Y allí estaban, hundidos hasta las rodillas en un inextricable amasijo de zarcillos y lianas. La vegetación les rodeaba por todas partes. Apenas podía llamársela bosque, pues los árboles más grandes no llegaban a los nueve metros de altura y sus troncos eran extrañamente frágiles y de una consistencia casi pulposa. Alguien los había llamado árboles de té, y entre ellos había esparcidos enormes espinos con agujas de un dedo de largo. Todos los árboles estaban recubiertos de lianas y bejucos, plantas parásitas que iban matándolos lentamente mientras trepaban hacia la luz del sol. Todo tenía espinos, e incluso la hierba quedaba aplastada bajo el peso de las hojas muertas erizadas de pinchos. Surgiendo en espirales de aquella terrible espesura había enjambres de insectos que hundían sus aguijones en busca de sangre. Unos cuantos segundos bastaron para que todo el grupo estuviera maldiciendo, abofeteándose a sí mismos y asestando manotazos a diestra y siniestra, y asándose, porque hacía mucho calor y la frondosidad de toda aquella vegetación creaba una atmósfera asfixiante.
Los exploradores de Jayne ya habían desaparecido.
—¡Encontrad alguna manera de salir de aquí! —ordenó secamente Gaviota—. ¡Desplegaos!
Todos desenvainaron una espada o un cuchillo y empezaron a lanzar tajos contra la vegetación.
—¡Por aquí! —gritó un explorador al que no podían ver.
Gaviota ladró una orden y todos utilizaron enérgicamente sus armas, abriendo un camino a través de aquella confusión de espinos entre la que acechaban los insectos.
Y un instante después se quedaron inmóviles, perplejos y boquiabiertos.
El bosque desaparecía delante de ellos para revelar una inmensidad azulada tan luminosa como un zafiro. Todos suspiraron cuando una fresca brisa marina sopló sobre sus caras y ahuyentó a los insectos. La repentina claridad era tan intensa que les obligó a entrecerrar los ojos.
El agua era de un azul casi dolorosamente intenso, como si pudiera teñir las manos de quien la tocara. Una bahía rocosa con muchos canales y penínsulas formaba una especie de semicírculo. En la lejanía se divisaban islas, lo bastante cercanas para que se pudiese ver que eran de color verde y que estaban tan cubiertas de vegetación como la comarca que acababan de atravesar. Los delfines daban saltos mortales entre las islas y el final del bosque, creando surtidores de espuma con cada pirueta de sus esbeltos cuerpos negros surcados por franjas blancas. Estaban en lo alto de un acantilado de roca blanca, una pequeña península que se alzaba unos diez metros por encima de olas que se agitaban y arremolinaban sobre las rocas.
—El sur —dijo Gaviota—. El lejano sur, como los sitios por los que había navegado Morven, aunque no tan lejos como esa maldita isla tropical...
—Esto es lo que llaman un bosque de matorrales —dijo Kamee, la erudita, mientras se rascaba las picaduras de insectos hinchadas y enrojecidas que cubrían su rostro lleno de arrugas—. En realidad sólo son unos matorrales algo más frondosos de lo normal... Arbolillos, lianas y herbazales resecos que no sirven para nada.
—Pero la tierra no tiene la culpa de ello —dijo Mangas Verdes con voz pensativa. Después se inclinó, apartó unos cuantos tallos de hierba, cogió un puñadito de tierra, se lo metió en la boca y enseguida lo escupió—. El suelo está enfermo. Está envenenado.
—¿Envenenado? —preguntó su hermano—. ¿Con qué venenos?
—Con todos. —Mangas Verdes removió el polvo oscuro con un dedo—. Arsénico. Antimonio. Mercurio. Hemos llegado al sitio que andábamos buscando, pues aquí hubo una terrible devastación. El poder de la alquimia cayó sobre esta tierra igual que una plaga.
Gaviota se dio la vuelta, contempló el bosquecillo por el que acababan de abrirse paso y torció el gesto.
—Pero no veo ruinas. Parece como si nadie hubiera puesto jamás los pies aquí.
Mangas Verdes no dijo nada, pero Kwam extendió una mano junto a ella y señaló con un dedo.
—Esas rocas de ahí... ¿Las veis? Son restos de bloques tallados.
Mangas Verdes se agarró al brazo de Kwam y se puso de puntillas para poder verlos. Era verdad. Un amasijo de rocas que se extendía junto a la base del acantilado, aunque agrietadas y llenas de señales y cubiertas por algas y restos de madera traídos por la marea, estaba claro que había conocido en tiempos lejanos el trabajo de los martillos y los cinceles que las habían tallado y moldeado. Kwam se acostó sobre el estómago para echar un vistazo por el borde del acantilado.
—Hay más piedras salidas de una cantera debajo de nuestros pies, cubiertas por la tierra y el polvo... Podría ser un camino, o una rampa que llevara hacia el mar.
—¡Mirad esto! —gritó de repente una exploradora.
Acababa de cortar unas cuantas lianas que estaban estrangulando a una higuera enana. Gaviota la ayudó a acabar de arrancarlas. Cuando hubieron terminado, dejaron al descubierto un viejo muro recubierto de musgo..., pero el musgo dibujaba una antigua escena de batalla en tres tonos distintos de verde.
Mangas Verdes fue resiguiendo un dibujo con la punta de su dedo, y después contempló el bosque medio asfixiado bajo la vegetación y los contornos llenos de irregularidades de aquella costa.
—Entonces es esto... Esto es lo que queda del colegio.
Percival, el corpulento explorador de las trenzas rubias, apareció tan silenciosamente como una sombra detrás de «Tintineos» Jayne.
Percival y Jayne repartieron tajos y mandobles por encima de sus cabezas y hacia los lados para abrirse paso a través de las lianas, las ramas espinosas y los tallos de hierba que les llegaban hasta las rodillas y que cortaban sus ropas como si fueran navajas. Los dos centauros, Helki y Holleb, fueron los que lo pasaron peor, pues eran quienes tenían más piel al descubierto a lo largo de sus flancos. Todos daban manotazos y maldecían a los mosquitos y demás insectos. Durante su avance tuvieron que contornear muchos lugares imposibles de atravesar donde los árboles de consistencia pulposa se habían derrumbado bajo el empujón de un vendaval, arrastrando consigo a toda la masa de vegetación y creando un obstáculo todavía más denso. De vez en cuando chapoteaban a través de pequeñas lagunas de agua fétida de las que brotaban más insectos. Dejaron atrás columnas de roca llenas de señales y muescas y recubiertas de lianas que en tiempos lejanos habían sido los pilares de algún edificio, y se abrieron paso a través de una doble hilera de columnas que parecían estar a punto de derrumbarse. Sabían que aquel lugar había sido una gran sala, aunque no quedaba ni rastro del suelo original debajo de la gruesa alfombra de hojas muertas y restos de plantas espinosas.
De repente Holleb lanzó un grito ahogado y señaló el cielo como si fuera un perro de caza. El centauro se irguió sobre sus patas traseras y apartó de su campo visual una vaina de semillas medio podrida con la punta de su lanza. Después se volvió hacia Helki y gruñó, claramente insatisfecho.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Gaviota.
Holleb no quiso responder, pero su esposa sí lo hizo.
—Holleb creyó ver a alguien volando por el cielo.
—¿Volando? —La palabra hizo que Gaviota girase sobre sus talones—. ¿Cómo Liante? ¿Está aquí ese bastardo?
—No —gruñó Holleb. El centauro tenía los ojos más agudos de todo el ejército, y estaba enfadado por no haber conseguido distinguir con más claridad lo que había visto en el cielo—. No, era hombre volador. Mujer, en realidad. Con alas.
—¿Alas? —preguntaron una docena de voces.
—Gentes aladas... —murmuró Gaviota—. Hay un nombre para esas criaturas, pero lo creeré cuando lo vea.
Mangas Verdes había permanecido en silencio detrás de él, y Gaviota le preguntó por qué no decía nada. La joven druida alargó distraídamente una mano hacia una planta de hojas suculentas y recubiertas de pinchos que medían casi metro y medio de longitud.
—El bosque ha crecido de esta manera deforme y enferma debido a los venenos que hay en el suelo. Pero hay algo más que eso... Hay algo debajo de nosotros.
—Desde luego que sí —murmuró Gaviota con irritación, y espantó a una mosca chupadora de sangre de su oreja—. Incluso las hojas muertas intentan atravesarte el pellejo.
—No —replicó su hermana, tirando de su capa llena de bordados para liberarla de unos espinos en los que se había enganchado y arrancando unos cuantos hilos azules y ojos con el tirón—. Lo que quiero decir es que hay algo debajo...
—¡Mirad eso! —gritó Kwam, y todos se callaron.
Una intensa claridad acababa de aparecer a través de la espesura, y cuando por fin se encontraron libres de las garras del bosque todos se quedaron inmóviles y miraron hacia adelante.
El bosque desaparecía de repente, extinguiéndose en pequeños canales de vegetación y bajando por una pendiente polvorienta para acabar tropezándose con un desierto.
Gaviota, rodeado por sus cuatro guardias personales, avanzó después de que todos los demás se hubieran detenido. Estorbado por sus gruesas botas, el leñador medio corrió y medio resbaló por la pendiente hasta llegar al suelo del desierto. El suelo crujía como cristales rotos debajo de sus pies. Gaviota, sorprendido, se inclinó y cogió un fragmento.
El trozo de suelo era del tamaño de la palma de su mano y el color que predominaba en él era el negro, con algunas franjas grises y amarillas.
—Parece obsidiana, pero no lo es...
—No —dijo su hermana, que había repetido el ruidoso descenso de Gaviota detrás de él—. Es cristal. Cristal puro. Cristal negro.
Y así era, pues desde el oeste donde el desierto se encontraba con el bosque hasta el sur y una orilla peñascosa, extendiéndose hacia el este y el norte para terminar en un horizonte no muy lejano de colinas grisáceas, había un desierto de trozos de cristal negro. Aquí y allá se veían pequeños macizos de cactus o de hierba amarillenta donde aquellas plantas resistentes y tenaces habían logrado apartar a los trozos de cristal a un lado, pero básicamente sólo había la desolación del cristal caliente. Un explorador se había internado un poco por el desierto, y de repente gritó. Jayne fue a reunirse con Gaviota para informarle de que habían encontrado un murete de piedra azul que se extendía a lo largo de unos treinta metros antes de desaparecer.
Gaviota hizo girar el fragmento de cristal entre sus dedos. Después se pasó la mano por la frente para quitarse el sudor, pues el sol del sur que se reflejaba en aquel lúgubre erial desnudo daba mucho calor.
—No lo entiendo.
—Ya sabes cómo hacen el cristal, ¿no? —le explicó su hermana—. Has visto a sopladores de vidrio haciendo botellas en las ciudades. Calientan arena y productos químicos en un fuego hasta que la mezcla se funde, y luego soplan a través de un tubo para darle forma.
Gaviota asintió distraídamente.
—Sí, pero... Esos fuegos dan mucho calor. Necesitarías un horno para derretir arena y obtener cristal...
La joven druida se limitó a asentir. Todos guardaron silencio, pues aquel erial devastado era un lugar fantasmagórico que mataba las conversaciones.
—Así que es verdad —murmuró Kamee, que estaba tan seria como de costumbre—. Esta tierra fue consumida por fuegos más calientes que los del infierno. Los Hermanos fueron a la tierra de los Sabios y los barrieron, y acabaron con todos ellos.
Gaviota arrojó el fragmento de cristal negro al suelo, y éste se reunió con sus vecinos en un ruidoso repiqueteo.
—No puede quedar gran cosa. Una columna, un pilar o dos, unas cuantas rocas cuadradas...
—Y muy poca magia —dijo Mangas Verdes, y suspiró—. La tierra ha sido concienzudamente saqueada. Apenas siento un leve cosquilleo en los pulgares. Me temo que obtendremos muy pocas respuestas a nuestras preguntas...
—¡Eh! —gritó Muli, colocándose de un salto delante de Gaviota y sosteniendo su larga lanza en un ángulo muy pronunciado con respecto al suelo—. ¡Volved atrás y buscad refugio entre los árboles, mi señor! ¡Deprisa!
Todo el mundo alzó la mirada hacia el cielo.
Viniendo rápidamente hacia ellos en un veloz vuelo se acercaban ángeles..., armados con espadas.
Los ángeles cantaban mientras se lanzaban a la batalla. Su canción era salvaje y libre y vibraba con un potente latido que hacía temblar los huesos, estremeciéndolos como el viento que silba en los cordajes de un navío que se precipita hacia las rocas. Aquel extraño y estridente cántico hizo que los aventureros sintieran que se les erizaba el vello.
Los ángeles empuñaban relucientes espadas plateadas y escudos de bronce pulimentado que brillaban como soles en miniatura. Había más de un centenar de ellos, y los ángeles llenaban el cielo vacío de nubes con la blancura de sus alas y su estruendoso aletear. Había ángeles del sexo masculino y ángeles del sexo femenino, y todos vestían una especie de túnicas anudadas encima de una cadera para formar una vaina donde guardar la espada. Todos eran rubios, con la piel bronceada casi hasta la negrura por el sol de aquellas latitudes sureñas. Iban descalzos y sus brazos y sus piernas eran muy musculosos, con pechos anchos y robustos de los que brotaban poderosas alas que se desplegaban hasta alcanzar una envergadura de más de seis metros. El aire pareció palpitar cuando la horda alada oscureció el sol para lanzarse sobre los intrusos.
Su salvaje belleza había dejado paralizados a los aventureros. Entonces alguien gritó una advertencia, y los combatientes curtidos en muchas batallas echaron a correr en busca de refugio mientras desenvainaban sus espadas y colocaban flechas en sus arcos. Pero más de un valiente luchador que había sobrevivido a un centenar de escaramuzas gimió ante la sola idea de derribar a una de aquellas preciosidades voladoras.
Gaviota llegó al comienzo del bosque pero no tuvo tiempo de prepararse para luchar, pues Muli retrocedió velozmente hasta tropezar con él y empujarle con su robusto trasero, obligándole a retroceder mediante su peso.
—¡Vamos, mi señor! ¡Id al interior del bosque, y deprisa! ¡Formaremos una retaguardia!
Gaviota se dio cuenta de que ni siquiera en aquel momento de máxima tensión había utilizado la palabra «retirada».
Gaviota echó a correr bendiciendo a Chaney, la anciana druida muerta que había regenerado su rodilla, pues el leñador que antes había cojeado podía volver a correr tan deprisa como un joven potro. Gaviota se precipitó por entre los árboles, rompiendo tallos de brezo con su cabeza y sus brazos, sus guardias personales pisándole los talones detrás de él. Cuando llegó al sendero que habían abierto a mandobles, se encontró a Mangas Verdes casi oculta detrás de una pantalla de protectoras de anchos hombros. Los otros combatientes habían girado sobre sus talones para tensar sus arcos o alzar sus lanzas. Un poco más atrás, Kamee estaba gritando a sus estudiosos —Kwam entre ellos— que se agacharan y buscaran refugio. Todos sabían que no debían estorbar a los guerreros durante el combate.