Varrius, moreno y de negra barba, informó sobre el estado de sus «centurias»: las centurias eran compañías de cien soldados, un término que Varrius había traído consigo desde la ciudad de mercenarios junto al mar donde nació. Había cuatro centurias a las que se había dado nombres de colores y, últimamente, de animales: los Escorpiones Rojos, las Focas Azules, los Osos Blancos e, inexplicablemente, los Perros Negros.
Helki, la centauro de la armadura pintada y adornada con volutas, las plumas y los brazales, también estaba allí. Capitaneaba la Caballería Rosada, una compañía mixta formada por humanos y centauros, y su compañero, que se encontraba de campaña, capitaneaba la Caballería Amarilla o Dorada. El toldo que formaba el techo del pabellón había sido levantado en un punto, formando una especie de picacho especial para que la centauro pudiera mantenerse erguida sobre sus cuatro patas. A Mangas Verdes le caía muy bien Helki por su osadía y su feroz lealtad, pero también le gustaba por su sentimentalismo: los centauros eran capaces de ponerse a entonar canciones sobre el hogar y acabar llorando en cualquier momento.
Jayne, apodada «Tintineos», estaba presente y vestía los colores oscuros del bosque: gris, marrón y verde musgo. Su único adorno era una pluma negra cosida en cada hombro, el emblema de los Cuervos, los exploradores que eran los ojos del ejército y que podían secuestrar o matar a un centinela en plena línea de los puestos de guardia sin que se moviera ni una sola hoja. Durante los últimos meses los exploradores habían atraído a algunas personas realmente peligrosas: los nuevos reclutas eran gentes de la frontera que habían luchado durante cada día de sus vidas, y que no temían infiltrarse en territorio enemigo armadas con un cuchillo y un lazo de estrangulador. Un grupo de zíngaros de Pradesh se habían enrolado como exploradores hacía poco. Habían logrado pillar por sorpresa a su capitana durante una prueba de capacidades de exploración porque su cuchillo hacía un poco de ruido dentro de la vaina, y por eso le habían puesto el apodo de «Tintineos». Los zíngaros eran tan silenciosos que el resto del ejército los consideraba fantasmas.
También estaba presente Armiño, la joven de ojos de cierva que mandaba la compañía de arqueras de D'Avenant, una fuerza que sólo admitía mujeres y cuyas integrantes vestían totalmente de negro, como otros tantos cuervos. Mangas Verdes se había preguntado en más de una ocasión qué motivo oculto haría que aquellas mujeres se consagraran tan devotamente a sus arcos y a sus compañeras.
Y también estaba allí Uxmal, inmóvil encima de un taburete porque si hubiera estado sentado como los demás apenas le habría llegado a la cintura a Gaviota. Uxmal y sus gentes conseguían destacar incluso en un ejército repleto de inadaptados y gente rara. Treinta de ellos habían entrado en el campamento una mañana. Tenían un acento muy extraño y hablaban de una manera bastante curiosa, y dijeron que venían «de los sures, allende las colinas y las grandes aguas». Aquellas criaturas, que debían de ser gnomos o enanos, tenían la piel muy oscura y negras barbas recogidas en pequeñas trenzas sujetadas mediante anillos de oro. (Todos tenían barba, pero entre el ejército se habían hecho apuestas sobre la existencia de algunas hembras.) Llevaban toscos chaquetones de franjas multicolores y sombreros puntiagudos, pero no usaban calzado, pues las plantas de sus pies eran tan duras como el pedernal. Cada enano tiraba de uno o dos extraños animales de carga, unas criaturas de hirsuto pelaje gris amarronado llamadas llamas. Uxmal, que necesitó bastante tiempo para ello, consiguió explicarles que habían venido de muy, muy lejos para unirse al ejército de «Gavioto y Mangosverdes». Cuando Gaviota les preguntó qué podían hacer, los enanos sacaron palas, picos y azadones de las alforjas y levantaron un pequeño baluarte antes de que fuese la hora de cenar. Gaviota les dio la bienvenida como si fueran viejos amigos, y los enanos pasaron a ser conocidos como el cuerpo de zapadores del ejército. A Mangas Verdes le encantaba oír su burbujeante charla musical y las carcajadas guturales que brotaban de sus labios por cualquier cosa.
Y, finalmente, tenían a un renegado de ojos sombríos y mirada neblinosa llamado Nazarius que capitaneaba una especie de jauría humana que se había dado a sí misma el nombre de Mártires de Korlys (sin que nadie supiera quién podía ser el tal Korlys). Vivían para morir en la batalla, y siempre se lanzaban salvajemente al corazón de cualquier contienda. También se negaban a irse. Gaviota y los otros oficiales opinaban que eran útiles: luchaban como perros rabiosos, aterrorizaban al enemigo, absorbían flechas y rompían una y otra vez las líneas del adversario. Además, pronto habrían muerto todos. En aquellos momentos, de los cincuenta y cuatro Mártires de Korlys originales ya sólo quedaban dieciséis.
Aquellos hombres que se llamaban a sí mismos mártires no eran los únicos personajes extravagantes que se habían unido al ejército. La nueva de la cruzada contra los hechiceros se había difundido hasta muy lejos, llegando a tierras de las que nunca habían oído hablar, y las gentes llegaban desde todos los puntos de la rosa de los vientos para unirse a ellos. Los lisiados venían arrastrándose sobre las manos. Jóvenes que se habían escapado de sus granjas se presentaban trayendo consigo horcas y cerdos. Un herrero había aparecido con dos mulas y se había puesto a reparar la bestia mecánica de Stiggur sin que nadie le pidiera que lo hiciese. Una mujer rubia decía ser una encantadora de plantas, aunque hasta el momento nadie le había visto obrar ningún encantamiento sobre el mundo vegetal. Un derviche santo muroniano predicaba el fin de los Dominios desde lo alto de un carro, aunque sólo los Mártires de Korlys le escuchaban. Una compañía de cartógrafos, dirigida por la sabia Kamee a la derecha de Gaviota, iba haciendo mapas de los territorios que atravesaba el ejército y entrevistaba a todos los que podían hablar, intentando llenar los agujeros existentes en sus mapas. Un grupo de bibliotecarios anotaba las leyendas, los rumores y las historias. También había talabarteros, zapateros remendones, armeros, cocineros y ayudantes, arrieros, leñadores, enfermeras y maestros.
Y, naturalmente, también estaba el contingente de estudiantes de magia de Mangas Verdes, que dedicaban su tiempo a coleccionar y descifrar pergaminos y objetos arcanos.
La joven druida tenía todavía más aliados ocultos en las profundidades de su mente. La marca que podía guiarla hasta sus amigos de las entrañas del bosque, los arqueros elfos capitaneados por una mujer de rostro lleno de cicatrices y un parche encima de un ojo, nunca estaba demasiado lejos de ella. Otra marca llevaba hasta un volcán tropical en el que moraban centenares de seres-hormiga, antiguas creaciones de la Guerra de los Hermanos olvidadas por todos y que apestaban con un hedor de ácido fórmico tan potente como el de una caverna llena de murciélagos. Cuando eran conjurados, los seres-hormiga luchaban con una furia irracional y sin sentir ni la más pequeña sombra de miedo. Mangas Verdes también podía conjurar muchas criaturas más, desde escuadrones de trasgos malhumorados y siempre dispuestos a pelearse entre ellos hasta ágiles lobos de las montañas, pasando por elementales de los planos perdidos en los confines más remotos del éter.
«Hay tantas cosas y tantas criaturas de las que acordarse...», pensó Mangas Verdes, y de repente se sintió muy cansada. Cogió un racimo de uvas y comió distraídamente unas cuantas, y al hacerlo descubrió que no tenía hambre. Su mente y su alma estaban demasiado llenas. Ah, había tantos factores que debían ser meticulosamente recordados y equilibrados... Los elfos, por ejemplo, lucharían, sí, pero nunca se quedarían mucho rato en el campo de batalla, y además mataban inmediatamente a los orcos o los trasgos sin importarles cuál fuera el bando en el que estuvieran. Y los soldados-hormiga no podían luchar en lugares fríos y, por alguna razón desconocida, no soportaban el sonido de los tambores y atacaban a los músicos. En cuanto a utilizar a sus amigos del bosque, la gente siempre le estaba sugiriendo que conjurase osos y lobos para emplearlos en las batallas, y Mangas Verdes siempre estaba explicándoles que los animales nunca luchaban a muerte, y que las leyes de la naturaleza hacían que se limitaran a enfrentarse para dirimir cuestiones de rango con el perdedor huyendo o sometiéndose después de haber sido derrotado, por lo que en una batalla sólo podían servir como diversión.
Y Mangas Verdes estaba tan harta de luchar...
Aquel día, como de costumbre, la mesa de los oficiales estaba repleta de carne, pan y frutas y rodeada por una continua agitación de manos y mentones. Gaviota presidía la reunión desde la cabecera, escuchando a todo el mundo y discutiendo cuando era necesario, para acabar tomando decisiones basadas en la justicia y el sentido común que generalmente eran aceptadas sin ninguna protesta.
Se habló de muchos temas: una repentina escasez de hierro, problemas con aguas contaminadas en el Valle Dorado, una pelea a cuchillo que se había producido entre los Rojos, un grupo de huérfanos a los que no parecía haber forma de controlar, nuevas tácticas de combate desarrolladas por los centauros, y muchas más cosas. Mangas Verdes, que estaba absorta en sus pensamientos, no prestaba demasiada atención a las conversaciones.
Algo arrancó las uvas de sus dedos, que se habían ido aflojando a medida que se distraía.
Doris deslizó una robusta mano bajo la mesa por detrás de ella y la retiró sosteniendo un bulto informe que se debatía, bufaba y lanzaba patadas. Mangas Verdes chasqueó la lengua.
—Oh, eres tú.
La criatura que se retorcía era un trasgo, el único de su ejército, un ladronzuelo grosero y malhablado llamado Sorbehuevos. El trasgo tenía la piel de un gris verdoso y cabellos grises surcados por una franja más oscura que le daba el aspecto de una mofeta, y vestía unos sucios harapos confeccionados a partir de la piel de un conejo viejo y lleno de calvas..., y tenía la boca llena de uvas que un instante después procedió a esparcir sobre la armadura de cuero blanco de Doris.
—¡Suéltame, suéltame! ¡No he cogido nada!
—¡Sí que lo has hecho! —Doris le sacudió. Sorbehuevos no pesaba más que un perro—. ¡Robaste las uvas de mi señora de su misma mano!
—¡No lo hice! ¡Y de todas maneras yo quería un muslo de pollo, pero nadie quiere dármelo!
Doris sacudió al duende con la violencia suficiente para hacer que le castañetearan los dientes, pero Mangas Verdes la detuvo e hizo que el trasgo fuera depositado en el suelo sin haber sufrido ningún daño. Después la joven druida arrancó un muslo del pollo más cercano y se lo alargó.
—¿Ya está? ¿Te quedarás satisfecho ahora? —preguntó.
Sorbehuevos contempló la ofrenda con tanta suspicacia como si estuviera envenenada, y después la agarró de un manotazo.
—No tiene mucha carne. Siempre me tocan las sobras que nadie más quiere... ¿Y sin galletas?
Mangas Verdes suspiró y alzó los ojos hacia el cielo, pero le dio una galleta. Sorbehuevos la cogió con otro manotazo y se dispuso a salir corriendo, pero chocó con las piernas de Doris e intentó agacharse para pasar entre ellas. La corpulenta Guardiana del Bosque le atrapó la cabeza entre las rodillas.
—¿Qué tienes que decir a mi señora?
—¡Que me sueltes, eso es lo que tengo que decir! —La voz de Sorbehuevos quedaba ahogada por las rodillas de Doris—. Oh, ¿por qué todo el mundo siempre se está metiendo conmigo? ¡No he hecho nada!
Mangas Verdes se estaba riendo.
—Ay, Sorbehuevos... ¿Por qué siempre robas comida cuando estamos dispuestos a dártela de buena gana si la pides? Oh, suéltale, Doris... Te llenarás de pulgas.
Sorbehuevos huyó como una exhalación apenas hubo sido liberado, y el trasgo giró sobre sus talones y se dispuso a burlarse de ellos en cuanto estuvo lo suficientemente alejado para no tener que temer ninguna represalia.
—¡Ja! ¡Siempre os robo todo lo que me da la gana, bobos gigantes! Orugas gordas y perezosas, no podéis pillar a Sorbe...
El trasgo, que había estado corriendo hacia atrás, se olvidó del arroyo. Sorbehuevos tropezó con una roca y cayó al agua con un aparatoso chapoteo.
—¡Odio el agua! —balbuceó mientras veía cómo su galleta se le disolvía en la mano.
Una gran trucha surgió de la nada y se alejó con el muslo de pollo. Sorbehuevos soltó un aullido y se zambulló en su persecución.
La mitad de la mesa ya se estaba riendo, pero Kamee —que había perdido plumas, tinteros y mapas enteros a causa de las depredaciones del pequeño ladrón— estaba muy seria.
—¿Por qué toleras la presencia de esa plaga ambulante, general? —preguntó—. ¡No sólo no hace nada, sino que además siempre está creando problemas! Roba, provoca peleas...
Gaviota se encogió de hombros. El movimiento hizo que su hijita subiera y bajara sobre su espalda, y la pequeña se rió.
—Sorbehuevos es una especie de mascota. Quedó abandonado después de la primera incursión contra..., la primera incursión contra... Bueno, da igual. —Gaviota se refería a la batalla que había destruido Risco Blanco—. Nunca he entendido por qué sigue con nosotros: podría haberse escapado sin ninguna dificultad para unirse a otros trasgos con los que hemos luchado. Pero no me molesta que siga aquí. Es nuestro amuleto de la buena suerte.
—Más bien de la mala suerte —murmuró Varrius, que también había perdido algunos objetos de su tienda.
—Bueno, mi padre solía decir que tener alguna clase de suerte, aunque sea mala, siempre es mejor que no tener ninguna. Bien... —Gaviota alzó las dos manos, mostrando siete dedos—. Ahora volvemos al tema de qué debemos hacer. Pero antes de que volvamos a esa vieja discusión, quiero que escuchéis a Kamee. Tiene algunas noticias que tal vez puedan orientarnos a la hora de tomar una decisión.
La líder de los cartógrafos y bibliotecarios fue desenrollando un gran mapa dibujado hacía muy poco tiempo, estirándolo sin apresurarse y con el rostro tan solemne como de costumbre.
—Según lo que hemos podido deducir —declaró mientras unas cuantas manos colocaban pesos sobre las esquinas del mapa—, este ejército ha explorado y pacificado la mayor parte del extremo norte de este continente.
—¿De veras? —preguntó Gaviota—. ¿Nosotros hemos hecho eso?
—En su mayor parte, sí —replicó Kamee, y deslizó una mano nudosa y manchada de tinta por encima del mapa—. Aquí, al sur y al este de nosotros, está el lugar en el que se alzaba Risco Blanco. Hemos utilizado ese sitio como punto de partida. Ahora sabemos que el Bosque de los Susurros se extiende unas veinte leguas hacia el oeste, y luego se va convirtiendo en un bosque corriente más o menos por el sitio donde está el cráter de la estrella. El oeste es un pantano y luego hay colinas, y después están las montañas del Borde Helado y finalmente el océano, en un puerto llamado Concordia. Yendo unas doce leguas hacia el norte, encontramos el sitio en el que se alzaba el monolito de basalto, y no muy lejos de allí se encuentra la península más distante de nosotros...