El salón dorado (2 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El salón dorado
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Una trampilla de tablas daba acceso a una pequeña bodega excavada en el suelo con las paredes forradas de madera, en la que solían pasar parte del invierno. En una alacena de la bodega se guardaban recipientes y sacos con alimentos, vasijas de arcilla repletas de cera, manteca y grasa, cajas con arenques ahumados y salados, tres docenas de quesos, seis odres de piel de oveja llenos de cerveza e hidromiel y algunas botellas de vino griego que este buen año habían podido adquirir en el mercado.

En la parte posterior de la vivienda, que se apoyaba en la empalizada, un pequeño establo cubierto acogía a dos bueyes y tres vacas, diez ovejas, varias gallinas y cuatro cerdos. Los bueyes servían como animales de tiro para el pesado arado de madera con punta de hierro con el que el padre labraba sus campos. Entre el establo y la vivienda un altillo estrecho y alargado, al que sólo podía accederse mediante una escalera de mano para evitar el saqueo de los roedores, hacía las veces de granero. Allá se guardaban los sacos de cereales y de harina, las manzanas secas, las ciruelas pasas, las ristras de ajos y cebollas y las legumbres. Bajo el granero se ubicaba el pequeño horno en el que se cocía el pan y se secaban los frutos y una amplia leñera. La cosecha de aquel verano había sido buena y habían podido terminar la construcción del granero en la parte posterior.

Hacía ya tiempo que las tierras al sur de Kiev habían sido saqueadas por las incursiones de tribus asiáticas. Avaros, búlgaros, jázaros y magiares esquilmaron durante años las antiguas aldeas de los rus, muchas de las cuales se abandonaron. Las tribus eslavas de la cuenca del Dniéper se hallaban disgregadas en varios estados, pero el príncipe Yaroslav estaba empeñado en lograr la unión. Ordenó traducir textos jurídicos bizantinos del idioma griego al slav y dictó en el año 6557 desde la creación del mundo el primer código jurídico de los eslavos. Yaroslav embelleció la ciudad de Kiev, a la que quiso convertir en la segunda Constantinopla. Fundó la catedral de Santa Sofía, con el mismo nombre que la de la capital del Imperio, y mandó traer artistas bizantinos para que decoraran la catedral, las iglesias y los monasterios de su ciudad a semejanza de los de Constantinopla.

La aldea de Bogusiav estaba habitada mayoritariamente por miembros de la tribu eslava de los polianos. Había sido fundada hacía ya tres veces siete inviernos por el propio Yaroslav, que, tras vencer a los pechenegos, había entregado estas tierras a grupos de colonos para que las cultivasen.

Los pechenegos, cuyo rey Kegen había sido bautizado en Roma, se habían aliado tras la derrota con Constantinopla. El general bizantino Jorge Maniakes se rebeló contra el emperador Constantino IX y pidió ayuda al príncipe de Kiev para derrocarlo. Yaroslav preparó un ejército que, al mando de su hijo Vladimir, se dirigió contra Bizancio, llamando a formar parte de la expedición a aquellos a quienes había entregado tierras. El padre de Juan, por su condición de smerdy, formó parte de este ejército, que sufrió una gran derrota a manos de los griegos en una batalla en el mar en la que los bizantinos usaron una vez más su mortífera arma secreta que causó el pánico entre los rusos. Desde los barcos imperiales unos artilugios monstruosos dispararon bolas de fuego contra las naves de Kiev, que indefensas ante este ataque se incendiaron y desaparecieron bajo las aguas. Una tempestad acabó con lo que quedaba de la flota. Algunos lograron alcanzar la costa y desde allí tan sólo una cuarta parte del ejército pudo regresar a la patria.

Pero hacía dos años las cosas habían cambiado. Kegen fue asesinado durante una visita a Constantinopla y los caudillos de los clanes pechenegos entendieron que se trataba de un crimen ordenado por el propio emperador. Consideraron que esa traición debía vengarse y rompieron su alianza con Bizancio, enfrentándose en una batalla en las orillas del Danubio en la que el Imperio salió derrotado. Yaroslav atisbó entonces la posibilidad de obtener provecho de la situación y envió una embajada a Constantinopla, intentando atraerse la amistad del debilitado emperador. La legación regresó muy pronto. Con ella venía una hija del soberano de Bizancio para contraer matrimonio con Vsevolod, uno de los hijos del príncipe de Kiev. El pacto se sellaba así, como era costumbre, a través de la sangre.

La alianza con Bizancio había permitido mantener abiertas las rutas comerciales que a través del río Dniéper enlazaban con Constantinopla, por lo que la aldea de Bogusiav era cada vez más próspera. Desde los dos últimos veranos, el número de mercaderes que acudían al mercado semanal se había incrementado de manera considerable y el consejo de ancianos había tenido que ampliar la zona de comercio desbrozando unos juncales aguas arriba del embarcadero. Al lado del nuevo mercado se estaba construyendo un podol con varias casas de madera, un taller de forja, una carpintería, dos almacenes, un albergue con cantina para los mercaderes y una pequeña iglesia de paredes enlucidas con cal y pintadas de blanco, celeste y amarillo.

Nuevos campos se ganaban al tupido bosque que se extendía por todas partes alrededor de las tierras de cultivo. El río había sido la única vía de contacto con otras aldeas, pero hacía tan sólo unos meses se había logrado acabar un camino que salía de la aldea hacia al norte y enlazaba con una de las vías que conducían a las mismas puertas de la ciudad de Kiev. Toda la comunidad estaba orgullosa de su floreciente aldea. El comercio era próspero y aumentaba día a día. Las cosechas de los últimos años habían sido espléndidas. Hacía al menos diez veranos que las plagas de langosta no habían asolado los campos. El consejo de ancianos llevaba varias semanas debatiendo nuevas ordenanzas para regular la llegada de inmigrantes procedentes del norte y del este. La costumbre obligaba a la asamblea a tomar decisiones por unanimidad y en la mir todavía no se había alcanzado acuerdo. Drevlianos de los bosques del oeste, dregoviches de la cuenca del río Duina y mercaderes criviches de la fortaleza de Smolensko se habían establecido en el barrio exterior de la empalizada, e incluso uluces y tiverces del bajo Dniéper habían pedido permiso para instalarse en un segundo podol aguas abajo del embarcadero, junto al molino de trigo que se estaba construyendo en la orilla del río.

Los administradores de las propiedades de los grandes boyardos, que vivían en sus casonas de Kiev y nunca iban a la aldea, no veían con agrado que se acogiera a nuevos pobladores. Las tierras de los terratenientes crecían sin cesar y muchos campesinos libres se veían obligados a ponerse bajo la protección de alguno de estos señores, sobre todo en los años de malas cosechas. Cuando se fundó la aldea todos los colonos eran hombres libres, pero desde que los boyardos recibieron haciendas del príncipe, el número de siervos crecía año a año. Los clérigos, que ejercían una gran influencia en las decisiones de la asamblea, también se mostraban reticentes a aceptar a individuos de algunas tribus, sobre todo a los radimiches y a los severianos, entre los que seguían fuertemente arraigadas las creencias en los dioses paganos.

En la última asamblea se había discutido con vehemencia sobre religión. Los clérigos no admitían el mínimo signo de politeísmo y habían acusado a algunos de los nuevos pobladores de realizar prácticas paganas. Un colono redimiche recién llegado de la región del río Soz había sido visto por varios vecinos adorando a Perum, el antiguo dios del cielo, al que había dedicado una robusta encina en una zona alejada del poblado, a cuyo pie había depositado diversas ofrendas. La encina se erguía en el borde del bosque, en la ladera de una pequeña elevación en cuya cima surgían restos arruinados de una antiquísima construcción de piedra que los clérigos identificaban con un antiguo templo pagano. Los terrenos alrededor de la colina estaban roturados, pero allí los cultivos no habían arraigado nunca; los aldeanos los consideraban malditos y evitaban pisarlos. Se decía que durante las tormentas el campesino redimiche invocaba al dios del cielo, rogando su protección. En una inspección realizada en la casa que este colono estaba construyendo en el podol se había encontrado, escondido bajo el tejado de ramas secas y barro, un ídolo de cuatro cabezas barbudas tallado en una rama de sauce que representaba al dios Perum y que según las viejas supercherías protegía la casa contra los rayos.

Un labrador severiano había asegurado en el mercado delante de varios testigos que ese año la cosecha iba a ser buena porque había sembrado unos ajos en honor de Mokos, la diosa de la fecundidad, y habían brotado en luna llena, lo que era una señal inequívoca de fertilidad. Ciertos colonos seguían ofreciendo culto a los espíritus de la naturaleza: unos mantenían que el bosque era sagrado y se oponían a la tala de árboles para ganar nuevas tierras de cultivo, otros consultaban a individuos a los que consideraban magos y pedían ungüentos y amuletos contra las enfermedades o para propiciar una buena cosecha. Para los clérigos, estos casos eran muy peligrosos y de ninguna manera podían permitir que el podol del río se poblara de paganos que trajeran de nuevo a los falsos dioses que entre los polianos hacía ya tres generaciones que habían sido erradicados por el príncipe Vladimir.

Las reticencias de los administradores de los boyardos y el ardor de los sacerdotes no era compartido por el resto de los miembros de la asamblea. Es cierto que estaban bautizados, creían en el dios Jesús y habían renunciado a los dioses antiguos, pero entre ellos todavía persistían algunas viejas creencias. La mayoría portaba sobre sus pechos amuletos de cobre en forma de figuras esquemáticas que habían heredado de sus padres. Esos fetiches eran un símbolo de la familia, el nexo de unión con los antepasados, aunque representaran a los dioses ahora olvidados. Svarog, el dios del sol, Dazbog, dios de la agricultura, Volos, protector de los ganados, Stribog, dios del viento, o el misterioso Div seguían presentes en la vida de la aldea. Quizá ya no eran los dioses poderosos y sagrados de los abuelos y tan sólo se les consideraba como genios de los bosques y de las aguas, pero no había que molestarles porque podían enviar un rayo sobre las casas, matar a los ganados con una epidemia o agostar los campos con una prolongada sequía o una plaga de langosta. Todavía eran muchos los que lucían en sus orejas los pendientes en forma de media luna creciente, emblema de la vieja religión. Pese a todo, la afluencia de nuevos colonos era beneficiosa para la aldea porque suponía nuevos brazos para la defensa y además las tierras por roturar eran ingentes.

Olga había aprendido a leer y a escribir en Kiev debido al oficio de notario de su padre y había enseñado a sus hijos el arte de la escritura. También tenía conocimientos de griego, que había estudiado con su padre, traductor de obras griegas al eslavo, y practicado con los mercaderes bizantinos que acudían a la oficina para firmar los contratos de compra y venta. Al principio Boris aceptó a regañadientes que Olga enseñara a los niños, pero pronto se convenció de que la escritura no causaba ningún mal, e incluso podría servir para que alguno de sus hijos ejerciera el lucrativo oficio de notario más adelante. Eran cuatro hermanos y la tierra que ahora poseían no daría para tantas familias, por lo que alguno debería dedicarse a otra ocupación o a roturar nuevas tierras en los límites del boscaje. Por ello, asistía con agrado a las lecciones que Olga impartía a sus hijos.

Escribían en cortezas de abedules jóvenes. Con un cuchillo afilado se realizaban cuatro cortes del tamaño deseado y se incidía con profundidad en la corteza, con cuidado de no estropearla. Lentamente se introducía entre la piel y el tronco una espátula con la que se iba separando del árbol hasta sacar la pieza entera. Después se extendía el recorte entre dos pedazos de tela sobre una piedra plana y se colocaba otra encima para evitar que se curvara. A los pocos días, la corteza, seca y lisa, estaba preparada para servir por su cara interna como soporte de escritura. Una sencilla caña cortada a bisel y hendida en su centro o una pluma de ave afilada en su punta servían de instrumento de escritura. La tinta se fabricaba con una mezcla de jugo de moras silvestres, vegetal y resina. A veces se utilizaba la corteza de abedul tierna, sin secar, escribiendo sobre la cara interna de la piel con un palito de punta afilada, dibujando las letras mediante pequeñas incisiones. Cuando se secaba, los trazos quedaban impresos formando parte de la misma corteza, con lo que podían conservarse permanentemente, si bien esa no podía volver a usarse en otra ocasión. Con este sistema se escribían los documentos de propiedad y las cartas: así estaba escrito el certificado de las tierras de Boris.

De los cuatro hermanos era Juan, el menor de los tres varones, quien mostraba una mejor disposición para las letras. Olga había puesto el mismo esmero en la educación de los cuatro niños, pero la naturaleza había dotado a Juan de una mente más ágil y de una mayor habilidad; su madre se apercibió en seguida y no sólo le enseñó la escritura del eslavo, sino que lo instruyó en el conocimiento del idioma de los griegos.

Los largos y gélidos inviernos obligaban a los habitantes de la derevnja a permanecer mucho tiempo dentro de las casas. En las largas y oscuras veladas la familia se reunía en torno al fuego del hogar. Boris hablaba de sus campañas militares y Olga relataba cuentos infantiles o poemas en los que se narraban las hazañas heroicas de la tribu. En ocasiones era difícil seguir los poemas que recitaba Olga. En la aldea, con los demás niños, hablaban el lenguaje común, el slav, en el cual se entendían con todos, incluso con los miembros de las tribus más lejanas, pero Olga empleaba un lenguaje muy rico y variado: algunas vocales sonaban de manera distinta, unas sílabas eran mucho más cerradas que otras y los acentos y entonaciones formaban juegos muy complicados para dar musicalidad y ritmo a los poemas. La misma palabra podía tener hasta siete significados distintos, según cómo se empleara, y abundaban los adjetivos para calificar las sensaciones. Aquellas narraciones y la recitación de los poemas despertaron en Juan una avidez por conocer la sustancia de las cosas y enriquecieron su mente y su espíritu.

2

Aquella mañana había amanecido fría pero luminosa. Parecía un buen presagio, pues no abundaban los días soleados; más de la mitad de los días del año llovía o nevaba y tan sólo uno de cada seis brillaba el sol. Eran los últimos días de octubre, cuando el astro de la vida tarda en aparecer en el horizonte del alba y se esconde pronto en el del ocaso. El agua de los charcos y de las fuentes se había cristalizado la noche anterior por primera vez y ese era el aviso esperado de que los días blancos y grises tomaban el relevo a los azules y amarillos.

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