Hoy iba a ser un día de fiesta. El hermano mayor de Juan se casaba con la hija de un maestro carpintero del podol de San Vladimir. Su padre había tenido que pagar quince medidas de trigo, diez saquillos de ciruelas pasas, dos barriles de manteca de cerdo, seis lienzos de paño fino, diez monedas de plata y cuatro copas de vidrio del Rin por la novia. Los antepasados solían raptar a la novia en una ceremonia cargada de ritual bárbaro, pero desde que el cristianismo había bañado las tierras de Kiev el rapto se sustituía por la dote.
En casa todo estaba preparado para la boda que se iba a celebrar a mediodía en la iglesia de Santa Irene, que la tarde anterior varias mujeres habían adornado con guirnaldas de flores y hojas y ramas de castaño. La madre de Juan había sacado del armario su mejor camisa, una blanca festoneada en el pecho y los puños con orlas carmesíes y amarillas, y había preparado el amplio pañuelo seda roja bordado con flores amarillas y blancas, que Boris había comprado en la ciudad de Querson, poco antes de casarse, a unos mercaderes armenios, para colocarlo sobre su cabeza durante la misa. Una amplia falda de tiras verticales en vivos colores bermellones y verdes cubría el todavía esbelto talle de Olga. Había cepillado cuidadosamente la magnífica capa de marta cebellina que Boris le había regalado como presente en la petición de matrimonio y que causaría admiración entre los asistentes a la ceremonia.
Boris tenía preparado su gran abrigo de piel de oso, pese a que no hacía todavía demasiado frío, sobre una chaqueta de piel de vaca y una camisa azul; en su cintura ceñía la espada franca con la que había combatido en los años pasados al servicio de Yaroslav. Sobre su pecho brillaba el blasón de la casa de Tir, un oso gris rampante sobre fondo azul. Juan y sus hermanos se habían vestido con sus mejores ropas, que su madre había apañado con esmero en los días anteriores.
El novio vestía unos pantalones nuevos de lana negra, una camisa confeccionada con un paño de algodón egipcio adquirido en el mercado, un caftán de tela con botones dorados y un gorro de brocado de seda festoneado con piel de marta. Un cinturón de cuero con una brillante hebilla de bronce rodeaba su cintura y sobre su pecho, colgando de una cadena de plata, lucía un amuleto tallado en un diente de morsa.
En casa la actividad era frenética desde primeras horas de la mañana. El novio había ido temprano a la istuba para darse un buen baño de vapor y tener así el cuerpo limpio y relajado. Varias vecinas habían ayudado a Olga y a su hija a preparar el banquete de bodas y a colocar los manjares sobre mesas en el cercado exterior de la casa. Se acercaba la hora de la ceremonia y todavía quedaban algunos detalles por ultimar.
—Vamos, mujer, rápido, hay que llegar a la iglesia antes que la novia —gritó Boris impaciente desde el umbral de la puerta.
—Ya voy, ya voy —contestó Olga—. Estoy sacando las tortas de la bodega para dejar todo preparado.
—¡Padre! —exclamó el novio visiblemente nervioso, que se había acercado a la puerta de la empalizada para contemplar la llegada del cortejo—, ya suben por la cuesta desde el podol. Están cerca del molino de viento.
—Vamos, vamos —insistió Boris mientras empujaba a toda la familia fuera de casa.
Se dirigieron a la iglesia atravesando la calle principal. La tarde anterior había llovido un poco y había algo de barro que se amortiguaba con los haces de juncos y paja que se habían desparramado por el suelo helado esa misma mañana. Al llegar ante la iglesia el sacerdote los esperaba acompañado por dos diáconos y un grupo de chiquillos que se arremolinaban junto a la escalinata de troncos que conducía a la puerta del templo. Sobre el pórtico repicaba cantarina una campana, la misma que con tonos monocordes y espaciados servía para convocar a asamblea en la plaza situada enfrente o, con acelerados volteos, anunciaba un peligro inminente para la aldea. El padre de Juan se dirigió al sacerdote besándole la mano y colocándosela después en la frente.
Enseguida apareció al fondo de la calle la familia de la novia, encabezada por el padre y el abuelo, a las riendas de un gran percherón que tiraba cansinamente de un carromato descubierto adornado con ramas de sauce y nenúfares. Sobre el carro, en dos pequeños bancos, iban sentadas la novia, su madre y otras mujeres de la familia. Inmediatamente detrás desfilaba un nutrido grupo de parientes, amigos y vecinos acompañados por tres músicos que tocaban una flauta, un tambor y un rabel.
Cuando se detuvieron ante la escalinata, el novio se apresuró a ayudar a descender a la novia mientras admiraba su belleza. Era una muchacha muy joven, de piel blanca y limpia como la escarcha, labios finos pero atrayentes y grandes ojos azules. Su pelo rubio había sido recién cortado por las matronas de la aldea y lo cubría con un velo de tela celeste con finas franjas negras en los bordes. Un amplio vestido blanco con bordados en azul y negro cubría todo su cuerpo ceñido por un cinturón de finas tiras de cuero trenzadas en forma de espina de pez. De los lóbulos de sus orejas colgaban dos hermosos pendientes de oro con tres bolitas unidas por un semicírculo. Sobre su pecho brillaba un crucifijo de plata en el cual se había grabado una tosca figura de Jesucristo, muy esquematizada, con abultados ojos redondos, amplia boca y barba. En su mano derecha destacaba una gema de ámbar amarillo engastada en un anillo de plata, el regalo del novio en la petición de matrimonio. Los padres de los contrayentes se saludaron con amable cortesía y la comitiva entró en el templo.
Juan asistía a la ceremonia un tanto absorto. Le habían dicho que desde ahora su hermano mayor iba a tener su propia casa, lo que por una parte lo alegraba porque tendría más sitio en la tarima, pero también sentía que con la marcha de su hermano perdía a su mejor compañero. Le entristecía recordar que había oído decir a su madre que los nuevos esposos querían ir a vivir a Kiev, donde un tío de la novia había instalado un taller de carpintería en el que su hermano, a quien no atraía la vida campesina, podía trabajar como aprendiz. Boris no veía con buenos ojos que el hijo de un hijo de un boyardo, y además el primogénito, quisiera dedicarse a un oficio artesanal, pero Olga lo había convencido de la necesidad de dejar al chico que decidiera por sí mismo su futuro. El propio Boris lo había hecho cuando optó por abandonar la vida de la nobleza, siempre en la guerra, y asentarse como campesino libre. Olga le había hecho ver que si el hijo de un boyardo se había convertido en labrador, el nieto de ese mismo boyardo bien podía ser un artesano. Boris, como de costumbre, se dejó convencer ante los argumentos de su mujer, cuya inteligencia y claridad de ideas siempre había admirado.
La música comenzó a sonar con fuerza y Juan volvió de sus pensamientos. El orondo sacerdote hablaba a los novios ante un grueso cirio de cera y una jarra de plata llena de agua. Les decía que su matrimonio debería ser desde entonces tan puro como el agua limpia y vivificante de la jarra y tan purificador como la llama del cirio. La novia se inclinó ante el novio y lo descalzó en señal de sumisión al marido. El sacerdote bendijo la unión y les ungió con óleo en la frente.
Tras el ritual, comenzó la fiesta. A la salida de la iglesia, los familiares lanzaron a los nuevos esposos granos de trigo, en señal de deseos de fecundidad para la pareja, y los amigos del novio les ofrendaron, con gran regocijo de todos y ante el rubor de la novia, manzanas confitadas con miel, que se consideraban afrodisíacas. Sobre largas mesas de madera hechas de tablas y troncos, en las que se habían colocado cuchillos de hierro de punta fina y cucharas de madera, se sirvieron suculentos manjares: redondos panes de mijo y trigo, cazuelas de col hervida con hierbas del bosque y grasa de cerdo aliñada con ajos fritos y cebollas, piernas de cordero asadas, filetes de buey guisados con ciruelas y manzanas, perdices grises estofadas, pollos rellenos de tocino y setas condimentados con pimienta y sal, arenques salados del mar de los suecos, escudillas de madera con kacha, la reconfortante sopa de cereales que tan bien preparaba Olga, jarras de cerveza agria y dulce, cántaros de medu, la rica hidromiel fermentada que tanto gustaba a las mujeres, y algunas botellas de vino griego. Varias bandejas de pasteles de mijo, castañas y miel, tartas de manzana cocida, rollos de harina frita con especias y moras, confituras de arándanos y frambuesas y un refresco hecho de aguamiel y hierba buena despertaron las delicias de los chiquillos. En el centro de la mesa destinada a los novios se había colocado el korobaino, el tradicional pastel de bodas hecho con harina de trigo, manzanas, ciruelas pasas y fresas silvestres. Una gallina y un pollo habían sido guisados especialmente para los desposados. Se decía que estos dos animales proporcionaban la fecundidad necesaria para que los nuevos esposos engendraran una prole de hijos sanos y vigorosos.
Mientras comían, los tres músicos hacían sonar la flauta, el tambor y el rabel. Juan, sentado junto a su padre, contemplaba con curioso regocijo el banquete, sobre todo la codicia del pope que había celebrado el matrimonio por devorar cuantos manjares se ponían a su alcance.
—Dios es misericordioso porque ha dispuesto para disfrute del hombre tantos deleites para su boca y su estómago —mascullaba el grueso sacerdote con su ampulosa barba cana llena de migas y grasa, sin cesar de engullir un pedazo de paletilla de cordero aderezada con miel y estragón entre dos rebanadas de pan de mijo.
—Comed, buen padre, comed —lo animaba Olga mientras intercambiaba una sonrisa cómplice con su esposo.
Los niños se hartaron de golosinas y pasteles y, aprovechando que los mayores estaban absortos en la danza y en la música, salieron de la aldea para ir a jugar a orillas del río. El sol había ya iniciado el descenso, pero todavía podían aprovechar unas horas de juego. Hoy era un día de alborozo y los padres no tendrían demasiado en cuenta la tardanza de los pequeños.
En la orilla del gran río, aguas abajo del pequeño embarcadero donde fondeaban varias barcazas, el agua discurría lenta, como si no quisiera abandonar aquel paisaje. El caudal había aumentado con respecto al verano, algunos años casi podía vadearse a pie durante la estación estival, pero las aguas todavía no colmaban todo el cauce. Jugaban a arrojar piedras al río, compitiendo por ver quién era el que conseguía que los guijarros lanzados con efecto circular rebotaran más veces sobre la superficie.
Juan, cansado con el juego, había construido con juncos y cañas una pequeña almadía, intentando copiar una de aquellas que durante el verano descendían por la corriente cargadas de sacos y cajas. Desde la orilla y ayudándose con un largo palo, empujaba el sencillo juguete. Casi sin darse cuenta se alejó del grupo de niños que seguían compitiendo en el lanzamiento de piedras. Con los ojos clavados en su barca, soñaba con navegar algún día aguas abajo, hasta el mar que los comerciantes describían en el mercado de la aldea. Decían el agua llegaba mucho más allá de donde abarcaba la vista y que al final del mar se encontraba la ciudad de las cúpulas doradas, de los edificios de piedra tan grandes como montañas y de calles con el suelo empedrado con losas, atestada de gentes y maravillas. La barca de juncos seguía discurriendo río abajo, la corriente la alejaba más y más de la aldea.
Unas fuertes y rugosas manos lo sujetaron con fuerza por el pecho y por la boca. Juan no podía hablar ni gritar y apenas veía lo que sucedía a su alrededor. Extrañas voces que no entendía sonaban en sus oídos enérgicas y violentas. Sintió cómo sus manos eran atadas con hábil brusquedad por detrás de su espalda, enlazadas con firmeza con una cinta de cuero que se clavaba en sus muñecas y le abrasaba la piel. Una tela áspera y oscura fue colocada en su cabeza y asida a su cuello tan tensa que le impedía gritar y dificultaba sobremanera su respiración. Alguien lo alzó en vilo y lo cargó sobre el hombro, quedando con la mitad superior de su cuerpo colgando a la espalda de aquel ser que lo portaba en volandas sujeto por las corvas.
Intentó gritar pero no pudo; la rugosa tela le oprimía los labios y el rostro y un intenso miedo le impedía articular siquiera un quejido. No entendía qué estaba pasando, ni qué decían aquellos individuos que hablaban entre sí con expresiones agrias y entrecortadas, con un tono de voz excitado y rudo. Después de varios pasos cargado sobre aquel ser maloliente fue colocado sobre los lomos de un caballo, sentado a horcajadas en una dura silla. Tras él se situó un hombre que lo sujetó con vigor por la cintura con una mano, mientras con la otra asía las riendas a la vez que azuzaba con sus piernas al animal para que arrancara al galope de inmediato.
Acudieron a su cabeza las advertencias que le había hecho su madre. Había oído contar a los viejos que por los bosques erraba el espíritu de Leshy, el señor de las fieras y de los animales de las montañas; quizá fuera él quien lo había raptado y lo conducía a su guarida para comérselo. Pensaba en el disgusto que su madre tendría cuando se enterara de que el espíritu se lo había llevado, y la angustia que adivinaba en su padre le dolía más que su propia suerte.
Cabalgó sobre el lomo del caballo durante varias horas. Un fuerte dolor se apoderó primero de su tronco, después de sus piernas y brazos y por último de su cabeza, que iba y venía contra el cuello del rocín. Tras varias horas de cabalgada, el rucio se detuvo y Juan fue arrojado al suelo sin contemplaciones. Cuando le quitaron la áspera tela de su rostro vio al fin a sus raptores. Había anochecido pero la luz de la luna iluminaba al grupo de diez o doce jinetes que lo rodeaban. Eran de estatura inferior a los de su raza, pero de anchas espaldas y fuertes hombros. Su tez amarillenta brillaba como la cera bajo el resplandor lunar. Su pelo era oscuro como la noche y lacio como las acículas de los pinos. Sus ojos pequeños y rasgados, profundos como la estepa, denotaban fiereza y crueldad. En el mercado de su aldea había visto algunas veces a hombres parecidos a esos. Procedían del este y acudían al mercado con pieles de lobos y osos y caballos, que cambiaban por trigo, lino y miel. Eran sin duda pechenegos, los enemigos de los polianos, contra los que había combatido su padre antes de nacer Juan.
En un improvisado campamento apenas se detuvieron unos instantes, los suficientes como para comer un poco de queso, pan y leche fermentada y beber cerveza amarga y agua con miel. Juan rechazó la comida que le ofrecían en una escudilla de madera, pero uno de aquellos hombres lo abocó con fuerza al plato asiéndole por el cuello y aplastando su rostro en la comida. Un nauseabundo sabor agrio y rancio invadió su nariz, y sin duda hubiera vomitado los deliciosos pasteles que horas antes había comido si aún hubieran estado en su estómago.