El sacrificio final (11 page)

Read El sacrificio final Online

Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: El sacrificio final
3.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

La mayoría de hechiceros comprendieron inmediatamente lo que significaba aquello, y enseguida empezaron a gritar pidiendo que se les entregara el pentáculo. Liante los redujo al silencio levantando una mano.

—Cierto —dijo—. Te deja unido al sitio en el que estás y en consecuencia no puedes caminar entre los planos, pero tampoco puedes ser invocado... por nadie. Mangas Verdes podría tratar de conjuraros hasta ponerse azul, pero arrancaros del lugar en el que estuvierais le resultaría tan imposible como desenraizar del suelo un fresno con las manos desnudas.

—¡Pero sólo hay un pentáculo! —gruñó Ludoc, sudando abundantemente bajo sus pieles—. ¡No hay forma alguna de que todos podamos utilizarlo!

Como respuesta, Liante metió la otra mano en la caja y sacó de ella media docena de pentáculos.

—¡Ya no! Usando un hechizo de invisibilidad, y una gran cantidad de buena suerte, me introduje en la cabaña donde Mangas Verdes guarda todos sus tesoros mágicos y robé el primer pentáculo. Parece ser que Mangas Verdes lo necesitó en una ocasión, pero ahora ya no lo necesita y por eso lo entregó a sus estudiantes. Después busqué por todos los Dominios y gasté más dinero del que nunca veréis en toda vuestra vida, e hice que fabricaran copias y que éstas fueran impregnadas con la magia del pentáculo original.

—Entonces... ¡Somos libres! —gritó Dwen.

Y un instante después todos estaban riendo, aullando y cantando, chillando y frotándose las manos, incluso Immugio.

Liante dejó que se desahogaran durante un rato y después alzó la mano para pedir silencio a los hechiceros. Lo consiguió, así como su extasiada atención.

—Y esto no es todo. Mi plan tiene muchas facetas, más que ningún diamante... Seremos libres, y nuestro triunfo no tardará en llegar. Permitidme que conjure algo más y veréis la segunda parte de nuestra salvación. Pero —añadió—, tened cuidado con lo que hacéis, porque esta vez no se tratará de ningún artefacto...

Liante abrió su grimorio, un libro protegido con refuerzos de estaño que colgaba de su cinturón, fue pasando las páginas hasta detenerse en una y se apartó un poco del grupo para que los otros hechiceros no pudiesen oírle, y murmuró un hechizo.

Un diminuto punto de claridad apareció sobre las resplandecientes arenas de la playa, y en cuestión de segundos fue creciendo hasta alcanzar la altura de un hombre..., y luego se fue haciendo más y más alto.

Los hechiceros quedaron boquiabiertos.

El hombre conjurado por Liante medía más de dos metros, y su cuerpo estaba tan recubierto de músculos que recordaba a un jabalí despellejado. Llevaba un faldellín negro con franjas rojas, un arnés de guerra de cuero, botas de media caña y unos brazales de cuero rojo. El rojo simbolizaba la sangre. Un fantástico yelmo de hierro cubría su cabeza. Dos delgadas láminas de rubí hacían que sus ojos reluciesen con un oscuro resplandor rojizo, y los complicados colmillos que brotaban de la mitad inferior del yelmo le proporcionaban la mueca salvaje y amenazadora de un tigre dientes de sable. Unos cuernos curvados cuya forma imitaba la de las astas de un reno se enroscaban alrededor de su yelmo para acabar apuntando hacia adelante y quedar suspendidos más allá de su frente y sus mandíbulas. Colgando de un grueso cinto recubierto de remaches, tan larga que su punta rozaba el suelo, había una temible espada que exigiría ambas manos para ser manejada.

El guerrero cruzó los brazos sobre el pecho, haciendo que sus músculos ondularan como un nido de pitones, y contempló a los hechiceros con el ceño fruncido. Algunos se percataron de que no parecía sentir la más mínima sorpresa por haber sido conjurado hasta allí, lo cual significaba que debía de haber estado esperando la llamada de Liante.

Fabia, sacerdotisa de las «personas perfectas», se sintió transportada al séptimo paraíso apenas contempló todo aquel imponente despliegue de virilidad.

—¿Quién es?

—Un señor guerrero de Keldon —anunció Liante con una sonrisa—, surgido de las salvajes y oscuras tierras norteñas de los kelds, donde los fuertes sobreviven consumiendo a los débiles. Está totalmente a mi servicio. Él y su adiestramiento especial han costado todavía más dinero que todos esos pentáculos.

—¿A qué «adiestramiento especial» te refieres?

Todos volvieron la mirada hacia el sitio del que había surgido aquella voz. Gurias, el más joven de todos los presentes, había hablado por primera vez.

Liante frunció el ceño.

—Oh, eso son detalles que no tienen ninguna importancia... —dijo—. Baste con decir que este señor guerrero de Keldon vencerá a Gaviota el leñador.

—¿Tiene tropas? —preguntó Immugio. El ogro-gigante ya había conseguido dejar de temblar—. Un señor guerrero no sirve de nada sin soldados a los que mandar.

—Conseguiremos tropas —respondió Liante sin inmutarse. La brisa marina se había reforzado, y agitaba su cabellera untada de grasa alrededor de su rostro—. Tú tienes orcos...

—No dejaron ni uno con vida.

El hechicero vestido con los colores del arco iris suspiró.

—Obtendremos más. Fabia todavía tiene unos cuantos seguidores. Dwen tiene a sus cavernícolas. Karli puede conjurar más guerreros que granos de arena hay en el desierto. Las tropas no son ningún problema..., y esta vez sí que podremos confiar en ellas. Nada de salir corriendo en plena batalla, ¿entendido?

—¿Por qué no van a hacerlo? —preguntó Ludoc—. ¿Cómo conseguirás llenar sus almas con la auténtica furia del guerrero? O, por lo menos, con un deseo de combatir lo bastante grande para que venzan a los voluntarios de Gaviota, quiero decir...

Liante se volvió hacia el señor guerrero de Keldon e inclinó la cabeza, dándole a entender que era él quien debía responder a esa pregunta.

Los hechiceros se incorporaron para poder ver lo que iba a ocurrir, y mientras lo hacían la jungla se agitó y primero una docena, luego dos y finalmente todos los nativos de la isla surgieron de entre la espesura, desde la abuela más anciana hasta el niño más pequeño transportado en los brazos de su madre.

El señor guerrero alzó una robusta mano y les indicó que avanzaran. Los nativos se fueron acercando, a regañadientes pero sin poder resistir su llamada. Todos eran apuestos y sanos, gentes bien alimentadas de piel morena y cuerpo fortalecido por toda una vida dedicada a la caza y la pesca. Cuando los nativos hubieron avanzado, moviéndose al unísono como si fuesen un solo animal gigantesco hasta hallarse a unos cuatro metros del señor guerrero, éste dio una palmada.

—¡Luchad!

Y los plácidos rostros de los nativos se retorcieron al instante para adoptar las expresiones más horribles y llenas de odio imaginables. Un hombre dejó caer su puño sobre la sien de su vecino. Un muchacho bajó la cabeza y la incrustó en el estómago de su madre. Una mujer dejó caer a su bebé para que fuese pisoteado mientras agarraba a un hombre por los cabellos y se los arrancaba a puñados. Otro hombre, que había sido derribado, se agarró a su pierna y la mordió hasta que la sangre empezó a fluir. Dos hombres le patearon con sus pies descalzos hasta que el hombre quedó inconsciente o agonizante, y después empezaron a luchar entre ellos. Una madre intentó sacarle los ojos a su hija con las uñas, y le mordió la oreja.

Los hechiceros estaban aturdidos ante toda aquella carnicería. En cuestión de minutos, sólo los nativos más fuertes y rápidos seguían vivos, cubiertos con su sangre y con la de otros, y todavía continuaban luchando entre ellos. Cuando la última pareja de combatientes hubo caído, ya fuese debido al agotamiento o a la pérdida de sangre, sólo unos cuantos aldeanos se retorcían débilmente en el suelo. Los demás, horriblemente mutilados, habían quedado inmóviles para siempre.

Liante dio la espalda al espectáculo y señaló al señor guerrero de Keldon con un dedo. El hedor de la sangre era casi insoportable, pero la brisa marina no tardó en empujarlo hacia el interior de la isla. Gaviotas y otras aves marinas empezaron a moverse en círculos sobre los cuerpos, preparándose para hundir sus picos en los muertos y los agonizantes.

—Ahí está vuestra respuesta —dijo Liante—. Un señor guerrero de Keldon hace surgir en los demás el deseo incontenible de luchar tan eficiente y salvajemente como él, y cualquier contingente de combatientes se convierte en una tropa de fanáticos suicidas. ¿Creéis que los voluntarios de Gaviota y Mangas Verdes, esos estúpidos con los ojos llenos de nobles sueños, podrán resistir a una fuerza más grande decidida a sembrar tal destrucción?

Los hechiceros menearon la cabeza, perplejos y todavía un poco aturdidos. Después aceptaron sin rechistar los pentáculos que Liante fue repartiendo, y se los colgaron del cuello.

—Y ahora, y mientras esperamos a que Mangas Verdes decida convocaros y descubra que no puede hacerlo —y ya han pasado varios meses desde que se tomó la molestia de hacerlo por última vez—, iréis reuniendo fuerzas y esperaréis mi señal para hacer saltar la trampa. ¡Ya sólo es cuestión de días que seamos libres de una vez y para siempre!

Ludoc e Immugio, más endurecidos y sedientos de sangre que los otros hechiceros, lanzaron ruidosos vítores. Pero los demás guardaron silencio. Sus mentes estaban repasando aquella nueva oportunidad y la información que se les acababa de proporcionar, e intentaban dar con una forma de utilizarla en provecho propio. Nadie confiaba en Liante como señor de esclavos: si podía repartir artefactos mágicos, también podía quitarlos. Como consecuencia lógica de ello, cada hechicero empezó a pensar en cómo podía salvar su pellejo, ser libre, utilizar a los demás y acabar controlando la situación.

Fabia de la Garganta Dorada vio una forma de conseguirlo. Echó hacia atrás su dorada cabellera, fue contoneándose hacia el señor guerrero de Keldon y rozó su robusto brazo con la suave piel del suyo. Después, con un contacto tan suave e impalpable como el de su caricia, desplegó un hechizo para leer sus pensamientos, pero descubrió que su cabeza estaba llena de confusión. La mente de aquel hombre era tan sencilla como la de un niño.

«Muy útil», pensó.

—Oh, qué fuerte sois, mi gran señor —ronroneó mientras empleaba otro hechizo creado hacía mucho tiempo por Gwendlyn di Corci, la gran seductora—. Decidme, ¿quedaréis en libertad para obrar a vuestro antojo cuando hayáis acabado de servir a Liante?

El trueno ahogado de la voz del señor guerrero tardó bastante en responderle.

—Liante quiere que mate a Gaviota el leñador, y así lo haré —dijo por fin—. No hay ninguna otra meta que alcanzar.

—Ah, pero cuando hayáis hecho lo que desea Liante, entonces seguramente querréis tener otra meta... —Fabia se pegó al gigante y deslizó juguetonamente los dedos de un pie a lo largo de su pantorrilla desnuda—. ¿Habéis pensado... en ser rey de algún lugar, con una reina a vuestro lado...?

—¡Matar a Gaviota el leñador! —gritó el señor guerrero de repente, extendiendo los brazos y alzando sus temibles puños. El inesperado empujón hizo que Fabia acabara con el trasero encima de la arena—. ¡Muerte a Gaviota y Mangas Verdes!

Fabia se levantó y se apresuró a reparar los daños sufridos por su atuendo y su dignidad. Después se volvió, hecha una furia, mientras Liante reía a carcajadas.

—El señor guerrero es mío, Fabia. Será mío en cuerpo y alma hasta que haya dejado de serme útil, ¿entiendes? Búscate otro compañero de juegos. —El hechicero vestido con todos los colores del arco iris extendió un pulgar hacia el campo lleno de aldeanos muertos—. Puede que él te sirva.

Immugio, que se alzaba sobre los cadáveres como una torre, se frotó las manos y chasqueó los labios.

—¡Esta noche cenaremos espléndidamente!

_____ 6 _____

—Bien —dijo Gaviota—, la gran pregunta a la que todavía tenemos que responder es qué haremos a continuación.

Un clamor de voces le contestó, pues todos tenían sus propias opiniones y llevaban días discutiendo aquel tema.

Nadie se dio cuenta de que Mangas Verdes llegaba, se envolvía en su capa llena de bordados y tomaba asiento sobre un gran banco. Cada mediodía, justo después de haber comido, celebraban una reunión a la que asistían todos los «oficiales» del ejército. La reunión tenía lugar debajo de un pabellón, que en realidad sólo era un toldo atado a cuatro postes en el Bosque de Mangas Verdes. La mayoría de los oficiales estaban allí, incluidos algunos a los que la joven druida apenas conocía. Últimamente había tantas caras nuevas en el ejército que Mangas Verdes solía tener la sensación de que acababa de llegar. La guardia personal de Gaviota, los Lanceros Verdes, rodeaba el pabellón, inmóvil en posición de descanso con las lanzas inclinadas hacia un lado. Un poco más lejos, allí donde el cauce del arroyo se iba ensanchando, un grupo de ayudantes y mozos de establo cuidaban de los caballos de los oficiales.

La cabecera de la mesa estaba ocupada por su hermano Gaviota, quien tenía todo el aspecto de un gran señor de la guerra, aunque —y el chiste había llegado a ser conocido por todos— únicamente admitía ser un leñador. Su dignidad, que Gaviota nunca había sabido defender con demasiada eficacia, se veía seriamente comprometida por la presencia de su hijita Jacinta, que se había instalado encima de sus hombros. La pequeña se agarraba a las orejas y los cabellos de su padre, y agitaba sus piernecitas regordetas con tanto entusiasmo que no paraban de tamborilear sobre el chaleco de cuero de su padre.

Lirio, la cuñada de Mangas Verdes, también estaba allí, apoyada en varios almohadones para que sostuvieran una espalda dolorida y un estómago protuberante. Lirio había asumido «temporalmente» el puesto de furriel una mañana cuando el viejo Donahue murió apaciblemente durante el sueño. Tan bien adiestrada en el oficio de hacer negocios como en las artes de las cortesanas, Lirio se había encargado de asegurar que los suministros, armas, ropas y provisiones afluyeran sin problemas al campamento y se distribuyeran correctamente dentro de él. Para gran sorpresa de todos, Lirio incluida, había demostrado ser una furriel insuperable y el puesto le había sido asignado de manera permanente. Lirio seguiría desempeñándolo mientras se lo permitiera el embarazo.

Unas funciones que Mangas Verdes sabía no desempeñaba eran las de naturaleza mágica. Dejando aparte las emergencias, Lirio (y Gaviota) consideraban que el manejar maná mientras se estaba embarazada o se cuidaba de un niño resultaba demasiado peligroso, ya que la tensión podía acabar siendo excesiva para el cuerpo y la mente. Mangas Verdes pensó que había momentos en los que admiraba a Lirio por ser capaz de llevar una vida más sencilla que la suya.

Other books

Bridal Chair by Gloria Goldreich
Love and Leftovers by Lisa Scott
The Red Sea by Edward W. Robertson