El salón dorado (47 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El salón dorado
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Los dos astrónomos fueron instalados en unas lujosas dependencias dentro del recinto del Alcázar y sus criados en la zona reservada al servicio, entre las cuadras y las cocinas. Juan y Abú Yafar tomaron un baño, en todo el camino sólo habían podido hacerlo una vez en Daroca, y descansaron en sus alcobas durante unas horas.

—Sed bienvenidos al reino de Toledo, mi Señor ha dispuesto que os acompañe durante vuestra estancia entre nosotros. Él mismo os recibirá mañana en audiencia privada; entre tanto consideraos en vuestra propia casa.

Así se presentó Zakariyya ibn Tariq, katibde la corte para asuntos extranjeros.

Zakariyya era un bereber de pura raza, de mediana estatura, fibroso y enjuto, de piel morena, pelo negro ensortijado y ojos oscuros. Vestía una túnica de lana en color azul, un turbante negro y zapatos de cuero también negros. Sus ojos profundos y fríos, su nariz aguileña y su afilada barba le conferían un aspecto de hombre astuto y cauteloso, de carácter enérgico pero justo.

Abú Yafar le puso al corriente del viaje y le comunicó su intención de adquirir unos cuantos instrumentos de astronomía y a la vez entregar a Su Majestad el rey una carta de salutación y buenos deseos de al-Muqtádir.

—Habéis elegido bien, queridos amigos, y permitidme que os trate como si lo fuerais desde hace tiempo —dijo Zakariyya—. En Toledo se construyen los más precisos instrumentos astronómicos de todo al-Andalus. Nuestros artesanos no tienen rival en ninguna otra parte. Ni en Al-Fustat ni en Basora ni siquiera en Bagdad son capaces de fabricar astrolabios de la precisión con la que se diseñan en nuestra ciudad.

—En nuestro observatorio de Zaragoza tenemos dos astrolabios, uno fabricado en Córdoba y otro en Guadalajara, y no son malas piezas —indicó Abú Yafar.

—Bagatelas. Nada comparable a lo que podréis encontrar aquí sentenció ufano el katib.

Cenaron temprano un puré de lentejas con nata y crema de castañas, truchas braseadas con alcaparrones y anchoas en conserva, lomos de cordero asados con alcaravea, romero y tomillo y tortitas de alajú a base de nueces, almendras y miel.

Desde la ventana de su alcoba Juan podía ver los jardines del Alcázar y al otro lado las dependencias reales donde se encontraba el legendario harén real. ¿Estaría allí la pelirroja Ingra? Habían pasado más de siete años desde que fuera comprada para el harén del rey de Toledo por la fabulosa cifra de cinco mil dinares. Sí, si aún vivía, seguro que seguiría allí; ningún hombre en su sano juicio se hubiera desprendido de aquella mujer única. Le preguntaría a Zakariyya por ella.

Al-Mamún los recibió en un recogido saloncito al lado de la gran sala de audiencias. Habían sido anunciados como Abú Yafar y Juan ibn Yahya, astrónomos y embajadores de su majestad Ahmad ibn Sulaymán ibn Hud, soberano de Zaragoza. El rey de Toledo yacía recostado en un sofá de seda estampada y sostenía un ramillete de cerezas entre sus dedos.

—Su Majestad os da la bienvenida a éste su reino y desea que le transmitáis a su querido hermano el rey de Zaragoza sus mejores deseos de felicidad, paz y salud, y que la bendición de Dios le acompañe siempre —dijo el secretario introductor.

Los dos astrónomos se inclinaron ante al-Mamún, que limpió delicadamente sus dedos con un suave paño de lino.

—¿Cómo se encuentra nuestro noble y apreciado hermano? —preguntó al-Mamún.

—Gracias al Altísimo goza de excelente salud, Majestad. Os envía sus mejores deseos de paz y ventura. Nos ha encargado que os entreguemos personalmente esta carta de su puño y letra en la que manifiesta su cariño hacia vos y os envía este presente —dijo Abú Yafar a la vez que extendía el rollo de pergamino hacia el monarca y un cofrecillo con una copia del Corán con tapas de plata engastadas con gemas preciosas.

El secretario de la cancillería los recogió y los entregó a al-Mamún.

—Vuestra visita nos complace. He dado instrucciones para que sea lo más grata posible y dispongáis en cada momento de cuanta ayuda necesitéis. De ninguna manera quiero que os sintáis en esta ciudad como forasteros. Dentro de dos días celebraremos un banquete en mi nueva almunia de recreo para conmemorar el aniversario de mi dinastía, estáis invitados.

—Nos sentimos muy honrados con vuestra acogida, Majestad.

—Sólo cumplimos con nuestro deber de buen musulmán —finalizó al-Mamún dando por acabada la breve audiencia.

Zakariyya les acompañó al observatorio astronómico. Formaba parte de un amplio conjunto de escuelas denominado La Casa del Saber, en donde se impartían todo tipo de disciplinas científicas. Estaba ubicado en uno de los torreones del Alcázar y en él trabajaban siete astrónomos, tres matemáticos y media docena de ayudantes. El director era el joven al-Zarqalí, que apenas contaba con veinticinco años de edad. Zakariyya hizo las presentaciones de rigor y el director del observatorio les mostró las instalaciones a sus dos colegas.

—El observatorio ocupa todo este amplio torreón, desde su planta baja hasta la azotea. En la planta inferior, a nivel del suelo, hay un almacén de material. En la primera planta está la biblioteca especializada. Tenemos un fondo de mil quinientos libros, que están a vuestra disposición. En la planta segunda se ubican las mesas de trabajo y el archivo. En la tercera guardamos los instrumentos de observación al lado de un pequeño taller de reparaciones. Por último, en la azotea están los relojes solares y los puestos de observación —explicó al-Zarqalí.

—Vuestras instalaciones son magníficas —señaló Abú Yafar.

—Sí, lo son. En buena medida se copiaron de las existentes en el observatorio de Bagdad. El principal impulsor fue Ibn al-Jayyat, un astrónomo toledano que derivó hacia la astrología y acabó siendo cesado de su puesto como director. Dicen quienes lo conocieron que se volvió loco y acabó sus días entre alucinaciones y visiones; murió hace unos quince años. Escribió un tratado de astrología que conservamos en la biblioteca. Su interrumpida labor fue proseguida por su principal discípulo, un súbdito del reino de los Banu Hud, como vosotros. Su nombre era Abú Ishaq ibn Ibrahim al-Tajibí, pero todos lo conocían por el apodo de al-Quwaydís. Estuvo al frente del observatorio unos diez años. A su muerte se hizo cargo mi maestro Iqbal ibn Fahd y yo le he sucedido en el puesto hace dos años. Aquí siempre hemos creído que la astronomía es la ciencia más noble, alta y hermosa para los musulmanes —explicó al-Zarqalí.

—Los maestros que han dirigido este observatorio han sido excelentes. La experiencia acumulada de todos ellos supone un verdadero tesoro para la ciencia —adujo Juan.

—En verdad que es así. A diferencia de mis predecesores, yo he llegado a este puesto siendo muy joven, soy consciente de ello, pero gozo de la confianza de Su Majestad.

Los dos astrónomos zaragozanos admiraron la acumulación de aparatos, libros y medios humanos del observatorio. Para presentar un informe de su viaje, anotaban meticulosamente todo cuanto iban viendo. Dedicaron varias horas a repasar el índice de libros de la biblioteca y quedaron gratamente sorprendidos de su riqueza. Dos copistas habían sido enviados hacía tres años a Bagdad y de allí habían traído copias de las obras del gran astrónomo de Harrán Thabit ibn Qurra y un ejemplar de la primera traducción original al árabe del Almagesto de Ptolomeo realizada por Sahl al-Tabari y al-Hajjaj ibn Yusuf. 'Abbás ibn Násih, uno de los dos copistas, había regresado poco después a Oriente para conseguir el tratado de astronomía iraquí conocido como el Sind Hind.

También habían traído de Bagdad la idea de fundar una escuela donde se enseñaran todas las disciplinas científicas, como había hecho en la capital oriental el visir Sabur ibn Ardasir, que había creado la llamada Casa de la Ciencia y la Universidad de Nizamiyya, la madraza fundada hacía tan sólo cuatro años por Nizam al-Mulk. En Toledo se acababa de instaurar La Casa del Saber, donde por el momento se impartían media docena de disciplinas.

A Juan le despertó especial atención el manuscrito de Ibn al-Jayyat, el visionario. Había leído algunos tratados de astrología y aunque esta disciplina tenía numerosos detractores, también despertaba elogios apasionados por parte de muchos. Conocido era que el gran Maslama de Madrid había logrado predecir la desmembración del califato de Córdoba. Era sabido y aceptado que la astrología podía ofrecer indicios sobre el bien y el mal y los religiosos más influyentes sostenían que era una disciplina correcta, pues no había nada en los cielos que no hubiera sido atado sin la voluntad de Dios. Recordaba la sura 16 del Corán, en la que se decía: «Y (Dios) ha sujetado a vuestro servicio la noche y el día, el Sol y la Luna. Las estrellas están sujetas por su orden. Ciertamente, hay en ello signos para la gente que razona. (…) Y se guían (los hombres) por los astros» . El libro del antiguo director del observatorio de Toledo estaba lleno de claves y de profecías. El lenguaje era críptico y oscuro, a veces denso y siempre con dobles o triples versiones. Página a página se describía una serie de profecías cuya interpretación correcta era difícil de escrutar. Se pronosticaba «la ruina del Imperio de las Dunas Plateadas», «la desaparición del Sol de Medianoche», «la muerte próxima del Rey de los Dátiles» y «la destrucción de las Torres entre los Limoneros». Todo aquello se podía explicar de varias maneras.

«La ruina del Imperio de las Dunas Plateadas» bien podría referirse al final del dominio de los árabes en la Península Ibérica, pero también al de los turcos que avanzaban desde Oriente, o al califato de los fatimíes de Egipto. «La desaparición del Sol de Medianoche» quizás anunciara la muerte de algún califa, o la del patriarca de Constantinopla, o la conversión de los vikingos al cristianismo o la de los cristianos europeos al islam. «La muerte del Rey de los Dátiles» tal vez hacía alusión a la conquista de África por los musulmanes y a la visión de un continente africano bajo la hegemonía del islam, pero también podía interpretarse como el fin del dominio musulmán en África del Norte. «La destrucción de las Torres entre los Limoneros» parecía anunciar la conquista de Sevilla por las tropas de Sancho II de Castilla, o la unificación de ambos lados del estrecho de Gibraltar bajo un mismo monarca, o el final de los reinos de taifas.

Todas las interpretaciones, como en la mayor parte de las sentencias proféticas, respondían a distintos enfoques. Pero hubo una que erizó la piel del eslavo. Decía así: «Cuando se cumplan cinco veces seis veranos, el león rampante del norte brillará más que el Sol. Parecerá entonces que la Luna se asentará para siempre en la casa del Escorpión. Pero seis veranos después el Sol ocultará a la Luna. El azul y el amarillo se tornarán rojo y blanco. La esperanza de los creyentes sucumbirá ante el yin del placer y la muerte se asentará en la sala dorada» Juan levantó la cabeza y meditó aquellas palabras. Si estaba en lo cierto, el león radiante del norte era al-Muqtádir, su rey, y se anunciaba que alcanzaría su máximo poder a los treinta años de reinado, es decir, en el curso del año 468 de la hégira, pero entonces comenzaría una decadencia de seis años hasta que la muerte, a causa de la incontinencia en los placeres, acabaría con la esperanza que suponía el rey de Zaragoza como defensor de la fe musulmana y como barrera contra los cristianos. Aparecían todos los símbolos de los Banu Hud: el león rampante, la Luna y los colores azul y amarillo de la dinastía. Si la profecía era acertada y la había interpretado correctamente, a al-Muqtádir le quedaban todavía más de diez años de vida y lo mejor de su gobierno, aunque al final vendría la ruina del soberano.

La biblioteca disponía de libros que no estaban en ninguna de las de Zaragoza. Había una copia de las tablas del astrónomo bagdadí al-Jwarizmí, con anotaciones y revisiones realizadas en Córdoba por Maslama de Madrid y sus discípulos.

—Mira, Juan, estas notas fueron realizadas por el maestro de al-Kirmani. Quizás estuviera presente él mismo cuando se hicieron —indicó Abú Yafar.

Había un libro catálogo que contenía mil veintidós estrellas y cuarenta y siete constelaciones, siguiendo la obra clásica de Ptolomeo. En un desplegable realizado sobre dos pergaminos cosidos de casi tres codos de diámetro se había representado un planisferio de la bóveda celeste con la cartografía de todas las estrellas, en tintas sepias, rojas y azules, destacando en negro las doce constelaciones del zodiaco y los movimientos de paso de los siete planetas. Las estrellas más brillantes del firmamento estaban asociadas a los distintos signos: Aldebarán, Algenze, Algomeiza, Aldiraán y Callandarazella se relacionaban con Tauro y Virgo; Denebalgedi, Benebcaitox, Patancaitox, Rigel, Alhabor, Alhurab, Alchimech y Calbalagrah con Sagitario y Acuario, y así con el resto. También estaban dibujadas la estrella que estalló en la constelación de Cáncer el año del cisma de Oriente y la que se apagó en la de Libra el día que murió al-Kirmani. En varias páginas se dibujaban los grupos de estrellas con su nombre y el signo dominante. Por ejemplo, el triángulo de Lira, la cruz del Cisne, el cuadrado del Auriga, el triángulo invertido de Pegaso, la corona de Efecta o el arranque de espiral de Calbalagraf.

—Es preciso pedir autorización a al-Mamún para copiar algunos de esos libros, nos serían muy útiles y nos ahorrarían mucho trabajo —planteó Abú Yafar mientras desayunaba con Juan la sopa de trigo con verduras llamada yasis.

—Creo que nos lo concederá. Su Majestad se ha mostrado muy amable y dispuesto a facilitar nuestro trabajo —asentó Juan sin dejar de mirar a través de la ventana hacia el harén—. Quiero consultaros una cosa, maestro. Hace algunos años, cuando yo era esclavo al servicio de Yahya, acudí a una subasta en la que una joven pelirroja fue vendida por cinco mil dinares a un delegado del rey de Toledo. Esa esclava era amiga mía. ¿Creéis que sería oportuno que preguntara a Zakariyya por si supiera algo de ella?

—No veo inconveniente, pero hazlo con cuidado y discreción, y no muestres un interés especial. Pregunta como si te motivara una simple curiosidad, nada más. ¿Cinco mil dinares has dicho? Debe de ser una mujer muy especial.

—¡Oh!, no, creo que estáis pensando que sentí algo especial por ella. Simplemente fuimos amigos, sólo amigos —remarcó Juan.

—Entre un hombre y una mujer nunca hay tan sólo amistad; recuerda esto —sentenció Abú Yafar.

Zakariyya llamó a la puerta de la estancia donde desayunaban Juan y Abú Yafar y entró mostrando su mejor sonrisa y dando los buenos días:

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