El salón dorado (35 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El salón dorado
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—Estás muy pensativo, Yahya —le interrumpió Abú ibn Wadih al-Turtusí, el más rico mercader de lino de la ciudad.

—¡Oh!, sí —farfulló Yahya un tanto perturbado—. La petición del rey me ha cogido por sorpresa. No dispongo de mucho dinero en efectivo en estos momentos y no sé cuánto podré aportar.

—Los costes de esta guerra son fabulosos. De momento el rey está pagando a los cristianos más de veinte mil monedas de oro anuales para que los navarros nos dejen en paz y los castellanos nos resguarden de los aragoneses. Es una política suicida; de seguir así, las arcas del Estado y nuestros bolsillos quedarán pronto vacíos y entonces no podremos oponer a los cristianos sino nuestros cuerpos.

—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —preguntó Yahya.

—El destino de nuestra ciudad está escrito en las estrellas, como el de cada uno de nosotros. La voluntad del Altísimo, sea su nombre alabado, cinceló hace tiempo nuestras vidas. Nada podemos hacer ante sus designios. Yo voy a aportar mil monedas de oro, es casi todo el efectivo que ahora poseo. Las guardaba para construirme una villa en las huertas del Huerva, pero tendré que esperar.

—Yo apenas puedo aportar cuatrocientos dinares —alegó Yahya fingiendo lamentarse—; he tenido muchos gastos en los últimos meses y mis arcas andan escasas.

—Cuentas bien, Yahya. Aquí estamos unos cincuenta, que a una media de cuatrocientos dinares sumarían los veinte mil del coste anual.

—No, no he querido hacer una media, es cuanto puedo aportar.

—Vamos, mi cicatero amigo —le increpó Abú ibn Wadih—, somos muy pocos los que en esta ciudad podemos permitirnos los lujos que tú derrochas. Estoy convencido de que guardas no menos de tres mil dinares en tu alacena.

—No, no, tengo muchos gastos y la orfebrería ya no rinde como antes. La marcasita y el antimonio son cada vez más caros y difíciles de conseguir; los beneficios no cesan de disminuir desde hace dos años.

—Adelante, hay que indicar la cantidad al escribano.

Abú ibn Wadih se colocó en la fila y cuando le llegó el turno dijo con voz firme:

—Abú ibn Wadih, comerciante en lino, mil dinares.

—Yahya ibn al-Sa'igh, orfebre, mil dinares.

El ejército se concentró en el ancho campo de la Almozara, entre la muralla de tierra, el río Ebro y la alcazaba. Toda la ciudad había salido a presenciar la marcha de las tropas hacia el norte. En el centro de la amplia explanada el grueso de las tropas castellanas formaba en varias filas. Los infantes estaban armados con cotas de malla hasta las rodillas, grebones de metal, botas de cuero y cascos cónicos ajustados con una lengüeta protectora para la nariz. Los jinetes portaban largas lanzas de madera pintadas de rojo con aguzadas puntas de hierro en cuyos extremos flameaban cintas granates y blancas. Enfrente se habían agrupado en varias filas los escuadrones de las tropas de la taifa de Zaragoza, formados según las ciudades de las que procedían, bajo pendones con los colores de sus lugares de origen. Configuraban un grupo heterogéneo en el que destacaban los zaragozanos, todos ellos equipados con gruesos petos de cuero chapeados con escamas de metal. En el ala derecha se habían colocado los indómitos bereberes, llegados de la región de Fez con sus camellos y dromedarios con gualdrapas carmesíes y adargas de ante colgadas en ambos flancos, con estandartes rojos con inscripciones del Corán en plata ondeando al viento.

Al son de atronadoras fanfarrias y estruendosos atabales con fundas de cuero rojo y lana verde, la flamante guardia real descendió la ladera de la suave colina que coronaba la alcazaba y se desplegó junto a la orilla del río. En medio del regimiento de jinetes de blancas capas y corazas doradas, tocados con brillantes yelmos bajo los cuales sobresalían blancos turbantes, cabalgaba el rey. Sobre un caballo negro azabache, Ahmad ibn Sulaymán saludó orgulloso a la multitud que lo aclamaba. Vestido con una capa de seda azul, su color favorito, un puntiagudo yelmo de oro y un peto de recia lana con arandelas de bronce bruñido, maniobró con habilidad para que el caballo realizara ágiles cabriolas ante las que la multitud estalló enfervorecida. El rey se colocó al frente del ejército, con el infante de Castilla don Sancho a su derecha, y ordenó iniciar la marcha. Decenas de estandartes, banderas, pendones y guiones se agitaban al viento acompasando el trote de los caballos entre los redobles de los tambores y los toques de marcha de las trompetas. El ejército bordeó la ciudad entre el río y la muralla, a través del andén que conducía hasta el puente, y lo atravesó perdiéndose en una nube de polvo por el camino del Gállego hacia el norte.

Juan había asistido a la parada militar con Yahya y sus dos hijos mayores. Hasta entonces no había tenido oportunidad de salir de los muros de la ciudad, por lo que su visión de Zaragoza se limitaba a unas pocas calles, la mezquita y la biblioteca de Abú Yalid y la vista que presenció desde el páramo cuando vino de Barcelona.

En esta ocasión había recorrido los barrios del oeste. Al salir de casa se habían dirigido por la calle Mayor, la principal arteria de la ciudad, hasta la puerta de Toledo, una de las cuatro de la muralla de piedra; desde allí habían atravesado el cementerio del oeste, las fincas periurbanas de la aristocracia zaragozana y unas alquerías hasta alcanzar la cerca exterior de tapial y adobe, que encerraba la medina y los arrabales, ante la que se extendía la amplia vaguada de la Almozara, en la que se celebraban los desfiles militares, las concentraciones de tropas y distintas manifestaciones de juegos de habilidad con caballos. Cerca del río discurría una alameda por la que solían pasear los zaragozanos en los atardeceres de las sofocantes tardes del verano. Frente al muro de tierra y al otro lado de la vaguada, sobre una ligera elevación y rodeado por un foso y un terraplén, destacaba un poderoso castillo de planta casi cuadrada y torreones ultrasemicirculares de alabastro que imitaban las murallas romanas del recinto de la medina. Los sillares brillaban como espejos, reverberando con tal intensidad la blanquecina luz que los ojos apenas podían resistir el reflejo de los rayos del sol. En el lado norte de la alcazaba se alzaba el único torreón cuadrangular, de mayor amplitud que el resto, cuya parte superior estaba cubierta de andamios.

Cuando se alejaron las tropas, la multitud se dispersó por el llano y acudió a los puestos de comidas y bebidas que se habían levantado junto a los muros de la ciudad.

—Tanto alarde militar me ha abierto el apetito; vamos a comer alguna cosa —propuso Yahya.

Se sentaron en un banco de madera de uno de los puestos de comidas al aire libre Yahya pidió para él y para los tres jóvenes almojábanas de queso, asado de cordero bañado con azúcar de cinamomo, cebollas rellenas de carne de vaca y arroz, pollo frito con pimienta, pajaritos guisados con salsa de almendras, pastelillos de calabaza y miel y cerezas confitadas.

—Comed despacio y masticad bien; esta comida se hace difícil para el estómago si se ingiere demasiado deprisa; a veces es pesada, pero no hace daño si se toma con prudencia. Bebed en pequeños sorbos agua con coriandro y jengibre, ayuda y facilita la digestión.

Tres semanas después, el ejército regresó victorioso. Hizo su entrada triunfal por la puerta del Puente y recorrió la calle hasta la mezquita mayor, donde se dieron gracias a Dios por el triunfo. Los soldados eran aclamados por la multitud que se agolpaba en la calles y en las azoteas de las casas, desde donde las mujeres, con sus rostros ocultos tras el velo, lanzaban pétalos de rosas. Juan asistía al desfile junto a su amo, cerca de casa. A su lado, un mercader del zoco de las frutas comentaba que el rey de los aragoneses, el tirano Ramiro, había sido apuñalado y gravemente herido por Sa'dada, el más valeroso de los combatientes musulmanes, lo que había causado el desconcierto en las tropas cristianas y el triunfo para los musulmanes. En la batalla, celebrada cerca de la fortaleza de Graus, había destacado por su valor un joven castellano que luchaba del lado musulmán, fiel escudero del infante don Sancho, llamado Rodrigo Díaz, natural de la aldea burgalesa de Vivar.

5

En los meses siguientes una dulce rutina se apoderó de la vida de Juan. Yahya viajaba constantemente, sobre todo a Toledo y a Valencia, con lo que Juan fue adquiriendo una mayor influencia sobre los dos hijos mayores de su amo, que lo admiraban y lo querían. Repartía su tiempo entre los libros de la biblioteca, las tertulias con al-Kirmani, las clases a sus pupilos y la enseñanza del árabe a Shams, a la que veía casi a diario, aunque en el patio de la casa y siempre bajo la mirada vigilante de Fátima.

Aquella tarde hacía un calor seco y plúmbeo. La pesadez del aire anunciaba sin duda una tormenta. En el patio, Juan instruía a Shams. Si las mujeres estudiaban con varones, lo que no solía ser frecuente, se separaban ambos sexos mediante una cortinilla de gasa, pero Yahya había decidido que sería más fácil que su esclava aprendiera bien su lengua sin la separación de la cortina, por lo que había autorizado a ambos a que se colocaran frente a frente, sin telas de por medio. Los dos jóvenes hablaban en eslavo. Juan dibujaba las letras del alifato en una pizarra con una tiza de yeso.

—Es un idioma sencillo si se conocen las reglas de su gramática —aseguró Juan.

—Yo lo encuentro muy complicado. Las palabras me suenan todas iguales y no acierto a distinguir la diferencia entre ellas —replicó Shams.

—Tus oídos se acostumbrarán pronto asentó Juan.

La muchacha alargó su mano para coger un pedazo de yeso y se encontró con la de él. Durante un instante el roce de sus dedos atizó el fuego de sus corazones.

Unos ruidos que procedían de la puerta volvieron a los dos a la realidad. Yahya regresaba de Toledo, donde había cerrado un trato comercial que le había reportado una ganancia exorbitante. Venía ligero, con el rostro cansado por el viaje, sudoroso y rebozado en polvo, pero con el brillo que sus ojos destellaban cuando el dinero acudía a su bolsa. Atravesó el patio con energía, tan eufórico que la cojera apenas se le notaba.

—¡Ah!, muchacho, estás ahí se dirigió a Juan.

—Bienvenido, mi señor, ojalá que hayáis tenido un feliz viaje.

—Ya lo creo, mi fiel Juan. Los toledanos han quedado encantados con nuestros productos y he firmado el contrato más importante de mi vida. Estoy pensando incluso en abrir tienda en el zoco de esa ciudad.

Yahya avanzó unos pasos, se detuvo, giró su cabeza y fijó sus ojos en Shams, que se había puesto de pie ante la llegada del amo. El dueño de la casa la miró fijamente y le ordenó a Juan:

—Dile a Shams que a la hora de la cena vaya a mi cuarto. Fátima la acompañará. Yo voy a darme un baño, tengo polvo hasta en los huesos.

Juan inclinó la cabeza, más para que Yahya no advirtiera su expresión que como señal de acatamiento. Volvió al rincón del patio donde enseñaba a la muchacha y le musitó:

—Creo que el dueño quiere hacerte suya hoy. Me ha dicho que tienes que ir a su cuarto cuando anochezca. No debes tener miedo, Helena.

—Te quiero, Juan —murmuró la muchacha con espontaneidad mirándole a los ojos.

—No puedes permitirte amar a nadie que no sea él.

En ese momento apareció Fátima, que los había dejado a solas durante unos momentos.

—Juan, ¿has oído al amo? Di a Shams que…

—Ya lo sabe —cortó tajante a Fátima, que sorprendida por esta actitud adivinó entonces los sentimientos de los dos jóvenes.

—Pues ya debe conocer que hoy su virginidad será de nuestro señor. Vamos —añadió cogiéndola por la muñeca—, debes prepararte.

Juan guardó en una bolsa de cuero la pizarra, los yesos y un par de cuadernos que usaba para enseñar a Shams. En su pequeña habitación se tumbó en el lecho, boca abajo, con los brazos extendidos a lo largo de su cuerpo y el rostro hundido en el colchón de paja. Una sensación de vómito le inundó el estómago y sintió como si sus vísceras se poblaran de orugas.

Fátima desnudó a Shams en el baño. La sierva bereber lavó con sumo cuidado todo el hermoso cuerpo de la joven, primero con paños de agua fría y jabón, después le hizo introducirse en la pileta de mármol blanco tallada con figuras de leones que Yahya había adquirido a un mercader de antigüedades; el agua estaba caliente. Con el cuerpo de la joven todavía húmedo le aplicó ungüentos, bálsamos, aceites y perfumes de aromas embriagadores. Le pulió los dientes con polvo de carbón y cepilló su dorado pelo dejándolo caer suelto sobre los hombros. Remarcó sus ojos con dos finas líneas de cohol azul y tiñó las plantas de sus pies con alheña. La vistió con una corta túnica de gasa y encima un vestido de seda verde.

Cuando la muchacha estuvo lista, Fátima la acompañó hasta la habitación de Yahya. El dueño de la casa estaba recostado sobre unos almohadones de raso, frente a él había una mesa baja rebosante de deliciosos manjares: fuentes de cobre repletas de brillantes frutas que parecían de porcelana, escudillas vidriadas con dátiles almibarados, ataifores de loza dorada de Calatayud con pastelillos de carne aromatizados con hierbas y especias, almojábanas de queso fresco con miel, jarras de zumo de limón y menta, vino blanco dulce y jícaras de leche de almendras.

—Aquí está vuestra sierva —le anunció Fátima—; lista para cumplir vuestros deseos, mi señor.

—Puedes marcharte, Fátima —indicó Yahya—; que nadie nos moleste.

Shams permaneció de pie, en medio de la habitación, sin saber qué hacer ante la presencia de aquel hombre. Aunque se había preparado para este momento y había ensayado distintas actitudes y variadas expresiones, se quedó paralizada.

Yahya se incorporó y se acercó hacia la esclava. Los ojos de aquel hombre recorrían ansiosos su cuerpo, deleitándose con las formas de la muchacha, como si quisiera prolongar la espera antes de gozar de ella. La tomó de la muñeca y la dirigió hacia el lecho repleto de almohadones. Con un gesto de su mano señaló los manjares. Shams bebió un sorbo de zumo de limón. Yahya deslizó suavemente sus dedos por los hombros de la joven, la atrajo hacia sí y la besó con delicadeza. Instantes después el vestido de seda y la túnica de gasa cayeron sobre las alfombras que cubrían el suelo. Recostada sobre los almohadones, Shams recibió el peso de su amo. Notó sus manos desplazando los muslos a los lados. Yahya jadeaba y empujaba con fuerza una y otra vez sin que se cumpliera su ansiado propósito. Shams sentía desgarrarse su piel como si un acerado cuchillo la estuviera cortando lentamente. No pudo contener un grito seco y agudo cuando, tras múltiples intentos, el miembro viril de Yahya penetró en su interior robando su virginidad.

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