El salón dorado (39 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El salón dorado
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Pocos días después Al-Muqtádir recibió a la comisión de los seis expertos para la construcción del nuevo palacio real. El arquitecto jefe dio un paso adelante y expuso las razones de la elección: la construcción militar ya existente, la ubicación de la alcazaba en un lugar privilegiado sobre el río y el control y dominio visual sobre toda la ciudad y las rutas que llegaban a ella, entre otras. Al-Muqtádir permaneció unos instantes pensativo, dio varios pasos en distintas direcciones y por fin resaltó:

—Creo que no hay un lugar mejor. El nuevo palacio se levantará en el interior de la alcazaba de la Almozara. Será un paraíso dentro de los muros militares, un edén en la tierra, un jardín entre los campos y los frutales. Quiero que se ponga a trabajar un equipo de inmediato. Se van a cumplir veinte años de mi reinado y deseo celebrarlos con la construcción de este palacio. A partir de mañana nos reuniremos semanalmente para preparar el proyecto y seguir después su ejecución. Podéis retiraros.

Al-Muqtádir llamó a consulta a los más eminentes sabios de su reino. Personalmente, y uno a uno, les fue preguntando sobre sus ideas con respecto a cómo debería ser el palacio ideal. El maestro aritmético Muhámmad ibn Sulaymán hizo hincapié en la perfección de las medidas y en la simetría de las formas. El astrónomo Ibrahim ibn Lubb resaltó la identidad del palacio con el cosmos. El médico Muhámmad ibn Ahmad destacó la importancia de la limpieza y la salud, y el papel del aire y el sol en la arquitectura, y que estuviera expuesto a los vientos del este, que eran los más saludables.

El rey decidió que el nuevo palacio sería como un pequeño paraíso, donde hubiera abundante y suculenta comida, arroyos y fuentes saturados de perfumes, palmeras y granados, donde brotasen manantiales de vino, leche y miel. Debería disponer de delicados jardines privados en los que hermosas y ardientes mujeres pasearan semidesnudas y sensuales cual huríes de brillantes ojos negros eternamente jóvenes y siempre vírgenes.

En el nuevo palacio todos los detalles deberían cuidarse a la perfección: astrólogos indicarían el momento propicio para el inicio de las obras según la confluencia de los astros, los mejores arquitectos intervendrían en la planificación de cada uno de los elementos constructivos, los más afamados escultores, yeseros, alarifes y pintores diseñarían la decoración de cada una de las salas. Nada debería quedar a la improvisación. El palacio iba a ser su gran obra y por ello sólo admitiría lo sublime.

Al-Kirmani, el viejo maestro, que gracias a los calores del estío ya se había repuesto de la neumonía que le había afectado durante el pasado invierno, fue elegido por Al-Muqtádir para fijar el día propicio para el comienzo de las obras. En su viaje a Oriente, al-Kirmani había estudiado astronomía en la ciudad de Harrán, al norte de Irak, en donde aprendió las técnicas que se practicaban en el observatorio de Maragahah, en Azerbaiyán, centro difusor de los calendarios y los mapas astronómicos de la China, que llegaban hasta allí a través de la Ruta de la Seda. Durante varios días se dedicó a consultar diferentes tratados de astrología en la biblioteca de Abú Yalid, en la de la mezquita aljama y en la del viejo palacio real junto al puente, acompañado por dos o tres de sus discípulos que le leían las obras. Juan se ofreció para ayudar a al-Kirmani y aunque éste se mostró reticente por no ser musulmán, pronto permitió que el discípulo eslavo le ayudara; en las bibliotecas había algunos libros en latín y griego y Juan era sin duda el mejor traductor de la ciudad.

Revisaron juntos los movimientos lunares descritos por al-Jwarizmí, las obras de Maslama de Madrid y de Ibn al-Saffar, los comentarios de al-Mayrizí de Shiraz sobre Ptolomeo y Euclides, las traducciones del Almagesto de Ptolomeo de Sahl al-Tabari y al-Hajjaj ibn Yusuf, que Juan corrigió en algunos puntos concretos. De especial interés para ambos fue la consulta de un libro recién llegado desde Valencia del astrónomo de Shiraz 'Abdarrahman al-Sufi, titulado Libro de las estrellas fijas, ilustrado con bellas láminas en las que se mostraban las principales estrellas con puntos unidos por líneas que formaban las doce figuras del horóscopo y las constelaciones.

Juan se sorprendió en extremo cuando en una de las visitas a la gran biblioteca de la mezquita mayor el viejo maestro pidió la obra de Aristarco de Samos titulada Sobre las dimensiones y las distancias del Sol y la Luna.

—Es un raro tratado de un astrónomo griego discípulo de Estrabón de Lampraco —comentó al-Kirmani—. En este libro calcula, mediante medición trigonométrica de los ángulos, las distancias entre los tres astros principales, Sol, Tierra y Luna, y el arco que la sombra de la Tierra proyecta sobre la Luna. Un hombre genial este Aristarco; lástima que sus teorías heliocéntricas sólo fueran seguidas por Seleuco. Escribió un libro, que se ha perdido, en el que dejó constancia de sus descubrimientos.

—Yo he leído ese libro afirmó Juan.

—¿Qué has dicho? —preguntó sorprendido al-Kirmani.

—Que yo he leído el libro perdido de Aristarco —reafirmó Juan—. Lo encontró Miguel Psello, de quien ya os he hablado en alguna ocasión, en un monasterio de la región de Bitinia, en Anatolia. Se lo regaló a mi maestro Demetrio, quien me lo entregó poco antes de morir. Tuve que destruirlo para no ser ejecutado si lo descubrían en mi poder, pero lo aprendí de memoria.

—¡Idiotas! —clamó al-Kirmani—. Siempre he sostenido que esos cristianos dogmáticos son unos idiotas. Su intransigencia ha provocado la pérdida de una de las más innovadoras obras de la ciencia de la Antigüedad.

Durante varios días, al-Kirmani y Juan repasaron el libro de Aristarco tal y como se guardaba en la cabeza del joven eslavo. El muchacho aprendió como nunca antes los fundamentos de la ciencia astrológica de boca del sabio anciano, que iba explicando con comentarios y citas de autores todos los párrafos que Juan le iba repitiendo del tratado de Aristarco de Samos. Algunas noches las pasaban en vela sobre la azotea del gran torreón rectangular de la alcazaba, donde hacía varios decenios los reyes de Zaragoza habían instalado un modesto observatorio astronómico. Juan contemplaba el cielo y describía a al-Kirmani, que no podía verla a causa de su ceguera, la posición de los astros.

Varias semanas después del encargo, al-Kirmani compareció ante Al-Muqtádir para darle cuenta de sus trabajos. Dos días antes había dicho a Yahya que le permitiera ir con Juan, puesto que había colaborado con él casi desde el principio y sabía interpretar mejor que nadie los cálculos que se habían realizado. Yahya, que sentía una gratitud infinita por el maestro, accedió de buena gana. Alguna vez podría serle beneficioso el que un siervo suyo hubiera estado cerca del rey para explicarle cuándo debería ejecutarse su más ambicioso proyecto arquitectónico, seguro de que podría sacar algún provecho de ello.

El heredero de los Ibn Hud los recibió en una sala tapizada con telas azules y amarillas, bajo un dosel de lino blanco. El otoño estaba siendo templado y seco y el viento parecía haberse solidificado. El visir acompañó a al-Kirmani y a Juan ante presencia del rey, que saludó con afecto al viejo maestro e ignoró por completo a Juan, quien se mantenía dos pasos por detrás de al-Kirmani; portaba bajo su brazo un rollo con varios pergaminos en los que el maestro había hecho dibujar sus cálculos astronómicos.

—Majestad —intervino al-Kirmani—, me acompaña mi discípulo Juan el Romano, siervo de la casa de Yahya ibn al-Sa'igh, el más afamado platero de nuestro zoco. Ha estudiado en Constantinopla y en Roma y conoce varios idiomas; me ha sido muy útil, y como mis ojos ya no ven, es a través de los suyos como leo y estudio.

—Pasemos a un despacho, allí podrás enseñarme con mayor comodidad lo que has realizado.

En una pequeña estancia se sentaron alrededor de una mesa Al-Muqtádir, el visir y al-Kirmani. Juan se quedó de pie detrás del anciano.

—Me ordenasteis —comenzó al-Kirmani— que os asesorara sobre la construcción del palacio nuevo, que queréis sea un paraíso en la tierra. Pues bien, después de revisar una y otra vez largas series de cálculos y de resituar en distintas posiciones a todos los planetas y estrellas, he llegado a la conclusión de que el momento más oportuno para iniciar las obras será cuando la luna creciente esté alineada con Venus y se encuentre en el corazón del Alacrán, en la mansión sexta, dentro de cuatro meses. Además, es necesario conjugar distintos elementos: los planetas, los colores, las formas, los signos, las gemas, las flores, los animales y los materiales minerales. En cuanto a los planetas, el más propicio es Venus, el astro del amor y de la alegría, de la cortesía y del orgullo, cualidades que han de reinar con vos en vuestro palacio. Venus en la sexta casa es señal de salud, armonía y calma. Debe predominar el color verde, el del planeta Venus, que simboliza la esperanza que vuestro reinado y vuestro triunfo han supuesto para todo el islam. Junto con el verde, se aplicarán el blanco, el color de la Luna, de la pureza y de la franqueza, y el amarillo, que representa, como el Sol, la inteligencia y la justicia. En los techos conviene utilizar el azul de Júpiter, el tono del cielo, y el rojo de Marte, color de la caridad y la victoria. De los cuatro elementos, el agua es el de la Luna y el de Escorpión, bajo cuyo signo aparecen los mejores augurios para la construcción. Por tanto, el agua deberá estar por encima de los otros tres, sobresaliendo del aire, el fuego o la tierra. Jaspe rojo y alabastro blanco son piedras que combinan en armonía perfecta y que habría que usar al menos en ciertos paneles decorativos en columnas y jambas, y las rosas, flores del amor, ocuparán el lugar privilegiado de los jardines.

—¡Magnífico! El simbolismo de los colores y de los elementos realzará el palacio. Pero me gustaría ir todavía más allá —puntualizó Al-Muqtádir, que jugueteaba entre sus dedos con una pieza de ajedrez tallada en cristal de roca—. Este edificio debe reflejar en su arquitectura el orden cósmico creado por Dios, la sucesión del día y la noche, el equilibrio del Sol, la Luna y las estrellas. El plano ha de ser un microcosmos en el que se plasme el mundo y mi reino. Sé que todo ello es difícil, pero es mi deseo emular la obra de los grandes califas del islam.

A finales de 1065 murió el rey Fernando de Castilla. La amenaza de los castellanos, que habían hostigado la frontera durante todo el año, pareció entonces más lejana. Los musulmanes recibieron con alivio la partición de su reino: Sancho, el primogénito, heredó Castilla y las parias de Zaragoza; Alfonso, el hijo predilecto, León y las parias de Toledo, y García, el menor, Galicia y las parias de Sevilla y Badajoz. Las desavenencias entre los tres hermanos estallaron de inmediato. Los últimos meses de vida y los enfrentamientos entre sus hijos a la muerte de Fernando I fueron aprovechados por los aragoneses para preparar una ofensiva sobre la frontera norte del reino hudí. Pese a ello, Al-Muqtádir podría respirar tranquilo por una temporada. La paz con los castellanos, ocupados en sus querellas internas, le permitió dedicar todo su tiempo a la construcción del nuevo palacio.

Tal y como había señalado al-Kirmani, las obras comenzaron el día fijado por el sabio cordobés. Una miríada de albañiles, peones y acémilas comenzaron a desescombrar la parte central del interior de la alcazaba. Durante varias semanas, al-Kirmani, siempre acompañado por Juan y el arquitecto Jalid ibn Yusuf, inspeccionó los trabajos de derribo. De vez en cuando el propio Al-Muqtádir visitaba la alcazaba.

La primavera discurrió en un suspiro. Juan había dejado ya la educación de sus dos pupilos y Yahya estaba encantado de que su siervo se codeara con el propio monarca. Esta situación le permitía acceder a la corte y gracias a ello había logrado aumentar la venta de piezas de plata entre los personajes más distinguidos de la aristocracia zaragozana.

El esfuerzo era agotador, incluso para una persona fuerte y joven como Juan, pero el achacoso y desgastado cuerpo de al-Kirmani no pudo resistir el ritmo impuesto. Una tarde, mientras repasaban un tratado de ingeniería en la biblioteca del palacio real, el viejo maestro se sintió indispuesto. Siempre en compañía de Juan fue trasladado con urgencia a la Casa del Reposo, una pequeña clínica donde los mejores médicos de la ciudad se reunían para intercambiar sus experiencias. Allí, a orillas del Huerva, gracias a una donación del propio monarca, estaban organizando un pequeño hospital, intentando copiar los que existían en el oriente musulmán. La pequeña clínica había sido dirigida y fundada por el propio al-Kirmani, que la había dotado de abundante instrumental médico; había bisturís, escalpelos, ganchos, sierras, cauterios, tenazas, fórceps, jeringas, cánulas, sondas y tablillas de madera de diversas formas y tamaños para fijar las fracturas óseas y lograr que soldaran. Muchos de estos instrumentos los había diseñado el propio al-Kirmani copiando los empleados en el hospital de Isfahán por el mismísimo Ibn Sina. El maestro era un afamado médico y muchos de los cirujanos de la ciudad se habían formado bajo sus enseñanzas; siempre se había destacado por la precisión de sus observaciones clínicas y su habilidad en cauterizar heridas y en amputar miembros gangrenados.

Al-Kirmani fue colocado sobre una camilla, cubierto con una manta de lana gris. Varios médicos acudieron de inmediato a interesarse por el anciano cuya vida se apagaba sin remedio. El propio Al-Muqtádir, enterado de la situación, lo visitó acompañado por el príncipe heredero. Durante unos minutos el monarca y su astrónomo hablaron sin testigos. Al salir de la habitación donde yacía el cuerpo enfermo del ilustre sabio, el rey meneó la cabeza como indicando que todo era inútil.

El maestro pidió a su joven y aventajado discípulo, el inteligente Ibn Buklaris, que había alcanzado la categoría de hakim, el más alto grado médico, que lo dejaran a solas con Juan. El siervo eslavo entró en la estancia apenas iluminada por una simple lamparilla de aceite al-Kirmani, tumbado sobre la rígida camilla, agonizaba.

—¿Eres tú, Juan? —preguntó el anciano al oír los pasos del eslavo.

—Sí, maestro.

—He pedido que te permitieran estar conmigo a solas porque quiero decirte algunas cosas antes de morir.

—No, no vais a morir —protestó Juan—. Algunos astrólogos sostienen que la natural duración de la vida humana es de ciento veinte años y que si dura menos se debe a la corrupción del temperamento, y el vuestro no se ha corrompido ni un ápice; os restan por contemplar muchas primaveras.

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