—Mi señor Demetrio —resaltó el encargado, un judío romaniote—, cuánto honor dispensáis a este establecimiento con vuestra presencia; permitid que os ofrezca las más recientes adquisiciones de nuestra librería —y volviéndose hacia uno de los dependientes le indicó que trajera una pila de libros de una de las estanterías—. Fijaos, mi señor —continuó—, la única versión en griego del libro de Arquímedes Introducción a la máquina, una verdadera joya recién traducida del árabe por el mejor especialista de la Facultad de Filosofía. Está ilustrado con profusión y no hay por ahora ningún otro ejemplar en el Imperio. Sin duda será de obligada consulta para profesores y estudiantes, y además por cuantos ingenieros y arquitectos trabajan en la ciudad.
—Si es un ejemplar único, ¿por qué no se lo queda su dueño, Jifilino? —preguntó Demetrio mientras hojeaba aquel libro.
—¡Oh, mi señor!, Jifilino, como sabéis, es un jurista, no un científico. Prefiere que este libro vaya a las estanterías de la biblioteca del patriarca, por quien siente una profunda admiración, antes que a cualquier otro sitio. ¿Dónde iba a estar mejor que junto a Santa Sofía?
—De acuerdo —asintió Demetrio—, ¿cuál es su precio?
—Una verdadera ganga —observó el encargado son riendo—, para Su Beatitud el patriarca sólo treinta nomismas. Tened en cuenta —se apresuró a señalar— que es el libro más buscado por los científicos.
—Es mucho dinero —sentenció Demetrio oscilando su cabeza—, demasiado.
—Bueno, mi señor, quizá podamos discutir el precio si compráis otros libros en el lote. Puedo ofreceros —añadió el encargado— este magnífico tratado de Herón de Alejandría sobre Los planos de equilibrio por diez nomismas, una nueva edición de la Meteorología de Aristóteles por doce y este raro ejemplar del mismo Herón del libro De pneumatica, que está en edición bilingüe y fue copiado en el monasterio de San Lázaro en el reinado de Basilio I, sólo hay otro ejemplar en la biblioteca de la Universidad. Os puedo dejar los cuatro por sesenta nomismas, y sabed que pierdo dinero.
Demetrio, desentendiéndose del vendedor, inspeccionaba con minuciosidad los libros que se le ofrecían. Realmente, la edición en griego del tratado de Arquímedes era espléndida y los dibujos, copiados con fiel exactitud del original conservado en la biblioteca califal de Bagdad, eran mucho mejores que la copia en árabe que desde hacía varios años tenía en la biblioteca. En efecto, su traducción al griego suponía que este libro, verdadero manual de consulta para ingenieros y arquitectos, podría ser leído por muchos más. La copia en árabe era solicitada con cierta frecuencia, pero la mayor parte de los que lo hacían se limitaba a estudiar los dibujos, sin poder leer las explicaciones. El propio Demetrio había dedicado muchas horas de su tiempo a ayudar a quienes lo pedían, dados sus profundos conocimientos de árabe. El Depneumatica de Herón no estaba entre los fondos de la biblioteca y los otros eran menos interesantes, pues de todos ellos había al menos un ejemplar.
—Te ofrezco diez nomismas por el Arquímedes —asentó Demetrio sin levantar la cabeza del libro.
—¡Diez nomismas decís! —exclamó el encargado fingiendo estupor e indignación—, eso es lo que vale sólo la encuadernación. Fijaos en los lomos, es pura vitela estampada en oro. No puedo dejaros esta maravilla en menos de veinticinco.
—Veinte e incluid el libro de Herón —sentenció Demetrio cerrando las tapas de piel roja sangre.
—Pero, mi señor —gimoteó el encargado postrado de rodillas ante Demetrio—, vos sabéis mejor que nadie el valor de los libros, el trabajo que cuesta hacer uno de esta categoría. ¡Veinte nomismas por los dos!, ese es el precio de un paño de seda fina de China.
Demetrio se levantó parsimonioso en ademán de indiferencia presto a marcharse.
—De acuerdo, de acuerdo, veinte —asintió el encargado con una ensayada pose de resignación—. Os lleváis los libros a la mitad de su precio.
—Que es su precio justo —concluyó Demetrio mientras ordenaba a su ayudante que pagara las veinte monedas de oro y recogiera el recibo de compra.
Salieron del establecimiento tras colocar los manuscritos en el arcón sobre las parihuelas. Demetrio comentó a su ayudante que habían realizado una magnífica adquisición. Juan seguía a los dos bibliotecarios sin perder ni un solo detalle de cuanto veía y oía.
Unos pasos más adelante entraron en La Librería Oriental. El dueño era un orondo mercader de Antioquía, donde había amasado una inmensa fortuna como importador desde Alepo de porcelana fina y seda bruta de China, piedras preciosas de la India, perlas del mar Arábigo, orfebrería de Samarcanda y delicados brocados de Damasco. Ante el peligro que suponía una ciudad en la frontera con los musulmanes se había trasladado hacía diez años a Constantinopla. Era propietario de varios talleres y tiendas, pero lo que más apreciaba era su librería especializada en libros orientales, que conocía bien gracias a las relaciones mercantiles que había establecido con el islam en su época de Antioquía, especialmente con libreros de Bagdad y de Damasco, donde tenía dos socios árabes que le proporcionaban copias de libros de difícil adquisición en Bizancio.
—¡Mi buen amigo Demetrio! —exclamó el opulento mercader—, qué alegría contar en mi humilde negocio con la presencia del hombre más sabio del Imperio, después de Su Majestad y del patriarca, quiero decir.
Al jefe de la biblioteca no le gustaba aquel tipo lisonjero y falso, pero si quería algunos libros concretos, sólo podía encontrarlos en La Librería Oriental.
—Gracias por vuestros inmerecidos cumplidos —repuso Demetrio—. Pero no he venido aquí para que me aduléis, sino para comprar un libro que según vuestros agentes está a la venta. Se trata del
Corpus de medicina
de Oribasio de Pérgamo.
—Bueno, no está realmente en venta, pero siendo para vos me desprenderé de tan querido ejemplar. Sabed que es una verdadera maravilla. Hace un mes que me lo enviaron desde Basara. Allí el gran médico Ibn Said al-Ansar lo emplea como manual para los estudiantes de la escuela de medicina. Oribasio fue el médico personal del emperador Juliano, como bien sabéis, y en este libro sintetizó todos sus conocimientos, que eran realmente muchos. Yo creo, personalmente y sin que entienda mucho de sanar cuerpos, que esta obra mejora a la de Galeno. Además está ilustrada, pese a que a los musulmanes su religión les prohíbe ciertas representaciones, aunque las descripciones son tan precisas y ajustadas a la realidad que prácticamente no serían necesarios dibujos. Trae «el Oribasio» —ordenó el mercader dirigiéndose a un dependiente— y trátalo con sumo cuidado.
El libro estaba escrito en árabe, pero ello no suponía un problema. Los principales tratados de medicina estaban en árabe y los médicos y los estudiantes de medicina dominaban esta lengua, indispensable en su formación.
—Quizá sea tan valioso como afirmas —comentó Demetrio hojeando uno de los libros que más había perseguido para la biblioteca en los últimos tres años—. ¿Cuánto pides por él?
—Bien —titubeó el mercader pasándose la mano derecha por el rostro en gesto dubitativo—, ya os he dicho que sólo lo vendo por vos. Teniendo esto en cuenta, creo que treinta nomismas es un precio razonable.
—De acuerdo —asintió Demetrio sin regatear—, es lo que vale.
El grueso mercader no supo reaccionar ante la aceptación inmediata y sin discusión. Acostumbrado como estaba al regateo de ofertas y contraofertas, la rápida e inesperada decisión del comprador lo dejó desconcertado.
Cuando salieron de la tienda, el ayudante preguntó:
—¿Por qué no habéis objetado el precio?
—Muy sencillo —sonrió Demetrio—; este mercader es el más hábil del mercado y quien consigue, aprovechando su posición y sus relaciones, los mejores precios y las mayores ganancias. El libro me interesaba, yo no estaba dispuesto a renunciar a él y el de Antioquia lo sabía. Habría pagado cualquier cantidad que hubiera pedido. Si hubiera regateado, es probable que el ahorro en la compra habría sido de tres o cuatro nomismas, nunca más, y el mercader se hubiera quedado convencido de que nos había engañado y de que había hecho un gran negocio. A él, este libro no le habrá costado más de quince nomismas, pero ahora, al comprárselo por treinta sin contraofertar, estará pensando que pudo haber sacado mucho más y creerá que ha hecho un mal negocio. A veces conviene perder un poco de dinero por el simple placer de ver a uno de estos avaros confundido.
Durante el resto de la mañana recorrieron tres librerías más. En una de ellas adquirieron una copia de la traducción al árabe de
Qusta ibn Luqa
de la segunda obra de Herón de Alejandría, Las métricas, en donde se trataba de las cinco máquinas simples: el torno, la polea, la palanca, la cuña y el tornillo sin fin. A la hora del almuerzo Demetrio había gastado los cien nomismas que portaba en la bolsa al salir de palacio, pero el arcón de madera rebosaba de libros. Estaba eufórico porque había logrado algunos ejemplares que deseaba desde hacía tiempo. Había comprado a un precio excelente la
Descripción del Templo de la Sagrada Sabiduría
, un antiguo poema de Pablo Silenciario, así como un ejemplar irreverentemente ilustrado de la
Historia Secreta
de Procopio de Cesarea, una de las piezas más buscadas por los coleccionistas.
A finales de abril se recibió en Constantinopla la noticia de la muerte de León IX. Todo se complicaba. La Iglesia no tenía una cabeza visible, quizá tardara meses en elegir a un nuevo papa, y esta coyuntura era beneficiosa para Cerulario. Pero los enemigos del patriarca eran muchos, más por motivos políticos que por la mera cuestión religiosa. El principal foco contra Cerulario radicaba en la Universidad. Miguel Psello, siempre a la sombra del poder imperial, confabulaba con sus amigos Juan Mauropus, el brillante impulsor de los estudios superiores y aspirante en secreto a ocupar el puesto de patriarca, y Juan Italo, su aventajado alumno.
Los opositores a Cerulario hicieron circular varios poemas satíricos, que atribuían al recién fallecido poeta Cristóbal de Melitene, en los cuales se mofaban de su figura y de su nivel intelectual y los legados papales difundían sin cesar acusaciones contra su persona. Acosado en varios frentes, el patriarca pensó incluso en atentar contra la vida de los romanos, pero decidió seguir el consejo de su fiel Demetrio y se alejó de la ciudad con el pretexto de visitar varios monasterios y sedes episcopales en Grecia. La partida de Cerulario provocó un nuevo período de calma y Demetrio, que había estado trabajando casi en exclusiva en las últimas semanas preparando la estrategia contra los romanos, tuvo de nuevo más tiempo para su biblioteca y para seguir enseñando a Juan, que realizaba notables progresos en el estudio del latín y del árabe. Una tarde, cuando estaban recogiendo los últimos libros prestados ese día a los lectores, se dirigió Demetrio a Juan:
—Mañana es 11 de mayo, la fiesta mayor de Constantinopla; nuestra ciudad celebra el setecientos veinticuatro aniversario de la fundación de la nueva Roma por Constantino. Hay espectáculos memorables. Vendrás conmigo.
No habló nada más. Juan apenas pudo dormir aquella noche; al día siguiente estaba temprano en el patio esperando a su protector.
Ya había entrado la mañana cuando salió Demetrio y ordenó a Juan que lo siguiera. Recorrieron las atiborradas plazas y avenidas, colmadas de gentes que iban y venían de un lado para otro. Daba la impresión de que toda Constantinopla estaba en la calle. Un grupo de muchachos corría entre los puestos ambulantes de frutas y las barracas de vinos; otros jugaban con varios astrágalos a la taba, sentados en corro delante de una biblioteca pública. Coros de grupos de los gremios, apostados en las esquinas, bailaban y cantaban himnos primaverales a la alegría, al amor y a la felicidad. Cerca del Hipódromo les esperaba un personaje alto de pelo rubio y rizado en el que Juan reconoció al capitán que lo había llevado desde Querson a Constantinopla. Acababa de llegar de un viaje en su nave El Viento del Ponto desde Trebisonda con un cargamento de perfumes con el que había logrado una pequeña fortuna.
—Mira, Juan —indicó Demetrio—, es el marido de mi sobrina, creo que lo recuerdas bien. Es miembro de la facción de los verdes. Tiene reservados varios asientos para presenciar los actos festivos de hoy en el Hipódromo.
—¡Querido tío! —exclamó el hombre—, hoy va a ser un gran día. Tenemos la mejor pareja de caballos de los últimos años y un auriga excepcional que ha venido desde Atenas. Lo he visto entrenarse en la explanada exterior de las murallas y creo que el triunfo va a ser nuestro. Vaya, veo que al joven ruso no le sientan mal los aires de Palacio.
—Es un buen muchacho, aprende deprisa y es prudente, te agradezco que me lo aconsejaras —dijo Demetrio mirando a Juan.
—Bien, vamos a entrar, los juegos pueden comenzar en cualquier momento.
Aquélla era sin duda una fiesta pagana. La Iglesia consentía estos festejos como válvula de escape a una sociedad profundamente regularizada y sometida a múltiples controles. El emperador había ofrecido el tradicional banquete por la fundación de la ciudad al pueblo de Constantinopla; seguía derrochando el tesoro imperial y lo que acostumbraba a ser, en reinados anteriores, la entrega a la multitud congregada en el Hipódromo de varias decenas de miles de tortas de harina y frutas, se había convertido un verdadero festín que Constantino IX brindaba a todo el pueblo. A lo largo de la arena, en una longitud de casi media milla, se habían dispuesto varias hileras de mesas sobre las que una legión de cocineros y camareros había preparado distintas ensaladas, todo tipo de pescados fritos y asados y miles de pasteles de almendra y miel que se entregaban a los pobres de la ciudad en grandes platos y bandejas de cerámica roja. Las clases acomodadas comían en las treinta y siete gradas de mármol servidas por esclavos. Allí lo hicieron Demetrio y Juan, rodeados por varios miembros de la familia del capitán.
El emperador apareció en el cathisma, acompañado por el hypatos de la ciudad y varios generales, obispos y abades. En un extremo del palco imperial estaban los jefes de las facciones rivales en el Hipódromo, el de los azules, con su satélite de los rojos, y el de los verdes, acompañado por el jefe de los blancos. A su derecha se sentó su joven amante, la exótica princesa alana que cautivaba a cuantos la miraban con su extraña belleza de ojos añiles, piel fina como la cera y suave como la seda y pelo largo, lacio y negro como el ébano. Aquella mujer rebosaba sensualidad y el emperador había sucumbido a sus encantos. Tenía cuanto quería y Constantino la colmaba de joyas y vestidos. Cualquier deseo suyo era satisfecho de inmediato. La princesa había recibido el título de sebasté a la muerte de Esclerina, la anterior amante del basileus. Amara, que así se llamaba la princesa asiática, vestía una escotada y ceñida túnica blanca sin mangas que se descolgaba hasta los tobillos y dibujaba las atrayentes curvas de sus caderas. De su cintura pendían sostenidas al talle por un cinturón de oro y brillantes varias franjas de tela adamascada con bordados de oro y piedras preciosas. Cubría sus hombros con un velo púrpura de fina seda transparente kekolymena, la que sólo podían usar destacados miembros de la familia imperial, que dejaba entrever las formas firmes y rotundas de sus delicados senos. Sobre la cabeza portaba un tocado esmaltado de perlas del que sobresalía una del tamaño de un huevo de perdiz que pendía de un cordoncillo de oro sobre su frente. Adornaba sus brazos con gruesos brazaletes de oro engastado con rubíes y esmeraldas. Un collar de triángulos de oro, realizado para la ocasión por el maestro de orfebres de la corte, rodeaba su esbelto cuello y dos aros dorados de los que pendían seis esmeraldas oscilaban en los lóbulos de sus gráciles orejas. Brillaba como una diosa oriental en medio del palco atiborrado de funcionarios gruesos y desgarbados. El pueblo congregado en el Hipódromo aclamó a su basileus agitando pañuelos mientras sonaban fanfarrias y timbales; todo el graderío era un oleaje de colores azules, blancos, rojos y verdes. Dos coros, uno de cada una de las dos grandes facciones, cantaron himnos de alabanza al soberano mientras varios poetas declamaban odas laudatorias a Constantino IX.