—Me pregunto qué encontraremos...
Dos días después, un monstruo surgió del agujero.
Equipos de enanos y humanos trabajaron incesantemente para limpiar el jardín, mientras que otras cuadrillas excavaban los túneles y otras trabajaban en las fortificaciones del perímetro.
El suelo y las rocas sacadas de las excavaciones fueron utilizados para varias cosas. Uxmal supervisó la construcción de rampas de tierra grisácea y piedras que servirían como baluartes y que fueron meticulosamente dispuestas alrededor de todo el círculo, con zanjas fuera de ellas. Los árboles de té cortados fueron colocados en las rampas para que sirvieran como una empalizada, más alta que Gaviota y sujetada mediante clavijas y cuerdas, y después erigieron una torre de vigilancia cada diez metros. Dos entradas provistas de sólidas puertas fueron instaladas al este y al oeste. El gran muro de tierra, las torres construidas con árboles a los que se les habían cortado las ramas y los tejadillos que rodeaban un círculo recién lavado de mosaicos resplandecientes que hablaban de antiguas glorias formaban un extraño espectáculo, al que volvía todavía más chocante el campamento de tiendas, hogueras para cocinar y cuerdas repletas de colada esparcido entre las urnas de piedra vacías que habían contenido arriates de flores. A medida que el bosque iba siendo talado y más jardín quedaba al descubierto, el ejército se fue extendiendo por el nuevo espacio para no estar tan apelotonado. La tierra no se hallaba completamente desnuda, pues conservaron algunos macizos de árboles de té o bosquecillos de bambú para que proporcionaran algo de sombra. Algunos seguidores del campamento trabajaban en sus tareas habituales en tanto que otros frotaban las losetas y las iban limpiando, y cantaban mientras lo hacían, pues el ejército tenía la moral muy alta: todos tenían la sensación de estar haciendo grandes cosas que algún día serían registradas en las leyendas. Niños cubiertos de polvo armados con espadas de madera libraban las guerras imaginarias de los mosaicos y representaban sus escenas y daban vueltas y más vueltas, hasta acabar mareados en un intento de reseguir aquellos dibujos laberínticos con sus pies.
No había ni rastro de los ángeles o de las gentes del mar, y poco a poco la gente dejó de hablar de sus caprichosos y nada fiables aliados.
Y entonces se produjo el primer desastre.
Según los relatos de todos los que estaban allí, y que se conocieron después, los zapadores ayudados por humanos habían estado haciendo considerables progresos en la excavación de los túneles gemelos. A la luz de velas adheridas a sus cascos, los enanos sudaban y se esforzaban para desmenuzar la dura tierra apisonada usando zapapicos, palas y barras metálicas, e iban llenando una cesta tras otra con los detritos. Los túneles empezaban descendiendo durante unos diez metros y alejándose del centro, y después se nivelaban para convertirse en antiguos corredores que prometían todavía más misterios.
Y entonces un enano vio oro. Los gritos surgieron al instante de todas partes, y el ritmo de la excavación se aceleró de una manera frenética. Los zapadores no tardaron en dejar al descubierto una gran esfera de oro unida a una especie de varilla.
Un instante después un enano la rozó con su mano, y el objeto cobró vida de repente.
No era una esfera, sino una rodilla articulada.
Con un retumbar ahogado que hizo vibrar la tierra, un chorro de vapor y un eructo de gas, un monstruo recubierto de placas de oro se arrancó de la prisión de tierra que lo había estado envolviendo y entró estrepitosamente en el túnel abierto. El enano que se encontraba delante de él fue aplastado al instante. Otros zapadores pudieron retroceder gracias a que disponían de un poco más de espacio para esquivar la acometida, y sólo sufrieron la fractura de algunos miembros.
El pánico se adueñó de todo el campamento cuando el monstruo salió rugiendo del túnel, moviéndose tan deprisa como un caballo lanzado al galope y siseando, echando vapor y haciendo tanto ruido como un cajón lleno de platos que cayera rodando escaleras abajo.
Alguien gritó su nombre. Era un dragón de vapor.
Gaviota se encontraba en los baluartes, inspeccionando las fortificaciones y visitándolas con Lirio y las niñas, cuando la criatura irrumpió en el centro del campamento. El leñador pensó que parecía el esqueleto dorado de un dragón. Estaba claro que se trataba de un artefacto, una máquina construida con engranajes y planchas de latón o de acero dorado. Una cabeza muy parecida a la de un pájaro lucía un reluciente par de gemas verdes por ojos, y el hocico montado en ella iba escupiendo chorros de vapor. Las ruedas dentadas y los ejes y poleas giraban, empujaban y se agitaban, impulsando patas articuladas y pies provistos de unas garras tan afiladas que se abrían paso por un igual a través de las tiendas, los haces de madera para las hogueras, la tierra y las losetas de los mosaicos.
Eructando, siseando, tintineando y haciendo girar su cabeza como si fuese una serpiente, la criatura se sacudió el polvo que cubría su cuerpo de metal deslustrado —manchado de sangre en la zona del pecho— mientras vagaba por el campamento en un ruidoso deambular. Las dos patas delanteras se movían en un continuo y veloz ir y venir, alzándose por el aire para caer enseguida y hacer pedazos cuanto encontraran debajo de ellas. Dotado de cierto sentido agresivo, el dragón de vapor se dirigió hacia las aglomeraciones más grandes, persiguiéndolas como si anduviera detrás de unos ratones. Un anciano, demasiado lento, quedó atrapado debajo de una terrible garra y su cuerpo quedó limpiamente partido en tres trozos.
El dragón de vapor hizo girar su cabeza hasta completar toda una revolución, y vio a otro grupo de gente y avanzó hacia él. Los hombres y mujeres que lo formaban tuvieron que salir corriendo por un agujero de la empalizada todavía no terminada, y sólo gracias a eso pudieron escapar. La larga cola esquelética del dragón, cuyo extremo era tan afiladamente cortante como el aguijón de un escorpión, osciló de un lado a otro y arrancó las puntas de un macizo de bambúes.
Gaviota agarró a Lirio por un hombro, lanzó a Jacinta a los brazos de un aya y empujó a las dos mujeres y la niña hacia la brecha de la empalizada.
—¡Poneros a cubierto bien lejos de aquí! —El general del ejército se volvió hacia un pelotón de soldados boquiabiertos de asombro que estaban contemplando al dragón de vapor y empezó a ladrarles órdenes—. ¡Coged vuestras lanzas y detenedlo!
Los gritos de Gaviota les sacaron de su estupor, y hombres y mujeres se apresuraron a buscar lanzas, postes, alabardas y cualquier objeto similar que fuese lo bastante largo. Pero Gaviota sabía que sus esfuerzos no servirían de mucho.
—¿Qué infiernos hacemos con esa cosa? —le preguntó a Jayne en lo alto del baluarte—. ¿Dónde está Verde? Puede usar sus hechizos de desplazamiento para...
Pero su hermana estaba lejos del campamento, y se encontraba en algún lugar del bosque.
La líder de los exploradores meneó la cabeza.
—Las flechas y las lanzas no servirán de nada. Se supone que los enanos entienden mucho de máquinas...
—Tal vez podamos inmovilizarla —dijo Gaviota, pensando en voz alta—. Hay que traer cuerdas, o cadenas, y enredarla en ellas, atarla a un árbol hasta que alguien pueda aplastar sus entrañas de metal. Quizá la bestia mecánica de Stiggur, o Liko, podrían...
Casi todo el mundo se había apresurado a huir del dragón, ya fuese por las brechas de la empalizada o escondiéndose detrás de los árboles o en la misma entrada del túnel. Nadie corría un peligro inmediato, porque de momento la criatura no parecía muy decidida a trepar por las fortificaciones de tierra, pero Gaviota sabía que tenían que evacuar el campamento.
El dragón de vapor no había parado de sisear, de la misma manera en que un ser vivo hubiese podido jadear con cada inspiración de aire, y se había vuelto hacia una sección de la empalizada en la que unas cuantas personas asomaban la cabeza por la brecha para contemplar al monstruo.
Entonces el dragón de vapor estiró la cabeza en un movimiento repentino, y abrió sus fauces como si tuviera algo atascado en la garganta y se estuviera atragantando. Los que le observaban se acercaron un poco más, impulsados por la curiosidad.
Una horrible premonición hizo que Gaviota empezara a gritar.
—¡Poneros a cubierto! ¡Al suelo!
Asustados, todos obedecieron de inmediato y se apresuraron a buscar protección detrás de la empalizada o de los montones de tierra de los baluartes.
El dragón de vapor había estado siseando y emitiendo chasquidos metálicos, y de pronto logró eliminar el obstáculo con el que había estado luchando. Un pequeño tubo apareció en el fondo de su garganta. Hubo más chasquidos. Un chorro de chispas brilló detrás de los colmillos dorados del dragón de vapor.
Otro chasquido, una chispa y... ¡Whosssh!
Un chorro de llamas de diez metros de longitud brotó de las fauces del dragón. Las personas que se habían apresurado a buscar refugio vieron cómo sus calzones y sus faldas empezaban a arder.
—¡Es gas! —gritó Jayne—. ¡Gas de los pantanos!
—¡Por las Piedras de Stangg! —maldijo el leñador—. ¡Ahora sí que ya no nos queda ninguna esperanza de capturarlo! ¡Corred! —le gritó Gaviota a todo el campamento.
El dragón giró sobre sí mismo. Su conducto del gas, por fin libre de la tierra que lo había estado obstruyendo, eructó los fuegos del infierno e incendió tiendas, muros y equipo. Todo el mundo echó a correr en un desesperado intento de huir del campamento.
Gaviota se refugió detrás de la empalizada y empezó a maldecir, aun sabiendo que no conseguiría nada con ello. ¡Maldita fuese la magia, y malditos fuesen todos los artilugios mágicos! El leñador no podía pensar en otra cosa que no fuesen los juramentos y el maldecir a la magia. La gente estaba siendo incinerada y el campamento estaba siendo destruido, y lo único que podía hacer Gaviota era...
... alzar la mirada hacia el cielo.
Un retumbar de alas resonó sobre sus cabezas. Ráfagas de viento agitaron el follaje por todo el bosque. El cielo se llenó de esbeltos cuerpos morenos y grandes alas blancas.
Los ángeles acudían al rescate.
Las siluetas aladas revolotearon por entre las nubes de humo negro y se lanzaron sobre el campamento, descendiendo con una agitación de alas en gráciles arcos.
Astutos y veloces como gorriones, media docena de ángeles frenaron repentinamente su caída y se deslizaron en un rápido planeo a menos de tres metros por encima de la cabeza del artefacto que estaba sembrando la destrucción en el campamento. Las fauces mecánicas se abrieron y se cerraron en un intento de atraparlos y la cabeza se inclinó hacia atrás y eructó fuego, pero los ángeles siempre se hacían a un lado en el último segundo, imposibles de aplastar.
El dragón agitó sus garras de acero e hizo girar su cabeza, atacando y lanzando chorros de fuego contra una escurridiza silueta que revoloteaba aquí, allá o en otro lugar, y fallando siempre. Entonces los ángeles intercambiaron un veloz cántico y se dirigieron hacia la puerta del este. El dragón de vapor fue en pos de ellos, siguiéndoles en un estrepitoso avance tan predecible como el de una mula que va detrás de una zanahoria.
Volar de aquella manera suponía un riesgo, y el riesgo podía ser letal. Un ángel, joven y falto de experiencia o quizá sencillamente infortunado, no consiguió ejecutar correctamente un rizo. Las fauces del dragón, que estaban tan calientes como el infierno, se cerraron sobre las piernas del ángel. Los huesos crujieron y se rompieron, y las alas siguieron su destino. Cuando el dragón volvió a abrir sus fauces ribeteadas de rojo, el cuerpo medio destrozado cayó al suelo para quedar aplastado bajo sus patas.
Pero los otros ángeles no interrumpieron ni un solo segundo los revoloteos con que entretenían y provocaban al dragón, sino que giraron como hojas de otoño delante de la cabeza del monstruo que los amenazaba abriendo y cerrando sus fauces. El dragón de vapor los siguió en una rápida persecución, y fue detrás de ellos hasta que salió por la puerta este. Los ángeles se desviaron hacia el sur, volando tan bajo que sus pies calzados con sandalias casi rozaban los colmillos dorados.
El dragón siguió corriendo detrás de ellos. Los ángeles volaron por encima de una ancha senda abierta a mandobles en el bosque, pero la máquina era todavía más ancha. El dragón de vapor se abrió paso por entre los árboles de té y los bambúes, arrancando la corteza y las hojas y aplastando la vegetación. Gaviota cogió su hacha y echó a correr detrás de ellos, tal como hicieron docenas de combatientes. Los espectadores podían ver que los ángeles estaban empezando a acusar el cansancio provocado por tantos giros y revoloteos, que resultaban todavía más agotadores por deber llevarse a cabo mientras esquivaban troncos de árboles y el mortífero abrir y cerrarse de las mandíbulas de la bestia metálica.
Pero no tardaron en llegar al claro, pues el bosque terminaba de repente.
El dragón de vapor, que carecía de mente, no se dio cuenta de ello.
Los ángeles hicieron un último y desesperado esfuerzo, forzando sus alas hasta que estuvieron a punto de caer de las alturas, y se alzaron hacia un luminoso cielo blanco azulado.
El dragón de vapor se lanzó a la carga detrás de ellos...
... por el borde del acantilado.
Durante los últimos segundos la bestia intentó detenerse. Sus patas traseras produjeron un estridente rechinar metálico cuando se abrieron paso a través de la tierra y arañaron los sillares de las viejas ruinas. La cola del dragón de vapor se retorció hacia abajo como si fuese un enorme anzuelo para frenar su acometida, pero había toneladas de metal trabajando en contra de ella, y la criatura se precipitó por el borde del acantilado. La cola se movió en un último latigazo y arrancó trocitos de mármol del borde antes de desaparecer.
Cuando Gaviota llegó al acantilado, jadeando y resoplando, el espantoso estruendo de la caída ya se había desvanecido. Hubo un último y lejano retumbar, y una vaharada de gas del pantano subió por el acantilado. El leñador vio al dragón de vapor, hecho añicos contra las rocas diez metros más abajo. El oleaje siseaba alrededor del metal recalentado del hocico.
Gaviota meneó la cabeza.
—Stiggur se pondrá muy triste cuando vea que ha perdido la ocasión de tener otro juguete mecánico.
Un potente aletear resonó por encima de su cabeza, haciendo tanto ruido como si se estuviera aproximando una tormenta. Una docena de ángeles se posaron en el acantilado, visiblemente agotados y con sus pechos subiendo y bajando a toda velocidad. No podían hablar, pero no necesitaban hacerlo.