—¡El barco se mueve! —exclamó Juan.
—¿Adónde vamos? —preguntó Vladislav.
—No lo sé. Mis padres me contaron que ciertos mercaderes sin escrúpulos compran a los bandidos niños robados y los llevan hacia el sur para que sirvan como esclavos. Algunos son conducidos a Constantinopla, la mayor ciudad del mundo, donde vive el emperador en un palacio de oro. He oído a mercaderes griegos relatar cómo es esa ciudad y todos contaban maravillas.
—¿Sabes griego? —volvió a interrogar Vladislav.
—Un poco —asentó Juan con orgullo—. Mi madre me ha enseñado a leer y a escribir nuestra lengua y también muchas palabras griegas. Comerciantes bizantinos vienen a menudo a nuestro mercado, sobre todo desde que nuestro príncipe ha copiado las modas del Imperio. Mi madre actúa a veces de intérprete y yo voy siempre con ella y con mi hermana. Allí he oído contar muchas cosas y he aprendido la lengua del Imperio.
Vladislav prorrumpió a llorar de repente. Juan se dio cuenta de que había hablado de su madre y de su hermana con alegría, regocijándose en el recuerdo.
—Perdóname —prosiguió Juan—. No he querido herirte. Sé que tus padres han muerto, pero ahora estamos en las mismas condiciones. Ninguno de los dos tiene a nadie, bueno nos tenemos el uno al otro.
Vladislav se apretó contra su amigo y ambos se abrazaron llorando pero consolados. Hablaron y hablaron sin cesar. Repasaron una y otra vez sus cortas vidas, sus juegos, sus gustos, sus anhelos y sus sueños y entre ambos se fue forjando un afecto profundo y sincero. Compartían la escasa y desagradable comida que de vez en cuando un marinero les bajaba a la bodega y aprendieron el verdadero sentido de la amistad.
La galera viró al sur y atravesó una amplia bahía hasta llegar a las proximidades de la península de Crimea; entraban en aguas bizantinas. Bordeó la costa que se alzaba multicolor. La travesía había durado dos largas jornadas; al atardecer del segundo día arribó a puerto.
La trampilla se abrió y tres fornidos marineros descendieron a la bodega indicando con ademanes violentos a los niños que se levantaran. De nuevo fueron atados por las muñecas y sacados a cubierta, donde los agruparon en la amura junto a la borda.
Frente a la galera se extendía una ciudad entre las colinas y el mar, con escarpadas montañas al fondo, en torno a un enorme puerto en una bahía en forma de media luna. En varios muelles estaban amarradas decenas de galeras, barcazas y grandes naves con palos tan altos como troncos de gigantescos árboles clavados en el centro. Algunas desplegaban enormes telas pintadas a franjas de colores. Una formidable fortaleza de piedra coronaba la ciudad y desde ella descendían hasta el puerto dos líneas de murallas coronadas de almenas. Fuera de los muros, los viñedos se arracimaban en las laderas soleadas. Las hojas carmesíes se mantenían colgadas de los sarmientos, pero las ricas uvas ambarinas y rubíes ya habían sido vendimiadas. Grupos de campesinos inclinaban las puntas de los sarmientos hacia el suelo y las cubrían con tierra y heno para defender los tiernos brotes de los rigores del próximo invierno. Algo más lejos se extendían los campos de olivos y en las veredas verdecían huertecillos de melocotoneros y granados. Más allá de los viñedos y los olivares había florestas de alerces, álamos, boneteros y madroños, esmaltadas de relucientes magnolias. En las laderas más escarpadas los pinos se amontonaban escalando hasta las cumbres de las colinas. El aire era limpio y fresco y un intenso aroma a laurel, jara y jazmín lo impregnaba todo.
En el puerto, carromatos llenos de sacos, barriles y cajas iban y venían hasta los grandes barcos atracados en los muelles. Una multitud de gente entraba y salía de las tiendas y de las tabernas y bullía en un organizado caos por todas las calles, que confluían en la amplia explanada que constituía la zona principal del puerto. En un muelle apartado estaban fondeados ocho grandes dromones, dotados de dos palos con velas cuadradas y dos filas de remeros. En los mástiles más altos ondeaba la oriflama imperial de Bizancio. Seis de ellos, llamados sifonóforos, portaban en el castillo de popa un gran tubo de metal por el que escupían el fuego griego, el arma secreta que los hacía invencibles. Estaban custodiados por un destacamento de soldados guarnecidos con cotas de malla, cascos y lanzas.
—¿Esto es Constantinopla? —preguntó Vladislav.
—Creo que no —respondió Juan—. Mi padre fue una vez hasta sus puertas y la travesía del mar duró varios días. Además, no se ven palacios de oro ni cúpulas doradas.
Acababan de atracar en Querson, la capital bizantina de la provincia de Crimea, el puerto más septentrional de Bizancio. Era el principal centro de mercado entre las tierras eslavas y los griegos. En Querson se recibían y distribuían todas las mercancías que desde los grandes ríos rusos se enviaban luego a Constantinopla. Aquella ciudad bizantina era una fortaleza muy bien protegida, puesto que en sus almacenes se amontonaban valiosos productos en espera de ser remitidos hacia Kiev, hacia Constantinopla o hacia el legendario reino eslavo de Tmutarakán.
De la bodega tan sólo salieron ocho niños. El noveno, una jovencita de larga melena, ojos acuosos y piel traslúcida, algo mayor que Juan, no se había incorporado cuando los marineros bajaron a buscarlos. Todavía estaban esperando en cubierta cuando dos hombres sacaron su cadáver envuelto en una mugrienta manta de áspera lana marrón. Un cuervo marino graznaba en lo alto del mástil y una bandada de pelícanos planeaba entre los navíos.
Los ocho supervivientes fueron bajados de la galera y conducidos por el puerto, entre copiosas cajas de arenques recién salados, listas para cargar en los barcos. En los muelles de Querson bullían eslavos de tez clara, altos y rubios, vestidos con largas casacas de cuero de vaca, magiares del Danubio de ojos pequeños y centelleantes, pelo negro brillante y anchos mostachos, con sus zamarras de piel de cordero y sus pantalones de cuero gris. Un grupo de pechenegos, a los que reconocieron por sus gorros afilados de fieltro burdo, alborotaban en la puerta de una cantina profiriendo sonoras carcajadas entre trago y trago de aguardiente de centeno. Turcos con gorros de lana guarnecida con piel y embutidos en sus ajustados trajes de cuero negro consumían vasos de humeante té. Cázaros de ojos rasgados y aspecto feroz, vestidos con chaquetas de tiras de piel y calzas hasta los muslos, con pequeños bonetes de lana encasquetados en sus coronillas, cepillaban sus caballos junto a los establos. Dos judíos tocados con amplios sombreros de anchas alas y envueltos en largos vestidos de lana negra conducían una carreta colmada de cajas con vasijas de cerámica y sacos de especias, sorteando a la heterogénea multitud.
Entre aquella abigarrada amalgama de gentes, carruajes y mercancías, los ocho niños esclavos fueron conducidos atados en hilera bajo la custodia de cuatro marineros y tres soldados hasta el muelle junto al que fondeaban los enormes dromones de guerra bizantinos. El capitán de la galera que los había llevado del estuario del Dniéper a Querson conversaba en la cubierta de un panzudo navío de carga de dos mástiles, llamado El Viento del Ponto, con un hombre de aspecto noble; tenía el pelo rubio y rizado, bien cortado, y cubría sus hombros con un capote de lana roja ribeteada con franjas amarillas.
Todos los esclavos fueron obligados a subir mientras el capitán de la galera descendía sonriente con un saquillo de monedas colgado de su cinturón. Vladislav observó en su rostro la misma codicia que había visto en los ojos de su padrastro poco antes de ser ensartado por las flechas de los pechenegos.
Aquel barco era mucho mayor que la frágil galera en la que habían viajado los dos días anteriores. Fueron instalados en la bodega con diez esclavos más, todos ellos muy jóvenes, algunos tan pequeños que apenas sabían hablar. Junto a ellos se amontonaban fardos de pieles de armiño, de castor, de marta, de zorro, de oso y de lobo. En cubierta se apilaban decenas de troncos de hayas recién cortadas en los bosques del interior de Crimea y lingotes de acero de las afamadas fundiciones de Querson. El trato de los marineros fue algo mejor y la comida más abundante. Les dieron un puñado de pequeños frutos negros con hueso, una escudilla de madera con un caldo grasiento pero templado, un buen pedazo de queso seco, una rebanada de pan y una jícara de leche agria. Era la primera vez que comían algo caliente en muchos días. El estómago de Vladislav lo agradeció entonando unos sonoros ruidos que hicieron sonreír a todos. Su herida en forma de punta de flecha ya no sangraba; un marinero le había aplicado un empaste de algas para cortar la supuración y evitar una infección peligrosa.
El navío mercante, acompañado por otros seis más de carga y escoltados por cuatro grandes dromones ignívomos capitaneados por el conde del ploimon, la pequeña flotilla de guerra, y tres kentarcas, se hizo a la mar al día siguiente, una vez que recibió la autorización del arconte de la provincia del Quersoneso. Era el último convoy que ese año partía hacia Constantinopla. En apenas dos o tres semanas el invierno se echaría encima y la navegación por la costa norte del mar Negro se haría impracticable. Cuando abandonaron la bahía, la ciudad de Querson se ocultó tras las colinas. La nave viró a la izquierda y las tierras de Crimea desaparecieron para encontrarse tan sólo con la infinidad del mar.
Al segundo día permitieron salir a los esclavos a cubierta en grupos de a cuatro. El viento del suroeste retrasaba la marcha de las naves, pero era un alivio para los rostros de los niños. Los delfines y las focas que nadaban junto a los barcos constituían una diversión inesperada. Un marinero les alcanzó una jarra de agua en griego, a lo que Juan respondió dándole las gracias en el mismo idioma. El marinero, sorprendido, sujetó al niño por los hombros y zarandeándole le inquirió:
—¡Sabes hablar en griego! ¿Quién eres?
—Soy Juan, hijo de Boris y de Olga, del linaje de Tir de la tribu de los polianos —contestó con altivez.
—Vaya, vaya. Esto tiene que saberlo el capitán, le agradará —y dirigiéndose a uno de los marineros que guardaban a los chiquillos cuando subían a cubierta le gritó—: Vigila bien a éste, voy a avisar al capitán.
Momentos después regresaba acompañado del hombre del capote rojo y cabello rizado.
—Me dice el marinero Jorge que eres eslavo y que hablas griego, ¿es cierto?
—Sí, señor —respondió raudo Juan en un griego atropellado pero seguro—, mi madre me enseñó y he oído hablar esta lengua muchas veces en el mercado de Bogusiav, mi aldea a orillas del Dniéper. También sé leer y escribir.
—Esa es una buena noticia —asentó el capitán dibujando una amplia sonrisa en sus gruesos labios curtidos por el aire y el sol marinos—, pagarán más por ti. Y también es una buena noticia para ti. Quizá no te destinen a trabajar en las minas de hierro de Satala y puedas que darte en Constantinopla.
Una vez abajo en la bodega, Juan le contó a Vladislav la conversación con el capitán.
—No me gustaría que nos separaran —dijo Juan—. Somos amigos y debemos permanecer juntos.
—¿Es que van a hacerlo? —preguntó Vladislav con recelo.
—No —aseveró tajante Juan—. No te preocupes, nadie nos separará.
Juan sabía que no podía hacer nada si los bizantinos decidían lo contrario, pero se sintió obligado a calmar a su amigo. Era mejor así; si les quedaban muy pocos días juntos, era preferible disfrutar de su compañía sin pensar en qué ocurriría después. La ternura de Vladislav lo conmovía. Lo veía tan indefenso, tan falto de afecto, que se sentía obligado a cuidarlo y a quererlo.
Aquella noche pensó mucho en sus padres. Se preguntaba qué habrían hecho al descubrir su desaparición. Tal vez creyeran que había caído al río y se había ahogado en la corriente. Imaginaba a su madre llorando desconsolada en los brazos de su padre, a su hermana pequeña sollozando y preguntando dónde estaba Juan, a sus dos hermanos mayores abandonando la fiesta de bodas y buscándolo desesperadamente por las orillas. Por su descuido, un día que había comenzado rebosante de felicidad y de alegría se había convertido en una tragedia para su familia. Lamentó no haber obedecido los consejos de su madre. Sus palabras, «No te alejes nunca de la aldea, Juan, nunca. Fuera de aquí el bosque está lleno de peligros», resonaban en sus oídos una y otra vez, golpeándole con fuerza el interior de las sienes. «No voy a ver nunca más a mis padres», se repetía con insistencia mientras su interior se atormentaba. En un instante no pudo más y rompió a llorar en silencio con los puños apretados contra su pecho y la boca abierta como queriendo lanzar sordos alaridos de desconsuelo. Tragó saliva, que le supo amarga, y cayó rendido al lado de Vladislav. «Al menos me queda él», pensó a la vez que retiraba un mechón dorado que caía travieso sobre la frente del amigo, al lado de la herida en forma de punta de flecha que ya se había cerrado.
Navegaron por mar abierto, sin acercarse a la costa, y a los ocho días avistaron tierra. Entre dos elevaciones cubiertas de pinos se abría una brecha de apenas varios centenares de pasos de anchura por la que el mar Negro se vertía en el mar de Mármara y luego en el Mediterráneo. En la embocadura del estrecho del Bósforo las plácidas y remansadas aguas del mar Negro se tornaban rápidas y peligrosas. Una corriente superficial, tan intensa como la de algunos ríos, atravesaba el estrecho, por lo que hacía falta un buen conocimiento de la navegación y mucha experiencia para poder entrar sin riesgo. El comandante del convoy, que viajaba en el primero de los dromones, comunicó mediante señales luminosas al resto de la flotilla cómo debía realizarse la aproximación a la boca del estrecho. La maniobra era siempre delicada, y aunque los capitanes de las once naves habían atravesado muchas veces estas aguas, no siempre las condiciones eran las mismas. Un simple cambio en la velocidad o en la dirección del viento podía arrastrar de súbito a una embarcación hacia la orilla y vararla en una playa o estrellarla contra algún risco.
Brillaban como agujas de plata las estrellas en el cielo, pero en el horizonte resplandecía ya un aura que anunciaba la inmediata claridad de la mañana. El viento soplaba suave pero constante del suroeste y la corriente no era demasiado fuerte. El comandante ordenó colocar todas las naves a barlovento, con los mascarones de proa y los botalones enfilados hacia el sur. Esperó a que la luz del día permitiera vislumbrar la situación exacta de toda la flota y mandó arriar las velas de los dos mástiles. Dio orden al protocarabos, el piloto jefe de la nave capitana, de virar veinte grados a babor. La fila de remeros de estribor clavó con fuerza sus remos en el agua mientras los de babor los mantenían firmes sobre la superficie. El gigantesco dromón de ciento cincuenta pies de longitud giró lentamente hacia la izquierda y cuando alcanzó la dirección deseada las dos filas de remeros bogaron con fuerza al unísono hacia la embocadura del estrecho. Al llegar a la altura de la entrada, la corriente de agua aceleró bruscamente la marcha de la nave y los remeros alzaron los remos mientras prorrumpían en vítores al comandante.