blancos le llamaban
amarillo
. «Pero no pasa nada. Haré lo que debo hacer», pensó Henry. «Aunque creo que estoy cansado de tener cuidado.»Henry acabó el desayuno, le dio las gracias a su madre y recogió los libros de la escuela. Cada uno tenía un forro nuevo, hecho con los volantes de publicidad de un club de jazz.

Aquel miércoles después de clase, Henry y Keiko hicieron sus trabajos de limpieza. Vaciaron las papeleras de las aulas. Limpiaron los borradores. Luego esperaron a que desapareciese el peligro. Chaz y Denny Brown eran los responsables de retirar la bandera cada día, y eso los hacía estar por allí un poco más de lo habitual. Pero habían pasado treinta minutos desde que sonó la última campana, y no se les veía por ninguna parte. Henry le hizo a Keiko una señal para indicarle que todo estaba despejado. Ella se había ocultado en el lavabo de las chicas mientras Henry exploraba el aparcamiento.

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