Read El sabor prohibido del jengibre Online

Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

El sabor prohibido del jengibre (26 page)

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
2.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

A Henry el público le pareció el mismo de siempre, pero para su agradable sorpresa, aplaudía con mucho más vigor mientras Sheldon tocaba con toda el alma. Aplaudieron con entusiasmo cuando acabó con una larga y dulce nota que sonó entre el ruido y el tintineo de las monedas de cinco, diez y veinticinco centavos que caían en el estuche. La montaña de monedas era más dinero del que Henry hubiese visto alguna vez, al menos en calderilla.

Sheldon saludó con el sombrero al público que se dispersaba.

—¿Henry, dónde ha estado el señorito? No te he visto corriendo por las calles desde hace ya dos, tres semanas?

Era verdad. Henry había estado tan ocupado en Camp Harmony, y en intentar ocultárselo a sus padres, que no había visto a Sheldon desde el Día E. Se sintió un poco culpable por haber estado tan ausente.

—Tengo un trabajo de fin de semana en Camp Harmony. Es aquel lugar…

—Lo sé. Lo sé todo de ese lugar. Lleva apareciendo en el periódico desde hace semanas. Pero ahora dime, ¿cómo por Dios bendito te has metido en esa intriga… ese trabajo?

Era una historia muy larga, y Henry ni siquiera sabía el final.

—¿Te lo puedo explicar después? Tengo que ocuparme de unos recados y se me hace tarde. Necesito un favor.

Sheldon se abanicaba con el sombrero.

—¿Dinero? Toma lo que necesites. —Señaló la funda llena con monedas plateadas. Henry intentó adivinar cuánto había, por lo menos veinte dólares, sólo con las monedas de cincuenta. Pero no era el objeto redondo y plano que necesitaba.

—Necesito tu disco.

Hubo un momento de silencioso asombro. Henry oyó a lo lejos la percusión de una batería en la planta alta de uno de los otros clubes donde ensayaban los músicos.

—Es curioso, me pareció oír… «Necesito tu disco» —dijo Sheldon—. Me sonó muy parecido a: «Necesito tu
último
disco». El único disco que poseo… donde toco yo. El único disco que quedaba en la tienda porque Oscar los vendió como rosquillas la semana pasada.

Henry miró a su amigo, y se mordió el labio inferior.

—¿Es eso lo que he oído? —preguntó Sheldon, al parecer en son de broma, pero Henry no estaba del todo seguro.

—Es para Keiko. Para su cumpleaños.

—Aaaayyyy. —Sheldon hizo como si le hubiesen dado una puñalada. Cerró los ojos y en su boca apareció una mueca de dolor—. Me has matado. Me has dado justo aquí. —Se palmeó el corazón y le dedicó a Henry una sonrisa dentuda.

—¿Eso significa que me lo das? Te puedo traer otro. Keiko y yo compramos uno, pero a ella no le permitieron llevarlo al campo y ahora está guardado en alguna parte. No puedo conseguirlo; lo más probable es que se haya perdido.

Sheldon se puso el sombrero, y ajustó la lengüeta del saxo.

—Te lo puedes llevar. Pero sólo porque es para un poder superior.

Henry no pilló la broma de Sheldon. De lo contrario, se hubiese puesto como un tomate y negado que de ninguna manera actuaba por amor.

—Gracias. Algún día te lo pagaré.

—Ve y tócalo. Ve y tócalo en aquel campo. Ve. Me gusta como suena. Será la primera vez que toque en un establecimiento blanco, aunque sea para un montón de japoneses, lo que se dice un público cautivo.

Henry sonrió y miró a Sheldon, que a ojos vistas esperaba una reacción al comentario. Henry se guardó el disco debajo de la chaqueta y echó a correr al tiempo que gritaba:

—¡Gracias, señor, y que tenga un buen día!

Sheldon sacudió la cabeza y sonrió antes de ponerse a ensayar para otra sesión vespertina.

* * *

Al día siguiente, Henry pasó por Woolworth's cuando volvía a casa desde la escuela. En la vieja tienda se encontró con una multitud poco habitual; estaba abarrotada. Contó doce casetas que vendían bonos de guerra. El Elks Lodge tenía una. También el Venture Club. Todas mostraban un gigantesco termómetro de papel donde marcaban cuánto habían vendido, cada una compitiendo para superar a las demás. Una tenía incluso una imagen de cartón a tamaño real de Bing Crosby vestido con un uniforme del ejército. «¡Que cada día de paga sea un día para comprar bonos!», gritaba un hombre mientras repartía trozos de pastel y tazas de café.

Henry se abrió paso entre la muchedumbre, dejó atrás las casetas de brillante vinilo rojo y los taburetes del mostrador de los refrescos, y fue hacia la parte de atrás donde encontraría lo que necesitaba para Keiko. Compró papel de carta, artículos de pintura, tela y un cuaderno de dibujo con sus prometedoras hojas en blanco, un futuro todavía no escrito. Se apresuró a pagarle a la joven vendedora que sólo sonrió al ver su distintivo, y después corrió todo el camino hasta su casa, donde llegó quizá diez minutos tarde. Nada grave. Ni siquiera el tiempo para que su madre pudiese preocuparse. Guardó las cosas de Keiko junto con el disco en una vieja tina debajo de las escaleras en el callejón de atrás, y subió los escalones de dos en dos, ligero como una pluma.

Las cosas comenzaban a mejorar porque se había corrido la voz de que Chaz y sus amigos habían sido detenidos por la policía de Seattle, por los daños que habían causado en Nihonmachi. Si al final recibirían un castigo, nadie lo sabía. A los ciudadanos japoneses, aunque fuesen americanos, se les consideraba enemigos. ¿A quién le importaba lo que pasase con sus casas? De todas maneras, el padre de Chaz no tardaría mucho en saber que su niño de oro tenía un corazón negro, y ese ya sería castigo suficiente, razonó Henry, que sintió más alivio que alegría.

Después estaba Sheldon, que por fin comen/aba a gozar de los frutos monetarios de su labor musical. Siempre había atraído multitudes, pero ahora era una multitud que pagaba, y no simples curiosos que arrojaban centavos.

Junto con el regalo de cumpleaños, el último disco de Oscar Holden muy pronto iría de camino a Keiko. La canción era algo que podrían compartir, incluso si una valla de alambre de espino los mantenía separados y una torre con ametralladoras los vigilaba desde lo alto.

A pesar de la amargura de todo lo que había visto y la tristeza del éxodo forzoso a Camp Harmony, la situación era manejable, y la guerra no podía durar eternamente. Llegaría el día en que Keiko volvería a su casa, ¿no?

Henry silbaba cuando abrió la puerta del pequeño apartamento y vio a sus padres. El silbido murió en sus labios y Henry se quedó sin aliento. Ambos estaban sentados a la diminuta mesa de cocina. Desparramados sobre la mesa estaban los álbumes de Keiko. Los que él había ocultado con tanto trabajo debajo de los cajones de la cómoda. Centenares de fotos de familiares japoneses, algunos con los trajes tradicionales, otros con uniformes militares. Pilas y pilas de imágenes en blanco y negro. Unos pocos sonreían. Pero nadie parecía tan agrio como sus padres; sus rostros convertidos en estatuas de asombro, vergüenza y decepción.

Su madre murmuró algo con un indisimulado disgusto, su voz quebrada por la emoción mientras se iba a la cocina sacudiendo la cabeza.

Henry sostuvo la mirada furiosa de su padre, que cogió uno de los álbumes de fotos, lo rompió en dos por el lomo y lo arrojó al suelo, al tiempo que le gritaba en cantonés. Parecía más airado con las propias fotos que con su hijo. Pero Henry sabía que llegaba su turno.

«Bueno, lo más probable es que mantengamos una conversación de verdad», pensó Henry.

«Ya era hora, papá.»

* * *

Henry dejó la compra en la mesa junto a la puerta principal, se quitó la americana y se sentó en la silla opuesta a su padre, con la mirada puesta en las fotos de Keiko y su familia, su familia japonesa, dispersas por la mesa y el suelo. Había unas cuantas fotos de sus padres vestidos con kimonos el día de la boda. Imágenes de los novios. Fotos de un hombre mayor, sin duda su abuelo, con el uniforme de gala de la marina imperial japonesa. Muchas familias japonesas habían quemado estas fotos. Otras habían ocultado estos recuerdos tan apreciados de quiénes eran y de dónde venían. Algunas habían llegado a enterrarlas. «Un tesoro enterrado», pensó Henry.

Habían pasado casi ocho meses desde que su padre había insistido en que sólo hablase en inglés. Algo que estaba a punto de cambiar.

—¿Qué tienes que decir? ¡Habla! —le ordenó su padre en cantonés.

Antes de que pudiese responder, su padre añadió:

—Te envié a la escuela. Conseguí que te aceptasen en una escuela especial. Lo hice por ti. Una escuela blanca de las mejores. ¿Y qué ha pasado? En lugar de estudiar, le hacías ojitos a esta chica japonesa. ¡Japonesa! Es una hija de los verdugos de mi gente. Tu gente. ¡Está manchada con su sangre! ¡Apesta a su sangre!

—Es americana… —afirmó Henry, en voz baja y en cantonés. Las palabras le resultaron extrañas. Ajenas. Como caminar por un lago helado, sin saber si aguantará tu peso o acabarás hundiéndote en las profundidades glaciales.

—¡Mira! ¡Míralo con tus propios ojos! —El padre sostuvo la página de uno de los álbumes, casi contra el rostro de Henry—, ¡Esto no es americano! —Señaló la imagen de un hombre con el atuendo japonés tradicional—. Si el FBI encuentra estas cosas en nuestra casa, nuestra casa chino-americana, pueden arrestarnos. Despojarnos de todo. Pueden meternos en la cárcel e imponernos una multa de cinco mil dólares por ayudar al enemigo.

—Ella no es el enemigo —contestó Henry, con un tono un poco más alto, el corazón desbocado y las manos temblorosas por la impotencia, por la furia que nunca se había permitido sentir—. Ni siquiera la conoces. Nunca la has conocido. —Cerró la boca y apretó las mandíbulas.

—No me hace falta. ¡Es japonesa!

—Nació en el mismo hospital donde nací yo, en el mismo año. ¡es americana! —gritó Henry, con tanta fuerza que él mismo se asustó. Nunca le había hablado de esa manera a un adulto, y mucho menos a su padre, al que le habían enseñado a reverenciar y respetar.

Su madre había salido de la cocina por un momento para retirar un florero de la mesa. Henry vio la sorpresa y la desilusión en su rostro ante el hecho de que su hijo pudiese ser tan desobediente. La expresión se transformó casi en el acto en otra de resignada aceptación, pero al hacerlo descargó la culpa sobre los pequeños hombros de Henry. Él apoyó la cabeza en las manos, avergonzado de haber hablado a gritos delante de su madre, que se volvió como si Henry no hubiese dicho nada. Como si no estuviese allí. Desapareció en el interior de la cocina antes de que Henry pudiese añadir una palabra.

En el momento en que Henry se volvió, su padre ya estaba junto a la ventana abierta con una brazada de las fotos de Keiko. Miró a Henry, con el rostro impasible que sin duda era la máscara de su desilusión. Después dejó caer las fotos, los álbumes, las cajas. Se desparramaron en el aire y cubrieron el suelo del callejón con cuadrados blancos, rostros perdidos que no miraban a nadie.

Henry se agachó para recoger el álbum roto. Su padre se lo arrebató de las manos y lo lanzó por la ventana. Oyó cómo golpeaba contra el pavimento, con el sonido de una bofetada.

—Ella nació aquí. Su familia nació aquí. Tú ni siquiera naciste aquí —le susurró Henry a su padre, que desvió la mirada, sin hacer el menor caso de las palabras de su hijo.

«Cumpliré trece años el mes que viene; quizás esto es lo que significa dejar de ser un chico y comenzar a ser otra cosa», pensó Henry, mientras se ponía la americana e iba hacia la puerta. No podía dejar las fotos en el callejón. Miró a su padre.

—Voy a recoger las fotos. Le dije que las guardaría hasta su regreso. Voy a cumplir con mi promesa.

Su padre señaló la puerta.

—Si sales por esa puerta, si sales por esa puerta ahora, ya no serás parte de esta familia. Ya no serás chino. Ya no serás nunca más parte de nosotros. No serás parte de mí.

Henry ni siquiera titubeó. Sujetó la manija y sintió la frialdad y la dureza del latón en la mano. Miró atrás y dijo en su mejor cantonés:

—Soy lo que tú me has hecho, padre. —Henry abrió la puerta—. Soy un americano.

Al campo (1942)

Henry consiguió salvar la mayor parte de las fotos de Keiko. Les quitó el barro y la basura pegados con la manga de la americana y las guardó en la vieja tina debajo de las escaleras con la intención de llevárselas a Sheldon para que se las guardase. Pero a partir de aquel momento, comenzó a sentirse como un fantasma en el pequeño apartamento que compartía con sus padres. No le hablaban; de hecho, apenas si reconocían su presencia. Hablaban el uno con el otro como si él no estuviese allí, y cuando miraban hacia donde estaba, fingían no verle. Al menos, esperaba que sólo fingiesen.

Al principio él no hacía caso y les hablaba en inglés, sólo cuando estaban a la mesa, y más tarde, les suplicaba en chino. No importaba. La gran muralla de silencio era impenetrable a sus mejores intentos por derribarla. Así que él también dejó de hablarles. Como las conversaciones de sus padres casi siempre versaban sobre los estudios de Henry, las notas, el futuro, en la «ausencia» de Henry, decían muy poco. Los únicos sonidos que se oían en el pequeño hogar era el roce de las páginas del periódico y el farfullar mezclado con las descargas estáticas de la radio que transmitía los boletines informativos de la guerra y las últimas noticias locales referentes al racionamiento y los ejercicios de la defensa aérea civil. En la radio nunca mencionaban a los japoneses que se habían llevado de Nihonmachi; era como si nunca hubiesen existido.

Al cabo de unos pocos días, su madre reconoció su existencia, a su manera. Le hacía la colada y le preparaba la fiambrera con la comida. Pero lo hacía sin ninguna ceremonia, al parecer para no contrariar los deseos del padre de Henry, que había mantenido su amenaza de desheredarle figurativa que no literalmente.

—Gracias —dijo Henry, cuando su madre colocó en la mesa un plato y un cuenco de arroz. Pero en el momento en que buscaba otro juego de palillos…

—¿Esperas a un invitado a cenar? —interrumpió el padre de Henry en chino mientras dejaba el periódico a un lado—. Contéstame.

Ella miró a su marido con una expresión de disculpa, y retiró el plato en silencio, sin mirar a su hijo.

Henry, sin dejarse amilanar, a partir de entonces se traía su plato y se servía él mismo. Comían en silencio, el único sonido el de los palillos que de vez en cuando golpeaban contra el cuenco de arroz.

El silencio ensordecedor se prolongaba en Rainier Elementary, Henry había pensado en seguir a sus viejos amigos a la escuela china, o incluso ir colina arriba a Bailey Gatzert Elementary, que era una escuela multirracial a la que asistían algunos chicos de la clase alta. Pero estaba el inconveniente de que necesitaba inscribirse, y sin la cooperación de sus padres, le parecía imposible. Quizá cuando acabase el año lectivo, podría convencer a su madre para que le cambiase de escuela. No, su padre estaba demasiado orgulloso de la beca de su hijo. Ella nunca aceptaría la propuesta.

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
2.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Whispering Bones by Vetere, Rita
The Mirror of Worlds by Drake, David
Ring In the Dead by J. A. Jance
DarykHunter by Denise A. Agnew
Prom by Laurie Halse Anderson
Grimm's Last Fairy Tale by Becky Lyn Rickman
Hide and Seek by Alyssa Brooks
The Backpacker by John Harris