El salón dorado (65 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El salón dorado
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Alcanzada esta conclusión, en la que ambos estaban de acuerdo, tenían que medir ahora las sombras proyectadas por la Tierra en la Luna durante los eclipses para poder establecer con precisión las distancias entre Tierra, Sol y Luna. Para ello partían del tratado de Aristarco de Samos y de los cálculos trigonométricos por él realizados y las formulaciones de Arquímedes sobre los círculos tangentes y los triángulos.

Para las derivaciones de los astros usaban un magnífico astrolabio construido por el físico Muhámmad ibn Sa'id al-Sabbán, fabricado en Guadalajara tres años antes por encargo de Juan, que contenía una lámina para la proyección desde Zaragoza y se ayudaban de los relojes de agua, de arena y de sol para fijar con precisión el tiempo.

El observatorio estaba dotado con dos cuadrantes solares, ambos grabados en caliza, en los que se señalaba la dirección a La Meca, y un magnífico reloj solar tallado en una laja de alabastro. El grabado de la placa tenía forma de lira, con un eje en dirección norte-sur y otro este-oeste, con un orificio para la colocación del estilete cuya sombra proyectada indicaba las horas. Varios trazos paralelos al eje norte-sur se distribuían a ambos lados mientras las líneas de los trópicos de Cáncer y de Capricornio eran sendas incisiones curvas trazadas en el sentido este-oeste, que tendían a convergir, aunque sin llegar a tocarse, en el cruce de los dos ejes. Este reloj era capaz de señalar hasta diez horas diurnas y la ubicación de los doce signos del zodiaco.

Con los planos que le había enviado Abú Yafar desde Toledo, Juan había fabricado una clepsidra al lado del Palacio de la Alegría. Este reloj de agua era una pequeña construcción cuadrada de unos cuatro codos de altura y otros tantos de anchura, en forma de arco. Se alimentaba de agua por la parte superior, a través de una derivación de la acequia que irrigaba el exterior del palacio. El agua movía una rueda con cangilones regulada para que hiciera discurrir la cantidad precisa hasta una tinaja que tenía inscritas unas marcas en altura, donde se podía medir el tiempo transcurrido en función del nivel del líquido acumulado. A raíz de ello, se había planteado diseñar un gran reloj en el que, mediante complicados mecanismos hidráulicos, la presión del agua hiciera mover a las horas deseadas distintos elementos articulados, como pájaros, gacelas o figuras humanas; emplearía en su construcción cuanto recordaba de los ingenios mecánicos que había visto funcionar en la corte de Bizancio y quizás escribiera a Constantinopla solicitando una copia del Tratado de las máquinas de Hierón de Siracusa. Se ayudó de un libro de anwa que localizó en la biblioteca de la mezquita mayor, uno de esos que contenían calendarios y tratados astrometeorológicos y que establecían períodos de trece jornadas, según un sistema de cómputo del tiempo basado en veintisiete períodos de trece días y uno de catorce.

Entre ambos lograron rectificar los errores contenidos en la teoría astronómica india del Sind Hind gracias a los trabajos inéditos del matemático zaragozano 'Abd Allah al-Saraqustí, fallecido hacía ya más de un cuarto de siglo.

Creían estar dentro de la más pura ortodoxia, no en vano el profeta Mahoma había dicho en el Corán: «Él es Quien colocó al Sol como claridad y a la Luna como luz y dispuso las mansiones de la Luna a fin de conocer el número de los años y el cómputo del tiempo». Estaba por tanto permitido intentar medir el tiempo que Dios había dispuesto para regular la vida de los hombres.

Juan expuso a al-Mu'tamín la teoría heliocéntrica de Aristarco de Samos y los dos discutieron abundantemente sobre ella, pero el propio al-Mu'tamín recomendó al eslavo que no publicara nada al respecto, al menos por el momento.

5

Llegó el día de intervenir en el reparto de la herencia de Yahya ibn al-Sa'igh. Los dos hijos mayores se habían enfrentado por ello, y el joven Abú Bakr mostraba mayor apego a las riquezas del que se estimaba conveniente para un filósofo. Juan trataba de evitar las disputas entre los hermanos, pues sabía que el más perjudicado iba a ser Ismail, que aún no había cumplido los catorce años y no estaba en condiciones de reivindicar su parte de la herencia.

A instancia de Juan y a requerimiento del imán de la mezquita de Abú Yalid, los dos se reunieron con Said ibn Jair para ejecutar las cláusulas testamentarias. La cantidad en metálico que había dejado Yahya ascendía a veinticuatro mil trescientos sesenta y dos dinares y seis dirhemes, que se repartieron sin problemas: seis mil para las mezquitas (dos mil para la de Abú Yalid, dos mil para la mayor, mil para la de la puerta de Alquibla y los mil restantes a partes iguales entre las veintiséis mezquitas menores de la ciudad); cuatro mil, a dos mil para cada una, entre sus dos hijas solteras, y tres mil, a mil por cabeza, entre sus tres viudas. Restaban once mil trescientos sesenta y dos dinares y seis dirhemes que se dividieron entre los cuatro hijos varones a razón de dos mil ochocientos cuarenta dinares y nueves dirhemes.

En las propiedades inmobiliarias y en los negocios radicaba el principal problema. Restaban por repartir la magnífica casa de la calle del Puente, que las obras de mejora y ampliación realizadas a lo largo de los años habían convertido en un verdadero palacio, tres casas más en la medina, una en el arrabal de Sinhaya, la almunia con sus tierras de cultivo, diez huertas, el taller de orfebrería, la tenería para el tinte de paños y curtido de pieles y cuatro tiendas en el zoco de la ciudad, todo ello con su correspondiente mobiliario y equipamiento. De este lote se extrajo la casa con jardín que Yahya legaba a Juan.

Después de escuchar a los tres hermanos mayores —Juan hacía las veces de tutor de Ismail—, se acordó que 'Abd Allah, ya por entonces comandante de la caballería real, se quedara con la casa principal y tres fincas; Ahmad, el segundo, con el taller de orfebrería y la tenería; Abú Bakr con las cuatro tiendas, una de las dos casas que restaban en la medina y dos huertas y el joven Ismail con la última de las casas de la medina, la del arrabal, la almunia del campo y cinco huertas. El hermano mayor alegó algunos reparos por ser Juan a la vez albacea testamentario y representante legal de una de las partes, además de parte interesada por recibir una casa en la herencia, pero no quiso recurrir ante los tribunales porque ello hubiera supuesto un retraso en la ejecución del testamento y en consecuencia en el reparto de la ansiada herencia.

Se redactaron los documentos correspondientes y se presentaron al cadí que impartía justicia en la mezquita mayor. Todos estuvieron de acuerdo con el reparto y Juan quedó designado administrador de los bienes de Ismail hasta que alcanzara la mayoría de edad. Entre lo que le había correspondido en metálico y las propiedades inmobiliarias, el hijo de Juan y Shams poseía una pequeña fortuna en torno a los cuatro mil dinares, suficiente como para poder vivir sin estrecheces y gozar de una posición económica holgada. Bien invertidos, los casi tres mil dinares en metálico podían rentar un veinte por ciento anual, y con esos seiscientos dinares al año se podía vivir muy bien de los intereses. Juan estaba contento por haber asegurado el futuro económico de su hijo.

El reparto se hizo en la casa del fallecido. En primer lugar los albaceas retiraron lo correspondiente a las mezquitas, después entregaron las cantidades en metálico a los hijos varones, a continuación a las hijas y por último a las viudas; todos firmaron los recibos correspondientes. Para acabar, se otorgaron los nuevos títulos de propiedad de las posesiones inmobiliarias y se concedió un plazo de dos semanas para inscribirlos en el registro.

Juan creyó que lo más conveniente sería que Shams e Ismail se trasladaran de inmediato a la casa que le había correspondido a su hijo en la medina y vender o arrendar la del arrabal, las huertas y la almunia. Todas estas propiedades se valoraban en algo más de mil dinares.

Madre e hijo se instalaron en la nueva casa de la medina, una excelente mansión situada cerca de la puerta sur, colindante con la mezquita de los Olivos, en la calle del Puente, cerca del barrio judío. Juan acudió a la casa y habló con Shams, a la que no había vuelto a ver desde hacía varios años:

—Creo que lo más conveniente para vosotros dos es que viváis aquí. Ismail posee casi tres mil dinares en efectivo y propiedades por un valor de otros mil y tú tienes mil dinares más. Con todo ello gozaréis de una posición saneada el resto de vuestras vidas —resumió Juan.

Shams estaba sentada en un diván en un ángulo del patio de la casa, al lado de Ismail, en tanto Juan permanecía de pie frente a ellos. Estaba cercana a los cuarenta años, pero sus ojos, aquellos inolvidables ojos marinos, tenían el brillo de la juventud, sus labios la finura y delicadeza de antaño y su piel la tersura de la plenitud; la ausencia de arrugas, tan sólo algunos pequeños pliegues en los párpados, denotaba una naturaleza sana y cuidada. Mechones de su rutilante cabello rubio asomaban por debajo del pañuelo con el que se cubría la cabeza. Vestía un elegante traje negro adornado con dos filas de aljófares en el pecho y en las mangas.

—Ismail, hijo, retírate unos momentos. Tu tutor y yo debemos hablar de algunos asuntos —ordenó Shams a su hijo.

Ismail se levantó, hizo una graciosa reverencia y después se alejó.

—Te encuentro muy bien, Juan —observó Shams.

—Pese a todo, la vida no ha sido demasiado cruel conmigo. Tú estás como siempre.

—Me halagas, pero no es cierto. Han pasado muchos años, mi cuerpo ya no es el mismo, aunque mi corazón sigue latiendo con la misma fuerza que…

La eslava se detuvo un momento, fijos sus ojos en los de Juan, los labios temblorosos, y añadió:

—Nadie puede establecer el destino, sólo Dios lo sabe.

—Sé que te has convertido al islam —dijo Juan.

—Sí, pero no cumplo con sus prácticas religiosas. Sólo lo hago en ciertas situaciones obligada por las circunstancias.

—Yo me convertí a la fe del Profeta poco después de conseguir la libertad, antes incluso de… nuestros encuentros en mi casa del arrabal. Nunca te lo dije, no lo creí necesario. Nadie me lo exigió para ser libre, pero se es más libre si estás con la mayoría, o al menos te lo parece, y sobre todo se lo parece a los demás.

Entre los dos se hizo un espeso silencio. Ambos se miraban a los ojos intentando decir que se amaban, que seguían amándose, pero de sus gargantas no salía una sola sílaba. Shams se hubiera levantado para arrojarse en los brazos del eslavo y Juan ansiaba acariciar el rostro de su amada, apretarla entre sus fuertes brazos y poseerla como antaño. Ninguno de los dos, aunque cada uno sabía lo que estaba pensando el otro, dijo nada. Por fin, Juan rompió el mutismo y señaló:

—Enviaré a mi criado Jalid y a otros dos más para que os ayuden a instalaros en la nueva casa. Dentro de unos días visitaré la almunia para estimar su valor y ponerla a la venta, entre tanto intentaré alquilar la casa del arrabal y vender o arrendar las huertas.

—Iremos contigo a la almunia.

—¿Iremos? —inquirió Juan.

—Tú, nuestro hijo y yo —aclaró Shams.

La almunia estaba situada a diez millas de Zaragoza, aguas arriba del río Ebro. Era una finca en la que destacaba una enorme casa de campo de dos plantas con un porche abierto al sur sostenido por una galería de arcos de herradura decorados con yeserías pintadas en verde, rojo y azul. Las paredes interiores estaban decoradas con figuras geométricas en almagre. Junto al caserón había varios edificios auxiliares para almacenes, talleres, graneros y cuadras. La finca era explotada y cuidada por dos familias campesinas. El encargado se llamaba Yusuf, un enjuto y nervudo capataz de origen bereber de unos cincuenta años casado con una mujer recia como una olma; era padre de seis hijos, todos ellos trabajaban en la finca. Le ayudaba Alí, también bereber, mucho más joven, recién casado con una muchacha de mirada recatada y cuerpo menudo. En las temporadas de siembra y recolección se reclutaban jornaleros de las aldeas cercanas para ayudar en esos trabajos agrícolas.

Shams, Juan y el pequeño Ismail se instalaron en las habitaciones nobles de la casa, ubicadas en la planta superior. Los criados les habían preparado unas magníficas estancias con amplios ventanales abiertos hacia el sur. Aquella casona era bien diferente a las que estaban acostumbrados en la ciudad. En medio del campo no era necesario mantener la intimidad edificando edificios con patios sin apenas aberturas al exterior. Allí no había vecinos de los que ocultarse ni curiosos a los que impedir la mirada al interior del hogar.

Shams, a la que acompañaba una de las criadas, subió al piso alto y abrió la ventana de su alcoba, por la que penetró el cálido sol de mediados de abril. La noche anterior había llovido y los campos estaban lozanos y limpios. Un aroma a tierra mojada, hierba fresca y flores silvestres ascendía impregnándolo todo. La eslava abrió los brazos, inspiró el aire fresco y perfumado y esbozó una sonrisa. Ismail entró corriendo y se abrazó al talle de su madre.

—Mira, Ismail, todos esos campos son tuyos.

—¿Puedo ir a ver los animales de la granja? —preguntó el muchachito.

—Sí, claro, hijo.

Ismail bajó corriendo las escaleras, atravesó el zaguán y salió hacia la granja y los establos.

Juan se reunió con el capataz, el bereber Yusuf, quien le puso al corriente de la actividad que se realizaba en la almunia, la extensión, los cultivos y los animales que poseía. Desde luego, era más de lo que había creído en principio. Además de las fincas, prados, huertas y frutales había cuatro casas, entre ellas la de los dueños, un verdadero palacete que parecía obra muy antigua, aunque muy bien conservada y con materiales de calidad, una almazara donde se refinaba casi todo el aceite de oliva de la comarca, un molino harinero, un horno, varias colmenas, dos palomares, un almacén, un enorme cortil donde se recogían más de doscientas ovejas y unas treinta cabras, un establo con dos docenas de vacas, dos toros, quince terneros, seis bueyes, cuatro asnos, siete mulas y cinco caballos, y un corral con varias docenas de gallinas, pollos, gansos y conejos.

—Eso es todo, señor —finalizó el bereber después de detallar a Juan cuanto había en la almunia.

—Bien, mañana realizaremos una vista de inspección por toda la finca, quiero hacer un listado en detalle de todas las propiedades.

—Servirán vuestra cena enseguida. Si no me necesitáis, me retiraré.

—Sí, Yusuf, gracias por tu información —dijo Juan.

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