La tarea de Juan se limitaba a recoger y limpiar los libros que los lectores consultaban a diario. La biblioteca era considerada por Demetrio como el principal tesoro y los códices eran joyas que había que cuidar con sumo esmero. En apenas un mes ya había aprendido, a fuerza de repetirlo una y otra vez en su cabeza, cuál era el sitio de los libros más solicitados y los bibliotecarios le permitían colocarlos en sus estantes, siempre bajo la supervisión de alguno de ellos. El trabajo comenzaba tras el desayuno, poco después de amanecer. A mediodía bajaba a las cocinas, donde almorzaba con otros siervos. Tras la comida, que Juan se zampaba velozmente, subía de nuevo a la biblioteca. A esas horas apenas había visitas y disponía de unos momentos preciosos para hojear los libros que todavía no se habían recogido o los que estaban preparados para ser servidos. Se ejercitaba así en la lectura, repasando letras y asimilando conocimientos. A media tarde, con la luz del día ya en el ocaso y la biblioteca cerrada al público, Demetrio dedicaba una o dos horas a la educación de Juan en la lectura y en la escritura. El jefe de la biblioteca comenzaba a sentir cierto afecto hacia el niño, que se había dado cuenta de ello y hacía todo lo posible por ganar la confianza de aquel hombre a quien cada día admiraba más.
Corría la segunda semana de diciembre. Demetrio estaba sentado junto a una ventana de la sala de lectura examinando la más reciente adquisición, una copia ilustrada con magníficas miniaturas del libro
Digenís Akritas
. La tarde anterior se la había mostrado a Juan. Se trataba de un largo poema escrito hacía medio siglo por un monje. Narraba la historia de un emir árabe que había raptado en las fronteras orientales del Imperio a una doncella bizantina. Enamorado de ella, el emir se había convertido al cristianismo. Del matrimonio del emir converso y la joven nació un niño conocido como Basilio Digenís Akritas, que luchó contra los árabes en las fronteras y recibió el título de Defensor de Bizancio. Glosaba la vida de un héroe victorioso en sus luchas contra los infieles, un ejemplo a imitar por todos los cristianos; era el libro más leído en Constantinopla. La biblioteca poseía cuatro ejemplares, pero ninguno de ellos estaba ilustrado. Éste era el primero y se habían pagado por él varias monedas de oro a los monjes del monasterio de los santos Sergio y Baco, en el barrio de Bucoleón, donde se encontraba uno de los más afamados talleres de ilustradores de códices de toda la ciudad.
Demetrio pasaba una hoja con la delicadeza de la mano del galán en el rostro de su dama cuando la tranquilidad de la biblioteca se alteró con la llegada presurosa de un criado que irrumpió en la sala de lectura visiblemente nervioso. Levantó los ojos ante el ruido de los pasos presurosos y clavó la mirada en el siervo, quien, ofuscado ante aquellos ojos vivos y penetrantes, se acercó hacia él y tras una forzada reverencia le susurró al oído que el patriarca Miguel se acercaba a la biblioteca. Cerró con cuidado el libro y llamó a Juan con una señal:
—Me acaban de comunicar que Su Beatitud el patriarca Miguel Cerulario viene hacia aquí. Recoge este libro y quédate al lado de la ventana. Si se te acerca o cruza junto a ti inclínate y clava una rodilla en el suelo y no te incorpores hasta que haya pasado. Si se detiene a tu lado permanece en esa postura inmóvil.
—Sí, mi señor —respondió Juan.
Unos instantes después entraba en la biblioteca Miguel Cerulario, patriarca ecuménico de Constantinopla. Demetrio se acercó y de rodillas ante él le cogió la mano derecha besando su dorso. Con una indicación, Demetrio ordenó a los lectores, que a esas horas eran escasos, que abandonaran la sala. Juan permaneció quieto como una columna junto a la ventana ante la que había estado sentado momentos antes su protector. A su espalda colgaba de la pared un lienzo de tela verde claro que los bibliotecarios bizantinos colocaban en todas las bibliotecas y en todos los talleres de copistas para descansar los ojos de vez en cuando fijando en el paño la mirada.
Cerulario era un hombre más bien bajo, algo rechoncho y de rasgos fríos. Su rostro no parecía precisamente agraciado y su cuerpo y sus miembros no guardaban la proporción casi perfecta de Demetrio. Pero había algo en aquel hombre que transmitía una sensación de fuerza interior incontenible. Pese a la superior altura de Demetrio, su halo de ascética santidad y la nobleza de su rostro, la figura del patriarca parecía de igual magnitud que la del jefe de la biblioteca. Juan los contemplaba como seres formidables, como dos figuras sagradas, intangibles y etéreas. Caminaron juntos unos pasos, atravesaron la sala de lectura ya vacía, y el patriarca pasó ante Juan, que se arrodilló raudo, para sentarse en el pupitre junto a la ventana, a la vez que invitaba a Demetrio a sentarse a su lado. Juan, apenas a tres pasos de ambos, seguía arrodillado con la cabeza hacia el suelo y los ojos fijos en el pavimento de mármol rojo veteado.
—Querido Demetrio —dijo el patriarca con voz pausada y honda a la vez que jugueteaba con un pequeño estuche que había sobre la mesa, junto a un tintero y una pluma—, hace unos meses León, arzobispo de Ocrida y metropolitano de los búlgaros, escribió por orden mía una carta a Juan, obispo de la ciudad italiana de Trani, en la que le reprochaba ciertas prácticas de la iglesia romana, especialmente la de celebrar misa con pan ácimo, la supresión del aleluya en la Cuaresma, comer carne de animales sin degollar y no celebrar el sábado. En la misiva le exhortábamos a abjurar del rito latino por malvado y sacrílego y aceptar el rito de la iglesia oriental, el verdaderamente canónico y el que se ciñe a los textos de las Sagradas Escrituras. Esa carta, que habíamos escrito en griego, fue remitida por el obispo al cardenal Humberto de Selva Cándida, personaje siniestro que cuenta con toda la confianza del pontífice, que la tradujo al latín, quizá tergiversando algunas de nuestras indicaciones, y la mostró al papa León IX. Éste me ha remitido una larga misiva y otra igual al arzobispo León en las que nos comunica los deseos de que la Iglesia permanezca unida, perfecta, inmaculada y firme, siguiendo el ejemplo de Cristo, bajo el gobierno de Roma. Pero se atreve a descalificar y a insultar gravemente a algunos de nuestros predecesores en la sede de Constantinopla: del patriarca Eusebio dice que fue un invasor y un hereje arriano, a Macedonio lo acusa de blasfemo contra la fe, a Juliano lo señala como removedor de la Iglesia y a Eudosio, Eunomio, Demófilo y Máximo los anatematiza por herejes. Sólo salva de la condena a aquellos que como Nectario se plegaron a la voluntad y a los deseos de Roma, a cuyo obispo otorga el primer lugar en la Iglesia.
»Pero lo peor de todo es el colofón amenazante e intolerable con el que se despide. Con la cita del Evangelio de san Mateo: «Si tu mano o tu pie te escandalizan, córtatelos y arrójalos lejos de ti; pues más te vale entrar en la vida manco o cojo, que con dos manos o dos pies ser precipitado al fuego eterno. Y si tu ojo te escandaliza, arráncatelo y arrójalo lejos de ti; mejor es entrar en la vida con un solo ojo, que tener los dos y ser arrojado a la gehena del fuego eterno», quiere amedrentarnos para así imponer su viciada voluntad. Roma está corrompida desde hace tiempo. El fundador de Constantinopla, el primer emperador cristiano, ya lo percibió y por eso decidió fundar una nueva Roma, una ciudad donde la fe verdadera en Cristo triunfara sobre la maldad. La ciudad del papa es corrupta; toda ella es un lupanar en el que la codicia por el dinero y el poder han inundado de una fétida podredumbre a la Iglesia. Y ahora quieren infestar con sus inmundicias a la iglesia de Oriente. Yo he hecho todo lo posible por evitar el enfrentamiento. Acabo de enviar una carta al papa León en la que me comprometo a poner su nombre en todos los dípticos y a citarlo en los oficios si él hace lo mismo con el del patriarca de Constantinopla. Le manifiesto que la armonía en el seno de la Iglesia debe basarse en la igualdad entre los cinco patriarcados: Roma, Alejandría, Antioquia, Jerusalén y Constantinopla, aunque dos de ellos estén ahora vacantes y en manos de los musulmanes.
»La cancillería romana está enviando cartas a todos los obispos del Imperio. Pedro, el patriarca de Antioquia, hombre inseguro y de poco fiar, ha recibido una misiva del papa en la que con la infantil excusa de ratificar el Credo fijado en el concilio de Nicea aboga por la unidad de la Iglesia frente a los peligros que la acechan. Para contrarrestar esas cartas sibilinas y tendenciosas, me he visto en la obligación de escribir a Pedro de Antioquia resaltando los errores de los latinos: el que introduzcan el término Filioque en el Credo, el que usen pan ácimo en la eucaristía, el que coman carne en la cuarta feria, el que no celebren el sábado, el que prohíban el matrimonio a los sacerdotes y el que se afeiten la barba. Verás que esto último es importante para las costumbres de las iglesias de Asia, que consideran las caras sin rasurar como un símbolo de santidad y de bonhomía. Pero también hay griegos interesados en que triunfe la voluntad de Roma. El duque de Italia, el malvado Argyros, hombre sagaz pero demoníaco, está vertiendo acusaciones falsas contra mí ante papa y el emperador. Con todo esto que ahora sabes, podrás entender la gravedad de la situación.
—¡Oh, mi señor! —exclamó Demetrio notablemente apesadumbrado—, algo de lo que me contáis había llegado a mis oídos por ciertos rumores que circulan por Palacio y por las propias manifestaciones de Vuestra Beatitud en público durante algunas ceremonias eclesiásticas. Os agradezco con todo mi corazón vuestra deferencia al ponerme en persona al corriente de la situación, que, en verdad, considero de una gravedad extrema. ¿Creéis —continuó Demetrio— que el emperador tomará partido por el papa? He oído comentar en algunos círculos que Su Majestad es proclive a aceptar la supremacía de la iglesia de Roma sobre la de Constantinopla.
—Sí, es probable —asintió Cerulario—. Constantino es un monarca débil y egoísta, más pendiente del lujo y de los placeres de la mesa y de la cama que de la religión y la política. Su única ambición es mantener su posición y seguir derrochando el tesoro imperial. Pero su propia debilidad de espíritu le hace muy vulnerable a los ataques y muy influenciable por alguien que sea más fuerte que él. Creo que no será complicado, si actuamos con habilidad y contundencia, lograr que se pliegue a los intereses del Imperio y se retracte de los acuerdos que pueda tener con Roma.
—Pero, ¿acaso pensáis que nuestro soberano se arriesgará a ser excomulgado por el papa? —preguntó Demetrio.
—Si eso comporta mantener su corona, sí. Y, conociendo el apego de Constantino a los privilegios que el trono le proporciona, no tengo la menor duda de que entre la excomunión y el cetro optará por el cetro —aseveró el patriarca con absoluta seguridad—. Por nuestra parte, hay que empezar a organizar activistas que se distribuyan por los barrios de la ciudad y difundan entre la población lo que pretende el papa. Cada sacerdote, cada monje, debe ser un defensor de la iglesia griega, de nuestra propia iglesia. Todavía son muchos los que apoyan a Roma, por eso me vi el año pasado en la obligación de clausurar todos los templos de culto latino que existían en la ciudad y en el patriarcado. No confío en algunos de los que me rodean y tú, Demetrio, eres uno de los que considero totalmente leales a la causa de la fe. Necesito tu ayuda para preparar la respuesta. Eres un intelectual brillante, conoces los textos sagrados y hablas varias lenguas. Espero que estés conmigo.
—Podéis contar con mi lealtad y con mi persona para lo que sea preciso —asintió Demetrio.
—Sabía que no me fallarías. Continúa con tu trabajo, la biblioteca no debe quedar en ningún caso desatendida —finalizó Miguel Cerulario para levantarse y cruzar la sala acompañado por Demetrio hasta el pasillo. Cuando el patriarca desapareció al final del corredor, Demetrio entró de nuevo en la biblioteca. Juan seguía arrodillado junto a la ventana, inmóvil como una estatua.
—Puedes levantarte, el patriarca se ha marchado —dijo Demetrio.
—Gracias, señor —contestó aliviado Juan mientras se incorporaba frotándose las rodillas y las piernas, doloridas por la incómoda postura que había soportado.
—Por cierto —señaló Demetrio en un tono enérgico y contundente—, no has oído nada, ¿entendido?
—No, señor, no he oído nada —respondió Juan un tanto ofuscado.
La Navidad se presentó entre días de sol y nieve. El aire del Bósforo circulaba por el complejo de edificios de la Sagrada Sabiduría, pero Juan no tenía otro horizonte que las copas de los árboles de los patios, las nubes circulando en el azul y las estanterías de la biblioteca. Aquella Navidad, como era costumbre, el patriarca se preparaba para salir de Palacio por unos días e instalarse en el convento de San Andrés, en la costa de Tracia, donde el aire y la humedad eran menos fríos. En el patio la actividad de los siervos era frenética. Alineados entre los cipreses y los tilos se contaban hasta diez carruajes cargados de distintos enseres de Cerulario y del cortejo de personas que lo acompañaban en su desplazamiento al monasterio. A la entrada del patio un escuadrón de la caballería imperial esperaba a la comitiva para escoltarla hasta Alejandrópolis. Otros años el viaje se hacía en un navío de la casa imperial que zarpaba del puerto de Bucoleón, pero en esta ocasión el clima era adverso y las condiciones del mar no propiciaban la navegación.
Juan, que observaba desde una ventana la salida del patriarca, sintió que una mano se posaba en su hombro: era la de Demetrio.
—Es un gran hombre —aseguró sin dejar de apoyar su mano en el hombro del niño y con la vista fija en el fondo del patio—. Este año ha cumplido diez al frente de la iglesia de Constantinopla y es muy amado por el pueblo, que lo quiere y lo respeta. Pertenece al linaje senatorial de los Cerulario, uno de los más nobles de la ciudad. En su juventud vivió los azarosos avatares de la política y apoyó con toda su energía a la familia de los Paflagonio. Su espíritu honesto y su sentido de la patria le impedían permanecer impasible ante los terribles acontecimientos que se sucedieron en la familia imperial. A la muerte de Basilio II, el matador de los búlgaros, el más grande de los emperadores desde Justiniano y Heraclio, le sucedió su hermano Constantino VIII, que sólo reinó tres años. A su fallecimiento, la casa real de los macedonios quedó sin heredero varón y la transmisión de la dignidad imperial recayó en sus tres hijas. La mayor, Eudocia, sufrió de niña la terrible enfermedad de la viruela; logró sobrevivir, pero su rostro quedó tan desfigurado que tuvo que recluirse. La segunda hija, Teodora, malgastó su juventud obligada por su padre al celibato, y se encerró en un convento. La esperanza de la continuidad de dinastía se depositó en la menor de las hermanas, Zoe. Antes de morir, Constantino VIII obligó al hypatos de Constantinopla, Romano Argyropolus, a divorciarse de su mujer, con la que vivía felizmente casado, y contraer matrimonio con Zoe. A los tres días de la boda murió el emperador y Romano se convirtió en el tercer basileus con ese nombre.