—Así es, en efecto —repuso Ibn Paquda—. Pero en el Libro se dice que Dios indicó a Abraham que sólo por Isaac sería nombrada su descendencia.
—Pero Dios prometió a Agar y al propio Abraham que bendeciría a Ismael y le haría padre de un enorme linaje y jefe de una nación muy fuerte, también con doce hijos, como las doce tribus de Israel.
—No intentes confundirme con tu habilidad dialéctica. La Torá no deja lugar a ninguna duda: el pueblo de Israel, el descendiente de Abraham a través de la línea de Isaac, es el elegido de Dios.
—El Corán acepta la revelación de Dios a Abraham y muchas de las tradiciones del Antiguo Testamento. Según Mahoma, el Arca de Noé se posó sobre el monte Djudi, en Arabia, para los mesopotamios lo hizo en el monte Gordiena, en Kardu, y para los cristianos en el Ararat, en Armenia. ¿Dónde está la verdad? Abraham consagró la Kaaba de La Meca como sustitución del Templo de Jerusalén y los cristianos tienen su santuario en Roma. ¿Quién está equivocado? El Profeta sitúa en el mismo nivel a los dos hermanos, a Ismael y a Isaac —refutó Juan.
—El hijo primogénito no tiene por qué ser el que suceda al padre siempre. Eso suele ocurrir entre los cristianos, pero nunca ha sido así entre los árabes. El padre elige de entre sus hijos al que le parece el mejor; siempre ha ocurrido de este modo.
—¿Siempre? Creo que no recuerdas que Jacob, el segundón de Isaac, se valió de una doble estratagema para adquirir el derecho de primogenitura sobre su hermano Esaú, que era el destinado a suceder a su padre. Primero lo engañó con un plato de lentejas y después se hizo pasar por su hermano disfrazándose a los ojos ciegos de Isaac con pieles de cabrito sobre las manos y los brazos para que el padre invidente creyera que era su velludo hermano y le otorgara su bendición. Tan es así, que Jacob significa «el suplantador». En este caso, el pueblo judío tiene su origen en un engaño, en un fraude entre hermanos, en un linaje de segundón de segundón.
—Esaú y Jacob eran gemelos —advirtió Ibn Paquda.
—Esaú nació el primero.
—Dios bendijo a Jacob.
—Dios verdadero bendice a todos los hombres —puntualizó Juan.
—Vuestro profeta Mahoma se decía el elegido por Dios.
—El Profeta no es sino el último de una larga serie de enviados que comienza con Abraham, o incluso antes con Noé.
Ibn Paquda sonrió y alzó las manos como dando por zanjado el debate.
—No te creía tan firme defensor de viejos cuentos para ingenuos —ironizó el judío.
—Yo tampoco a ti —afirmó el eslavo.
—Si siguiéramos al pie de la letra las Sagradas Escrituras, tanto las nuestras como las vuestras, acabaríamos perdiendo la razón o convirtiéndonos en apasionados fanáticos.
—Así es.
—Platón y Aristóteles deben de estar revolcándose de risa si es que están oyendo nuestra discusión. ¡Dos jóvenes filósofos que se dicen racionalistas y defensores de la lógica debatiendo sobre los derechos de primogenitura del pueblo elegido!
—Quizá lo juzguen como un simple ejercicio retórico y sean benévolos con nosotros —dijo Juan.
—Más vale que se lo tomen así; en caso contrario nos reprenderán con severidad por no haber asimilado sus enseñanzas cuando nos encontremos con ellos en la otra vida —finalizó Ibn Paquda.
Los dos amigos se miraron a los ojos y comenzaron a reír al unísono en tanto apuraban el último sorbo de la infusión.
Juan decidió tomar un criado. Hacía ya casi dos meses que era un hombre libre, apenas tenía gastos y con su salario de medio dinar diario, que suponía ocho dirhemes y medio, bien podía dedicar uno de ellos a pagar los servicios de un sirviente. Ibn Paquda le había indicado que lo buscara en la sari'a, la gran explanada para la celebración de ferias al aire libre, festejos multitudinarios y ejecuciones públicas, que se hallaba situada junto al arrabal de Sinhaya, entre la medina, este arrabal y el muro de tierra. Aquí había estado en su día el gran circo de los romanos. Todavía quedaba en pie el palco del pretor, que se usaba como estrado por los comerciantes para realizar algunas pujas en las improvisadas subastas que se celebraban todos los jueves. El graderío había sido totalmente desmontado, aunque se había dejado sin derribar un murete de tres codos de altura de la cerca exterior, creando así un amplio espacio de veinte cuerdas de longitud, es decir, unos cuatrocientos codos, por tres cuerdas de ancho, unos ciento veinte codos. En ausencia de fiestas, ferias o ejecuciones, el recinto de la sari'a era ocupado por gentes en busca de empleo, desocupados crónicos, haraganes, pilluelos y vagabundos.
Se dirigió desde su casa en el arrabal de Sinhaya hasta la explanada, bordeando el cementerio de la puerta occidental. En el amplio foso que rodeaba las murallas de piedra de la medina se amontonaban inmundicias de todo tipo. La ciudad disponía de un servicio de recogida de basuras muy elemental, que apenas se limitaba a retirar los desperdicios de las calles principales. En las calles secundarias y en los arrabales eran los propios vecinos quienes sacaban fuera de sus casas las basuras, depositándolas en cualquier lugar. El foso de las murallas romanas se había convertido así en un verdadero estercolero que sólo se limpiaba cuando las aguas de una de las escasas pero intensas tormentas arrastraban toda la suciedad acumulada durante meses hasta el río.
Los alrededores de la puerta de Toledo eran un hervidero de gentes. Puestos de barberos que igual cortaban el pelo o repasaban la barba que sacaban una muela, vendedores de libros de ocasión procedentes de saqueos realizados durante los penosos años de desmembración del califato, vendedores de esclavos que no tenían acceso al lujoso y exclusivo ma'rid, campesinos de las aldeas cercanas que se desplazaban al alba hasta la ciudad para colocar sus hortalizas, frutas y verduras sin recurrir a los sangrantes intermediarios, equilibristas, vendedores de especias baratas y de pócimas que calmaban todos los dolores y remediaban cualquier enfermedad, faquires de pacotilla, encantadores de serpientes, cuentistas, prostitutas baratas en busca de clientela, afeminados profesionales que se insinuaban provocando a los viandantes y decenas de pordioseros se disputaban un lugar lo más cerca posible de la puerta o en el camino que iba desde ella hasta el ferial del desmantelado circo romano.
En los distintos puestos podían encontrarse todo tipo de productos: higos de Málaga, pasas de Ibiza, bananas de Almuñécar, azafrán de Úbeda, lapislázuli de Lorca, coral y brocados de Almería, ámbar gris de Cádiz, zapatos de Córdoba e instrumentos musicales de Sevilla. En el mercado al aire libre los precios eran más baratos, aunque la autenticidad de los productos nunca estaba del todo garantizada, que los que se ofertaban en las lujosas tiendas de la alcaicería y el bazar, a donde era necesario acudir para comprar las más refinadas manufacturas, la rica orfebrería, el oro, las sedas y las joyas y pieles más lujosas.
El aire era una mezcolanza de olores contrapuestos, suma del acre sudor de la muchedumbre, el fétido tufo de los excrementos y orines de los mulos y asnos que trasegaban sin cesar por entre la multitud, el de los espesos guisos y frituras de los puestos de comidas al aire libre y el denso aroma de las especias y perfumes de los vendedores ambulantes.
A la diversidad de olores se unía una no menor de tipos humanos. Se veían abundantes negros africanos de pelo ensortijado y dientes blanquísimos, algunos pelirrojos de las tierras del lejano norte, rubios germanos y eslavos centroeuropeos, andalusíes de piel pajiza, cabello castaño y ojos marrones, bereberes de tez cetrina y oscuro pelo rizado e incluso algunos de piel pálida y ojos ligeramente rasgados como los orientales. Abundaban los tipos mestizos: gentes de piel aceituna con enormes ojos verdes o azules, muchachos de pelo negro como la noche y piel blanca como la leche, rostros barbilampiños de aspecto bereber y ensortijados cabellos cobrizos, hijos todos ellos de siglos de migraciones y mestizajes.
Juan se detuvo ante un puesto de comidas para tomar un pincho de carne a la parrilla sazonada con abundante pimentón picante y orégano y unas salchichas de ternera con pimienta. Despachó por último dos almojábanas con canela y miel y se dirigió hacia la sari'a, dejando a su derecha el barrio de los alfareros, al otro lado de la puerta de Toledo, cerca de algunas lujosas residencias periurbanas de la aristocracia. Cuando penetró en el recinto del antiguo circo romano dos cuadrillas de jugadores disputaban sobre la arena un partido de pelota. Ayudándose con bastones de final curvado, doce jugadores por equipo trataban de hacer pasar una pelota de cuero no mayor que una manzana entre dos palos clavados en el suelo. Era un juego muy similar al del polo, que había presenciado en la explanada de la Almozara, pero aquí los contendientes lo hacían a pie. Varias decenas de espectadores encaramados sobre las ruinas del que había sido palco presidencial jaleaban a los jugadores mientras cruzaban apuestas sobre el resultado final del partido.
Juan golpeó suavemente el hombro de uno de los espectadores y le preguntó si tenía la amabilidad de indicarle dónde contratar los servicios de un criado. El individuo señaló una zona en la que varios muchachos corrían unos tras otros y siguió ensimismado en el juego, gritando alborozado cuando su equipo anotó un tanto.
Durante unos minutos el eslavo observó al grupo de muchachos que correteaban descalzos sobre la amarillenta arena y fijó sus ojos en uno de ellos. Parecía el más débil, y de menor estatura, cojeaba aparatosamente y para correr se ayudaba de un cayado en forma de horquilla que apoyaba bajo la axila del brazo derecho, el lado de su pie tullido. Manejaba el bastón de apoyo con tanta habilidad cual si fuera un miembro más de su cuerpo. Tenía la piel ambarina y el pelo negro y rizado. Sus ojos eran grandes y oscuros y su amplia boca la enmarcaban dos finos labios entre los que destacaban unos dientes inmaculadamente blancos. Reía sin cesar y pese a su minusvalía parecía ser el organizador y verdadero jefe del grupo.
Juan se acercó hasta ellos y los muchachos cesaron sus carreras ante la presencia del eslavo. La figura de Juan ibn Yahya era impresionante. Acababa de cumplir veintiún años, pero su rostro sereno y tranquilo le hacía parecer mayor. Con casi cuatro codos rassasíes de altura superaba en una cabeza a todos los demás hombres. Calzaba unas babuchas de cuero negro y vestía una túnica de lino blanco ceñida por un ancho cinturón también de cuero negro. Se tocaba con un pequeño gorro asimismo de cuero negro bajo el que asomaban sus rubios cabellos, más largos de lo que solía ser habitual en la moda del momento.
—¿Buscabais a alguien, señor? —preguntó con una reverencia el muchacho tullido, tras el cual se colocaron los demás.
—Sí. Busco a quien quiera trabajar como criado a mi servicio —respondió Juan.
—Yo mismo estoy disponible, mi señor, soy un buen criado. Sé cocinar y conozco todos los mercados de la ciudad. No hay nadie que se maneje mejor que Jalid en las calles de Zaragoza. Aceptadme y no os arrepentiréis —se apresuró a decir el tullido.
Los demás miraban a Juan con ojos desorbitados, pero ninguno osó contravenir al que pese a ser el más enteco ejercía sobre ellos un incuestionable caudillaje.
—Pareces avispado y tu lengua es clara y fluida como la de un narrador de cuentos. ¿Qué edad tienes?
—Creo que catorce… o quince años, no estoy muy seguro, mis padres murieron antes de que pudiera enterarme.
—¿No tienes a nadie? ¿Dónde vives?
—Vivo en casa de mis abuelos, en el arrabal de las tenerías, el barrio de los curtidores de pieles.
Juan miró fijamente a los ojos de Jalid y tras unos instantes de reflexión añadió:
—De acuerdo, te tendré unos días a prueba. Sígueme —finalizó Juan.
—Gracias, mi señor, gracias, no os arrepentiréis; seguro, no os arrepentiréis —repetía Jalid mientras caminaba detrás de Juan a través de la revueltas arenas en las que ya había finalizado el partido de pelota.
Al llegar a su casa, Juan señaló a Jalid cuáles iban a ser desde entonces sus funciones:
—Debes tener todo siempre limpio y aseado, nunca debe faltar agua ni comida en la cocina, leña en invierno para la estufa y aceite para la lámpara. Te pagaré un dirhem diario, podrás llevar mis ropas cuando a mí ya no me valgan o estén gastadas y comerás, cenarás y dormirás en mi casa. No es demasiado grande, pero es cómoda y confortable, cálida en invierno y fresca en verano. Por el momento dormirás en la cocina, es amplia y estarás caliente. Ahora puedes ir a casa de tus abuelos a decirles que desde esta noche estás a mi servicio, y tráete tus cosas. Mi nombre es Juan ibn Yahya al-Tawil al-Rumi. Vete ahora y vuelve antes de que anochezca. Espero que, como has dicho, sepas cocinar.
Apenas dos horas después Jalid llamaba a la puerta de su señor.
—Has sido rápido —dijo Juan—. ¿Qué te han dicho tus abuelos?
—¡Ah!, bien, bien, están contentos.
—¿No les hará falta tu ayuda?
—No, no, se pueden valer bien por sí mismos, todavía no están decrépitos.
—Podrás visitarlos un día a la semana, el viernes —asentó Juan.
De Yahya ibn al-Sa'igh ibn Bajja a su sabio amigo Juan ibn Yahya al-Tawil al-Rumi. Con motivo de mi boda con Shams me gustaría que asistieras al banquete que ofreceré en mi casa el próximo día 5 del mes de sawwal del presente año 458, a mediodía. Me sentiré muy honrado con tu presencia. Que Dios, su nombre sea alabado, te guíe.
La nota con este mensaje fue entregado a Juan por un correo cuando inspeccionaba las obras del nuevo palacio real.
Al día siguiente, mientras paseaba por la alameda de la Almozara en compañía de su nuevo criado Jalid, Said al-Jair, el experto tratante de esclavos, lo llamó desde lejos.
—¡Juan, Juan! —se acercó presuroso—. ¿Has recibido ya la invitación a la boda? Yahya me comentó que te había invitado a su cuarto matrimonio. Ya se lo dije: «Nunca me agradecerás bastante la compra de esta esclava». ¿Recuerdas? Creo que tú viniste con nosotros al mercado aquel día. El truhán de Yahya quería una esposa rubia, de larga cabellera dorada, piel sedosa y ojos azules. Esa esclava ha sabido ganarse su corazón y su entrepierna. Está loco por ella aunque todavía no le ha dado un hijo. Pocas veces he visto a un hombre tan enamorado de una mujer.
—Sí, sí —balbució Juan—, he recibido la invitación.
—¿Asistirás, claro? —dio Said por supuesto.
—Creo que sí… Sí, sin duda, asistiré —asintió Juan.